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Lo que he aprendido como más perenne en Ibn-Roschd es tener siempre un ojo afuera para observarme y juzgarme. Aquel juego de espejos era propicio a la diversidad, pero sobre un sedimento de constancia. Yo oponía a la rigidez leñosa de mi padre la ligereza de la caña. Él se desplegaba en la certeza; yo me debatía en matices y aproximaciones. Su visión del mundo era prácticamente la misma que el modelo expuesto en las sagradas escrituras y los comentarios de los sabios; la mía se había formado a partir de las realidades de nuestro siglo, hechas de una multitud de mensajes discordantes de los cuales ninguno debía desecharse por principio y sin minucioso examen. Mi padre decía: Dios es bueno, y todo estaba dicho. Yo pensaba: a menos de no ser Dios no puede ser malo, lo que es completamente diferente. M padre quería castigar a David por su escapada a Córdoba; yo pensaba que convenía felicitarle, pues había mostrado decisión, espíritu y determinación, todo ello digno de veneración en un ser humano.

Mientras David dormía sobre una de las mulas, mi padre y yo hablábamos con palabras veladas y quedas al tiempo que caminábamos bajo el claro de luna por un país desconocido. Lo que yo pensaba de los atributos de Dios, o mejor dicho lo que no pensaba, ponía a mi padre de un humor irascible, mientras que yo comprendía muy bien que su opinión fuera contraria a la mía. El inmenso cielo andaluz, calmo y centelleante, nos conducía a tales divagaciones del pensamiento; pero también el hecho de querer mantenemos despejados y vigilantes, pues en ello iba nuestra seguridad y nuestra supervivencia. A veces mi corazón se sobresaltaba con motivo de un ruido insólito en el bosque, y el tiempo parecía interminable hasta que nos cerciorábamos de que se trataba de un animal que huía, y no de un peligro o una emboscada. El vuelo bajo de las rapaces nocturnas que parecía iban a arremeter contra nosotros era menos terrorífico que aquellos movimientos invisibles en el suelo; creíamos que toda la hostilidad se concentraba allí donde respirábamos. Poco a poco el campo se cerraba sobre el vacío; ni siquiera un perro que ladrase a lo lejos para indicar un pueblo que aún estuviera vivo. A tal desolación sólo teníamos que añadir la nuestra, el ser unos fugitivos cuya última esperanza era la de convertirse en refugiados.

Mi padre sostenía que aquel castigo era el pago de la impiedad. No me acusaba abiertamente de estar mezclado en la causa de su desgracia; él, para quien la palabra no era más que firmeza, hablaba en la vaguedad. Yo me defendía de ser un impío. Sólo intentaba darle a Dios una orden de razón que no se debiera en absoluto a la fe ciega. Sabes tan bien como yo el lugar que los hombres le hacen ocupar en nuestra época en los asuntos del mundo. No hay salsa donde no lo acomoden. Yo no podía concebir a Dios sino como no acomodado, insípido, indiscernible, sustrayéndose a todo calificativo; ni siquiera éter: nada. Sólo no siendo nada podía serlo todo. Mi padre me trataba de loco, inspirado y orgulloso. Yo le respondía que, si le debía a Dios mi razón, era para servirme de ella de manera razonable, y no para desplegarla en creencias que ninguna lógica sostenía.

Así transcurrían nuestras noches de viaje. Con los primeros resplandores del alba, buscábamos abrigo en un bosque o en una cabaña abandonada. Cuando disponíamos de agua, mi padre hacía la colada, y nosotros nuestras abluciones, tras lo cual ropa y cuerpo se secaban con el sol de la mañana. Cuando franqueamos los límites del reino de Granada, nuestra situación se hizo menos precaria.

Tuvimos la suerte de cruzarnos con una caravana mulatera que precisamente iba a Almería, conducida por un negociante marsellés. Mediante un diezmo razonable, éste nos permitió unirnos a sus arrieros, algunos de los cuales iban armados de estoques y espadas y tenían aspecto de saberlas utilizar bien. El transporte se limitaba a unas jarras de vino dulce y aceite; había poco que temer de los bandoleros y nada de los rateros solitarios. Pero el camino a través de las escarpaduras se hacía extenuante. El marsellés echaba pestes en su lengua bárbara de la lentitud de la marcha, y se lamentaba de que todos, animales y hombres, buscaran su ruina. Toda su fortuna dependía de la caravana, y en cada hora perdida en el camino arriesgaba perder jornadas de espera en el puerto. Era curioso oírle, pues cuanto más chillaba, más su cara de luna permanecía fija en una especie de rictus jocoso que llevaba a creer que él mismo se divertía. Un día, en la venta donde la caravana hacía escala, el marsellés vino a merodear alrededor de nosotros tres, que acabábamos de abrir nuestros libros. ¿Sois brujos?, preguntó en un español terrorífico. Somos sabios, respondió mi padre. No importa, decretó el negociante. Haced de modo que mañana no haya tormenta, y que esta maldita montaña no nos emboque el camino. ¿De acuerdo en que una bota de vino sea el precio? ¿Había medio de hacer entrar en razón a aquel obstinado? Fue un arreglo entre tontos: la tormenta nos inmovilizó una parte de la mañana, y el marsellés tuvo el pretexto para declarar que ninguna ciencia valía un pito. Como parecía reírse, nosotros no podíamos hacer otra cosa sino reír también, lo que tuvo como efecto hacerle gritar aún más.

Por fin, después de una semana de marcha a través de un desfiladero muy rocoso, descubrimos de súbito una amplia llanura entre los árboles: el mar, que veía por vez primera. Tras intrincadas vueltas, el sendero parecía adentrarse en aquella monocromía que centelleaba sin horizonte. Los arrieros cantaban romances. El marsellés exultaba. Nuestro viaje se acababa y yo me sentía triste, pues sabía que no llegábamos a ninguna parte.