23

Ibn-Roschd pareció no sorprenderse en absoluto cuando me vio ante su puerta. Me recibió de la manera más simple, como si nos hubiéramos visto el día antes. Fue muy cortés con mi padre y ameno con mi hermano, ofreciéndonos a cada uno de nosotros lo que él consideraba justo, con aquel arte consumado tan propio de él. Su casa se veía un poco ruinosa, pero era espaciosa. Nos cedió tres habitaciones en un ala donde nuestra independencia quedaba asegurada. A pesar de su pobre mobiliario, aquel refugio nos pareció de un lujo inmerecido tras las jornadas que acabábamos de vivir. Me dolían los miembros y sentía una opresión en el estómago, pero estaba contento.

¡Qué alegría la mía al sentirme de nuevo envuelto por el encanto de aquel incomparable amigo que con tan seguro instinto ajustaba las distancias entre los seres, las cosas y los acontecimientos, midiendo con tanta naturalidad como justicia la distinción de sus modales y la elegancia de sus palabras! Su presencia hubiera aligerado una estancia en los infiernos. A pesar de que el murmullo del tiempo me ratificaba constantemente que éramos unos proscritos, no concibo el exilio más amable que el que vivimos en casa de Ibn-Roschd. Tenía la cortesía de olvidarnos y recordarnos según las circunstancias y los gustos de cada uno; siempre estaba presente cuando era necesario y nunca cuando no lo era, para que cada uno tuviera su momento de paz y su momento de libertad, su momento de soledad y su momento de solicitud.

La necesidad y las privaciones engendran sin duda valor, y lo necesitábamos; pero nada lo fortifica más que una amistad de aquel tipo, que hubiera admitido cantidad de epítetos salvo el de ser pesada. Era un vuelo de libélula, una caricia de plumas, una emanación de perfume. Bastaba un gesto, una palabra de Ibn-Roschd para volver a colocar los sentimientos en su verdad.

Eran tiempos difíciles. Había transcurrido un año y comenzando ya el segundo. Todos aquellos días acumulados no constituían en realidad más que uno solo, parecido a un canto andaluz pedregoso y nostálgico. No había lugar para un semblante triste. Lo que he podido observar en otros, y de lo que estoy seguro en lo que a mí concierne, es que si bien la amenaza del destierro es necesariamente agobiante, el estado de desterrado no está exento de cierta euforia. Sólo se conoce un presente y se supone un futuro, prescindiéndose de todo lo vivido anteriormente, como si se amputase un miembro gangrenoso del que ciertamente uno se acuerda, pero que en adelante ni retiene ni constriñe. Y así el destierro se abre en una repentina libertad de promesas y esperanzas, como fue mi caso. Me sentía embargado de nuevos ardores, expuesto a apetitos insaciables, excitado por proyectos desmesurados. ¿La tentación profética? ¿Por qué no? Únicamente había que atreverse y hacerlo con dignidad. ¡Pululaban tantos profetas por el mundo! La Palabra germinaba en mí, pero no era aún más que un murmullo indistinto. ¿Llegaría a ser lo bastante fuerte para manifestar claramente su mensaje? No era yo quien podía decidirlo: la iluminación me elegiría en el momento justo, si es que me elegía alguna vez; en cambio me otorgaba valor a mí mismo para prepararme con miras a un amor mayor, no hacia Dios, que olvidaba a Israel, sino hacia el pueblo de Israel, que no olvidaba a Dios. Amarlo más porque su sufrimiento aumentaba sin cesar, porque estaba amenazado con desaparecer de la superficie de la tierra, excesivamente agobiado por su propio desamparo y la crueldad de sus asesinos. Es una misma pulsión fundamental la que anima a las plantas, a los anímales, a los hombres y a los pueblos a perpetuarse y conservarse. ¿Estaría Israel fuera de la regla? Desparramado por los cuatro rincones del mundo, no por ello estaba menos sujeto a la ley común. El exilio era su euforia, la errabundez su fuerza, la obstinación su prenda de supervivencia. Israel no necesitaba tanto una patria como el hecho de permanecer unido para evocar unido, en una lengua que ya nadie habla, viejas e ingenuas leyendas llenas de ruido y furor, de gloria marchita y promesas no mantenidas que participaban de su poesía íntima; permanecer unido para esperar unido, instruirse unido, pelear unido y morir unido. Y, ante todo, hablar unido. El pueblo había perdido el uso de la lengua bajo la presión de los acontecimientos. Tan sólo un pequeño número de letrados permanecía accesible a la diversidad de la enseñanza. A falta de poder reunir al pueblo, era la enseñanza lo que había que reunir para ponerla al alcance de todos.

