Un caldero donde hervía la gente más insólita, así me pareció Fez la Santa entre sus recias murallas ocres, con su sucesión de obras y ruinas que dibujaban líneas barrocas, hormigueante en su agitación hierática, introvertiéndose y extrovertiéndose como un fantástico animal que llevara sus entrañas a modo de pelaje. El caldero, por lo demás, es aquí el emblema más constante, amontonado en pilas, suspendido en racimos o desparramado por aquí y por allí hasta en el suelo, ofrecido a grandes voces al chalán por un precio irrisorio que hay que regatear hasta llegar a la mitad, o en estado de formación bajo el martillo del calderero, yuxtaponiéndose uno y otro a lo largo de las callejas en un estremecimiento ininterrumpido de metal, destellos y alboroto, que no comienza ni acaba. Este concierto de cobre y hierro es la pulsación de la ciudad sobre un fondo de rumor quedo o intermitente, indiscernible.
Este extraño pueblo no parece existir sino por el ruido que produce y consume, tal vez para protegerse contra el ventoso silencio del desierto, cuyos límites acarician sus arrabales. El viajero procedente de la costa, con los ojos, las orejas y la nariz lacerados por la arena, debe franquear la puerta de los Andaluces antes de ver y comprender que ha llegado. En el estrecho y variopinto camino, bajo un techo de juncos, se encuentra al guerrab, el portador de agua fresca, con su odre de piel de macho cabrío, sus cubiletes tintineantes y su agrilla campanilla que encarna el segundo emblema de la ciudad, nacida de un río en caracol cuyo nombre ha tomado. Con enormes y fluidas caricias, el viajero absorbe Fez la Santa sin sospechar siquiera que va a ser absorbido por ella. Un paso más y desaparecerá para no ser más que un elemento dentro de la muchedumbre, fundido en el cuerpo colectivo, engullido por el alma colectiva. He dicho que el desierto se detiene en las puertas. No es del todo cierto. Asciende alto en el cielo, visible desde todas partes por encima de la piedra rosada de la montaña sagrada que despliega su sombra al anochecer sobre todo lo que se mueve.
Fue la hora de nuestra entrada con la caravana del costero. Pasamos nuestra primera noche en el fundaq[25] de la chatarra, donde cada corporación de mercaderes poseía su propia corte de los milagros en medio de un vaivén incesante de bestias de carga y ganapanes, de melopeas guturales y disputas salvajes, mientras las aves de corral encaramadas sobre los bultos y sin poder dormir cacareaban cadenciosamente su desesperación. El olor a sudor, a churre y a estiércol era tan sumamente fuerte que acababa por ejercer efectos soporíficos bienhechores.
Al alba mi padre salió para efectuar su primera visita de cortesía. Regresó al anochecer con dos bribones mauritanos y una mujer, tres esclavos que Ibn-Tofail nos ofrecía en señal de bienvenida. Teníamos una casa en las alturas de Fas-al-Bali, edificada con piedra dura y sin que la rodearan chozas árabes de adobe. Su fachada era ancha y alta, se hallaba junto al cementerio y tenía una vista muy amplia sobre los zocos.
Mi padre estaba satisfecho. Tenía muy presente que, en cierto modo, era portador de una embajada. Una parte nada despreciable de su misión dependía estrechamente de la parte ostentativa que sabría imprimir a nuestro tipo de vida. Hubiera sido muy desafortunado llevar en Fez la existencia casi bíblica de Córdoba, y una provocación atrincherarnos en la sobriedad que conocimos en Almería. Aquí lo importante era aparentar. Excesivamente amplia para alojarnos, la casa lo era apenas para contener las ambiciones de mi padre.
