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¿Marcharnos? ¿Quedarnos? No había día que este dilema no se debatiera entre nosotros, ni hora en que no viniera a reavivar nuestro espíritu de algún modo. Contrariamente al buen sentido, una separación de Almería me parecía más cargada de amenazas que nuestra huida de Córdoba. No es que nos sintiéramos complacidos por la ilusión de seguridad que nos proporcionaba este alto en el camino. Habíamos dado un paso; pero más allá ningún límite era concebible. El mundo se abría, ávido e incierto, ante nosotros. Yo no esperaba nada de él, ni siquiera sentía curiosidad, sólo deseaba un rincón en algún lugar tranquilo donde pudiera dedicarme al estudio. Tal elección sólo me concernía a mí. La aproximación de las cosas y de la gente no estaba exenta de esterilidades y disipaciones. Lo que podía haber de tentador en el comercio de los hombres se perdía en el tumulto, ambas cosas inseparables. Los libros eran mucho más tranquilizadores, la pluma y el papel mucho más dóciles.

Sin lugar a dudas Almería se había vaciado de cualquier encanto tras la partida de Ibn-Roschd. La mediocridad de la ciudad y la mentalidad estrecha de sus habitantes, casi todos ellos orientados hacia las materialidades de la existencia, carecían de seducción para retenerme. ¿Pero más allá, cómo sería? En el camino del exilio la quietud no existía en ninguna parte del programa. ¿Quedarnos? ¿Marcharnos? No era preciso ser un sutil estratega para prever que la próxima acometida de los almohades se efectuaría a lo largo del litoral, y que corríamos el riesgo de ser detenidos. Un conquistador sólo subsiste por sus victorias y Al-Mansur agotaría primero aquellas que le costaran menos. En el norte, los castellanos cerraban España con una determinación feroz. El reino de Granada, poderoso y muy protegido, incitaba más al respeto que a la aventura. La pequeña provincia de Almería era presa del apetito de los nuevos dueños de Andalucía. Al-Mansur hubiera sido un pobre guerrero y un necio si no hubiera sacado provecho de ella, y nada inducía a creer que lo fuera. ¿Cuál era la actitud más razonable: beneficiarse del descanso o tomar la delantera? En cuanto a mí, me debatía en una agobiante perplejidad, y aún más en la medida en que el problema no permitía ser eludido ni resuelto mediante la reflexión, y que sus vapores me molestaban en mi trabajo.

En cambio David, que imponía cada vez más su derecho a la palabra, se excitaba con proyectos de desplazamientos. Soñaba despierto con cruzar los mares y los continentes. Ninguna profundidad de horizonte le asustaba. En las horas que podía robar a sus aprendizajes deambulaba por las calles del puerto y se mezclaba en la compañía de los marineros que esperaban embarcar. Siempre había, adosado a una bita del muelle o en el ángulo de una taberna, un viejo mutilado que contaba con aire inspirado viajes extraordinarios, y mi joven hermano permanecía a veces horas y horas escuchándolos, sin poder discernir lo falso de lo verdadero. Si un mono pelado o algún pájaro emplumado de vivos colores formaban parte de la historia, los relatos ganaban en autenticidad, y David en nostalgia febril. El lapidario armenio también le contaba por su parte un montón de historias sobre los fastos de Oriente y el esplendor de las Indias, donde los diamantes y las especias emergían del polvo cuando no caían como el maná. El muchachito se creía todas aquellas fábulas con una buena fe tan evidente que yo no podía hacer menos que ponerle en guardia contra aquellos excesos de plateadura sobre arcilla blanda. Evidentemente creía lo que deseaba creer, y yo me convertía a sus ojos en sospechoso de querer malbaratar su placer. El mundo estaba lleno de lugares magníficos y de prodigiosos hechizos. ¿Marcharnos? David estaba dispuesto en cualquier momento, y su malhumor se acrecentaba a medida que tardábamos en tomar una determinación. Le exigí el solemne juramento de que no se iría solo.