Me dediqué por completo a aquella tarea que el exilio me asignaba. Apenas instalado en casa de Ibn-Roschd, la fiebre del trabajo me invadió para no dejarme durante diez años enteros. Se trataba de expresar en una lengua clara y concisa lo que no eran más que oscuridades y confusión bajo la ceniza de los siglos. En mi empresa había presunción. Pero, a partir ya de la primera palabra que escribí, supe que sabría guiarla y que alcanzaría el fin que perseguía.

Mi padre estaba también en manos del demonio del exilio. No tuvo la paciencia de esperar a que sus pies se hubieran deshinchado para ponerse en busca de lo que quedaba de la comunidad hebrea de Almería. Aquí no era el ostracismo lo que había desmantelado la comunidad, sino un hundimiento de tierra. Una colina entera se había desplazado para aniquilarla bajo la corriente de barro. Se habían enumerado los muertos; los supervivientes se habían marchado sin ningún bien; sólo permanecían unas treinta familias, que habitaban una ruinosa calle al pie del acantilado.

Mi padre hizo una entrada muy notable en la sinagoga de filas casi despobladas. ¿Era posible que estuviera allí, presente, el gran rabino Maimónides, príncipe de Córdoba? Era demasiado honor para el puñado de miserables que se aferraban a su desesperanza. Las comunidades, a veces, mueren a causa de la enfermedad del vacío que aqueja al escaso número de personas que la constituyen. La de Almería estaba moribunda. Los ancianos de temblorosas manos se sentían demasiado vencidos para hallar en sí mismos algo que les revitalizase. La persecución cuya amenaza ascendía en el horizonte tendría que contentarse con muy poco, por no decir con nada. Había el justo espacio en el cementerio antes de la hora del gran perdón. Mi padre lo rehusó todo: honores y ofertas de servicio. Tras ser un príncipe desterrado, ahora se convertía en ciudadano del mundo. Sólo quería rezar entre el madoroso calor de los cuerpos allí presentes. Sin embargo, aceptó dar unos cursos en la yeshiva y, eventualmente, consultas jurídicas en el caso de que los sabios de Almería tuvieran necesidad de él.

Por lo demás, tenía demasiado quehacer y no era una falaz excusa. A la mañana siguiente David inició un período de aprendizaje en casa de un lapidario armenio, el único que quiso asumir la formación profesional de mi hermano. Yo me encargaba de su formación moral e intelectual. Tras cumplir estos deberes, mi padre se volcó en su trabajo. En pocos días redactó su Epístola a las comunidades, de la que David y yo hicimos numerosas copias. Por las mañanas yo recorría el puerto en búsqueda de navíos en franquía que propagasen el mensaje a lo largo de todo el litoral africano, y también por Siria, Grecia, Italia y Provenza.