Ten en cuenta, me dijo, que en la calle te empujarán e incluso te pisotearán si tu camisa está deslucida; y que la muchedumbre se apartará con respeto a tu paso si tu albornoz es caro. No hablemos de la conducta de la gente, sería generalizar; hablemos de la filosofía que baña todas las conciencias. Éste es el pueblo más generoso de la tierra, a condición de que no estés necesitado. Sólo te ofrecerán lo que puedas procurarte por ti mismo. Sé ilimitado y se te considerará sin restricción. Pobre y débil, te despojarán hasta el hueso. Pedigüeño, te expulsarán y despreciarán. Elige tu rango e impón la apariencia que le convenga con la palabra, el estilo, la fuerza si es preciso, y aprende a morir como ellos saben morir, con coraje y desdén. La casa que va a ser la nuestra fue la morada del rabino Yehuda Ben-Sossan, a quien empalaron en la plaza pública hace menos de un año por crimen de apostasía. Un criado le sorprendió recubierto con su mantón de rezo, y ofrecen treinta piastras a quien denuncia a un apóstata. No te fíes de nadie, oculta denodadamente tus secretos, expón lo que no poseas y esconde lo que te pertenezca, tu mejor amigo puede sucumbir ante la tentación de venderte para complacer al juez y a sí mismo. Sé distante y cortés con quienes te sirvan; te escarnecerían si fueras amical, modesto con tus iguales, huraño y exigente con tus superiores. Aférrate sin vergüenza a lo que te agrade o estimes deba agradarte, esto pertenece al orden moral. No abandones jamás una ventaja adquirida, sería tu perdición, pues a quien es sorprendido retrocediendo le apremian para que retroceda y retroceda hasta que cae. Si tienes miedo o si te enfrentas con algo que te sobrepasa, sé fuerte contigo mismo y aparenta incluso violencia ante los demás, es tu única vía de salvación. Aún nuestra casa: ningún noble ha querido instalarse en ella, pues se dice que está encantada por el espíritu del ajusticiado. El alquiler era módico. Lo he doblado, y podía muy bien haberlo reducido a la mitad. Algo que se sabrá muy pronto en nuestro entorno. Se nos considerará faltos de razón. El desatino preocupa. Y lo que preocupa es digno de respeto. Se nos tendrá a distancia a causa del espectro, pues sospecharán que estamos aliados con las fuerzas ocultas e iniciadas en el dominio del innombrable, lo que supone una excelente defensa para proteger nuestra vida privada. Nadie intentará meter la nariz en nuestros asuntos. ¿No es lo que pretendemos? En cuanto a mí, me sentiría muy honrado si el alma del rabino Ben-Sossan viniera a visitarnos por la noche. Fue un gran sabio a quien conocí muy bien.
Servidos como lo estábamos por dos hombres y una mujer, la instalación duró muy poco tiempo. Mi padre no me había acostumbrado a ser pródigo, y sin embargo él comenzó a serlo. Negoció una de sus más bellas esmeraldas para adornarnos y vestirnos ostentosamente. David entró a trabajar como aprendiz en casa del joyero que compró la piedra, y a quien mi padre había dejado entrever que poseía otras, tan bellas o más. Se trataba de un sirio obsequioso y opulento, muy conocido en los zocos y a lo largo de todo el mar interior, tan renombrado en el país musulmán como en el país cristiano. Afirmaba que los Comneno de Bizancio se contaban entre sus clientes, y también el papa de Roma. Mi padre consiguió que le pagara a David un buen sueldo, más que decente, gracias al cual casi cubríamos nuestros gastos alimenticios. Hay una palabra que ocupa un lugar importante en las conversaciones, es la difa, el banquete de ceremonia o, más simplemente, la ceremonia del banquete. Por poco pudiente que se sea, en Fez la Santa se aman los placeres del paladar. La comida es abundante, variada, de un precio módico, y se sabe cómo hacerla sabrosa. Aunque fuera sólo por tener sirvientes, no podíamos sustraernos a la moda dominante. Se juzga una casa por el contenido del serón que lleva la sirvienta. Tuvimos que acostumbrarnos pronto a hacer ejercicios físicos y a obligarnos a largas caminatas por el djebel para detener la plétora de humores. Mi padre fue el primero en engordar; luego vino mi turno; e incluso David comenzaba a gastar más tela de la necesaria. Pero sobre este punto no teníamos por qué preocuparnos: los años de vacas flacas estaban aún lejanos.
Amigo mío, te siento nervioso en mi pluma. ¿Tienes la impresión de que ahogo el pez en lugar de sacarlo del agua para ver si se trata de un lucio o una culebra? Ten por seguro que no me aparto de lo esencial, ¿pues qué es lo esencial en la novedad de una situación sino lo cotidiano? ¿La pretendida embajada de mi padre? ¿Su visita a palacio? ¿El alcance político de nuestra partida? ¡Paciencia! Vivimos muchos acontecimientos, y a la fuerza en muchas ocasiones. En país musulmán la simplicidad es de rigor, pero la simplicidad no es simple. Te invito a que sigas con el dedo el trazo de un arabesco sobre una pared, y comprenderás la tortuosidad de la línea recta. Podía parecer locura por parte de un hombre como mi padre el introducirse en el feudo de nuestros perseguidores sin otra garantía contra el aniquilamiento que un proyecto utópico y una vaga promesa. Y sin embargo, ¡cuánta sabiduría hay a veces en la locura! ¡Cuánta razón en el desatino! Mi padre acumulaba fuerzas de resistencia y mantenimiento apoyándose en la representación que se hacía de su pueblo.