Sí, un día cercano nos veríamos obligados a salir de Almería. La esperanza de regresar a Córdoba se hacía cada vez más incierta. Allí continuaban cortando cabezas o colgando a los recalcitrantes frente al nuevo orden. La viuda de Joad se había vuelto a casar con un convertido sincero; llevaba el velo; sus niños machacaban el Corán. ¿Por qué íbamos a hacernos ilusiones? Ya se había acabado el tiempo en que la alegría de vivir era, a pesar de todo, posible. Incluso el recuerdo se difuminaba. La Bab-el-Yaud recubría en adelante nuestra Judería, que jamás resucitaría. Hay que abandonar el país contra el que se ha desencadenado la cólera de Dios, decía mi padre. Con ello quería decir que Andalucía nos había desechado definitivamente como si fuésemos desperdicios. Semejante condenación era demasiado injusta para asumirla sin hacerla objeto de un proceso y sin clamar ante la historia; pero aún estaba a nuestro alcance, tan sólo, la maniobra clandestina. Ninguna autoridad en el mundo me inclinaba a favor de nuestra supervivencia, y si Dios nos inspiraba era sobre todo de gracia evanescente. El recurso sólo existía en cada uno de nosotros, ¡y cómo se hacía sentir el cansancio! ¿Cuándo saldremos de aquí?, preguntaba David, impaciente por correr tras sus quimeras. La pregunta era de aquéllas cuya respuesta puede omitirse. Yo también soñaba, a veces, con nuestra difunta universidad, con nuestra biblioteca reducida a cenizas, con la confianza sorprendida y burlada. Lo que la fuerza bruta había aniquilado era irreparable; y sin embargo, ¡cuántos impulsos secretos para remover en el polvo de lo que había dejado de ser! El culto a las irrealidades se convertía decididamente en una tara familiar, hacía estragos tanto en mi como en David. ¿Y si Córdoba, reconociendo sus errores y arrepentida, llamara de nuevo a sus fieles y estuviésemos demasiado lejos para oír su llamada? Sin duda ninguno era indispensable, ¿pero había que rendirse de antemano al desfallecimiento de nuestras buenas voluntades? Mi hermano estaba menos turbado que yo. No había la más mínima aventura en el hecho de que el poderío de los fanáticos persistiese o dejara de persistir, y la posibilidad de que Córdoba volviera a florecer por su propia raíz como una cepa de vid pisoteada, era tan remota como la de que el tiempo retrocediese o los ríos refluyeran a sus fuentes. Una fosa llena de estupor y rencor se abría en derredor de mis quebrantados sueños.

El único de los tres que se mantuvo al abrigo de los desvaríos provocados por el sueño fue mi padre. Su tarea diaria no le permitía soñar demasiado, atento como estaba al acontecimiento. En cierto modo encarnaba el espíritu de resistencia que él había proyectado, quizás sin verdadera presciencia, sobre las comunidades hebreas oprimidas. Se sentía multiplicado y reforzado por los testimonios que se concentraban sobre su persona como el calor del sol a través de un cristal tallado, y cada día más seguro de su determinación, pues tenía un plan. ¿Quedarnos? ¿Marcharnos? En su espíritu, este dilema no planteaba veleidades abstractas, sino que delimitaba rigurosas elecciones en el orden de las posibilidades. No emprender nada hasta que la situación no hubiera llegado a su madurez; reaccionar pronto en cuanto hubiera llegado. Supo guardar silencio con respecto a sus intenciones, gruñendo por aquí, suspirando por allá, atrincherado en la vaguedad como si se hubiera sentido coaccionado entre el desinterés y la indecisión; pero nosotros no podíamos equivocarnos, no cedía ni para afuera, ni para adentro: más tronco de olivo que nunca, dependía sólo de su propia savia.

