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Amanecía cuando llegamos a nuestra alquería de la que no teníamos noticias desde la invasión. El paisaje era apenas reconocible. El cuerpo del edificio no era más que una hilera de maderas ennegrecidas. En la granja contigua, que el fuego había respetado, encontramos varias osamentas descarnadas por los rapaces y los roedores sobre una amalgama de paja y ramajes. Las ratas corrían por los rincones, y una bandada de buharros nos espiaba desde el tejado a descubierto. Elisea se apoyó contra el tronco de un árbol y comenzó a vomitar. En la viña no quedaba una cepa intacta, centenares de caballos debían haber labrado los surcos. A despecho de tal desolación, mi padre decidió que pasaríamos todo el día a la sombra de una higuera. Todos necesitábamos descansar y, de cara a nuestra seguridad, era preferible esperar que llegase la noche para proseguir la marcha. Afortunadamente no habían destruido el pozo, y David encontró un cubo abollado bajo los escombros. Ninguno de nosotros tuvo el valor de alimentarse. En cuanto me tumbé a la sombra me dormí profundamente.

Pero al anochecer Elisea no pudo tenerse en pie. En principio creí que era la emoción que la embargaba. Pero inmediatamente observé que un mal más grave afligía a nuestra jorobada: respiraba con dificultad, su piel estaba ardiente y pringosa, y temblaba. En seguida pasará, jadeó. Después de que mi padre hubiera vuelto a cargar las mulas, Elisea hizo un supremo esfuerzo para levantarse; en balde, y entonces se evidenció que no podría sostenerse en la silla y que no podíamos continuar la marcha. Entrecortadamente nos suplicó que continuáramos sin ella. Sólo teníamos un partido que tomar: reinstalarnos para pasar la noche.

Trasladamos a Elisea sobre un colchón de paja al interior de la casa en ruinas, al abrigo de los vientos, y mi padre condujo las mulas al prado. La situación era peculiar: se me consideraba conocedor de la medicina por haberla estudiado en muchos libros, y me sentía completamente desamparado en cuanto a la conducta a seguir en aquellos momentos. Tampoco podía creerme ignorante del todo y poner en cuestión todo lo que había aprendido. A mi parecer Elisea estaba aquejada de un ardor seco y húmedo a la vez, que provocaba una ascensión de humores procedentes del hígado y del estómago, De ello se derivaba una espesura de la sangre, propicia para deprimir el cerebro y los músculos. Según Galeno, Ibn-Sina, Al-Fassi y Al-Talmid, el asunto era grave.

Serían precisos, dije, los buenos remedios preconizados por esos autores: ojimiel, semillas de col machacadas en agua de rosas, jarabe de rábano silvestre, alcanfor; pero no disponíamos de nada de todo aquello, y tan sólo el principio integrador de la naturaleza tenía poder sobre la solución del conflicto que se desencadenaba en la persona de nuestra criada. David quiso saber si Elisea estaba amenazada de muerte. No me sentía en absoluto capaz de dar una opinión concluyente. Dios decidiría. Lo que podíamos intentar era limitado: darle algo caliente a beber, preferentemente decocciones de espinacas salvajes que incidieran al mismo tiempo sobre el exceso de sequedad y el exceso de humedad; que la enferma se reposara completamente; protegerla contra el calor del día y el frescor de la noche, y esperar que Dios diera a conocer su voluntad. Era este último punto el que preocupaba a mi padre. Habría deseado mayor claridad sobre la duración de la espera, pues nuestra situación era precaria. ¿Cómo responder a semejante cuestión? Lo único que pude hacer fue referirme a Hipócrates: dos principios antagónicos se oponían en el cuerpo de Elisea; si los principios se encontraban en igualdad de condiciones, la lucha podía prolongarse.

La oscuridad acababa de invadirlo todo: así, pues, tendríamos que posponer para la mañana siguiente la búsqueda de espinacas salvajes. Llevé a Elisea una escudilla de agua caliente. Humedeció sus labios y se negó a seguir bebiendo a pesar de que se había quejado mucho de su sed. Quería agua fría, lo contrario a las enseñanzas de Galeno. Avensole me había orientado muchas veces sobre los caprichos de los enfermos y la perversión de su entendimiento, opuesto a la razón médica. Insistí; ¡agua caliente o nada! Más obstinada que yo, Elisea repelió brutalmente la escudilla, cuyo contenido se volcó sobre la paja.