En cuanto a la audiencia, el principio estaba en nuestras manos y la palabra dada y recibida, lo que se hacía oneroso en un mundo donde la palabra dominaba. Por lo demás, sólo Alá podía decidir, y Alá tardaba en tomar partido. Cuando llegamos a Fez la Santa el califa acababa de trasladarse a Marruecos, cuyo clima le convenía más durante los meses de invierno. ¡Larga vida a Abd-el-Mumen! Su sucesor, Abu-Yakub, languidecía en su sombra, sediento de poder, y no había prometido nada. El califa regresó con la primera floración de rosas. Tan sólo puso los pies en la capital y ya la providencia le envió una serie de accesos de flatulencias que causaron gran preocupación a su médico, sin que desaparecieran hasta la floración de las campanillas. Anclado a causa de los borborigmos en la séptima redacción caligráfica del Corán, el califa se retiró por un tiempo para consagrarse a sus escrituras, y habría sido un sacrilegio distraerlo de ellas. Al principio fue un diente lo que le atormentó; luego, un dolor itinerante en las junturas que se propagó poco a poco por su augusta persona; más tarde un periodo de melancolía poética, de donde intentó emerger un himno a la belleza que consumió demasiado sufrimiento para nacer; a continuación, una cierta pereza en el aparato genital que movilizó a un regimiento de emisarios en búsqueda de nuevas concubinas; y ya la uva estaba madura. Al-Mansur asedió y tomó Almería, y la corte mostró su regocijo, tras lo cual el califa padeció un largo estreñimiento, y los árboles de hoja caduca comenzaron a desprender sus limbos.
Así pues, larga vida al califa. Mientras la suerte le hostigaba de modo diverso, ¿qué otra expectativa para nosotros sino la de colmar lo mejor posible las jornadas que la espera nos acordaba? Vimos a Ibn-Tofail a menudo. Llegaba montado sobre una hermosa yegua, portador de noticias con respecto a la salud de su ilustre paciente, e inquebrantable en su convicción de que la mansedumbre de Alá permitiría pronto que mi padre fuera recibido. El visitante me imponía, gracias a la extensión de sus conocimientos, su claro razonamiento y sobre todo, rara cualidad en un magrebino, su humor sutil. El pliegue de desdén que se manifiesta a menudo en el rostro de los nobles adquiría en él una expresión de diversión continua, de tal modo que no se podía saber si hablaba en serio o en broma. Acontecía a veces que comenzaba a jugar con los contrarios o a manipular paradojas con tal virtuosismo que yo me quedaba embobado, Y normalmente me dejaba la impresión de que yo era un tonto y tenía aún mucho que aprender, lo que era evidente.
Como mi padre me asociaba cada vez más estrechamente a sus decisiones, asistía casi siempre a tales entrevistas, generalmente precipitadas, pues Ibn-Tofail se dispersaba en actividades demasiado variadas como para permitirse retrasos. Además de los emuntorios del califa y los receptáculos de sus concubinas, vigilaba la urbanización de la ciudad erizada de obras, así como los trabajos de acabamiento de la mezquita Al-Quarauyin, sede de la futura universidad. Esperaba que Fez la Santa adquiriría en un corto espacio de tiempo el lustre intelectual que el terror había extirpado de Córdoba la Perla, todo ello para gloria y complacencia del hombre a quien servía.
¿Era querida aquella transferencia? Sí y no. Sólo podía deberse a la voluntad de Alá que la cuna de sus más celosos servidores ocupara el primer escalafón por encima de todas las demás ciudades del mundo. Sin duda había motivo para censurar los lamentables excesos cometidos por los militares en tierra andaluza, las exageraciones en materia de religión y ciencias, el saqueo y el auto de fe de la biblioteca, el régimen de vigilancia y las arbitrarias ejecuciones; pero desde aquí se veía con agrado la puesta a punto de esta orgullosa provincia. Ahora se trataba de recuperar lo que era recuperable, principalmente los cerebros, a lo que Ibn-Tofail se dedicaba con denuedo. Ya se había edificado un colegio para la enseñanza de la geometría, la astronomía y el derecho coránico. Unos arquitectos granadinos ultimaban los planos de la primera medersa, la casa de los estudiantes: sesenta habitaciones dispuestas en tres pisos alrededor de un patio-jardín con un deambulatorio de mármol de Algeciras, cuya construcción era inminente.
Otros edificios semejantes estaban en proyecto para cuando el renombre de la universidad se extendiese por los dos continentes.
Gracias a la excelencia de sus armas y a la política de austeridad impuesta en país conquistado o reconquistado, el califa disponía de medios casi ilimitados. Estaba demostrado que la riqueza constituía el abono más eficaz para la recolección de las artes y las ciencias. En cuanto a los profesores, Ibn-Tofail había detallado una lista. Me sentí muy sorprendido cuando leí mi nombre, el mío, no el de mi padre; figuraba en el capitulo de la medicina, en compañía de Ibn-Roschd. Nuestro visitante me reveló que ya me había visto trabajar: era uno de los que asistieron, disfrazado, a una lección de anatomía en un sótano de Toledo. Avensole había dicho de mí que un día sería rey de los médicos y médico de rey. El destino quiso que Ibn-Roschd no llegara a Fez la Santa hasta después de nuestra huida.