Era una acción política de gran importancia. Mi padre llamaba a la resistencia contra la opresión. La idea no era nueva, pero sí el tono: directo, incisivo, profético. Este documento subsiste y subsistirá aún mucho tiempo en numerosas bibliotecas; así pues, me detendré más en el espíritu que en la letra. Comenzaba con una balanza perfectamente equilibrada de dos oraciones antitéticas que se reforzaban mutuamente: Israel ha perdido su tierra; Israel no ha perdido la esperanza. Tomando el futuro como prenda, mi padre se adelantaba inconsideradamente. La esperanza estaba moribunda, como la comunidad de Almería. Cuando la desgracia circula por el mundo, una cohorte de predicadores le sigue siempre las huellas, y cada uno de sus iluminados se proclama elegido por su método que, según él, el propio Dios en persona le habría inspirado. Por aquella época dos corrientes se enfrentaban violentamente en el tumulto de las conciencias. La primera llevaba al holocausto y al martirio: Dios sólo cree en los testigos que mueren por él. ¡No transijáis con las apariencias! El acomodamiento más anodino es ya una traición. ¡Desnudad vuestras gargantas! La espada que os hará sangrar hará de vosotros unos bienaventurados. La segunda predicaba el abandono total: no persistáis en una obstinación estúpida. El tiempo de gloria se ha acabado para siempre. Dios tiene su sede en el cielo, es el monarca supremo, y lo propio de los monarcas es cambiar a sus ministros según su parecer y sin tener que justificarse. Moisés ha caído en desgracia. En adelante los únicos valores seguros son el crucificado y el camellero. Uníos a uno u otro, volad en socorro de la victoria para salir por fin de vuestro letargo, del que tan sólo la ilusión se aprovecha.

Mí padre desmantelaba punto por punto ambas herejías. Admitía que la posición de Israel fuera de las más precarias. Entre las dos grandes potencias su campo se reducía peligrosamente. La única posibilidad de elección que aún parecía poderse ofrecer era la de desaparecer mediante el martirio o la de desaparecer mediante el abandono, siendo en ambos casos la constante el hecho de desaparecer. Tal dilema iba manifiestamente contra la naturaleza. ¿Qué es un pueblo?, se interrogaba mi padre. Son muchos hombres que extraen de un mismo pozo su lengua y su cultura, que se someten sin esfuerzo a un complejo de tradiciones idénticas, que participan de una historia común y de un futuro convergente. A pesar de su dispersión, Israel sigue siendo un pueblo; a pesar de sus desgracias, su vitalidad no ha desaparecido; a pesar de la hostilidad que suscita, su derecho a la existencia permanece intangible. ¿Es necesario que un pueblo se declare privilegiado y superior a los otros para afirmarse como tal? El argumento sólo tiene valor en labios de demagogos. En tanto un pueblo halle en sí mismo los resortes de supervivencia no tendrá por qué quejarse en favor de dicha supervivencia: le bastará con reivindicarla. Una vez más la parábola del perro vivo y del león muerto se justificaba. Toda la tierra se halla habitada por especies que tienen que luchar para conservarse, cada una según sus propias defensas. Nos sentimos profundamente vinculados a la paz en este mundo dominado por la violencia, pero sin embargo no por ello estamos sin armas. ¿Qué hace la raya en el fondo del agua para seguir siendo raya? Toma el color de la arena. Dios ha dotado a los hombres de inteligencia y de un prodigioso poder de adaptación a las circunstancias. Sería ofender a toda la naturaleza el prescindir de que nosotros somos unos seres particulares, procedentes de un pueblo particular, cuyo destino se perpetúa sin ninguna referencia a opciones de valor, ni mejor, ni peor, sino otro. Seria pecar contra el orden natural el dejarnos desposeer de nuestra identidad sin reaccionar. En la situación presente, la salvación se halla en el aparentar. Las opciones que nos son impuestas no son las nuestras. Quienes hoy nos muerden mañana ya no tendrán dientes. Embadurnémonos por adelantado con ese bálsamo que nos hará inapetentes. Quien en la calle apaga su lámpara protege la luz que alimenta en su casa. No es coraje lo que os pido, sino una estúpida virtud; os pido el disimulo, la perspicacia, la astucia que pueden ser también nobles virtudes. De este modo, Israel vivirá.

