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Al igual que numerosos conquistadores musulmanes, el nuevo gobernador de Córdoba se hacía llamar Al-Mansur, el Conquistador. En menos de un año sus jinetes se habían distribuido por la mitad de la provincia y acampaban en Cádiz, Córdoba, Sevilla y frente a Calatrava, en provecho del califato almohade de Fez. Era la tercera invasión de envergadura de los bereberes sobre la península. Frente a las dolorosas tentativas de coalición que preocupaban a los príncipes españoles, el Islam buscaba impetuosamente su unidad imposible mediante la palabra por la palabra y la guerra santa por la guerra santa. Si bien cada una de aquellas invasiones tenía su propia singularidad, el estilo era el mismo; si la tropa era ligera, cargaba a rienda suelta; en cuanto se sobrecargaba de botín, su ímpetu se quebraba, pues la meta de la acción parecía alcanzada, de acuerdo con los comportamientos ancestrales de las tribus nómadas.

Esta vez, como siempre, las insaciables presas habían saciado bruscamente su apetito de conquista. La fortuna de los guerreros estaba asegurada por un tiempo. Como jefe avisado que era, Al-Mansur se abstenía muy mucho de soplar sobre una llama provisionalmente apagada. Sabía que no lograría movilizar a sus hombres mientras éstos estuvieran en posesión de bienes, a pesar de que él mismo se proclamaba puro de cualquier codicia. No había movilizado aquel poderoso ejército de medio millón de hombres para hacerlo participar en el festín andaluz y expedir las sobras de éste a su maestro. Sólo demostraba desdén y desprecio por las riquezas de las taifas caídas en su poder. Su fe residía en la simplicidad y la frugalidad de las tribus del desierto. Consentimiento se confundía con relajamiento, y él creía seguir siendo el inflexible enviado del Profeta.

Su leyenda era impresionante. Se decía que sólo tomaba al día una frugal comida y que bebía únicamente leche de camella; que dormía metido en su armadura de hierro y sobre una piel de cabra tendida en el suelo, ya fuera en la tienda o en el palacio; que no tenía mujer ni concubina y que se vanagloriaba de no saber leer ni escribir, pero de ser inigualable en el conocimiento del Corán. A pesar de que dispuso en el Alcázar de Córdoba varias salas acondicionadas para el baño y el descanso, sólo las utilizaba para las abluciones rituales sumergiendo los dedos en el agua del estanque y formando de este modo pequeñas ondulaciones antes de adentrarse profundamente en la plegaria canónica según los horarios prescritos.

La guerra que había emprendido no apuntaba sólo a destruir los reinos que él consideraba corruptos, sino la corrupción misma. Sus esbirros habían recibido la orden de romper contra la piedra todo lo que encontraran del tipo mobiliario precioso, instrumentos de música, botellas o jarras de vino; a veces los desaguaderos de la ciudad fluían rojos. Saquearon un almacén de sederías y todo el comercio textil refluyó en el secreto de las trastiendas. De la noche a la mañana, en los escaparates de los joyeros sólo aparecieron artículos de bazar. La venganza de Al-Mansur se ejercía sin cólera pero con método. Cuando salía de su palacio, inclinado sobre el espinazo de su caballo castrado blanco, encabezando su guardia personal para inspeccionar uno de sus campos, no dudaba en arremeter con su caballo en un campo de vid para saquear las cepas, y cuidado de aquel que se cruzase en el camino de su cabalgata. Sólo he visto a Al-Mansur de cerca una vez. La imagen que conservo de él se reduce a una boca desdeñosa que, a veces, se abría para mostrar una dentadura radiante realzada por la barba negra que la encuadraba.

Tal era el hombre que una luminosa mañana de primavera mandó llamar a su presencia al decano de los profesores de la universidad de Córdoba. El visitante pertenecía a la generación de mi padre y era célebre por haber compilado un diccionario griego-árabe del que yo me había servido a menudo. Al-Mansur recibió al profesor de un modo muy civilizado, junto al gran estanque bajo las arquerías de almocárabes que dejaban pasar la claridad y retenían el calor. Se sentaron sobre la piedra. Un esclavo negro trajo un jarro de agua y un jarro de leche. Según el uso oriental la conversación se inició tras un largo silencio dedicado al honor de Dios.