Hoy reconozco que la inexperiencia y una buena parte de estulticia me llevaban a hacer prevalecer mi tambaleante ciencia, muy aleatoria, sobre una pulsión tan natural como poco segura, y aún hoy me disgusto conmigo mismo por haber estado ciego hasta tal punto. Yo, futuro médico, torturaba a nuestra fiel Elisea en vez de aliviarla. Malhumorado, fui a tomar la papilla de maíz que mi padre había revuelto sobre un fuego de ramillas. Antes de tumbarme bajo el árbol, cerca de mi hermano, fui a ver cómo se portaba nuestra enferma. Dormía con la boca abierta; tenía menos fiebre que antes, lo que me pareció un signo favorable. Al resplandor de la candela observé atentamente su rostro amarillento y poco favorecido, capaz de transfigurarse hasta el punto de darnos, a mí en primer lugar, y luego a David, la ilusión reconfortante de una imagen maternal. ¿Habíamos observado alguna vez cuán fea era? No estoy seguro ni de que ella misma lo supiera, puesto que no podía verse sino desde dentro, e interiormente era magnífica. Debía creerse víctima de algún maleficio acaecido tras su rapto, y que tarde o temprano se mutaría en encanto. Me había contado que su padre la adoraba y le decía cada día que era la más hermosa de todas las muchachitas de Esmirna, y ella se lo había creído porque no podía ser sino la verdad. Por aquellos tiempos llevaba vestidos de lino o seda y un enorme lazo rojo dispuesto en sus cabellos como una mariposa. A pesar de su joroba que apenas se veía, sabía danzar, correr y encaramarse a los árboles, y cantidad de historias milagrosas donde dioses jóvenes llegaban en el instante preciso para pedir en matrimonio a las mujercitas buenas. Cuando los jenízaros degollaron a sus padres ante sus ojos y se lanzaron seis sobre ella para violarla uno tras otro, fue entonces cuando se hizo fea para defenderse de aquel mundo demasiado cruel. Aquella violación demostraba que su padre había dicho la verdad, pues seis soberbios mocetones hechos como estatuas griegas no violan un espantajo, ¿no es cierto? El argumento valía el precio de una ilusión. ¿Y yo dónde me había quedado? La candela temblaba en mi mano, tal era mi emoción ante aquel rostro céreo y aquella boca disforme por donde circulaba una respiración entrecortada y ronca. Me debatía contra la corrosión de la duda. ¿De dónde procedía todo aquel mal que se expandía por el mundo? ¿De dónde procedía el que yo me sintiera impotente tanto para rechazarlo como para soportarlo?

La noche era tibia y silenciosa, llena de movimientos furtivos en la tierra y en el cielo. Una enorme e indiferente luna plateaba el campo y trazaba cavidades de sombra. Sin duda las mismas preguntas giraban en zarabanda y se daban las mismas respuestas que no respondían a nada. Un búho ululaba en algún lugar y no había eco.

El día comenzaba a despuntar cuando me desperté sobresaltado. Envuelto en su manta, mi padre roncaba. Pero mi hermano no estaba a mi lado. Sin duda en un principio pensé que David se había alejado para satisfacer una necesidad natural, pero como no regresara salí en su búsqueda. Di la vuelta al edificio, me fui por las viñas, llegué hasta el bosque llamándole sin cesar. Mientras más de prisa pasaba el tiempo, más se avivaba mi inquietud. Por el camino encontré un bancal de espinacas salvajes y tomé una brazada.

Aún conservaba la esperanza de que mi hermano hubiera regresado junto al árbol durante mi ausencia. Completamente fuera de mí, sacudí a mi padre. ¡Rabino Maimónides! ¡David ha desaparecido! Mi padre se frotó los ojos y emitió un gruñido. ¿Ha desaparecido? ¿Qué quieres decir? El sol había disipado la bruma. Ahora podíamos ver a lo lejos, pero sólo veíamos cuervos. Volvimos a dar la misma vuelta, ahora los dos, llamándole a voz en grito. La brisa matutina soplaba en breves ráfagas sobre las hierbas del prado donde pacían las mulas. ¿Qué le podía haber pasado al muchachito? Ni siquiera tenía aún nueve años; jamás había dado la más mínima señal de estar en conflicto con nosotros, o que tuviera veleidades de independencia. Sin embargo, nuestra perplejidad dominaba sobre nuestro agobio. No era propio de David aprovecharse del estado en que nos encontrábamos para marcharse. Sin duda no estaba lejos. De un momento a otro reaparecería, y nos reiríamos todos juntos. De todos modos habíamos perdido el control de su situación.