La lentitud de las comunicaciones fueron la causa de que nos encontrásemos tanto tiempo en la incertidumbre en cuanto al efecto que provocó dicho mensaje. La tranquila certidumbre de mi padre calmaba mis nervios. No se hacia preguntas; había hecho lo que creyó que debía hacer; por lo demás, confiaba en la providencia. David y yo hacíamos copias, ocupación que requería mucha aplicación y mucho tiempo, y el temor de que todo pudiera ser baldío no me abandonaba. Lanzábamos burbujas de jabón que debían estallar o caer fuera de nuestra vista. Por mi parte tenía trabajos más importantes que hacer. David llegaba extenuado tras su jornada en casa del lapidario; debía vencer el sueño y ocuparse de sostener la pluma durante horas. Con pasos silenciosos y el porte rígido, mi padre daba vueltas alrededor de nosotros como un lince alrededor de su presa. No toleraba ni correcciones ni borrones. Era preciso que la página fuera perfecta, irreprochablemente alineada y encuadrada, que sedujera por la mirada y estimulase por su espíritu. Pasaron las semanas, los meses. ¿Cuántas veces escribimos las mismas frases de un texto que no totalizaba más de treinta páginas? Además debía encargarme de infiltrarme entre la tripulación, de persuadir o pagar al marino para que aceptase encargarse de la transmisión. Y de súbito tuvimos una primera respuesta a la que sucedieron muchas más, de Ceuta, de Cirene, de Alejandría, de Siracusa, de Antioquía, de Marsella; llegaron de todo el contorno del gran mar interior y de más lejos, de Barbaria y del continente europeo. La epístola del rabino Maimónides se había convertido en llama de unión, en credo de resistencia. El único de nosotros que no pareció excitarse fue mi padre. Lo sabía, dijo. No podía ser de otro modo. Esa carta, en verdad, me la escribí a mí mismo. Era una respuesta a mi angustia. Me ha devuelto la serenidad.

Seria una locura pretender decir que mi padre salvó a las comunidades hebreas de su inminente desaparición. La semilla de la resistencia preexistía sin duda al estado latente en la mayor parte de los corazones. Sólo eran precisas unas gotas de rocío para conseguir que las semillas brotasen, y fueron lágrimas lo que el mensaje de mi padre hizo derramar. Que hubiera un hombre en el mundo que llegase a sentir con tanta agudeza la identidad de su pueblo convulsionado, y que supiera hallar las palabras para reavivar la esperanza quebrantada por la pena, el miedo y la lasitud, podía parecer en cierto modo prodigioso; sin embargo, era mucho más simple. Dado que había oídos para escuchar, una voz se había alzado para hablar. Desde el principio el acuerdo fue perfecto entre la palabra dada y la palabra recibida. Mi padre no extraía de ello vanidad alguna; se sentía satisfecho, sin más. Había muchas preguntas a formular ante las respuestas que afluían. Numerosos ancianos de la comunidad de Almería se ofrecieron como copistas benévolos, pero mi padre sólo aceptó a dos; venían a trabajar todos los días. En menos de un año su desamueblada e inconfortable habitación se convirtió en el centro neurálgico de una amplia red de correspondencia. De habernos quedado en Almería, mi padre hubiera vuelto a encontrar la posición que ocupaba en Córdoba. Pero había otro proyecto del que no me habló hasta tomar una determinación.

Una vez libre de mis deberes de escriba me dediqué completamente a mis estudios y a la refundición de la Mishna[22]. A menudo, después del mediodía, iba a ver a Ibn-Roschd a su estancia de trabajo. Proseguía incansablemente la redacción de su comentario sobre Aristóteles, y me leía pasajes que luego discutíamos. Cuando el clima lo permitía, salíamos a dar largos paseos por las playas y arenales que dominaban el mar. Siempre después del segundo azalá, pues a Ibn-Roschd le traía sin cuidado desde hacía algún tiempo el rito del rezo. Se hallaba inmerso en la contradicción irreductible entre el peripatetismo y el dogma coránico, principalmente en lo concerniente al concepto de la creación.