No me sentí muy sorprendido cuando, un atardecer de invierno, mientras tomábamos la papilla de habas que era nuestra comida acostumbrada, el rabino Maimónides dejó de súbito su mano en suspenso y declaró que tenía que hablarnos. Su tono era tal que mi hermano y yo dejamos de comer. Debíamos prepararnos para salir de Almería, y de la península, en un plazo muy breve y sin duda para siempre. No, no íbamos hacia algún refugio milagroso, hacia una seguridad cierta, hacia una existencia más fácil. Íbamos a meternos en la boca del lobo, íbamos a Fez-en-Magreb, fuente de todos nuestros males presentes, el feudo de la guerra santa a favor de la expansión musulmana. Mi padre era esperado allí. Tenía la promesa garantizada de ser recibido por el califa de los almohades para discutir los autos de las comunidades judías de África y de España bajo la jurisdicción del potentado.

Contrariamente a sus generales, el califa Abd-el-Mumen tenía la reputación de cultivar las letras y estar abierto a la razón. El diálogo con él no parecía demasiado utópico, dado que el califa se había declarado interesado. Tales eran las informaciones que mi padre había obtenido. Por su parte, se hacía el portavoz de la palabra de millares de hombres, transmitida a través de decenas de cartas. No iba a implorar la piedad de Dios; no pretendía contrariar los caprichos de la justicia de los hombres; se proponía hacer valer el derecho del pueblo de Israel a vivir según su ley dondequiera que fuese, en espera de que pudiera ser en la tierra de sus antepasados. Nos embarcaríamos cuando el costero que debía transportarnos a Ceuta levase el ancla, es decir, el próximo mes.

¿Recuerdas el coloquio que te mencioné al comienzo de este relato? Mi padre había entablado allí una buena amistad con un joven filósofo lleno de talento, Ibn-Tofail[23], con quien había mantenido después una correspondencia regular. Dicha simpatía era aún más sorprendente por cuanto mi padre normalmente se prohibía, a sí mismo relaciones de tal tipo, no por principio, sino por falta de inclinación y de tiempo. Fuera de su competencia en teología hebrea, la especulación no era su fuerte; y fuera del dominio que le era propio, los impulsos del corazón no eran su debilidad. ¿Qué podía haber de particular en ambos hombres, como no fuese una de esas corrientes de simpatía y afecto que nacen de un signo del destino? Ésta era la única explicación posible.

En el transcurso de los años, Ibn-Tofail había adquirido renombre e importancia, y cuando los almohades tomaron el poder, él era el confidente y el médico particular del nuevo califa. Mi padre le solicitó que hiciese de mediador, a lo que él asintió gustoso y con éxito, como testimoniaba su último mensaje. De todos modos nos recomendó que pasáramos desapercibidos ante la gente utilizando patronímicos árabes. Tal subterfugio disgustaba a mi padre, pero sin embargo lo aceptó. En cuanto subiéramos a bordo del costero nos llamaríamos Abd-Allah[24], cada uno según la versión musulmana de su nombre: Amram, Moischa y Daud, gente de Andalucía. ¡Aleluya!, lanzó David con la boca aún llena de papilla de habas. ¡Nos vamos! ¡Aleluya! Y comenzó a danzar alrededor de la mesa para expresar su alegría.

Mi padre me encargó que vendiese nuestras mulas, lo que significó para mí un pequeño drama personal, pues ningún tratante las quiso. Los animales estaban demasiado cansados y mal cuidados para tentar aún a algún comprador. Desesperado, las dejé en un pastizal en la montaña, a media jornada de camino de la ciudad. A la mañana siguiente estaban de regreso ante nuestra puerta. Tuve que resignarme a cedérselas al salchichero español. Almería comería salchichas gracias a nuestras mulas y en nuestro recuerdo.

Hacía tres años que los Maimónides habían llegado a Almería huyendo de Córdoba con dos serones y cuatro bolsas. Una fría mañana de invierno, los Abd-Allah subieron a bordo del costero con nueve cajas de libros y manuscritos. Vimos la costa alejarse pero no desaparecer. Hasta el estrecho, el barco, cargado con un cargamento de láminas de metal de Toledo, navegó casi costeando unas tierras que fueron durante siglos nuestra segunda patria. ¿Lloré? Ya no lo recuerdo. Un capítulo de nuestra historia se cerraba. Otro se abría.