Como contrapartida tenía que preocuparme de Elisea y de su fiebre, que nos contrariaba gravemente. La enferma permanecía inmóvil con los ojos muy abiertos. Me miró fijamente. El queso está en la estantería, dijo, y me di cuenta de que deliraba. Unas finas gotas de sudor poblaban su rostro. No, no sufría; sólo de la cabeza, como a golpes, como un corte de sierra, cuando la movía; pero cuando no se movía, más bien se sentía a gusto en su cuna de nácar. El mar está calmo, dijo. Sólo un pequeño oleaje de nada que balancea la barquilla. Tendremos que pensar en regar las flores.

Tomó sin rechistar una cucharada de decocción que le administré, y la encontró buena. ¡No te escondas!, dijo. Eres el pequeño Moisés, te reconozco. Ve a decir a tu pueblo que castigaré al Faraón. Como tardaba en componer la paja de su cama, Elisea tuvo de súbito una expresión colérica. ¡Vete con Aarón, tu hermano! Serás castigado por haber dudado de mí. La agitación la vencía; era mejor dejarla sola.

Regresé de nuevo junto a mi padre que, adosado al tronco del árbol, leía el Libro de los Números. Absorto en su lectura, no alzó los párpados cuando me instalé a su lado en la sombra, pues el sol ya calentaba muchísimo. Yo también tomé un libro, pero no pude concentrarme en él. Al cabo de un momento observé que mi padre tampoco giraba las páginas. Nuestros pensamientos se hallaban sin duda sumidos en la misma angustia. No era cuestión de hablar, no había nada que decirse. La desgracia, antigua conocida, que perseguía a nuestro pueblo desde tiempos inmemoriales, nos había alcanzado a nosotros que nos habíamos creído al abrigo de ella a fuerza de paciencia, astucia y sabiduría. Me había apiadado de la suerte de los refugiados que habían pasado por nuestra casa y henos ahora en los caminos de una tierra quemada, con los pies trabados y la cabeza cubierta de cenizas, con Elisea enferma a punto de morir y David desaparecido. Era mucho y no era nada. Ya si la tierra se abría para engullirnos o si el cielo descendía sobre nosotros para absorbernos, no había lugar para una palabra de más, ni tampoco para una lágrima. ¿Fatalista? Ciertamente yo no lo era; tampoco mi padre, quien asumía sin duda con el mismo desprendimiento las mismas amarguras. Un día no muy lejano las cepas pisoteadas crecerán de nuevo, ya la savia se prepara, y de nuevo habrá vides en las viñas y manos de hombre para cuidarlas y acariciar los racimos; habrá uva, y vino, ¡qué importa si no es para nosotros! No, yo tampoco era de un optimismo devoto, no creía ser el objeto de una solicitud particular, no esperaba nada de una benevolencia providencial que aniquilaría la mala suerte en el último minuto. Me faltaba poco para delirar como Elisea: nuestro pequeño navío había roto sus amarras, flotaba sobre un ligero oleaje que dudaba entre la tempestad y la calma, y yo no podía hacer otra cosa, ni esperar otra cosa que no fuera asirme a la deriva para darle un rumbo a la navegación, un rumbo en línea recta que ignoraba completamente hacia qué puerto nos conduciría. El hilo conductor estaba en nuestras manos, confuso, enredado, inextricable, pero lo sosteníamos y lo sostendríamos mientras tuviéramos fuerzas en nuestros dedos.

