Anochecía cuando regresé a casa. Mi padre estaba rezando. Hice lo mismo, pero no hallé la calma. Me dolía todo el cuerpo, como si me hubieran apaleado. En mi turbación había apretado fuertemente las correas de las filacterias y el flujo de la sangre me martilleaba el brazo. Un clima enrarecido pesaba en el aire tibio que olía a quemado. Nadie tenía ganas de hablar. Y sin embargo había que tomar una resolución. Por Elisea me enteré de que habían echado el cuerpo de Joad en la fosa que se encontraba en el exterior del primer recinto. Su viuda y las plañideras fueron allí para recogerlo. Conforme a la prescripción del Deuteronomio era preciso que se enterrara al ajusticiado sin mayor demora: está dicho que el cadáver no pasará la noche colgado del árbol, pues un ahorcado es una maldición de Dios. Ya el polvo fluía de aquella boca donde la alabanza del Señor había quedado interrumpida. El velo del rocío cedía al silencio del barro.
Oleajes de cólera ascendían desde lo más hondo de mi desamparo. Me planté ante mi padre, que callaba con los párpados semicerrados. Casi grité: ¡Rabino Maimónides! ¡Despiértese! Tenemos que salir de aquí. Hemos de marcharnos de esta ciudad que se ha convertido en una cloaca. Todo lo que hubo en Córdoba de justo y noble durante siglos ha entrado en descomposición y esto ya no es tolerable. ¿Acaso somos corderos en un cercado para esperar pasivamente que la mano del verdugo se alce también sobre nosotros? ¿O acaso somos simples de espíritu para creer que la calamidad nos dejará íntegros? ¿Acaso encerrarnos en el mutismo en medio de tal atolladero no es aceptar ser cómplices? El desprecio de Dios se cierne sobre esta ciudad, y yo, Moisés Maimónides, quiero huir de su desprecio; es el único modo que tenemos de defendernos. ¿No somos hombres dignos de respeto y en primer lugar del nuestro? ¿Cómo podemos aceptar ver salir el sol aún un día más ante tal ignominia? No es el miedo lo que me impulsa a hablar, rabino Maimónides. Es la rebelión. Hemos de sacar de aquí a nuestra gente aún intacta, dejar esta casa, esta provincia en adelante podrida, y buscar en otro lugar una tierra donde nos podamos mirar a la cara sin desfallecer de vergüenza. ¿Me oye usted rabino Maimónides?
Estuve a punto de agarrarle por el cuello y sacudirle. Pero mi padre alzó lentamente sus párpados. En su mirada había una infinita tristeza, y un imperceptible resplandor rojizo en el fondo de su pupila. Soy de tu parecer, hijo mío, dijo. Saldremos esta noche al despuntar el alba.
Mi padre se peinaba la barba con los dedos, y una especie de sonrisa cansina le distendía los labios. El mundo es grande y ancho, dijo. Y Dios está en todas partes. Está escrito en el gran libro: ¡Dichosos los que viajan! Incluso el profeta de Alá ha dicho: Quien pueda ir lejos entrará más fácilmente en el paraíso.
A punto estuve de soltar una carcajada. Sin duda fueron los nervios los que me impulsaron a ello. Había temido tanto que mi padre me opusiera objeciones contemporizadoras o una negativa obstinada. Debíamos permanecer unidos para nuestra salvación. Que su sentido del humor se manifestara en semejante momento casi me hizo zozobrar de agradecimiento. David nos observaba, apoyaba sus codos sobre la mesa y tenía la boca y los ojos muy abiertos. Nunca había oído hablar tanto en aquella habitación. De repente se levantó y comenzó a saltar cantando una canción de su invención: ¡Aleluya! ¡Nos desterramos! ¡Aleluya! ¡Nos vamos! La escena podía parecer grotesca: en su explosión había una parte de verdadera alegría, más fuerte que la desgracia en la que estábamos sumidos: era el hecho de haber acabado con la desesperanza y tener un hilo que se devanaba en una nueva esperanza. Hubo un grito cerca de la puerta. Elisea se quejaba. Cállate, le ordenó mi padre sin levantar la voz. Ve a preparar provisiones. Nosotros tenemos que hacer nuestras maletas. Cuando llegue el momento iré a enjaezar las mulas. Y no hagas un escándalo con tus lloros.
Pasamos el anochecer y una parte de la noche escogiendo los objetos que nos íbamos a llevar: libros, manuscritos, ropa, utensilios de cocina: el peso era superior al que podían soportar las mulas. Nos vimos obligados a aligerar las bolsas demasiado llenas, a renunciar a esto en provecho de aquello. ¿Alguno de nosotros creyó en su fuero interno que algún día regresaríamos a aquella casa? Creo que ninguno de nosotros lo pensó un solo momento. Lo más constante de nuestra herencia era la costumbre de lo provisional. El exilio no tenía por qué ser una excepción. En Andalucía había una ciudad llamada Córdoba, fundada y forjada por nuestros antepasados; y en esta ciudad un barrio recogido como un puño cerrado y abierto como una corona de pétalos; y en este barrio un lugar donde vivir, hecho por y para nosotros desde hacía siglos. ¿Una alcantarilla vertía allí pestilencias? Teníamos que marcharnos hasta que la alcantarilla dejara de apestar: ¿seis meses, un año, diez años? El tiempo no contaba para nada: dejábamos un provisorio que duraba por un provisorio que no podía durar. Tal era, si mal no recuerdo, mi estado de ánimo.