Una vez hubo bebido algunos sorbos de leche y se hubo secado los labios con una servilleta blanca que le tendía el esclavo negro, Al-Mansur preguntó cómo iba la universidad. Irá como tú quieras que vaya, respondió con prudencia Ibn-Badia. De hecho, no iba bien. Los dos tercios o, mejor dicho, los tres cuartos de los estudiantes se habían marchado de Córdoba en el momento de la invasión. El resto no mostraba excesivo apresuramiento en reemprender una asistencia normal. El profesor pensaba que el gobernador, dado que gobernaba, estaba sin duda informado. A pesar de que la temperatura fuera agradable, Ibn-Badia tenía el rostro vultuoso y transpiraba. Se quejó del calor y bebió un sorbo de agua fresca.

¿Para qué sirve la filosofía?, preguntó Al-Mansur. ¿Acaso no está en el Corán toda la verdad? Ibn-Badia creía encontrarse frente a un hombre que sólo pretendía instruirse. Sin duda, dijo. La verdad se halla revelada en el Corán. Pero el objeto de la filosofía no se encuentra en la posesión de la verdad, sino en su búsqueda; se halla en el intrincado camino que hay que escalar para alcanzar la cima del pensamiento. Ibn-Badia no se sentía descontento de darle una lección a aquel bruto de guerra. Es como el entrenamiento para el combate, dijo, que a menudo es más útil que el propio combate. Al-Mansur meneó la cabeza demostrando que había comprendido muy bien. Por lo demás, añadió Ibn-Badia ahora más tranquilizado, la filosofía sólo ha propuesto dos hipótesis antitéticas para explicar el sistema del universo: una, Dios inmaterial e intemporal, creador de la materia y las formas; otra, materia eterna, evolución del germen y aparición de la forma, Dios indeterminado.

Al-Mansur asintió de nuevo. ¿Qué hipótesis se enseña en Córdoba?, preguntó llevando la jarra de leche a sus labios. Las dos, conquistador de los dos continentes, replicó vivamente Ibn-Badia, que sentía despuntar en él la esperanza de una promoción. Las dos. Es gracias a su confrontación que se despliega y afianza la inteligencia humana. Al-Mansur tendió la mano hacia la servilleta.

Es justo, dijo. ¿Y cuál es tu opinión con respecto a ello? ¿Mi opinión?, repitió perplejo Ibn-Badia. ¿Mi opinión, la mía? Reflexionó un instante ante una formulación que fue a la vez precisa y elegante. Respondiéndote con franqueza, dijo, la primera hipótesis es cara a mi corazón; la segunda es cara a mi cabeza. Al-Mansur eruptó brutalmente en la palma de su mano. La leche de camella le pesaba en el estómago. Lástima, dijo, lástima que la discordia se haya interpuesto entre tu corazón y tu cabeza. Así, pues, habrá que separarlos. Dio una breve orden. Los guardias colocaron a Ibn-Badia tendido en el suelo y le degollaron antes de que hubiera comprendido qué pasaba.

En menos de una hora otro filósofo, Ibn-Ezra, el mismo que luego se encarnizaría contra mí y mis escritos, se presentó ante Al-Mansur. Vio un cuerpo sin cabeza, viscoso, al pie de una columna, y un poco más lejos una cabeza sin cuerpo que ya no parecía de nadie. Ibn-Ezra no se equivocó del todo al pensar de entrada en una especie de decorado; había teatro en la situación, pero estaba claro que allí no se actuaba. El terror se infiltró en el filósofo a través de sus rodillas. Se dejó caer sentándose sin que le hubieran invitado a hacerlo y muy consciente de la alteración que aquello suponía para la cortesía. En el estado en que se encontraba —según le contó más tarde a mi padre— se sentía completamente de la consistencia de un higo maduro, dispuesto a cualquier cosa para evitarse lo peor.