Que Dios hubiera hecho el mundo de la nada era inconcebible para un espíritu humano, pues nada puede nacer de la nada, como ninguna cantidad de ser puede estar contenida en la nada, a menos que desviemos la noción de nada de su significado esencial. Si Dios ha creado el mundo a partir de su propia inteligencia, ello implica necesariamente que la sustancia era anterior al deseo de nacer, lo que pone en cuestión la existencia primera de un Dios creador. Antes de tomar cualquier posición teológica o filosófica era preciso que este problema se resolviese, y era insoluble, o más exactamente: la única solución posible estaba en la herejía.

Dentro de este orden, la más seductora por su lógica era la tesis de Aristóteles que postulaba la eternidad de la materia y del movimiento, procedentes de un mediador, creador de formas que surgían como accidentes transitorios, engendradas y corruptibles, en la eternidad inmutable, no engendrada e incorruptible. Pero eran posibles otras hipótesis; el genio griego había formulado numerosas, por ejemplo aquella del continuo evolutivo donde Dios no tendría cabida ni razón de ser y según la cual una opinión, en la medida en que es posible, no puede ser desechada fuera de las realidades del pensamiento. La única certidumbre que Ibn-Roschd había adquirido concernía a lo imposible de las proposiciones formuladas en los dogmas. En las tres grandes religiones, dijo, procedentes del tronco común de un monoteísmo primitivo, la revelación se abre a partir de un postulado imposible, lo que les retira cualquier credibilidad.

Yo objetaba, pues ya estaba en desacuerdo con él, que no convenía tomar la palabra revelada al pie de la letra y que era preciso aceptarla como pura alegoría. ¿Sería porque la verdad metafísica no convenía decirla? De ningún modo. El profeta había tenido la sabiduría de no formularla de cualquier manera para cualquiera, y de escalonar grados en la iniciación. Sólo pude comparar aquello con alguien que diera de comer a un niño de pecho pan y carne, y de beber vino, en cuyo caso indudablemente lo mataría; no porque fueran alimentos malos en sí mismos y contrarios a la naturaleza humana, sino porque quien los tomara no estaría en estado de digerirlos y sacar provecho de ellos. Del mismo modo, la revelación sólo podía exponerse de este modo alegórico y disfrazado; no según el lenguaje de los adultos predispuestos a un elevado grado de conocimiento y sabiduría, sino según el lenguaje de los niños que reciben su enseñanza a una tierna edad. Era ésta la razón por la cual la palabra se presentaba encubierta, para que las inteligencias débiles no se cegaran y para que el hombre, capaz de penetrar su misterio, la descubriese.

Mi argumentación pareció molestar a Ibn-Roschd. Es, dijo, considerar a los niños y a la gente sencilla como imbéciles. ¡Y por Alá, no lo son! La verdad no tiene necesidad de complicarse de tal manera. Le basta con ser cierta. No me dice nada esa mentirosa trampa que tiende a captar la credulidad de los ignorantes. O bien hay revelación o no la hay. Para escalar los grados de la iniciación sólo tengo en cuenta el poder propio de la inteligencia.

Entre Ibn-Roschd y yo el debate no tomaba el derrotero del círculo vicioso; la divergencia no nos alejaba el uno del otro. Al contrario: nos aproximaba.