Una vez me hubiera marchado, ningún vínculo con mis orígenes se habría distendido. Si alguien me hubiera dicho aquella noche que jamás volvería a ver aquella casa donde había nacido y donde debía morir, me hubiera reído. El peso de los años hacía que mi padre fuera probablemente más circunspecto. A su edad había aprendido a desconfiar de las certidumbres. Se sabía, mejor que yo, a merced de cualquier accidente. Pero la justicia residía en que regresase a su nicho, y mi padre no creía en nada tanto como en la justicia. Excitado por el perfume de la aventura, mi hermano saltó y cantó hasta que Elisea, irritada, le hizo callar de un manotazo. Ella era la única que se sentía desgraciada por la partida, y eso que aquella casa no era la suya más que por una circunstancia precisa. Elisea pensaba en todo el polvo que se acumularía durante nuestra ausencia, en la sed de nuestros hibiscos que nadie regaría. Nos hizo descender uno tras otro al sótano para que le diéramos nuestra opinión con respecto al camuflaje del muro que había levantado para ocultar nuestros tesoros, cuya salvaguardia parecía preocuparle más a ella que a nosotros. Copiosamente cubierto de arcilla seca, el muro no permitía entrever nada; pero Elisea no se sentía en absoluto tranquila. Pensaba en las ratas que estarían a placer para mordisquear nuestras alfombras y pieles, en el cardenillo que se comería nuestros cobres, en las manchas que deslustrarían los objetos de plata. Se subió al tejado para reajustar una teja que podría provocar goteras, puso orden en los cajones y los cofres revueltos, alineó la vajilla. Ya estaban las mulas ante la verja y Elisea continuaba trajinando por la casa, verificando que no quedara un leño en la chimenea, un pliegue en los cubrecamas. Su temor era que unos extraños pudieran ocupar la casa y comentasen peyorativamente sobre su orden y limpieza.
No acababa de despedirse de aquel espacio cerrado que le había restituido su persona y su dignidad. Hube de ir en su búsqueda, y por última vez mi pie se posó sobre la baldosa movediza del pasillo. Con una vela en la mano, Elisea escamondaba algunas ramas del gran rosal. No hubiera servido de nada interrumpirla. Así, pues, regresé junto a mi padre para esperarla. Éste había encaramado a David sobre la mula que yo había traído de Calatrava; aferrado al cuello del animal, mi hermano dormitaba. La noche era tibia y olorosa, el cielo estaba poblado de estrellas. Erguido y con la cabeza inclinada hacia un lado, mi padre parecía atento a algo que yo no adivinaba. ¡Escucha!, me dijo. Yo no oía nada. Pero él sin duda oía: aquella noche decenas de familias se disponían a huir como nosotros. Cuando a la mañana siguiente corriese la noticia de que los Maimónides se habían marchado, la Judería se vaciaría como si de un cesto agujereado se tratara.
Elisea se decidió al fin, tras empujar la verja y girar la llave. Ya estábamos afuera. Dejábamos una sepultura aún muy caliente de pena en descomposición. Titubeando como una sonámbula, Elisea montó la segunda mula. Pero la comitiva no se ponía en movimiento. Hasta aquel momento sólo habíamos pensado en la partida y, de pronto, surgía la cuestión de modo ineluctable: ¿hacia dónde? En ningún lugar del mundo había sitio para nosotros. Retenía en mi memoria la carta de Ibn-Roschd. Almería. Mi padre no estaba en contra. Almería prometía una estancia provisional provisionalmente aceptable. Y así fue como dirigimos nuestras mulas hacia el sur.
Nos faltaba franquear un obstáculo antes de salir de la ciudad: el puente romano y su escandalosa lechuza, el morabito. Mi padre había preparado una moneda de plata para hacerle callar, pues sus gritos hubieran alertado al centinela. Nuestro acercamiento le despertó y el loco emergió como un lémur fuera de su agujero, dispuesto a lanzarse en una de sus imprecaciones proféticas. El óbolo le amansó. Mordió la moneda, eruptó profundamente y en su rostro se marcó un rictus horrible. ¡Hombre pobre y anciano, carraspeó, que vas a morirte lejos de tu casa! La prudencia nos aconsejaba no responder. Mi padre tiró del cabestro para que la mula avanzase. Pero el morabito no dejó aún el paso libre. Se plantó delante de mí y pegó casi junto al mío su rostro medio hirsuto, medio lampiño. Retrocedí, pues su aliento apestaba. De súbito, se llevó la mano al corazón y se inclinó profundamente. ¡Por Alá misericordioso!, exclamó. Te reconozco, aureolado de gloria entre los vivos y entre los muertos. Pasarán muchos siglos y Córdoba recordará tu ciencia. Un día, aún muy lejano, tu efigie de bronce entrará en el centro de esta ciudad de la que ahora huyes cual ladrón, y yo estaré allí para acoger tu regreso. Su desagradable voz se oía lejos, por la corriente del río. Mi padre depositó una segunda moneda de plata entre sus dedos. Con pasos quedos el morabito se apartó al fin, balanceando su busto como un monigote. La vanidad infecta el mundo, voceó aún. Dichosos los asnos. ¡Que la peste os acompañe!
El paso quedaba por fin libre. Podíamos adentrarnos en la noche.