Me sobresalté al oír la voz de mi padre. Tengo que hablarte, dijo. Hemos de estar preparados para cualquier cosa que nos pueda suceder. Elisea vivirá o no vivirá. David volverá o no volverá. De todos modos, tú y yo tendremos que proseguir nuestro camino en tanto Dios quiera que permanezcamos juntos. Rabino Maimónides, dije, dejemos a Dios donde está. Si hay un ojo sobre nosotros, no es el bueno; y si mira a otro sitio, ¿de qué nos va a servir molestarlo? Mi padre miraba con los párpados semicerrados el libro que no leía. Eres impío, hijo mío, dijo. He asumido el hecho de aceptarte tal cual me has sido dado. Quizás es la época la que modela a los seres de esta manera. Cuando Dios decida dirigirte su palabra, le comprenderás. Lo que tengo que decirte es más inmediato: no estamos desprovistos del todo. Sabes que llevo anudada en mi cintura una bolsita de cuero que contiene monedas de plata. Si nos reclaman un diezmo, si hemos de comprar comida, si un mendigo nos hostiga, la moneda está dispuesta; y si unos salteadores salen de un bosque, la experiencia de los viajeros demuestra que se contentan. Esta bolsita es nuestro primer recurso. Habrá que vigilar que siempre esté llena. ¿Has comprendido bien? Muy bien, rabino Maimónides. ¿Pero cómo se llena? Estábamos sentados y nuestros hombros se apoyaban uno contra otro. El calor levantaba en la llanura vapores inciertos. ¡Eres impaciente!, dijo mi padre. ¡Escucha! Llevo anudadas junto a las axilas otras dos bolsitas de cuero que contienen monedas de oro. Con el cambio de una de esas monedas podrás llenar en cualquier ciudad la bolsita de dinero. Si aconteciera que yo desapareciese o no estuviese libre de movimientos, te pido que las tomes y las lleves contigo tal como están dispuestas en mí, que no se las muestres a nadie, a nadie digo, pues suscitarían codicias. ¿Me sigues? Sí, rabino Maímónides. ¿Así, pues, somos ricos? Mi padre deslizó sus dedos en su barba. Notaba que le costaba continuar. ¿Ricos? Empleas en estos momentos una palabra desprovista de sentido. Se trata del sedimento de diez generaciones de Maimónides en Córdoba. En cambio la palabra pobre tiene un sentido terrible. Un judío pobre es un judío muerto. Di que no somos pobres y habrás dicho la verdad. Pero eso no es todo. Llevo aún, anudadas sobre las ingles dos bolsitas de seda que contienen piedras preciosas. Son de tallas diferentes, pero todas son bellísimas y emiten maravillosos destellos. Con sólo una de esas piedras podríamos vivir durante un año entero, y hay más de cien. Voy a decirte lo que he decidido: cuando David tenga la edad suficiente, le darás esas piedras para que asegure su comercio; a cambio él asegurará tu mantenimiento para que puedas seguir estudiando y escribiendo en tanto Dios te conceda existencia. Ésta es mi voluntad.

Estaba sorprendido por tal revelación. Rabino Maimónides, dije, ha hecho usted bien en hacerme partícipe de tal confidencia. Soy su primogénito y tenía derecho a ella. Sabe usted que no haré mal uso del dinero. Pero olvida que David ha desaparecido. Si sigue sin aparecer, dijo mi padre, las piedras serán sólo para ti y extraerás de ellas el provecho que juzgues bueno y justo. Así, pues, ya está todo dicho, y está muy bien que se haya dicho. El sol está en su cénit, ha llegado la hora de pensar en el caldo para Elisea y la papilla para nosotros. Ve a sacar agua fresca del pozo mientras yo reavivo el fuego.

Fue en aquel momento cuando un canto de aleluya se elevó al otro lado de la viña. Entre el centelleo del calor del mediodía, David acababa de regresar a nuestro lado, sudoroso como un niño que se duerme tras un día turbulento, con aspecto alegre y los brazos cargados. Había regresado a Córdoba para traer los remedios para Elisea. Todo lo que yo había mencionado estaba allí: el ojimiel, semillas de col en agua de rosas, el jarabe de rábano silvestre, el alcanfor. El muchachito le había dicho al boticario griego Si-Panaké que el juez Maimónides pasaría a pagar el montante el mismo día. Aquello nos divirtió en un principio. Ninguno de nosotros pensó que aquella deuda jamás se pagaría. En cuanto a mí me sentía poco seguro: por fin disponía con qué curar a Elisea según las reglas. Murió la noche siguiente sin haber salido del delirio. Le hicimos una sepultura de piedras que cubrimos con mampuestos tomados de entre los escombros.