Me dio la razón de su precipitada huida de Córdoba. Un libelo con mala intención corría de mano en mano por la universidad. Su título era Las tres imposturas y su contenido atacaba con dureza las tres religiones. La casa de Judá se designaba como un asilo de ancianos cacoquímicos, la casa del Cristo como un vertedero para dementes sanguinarios, y la casa de Mahoma como una porqueriza. La glosa arremetía sobre todo contra los adeptos al crucificado que comen el cuerpo de su Señor, tras lo cual, forzosamente, lo defecan, lo que era repugnante y contrario al sentido común. Su locura llegaba al punto de atribuir a Dios una mujer y, lo que era aún peor, una virgen ya prometida a un inocente obrero. Además le acusaba de haber tenido un hijo de ella. —Dios, que no habiendo sido engendrado no sabría engendrar—, y de haber dejado a ese hijo imposible morir ignominiosamente, aunque fuera pretextando la redención de todo el dolor del mundo, como si el dolor fuese una mercancía que pudiera comprarse o venderse. El judaísmo era también fuertemente atacado por su manierismo desusado y ridículo, sus obstinadas intransigencias y su rigorismo huraño; y el Islam por favorecer el desbordamiento de los sentidos, el culto de lo fútil y la crueldad incontrolada. El libelo acababa con la siguiente interrogación: desde que las tres imposturas ejercen sus devastaciones en el mundo, ¿es el sol más cálido, la luna más clara y el pan menos amargo? ¿Se ha aligerado la justicia del peso de un átomo? ¿La virtud se ha acrecentado el espesor de un cabello? ¿La piedad de Dios se ha reforzado? Y en cambio ¿cuántos seres humanos han sido sacrificados desde el establecimiento de dichas imposturas? ¿Quién sería capaz de decir alguna vez todo el horror propalado por los impostores?

Un rumor malévolo comenzó a circular por los jardines y los pasillos: que podía ser él, Ihn-Roschd, el autor de tal escrito, cuya lectura era más solicitada que repudiada. Algunos insinuaban incluso haber reconocido su estilo, en un momento en que la explosión inminente de la represión almohade hacía que todas las personas que se hallasen en Córdoba fueran sospechosas. La prudencia más elemental aconsejaba la huida. El tiempo de escribir algunas cartas, y ya había montado a caballo. ¡Qué ignominia!, dije. Habría que torcerles el cuello a todos los maledicentes. Ibn-Roschd me lanzó una mirada oblicua. ¿Así lo crees?, dijo. Yo soy el autor de ese panfleto. Estaba un poco ebrio, lo reconozco; pero, como al Profeta, el vino me hace más lúcido. Una buena botella y estoy dispuesto a comenzar de nuevo. No me retracto de ninguna de las palabras del escrito. Lo grave, hermano, dijo, es que los lectores se diviertan con él, y que quienes conceden que allí hay verdad se apresuren a olvidarlo rápidamente. ¡Sí, el pasado fue horrible, el presente es a menudo horrible, pero el futuro se anuncia magnífico! Así pues, ¿qué necesita la gente para curarse de tal purulencia? La fe verdadera, repliqué. De nuevo me lanzó una mirada oblicua. Quizá tengas razón, dijo. La fe verdadera, ¿pero quién la tiene?

Una tarde me anunció que tenía que salir para Zaragoza y luego ir a Sevilla para contraer matrimonio. Preveía una larga ausencia, seis meses, tal vez un año. Por supuesto, nos dejaba su casa hasta que nos fuera posible regresar a Córdoba.

Al amanecer me despedí de él. Ligero y recto sobre su montura se cubrió los labios con sus dedos largos y finos. ¡La paz sea contigo, hermano! Es la última imagen que guardo de él, pues ya no volví a verle nunca más. Hace unos meses me enteré de su muerte, acaecida a los setenta y dos años de edad en Marruecos, donde vivía en desgracia vigilada. Sus restos han sido trasladados a Córdoba, donde reposarán en adelante. Pero a mi alrededor se hallan todos sus libros, sus tratados de medicina, sus obras de filosofía, su gran comentario, y me basta con abrir uno de ellos para oír su voz tranquila y un poco altanera. ¡Que la paz sea contigo, hermano! ¡Que la paz sea contigo, Ibn-Roschd!