Al-Mansur tuvo el buen gusto de reaccionar como si no se hubiera dado cuenta de nada. Se sentó delante del filósofo. El esclavo negro trajo unos refrescos. Dedicaron un tiempo razonable al honor de Dios. Unas mariposas revoloteaban sobre el estanque, y una nube de moscas zumbaba alrededor de la columna. Al-Mansur nombró al difunto. Ibn-Ezra no reaccionó. A causa del gélido frío que lo atravesaba hasta el fondo de su alma, era incapaz del más mínimo movimiento. ¿Así, pues, aquella cosa cortada en dos era lo que quedaba de Ibn-Badia? De hecho aquella pérdida podía considerarse como omisible. Una reputación injustificada. Un diccionario donde los errores abundaban en cada página. Una manera de hablar, a la vez altanera y suave, y aquellos aires de querer siempre dar la lección a los demás. Se puede ser filósofo, y letrado, y no por ello no ser un imbécil engreído; el profesor aún vivo no había expresado nunca sobre el profesor ya muerto una opinión más matizada. En el pasado ambos hombres habían despotricado copiosamente uno de otro. ¿Lo sabía Al-Mansur? Sin duda. De todos modos se abstuvo de hacer preguntas a Ibn-Ezra quien, en la espera, no estaba en condiciones de pronunciar una sola palabra inteligible.

El conquistador, por el contrario, transmitió sus instrucciones. Había que purificar inmediatamente la universidad y la biblioteca de la podredumbre que allí se había acumulado por culpa de unos y la debilidad de otros. Sólo los estudios coránicos debían conservarse. Él, Ibn-Ezra, se encargaría de la realización de tal programa. Para ello recibiría toda la ayuda que reclamase. El profesor experimentó un largo estremecimiento de agradecimiento al pensar que su cabeza se consolidaba por momentos sobre su tronco. Sólo tuvo fuerzas para asentir. Los guardias tuvieron que ayudarle a levantarse y salir de la sala.

Abandonado en las escaleras del Alcázar, Ibn-Ezra, medio desmoronado, esperó mucho tiempo a que sus piernas estuvieran dispuestas a soportar el peso de su cuerpo. He aceptado esa sucia tarea —le dijo después a mi padre— con la muerte en el alma para no recibirla en la carne. Y además, hay que ser lógico: si me hubiera negado me habrían cortado el cuello y otro la hubiese aceptado en mi lugar. Allí donde hay autoridad, hay siempre obediencia. ¿Quién sabe a qué bruto habría designado? Yo, por lo menos, no soy un bruto. Haciendo de más y de menos, intentaré minimizar los estragos y salvaré lo que pueda salvarse. En cierto modo Córdoba tiene suerte de que haya sido yo el elegido. El futuro me hará justicia, y reconocerá los méritos y los riesgos que acabo de asumir.

No se excluye la posibilidad de que Ibn-Ezra creyera sinceramente en lo que decía. Por mi parte lo dudo mucho. Los hombres sólo son verdaderamente indulgentes consigo mismos. Ya no sirve de nada torturar aquel pasado lejano y señalar a un culpable de aquel crimen cometido contra la humanidad. En el momento de escribirte estas líneas, Ibn-Ezra ha muerto de vejez, y quizás su alma se encuentre ante Dios. Sólo Él juzgará, si juzga.

Y así fue como a la mañana siguiente comenzó la destrucción sistemática de la biblioteca más hermosa del mundo. Carretas llenas de libros se estacionaban en la orilla del río. Los libros eran arrojados a una hoguera que se perpetuaba con ramajes y haces de leña. El auto de fe se prolongó alegremente hasta finales del verano. No es preciso hacer hincapié en la constancia y el tiempo necesarios para transportar y transformar en humo semejante masa de pergamino y papel contenido en más de trescientos mil manuscritos. He escrito alegremente porque también fue un espectáculo grandioso para un sector de la población que acudía diariamente a contemplarlo. A una distancia prudencial y en estrechas ringleras, la gente formaba corros y, lo que es peor, jamás se oyó un comentario desengañado o amargo.

En conjunto aquella acción de saneamiento era aceptada. Lo que allí se consumía era la obra del Maligno, el espíritu retorcido que se había introducido como un enmohecimiento en la fe pura y dura tal como la deseaban el mandamiento divino y la vigilancia del Profeta, el acelerado relajamiento de las costumbres, el desvergonzado culto al falso placer. Córdoba pagaba al fin su deuda: era la fiesta de quienes no habían tenido acceso a la fiesta, el placer de aquéllos a quienes el placer había más o menos excluido. Incluso había, cosa extraña, numerosas mujeres entre la asistencia que emitían chillidos estridentes cuando las llamas ascendían muy altas. El viento ligero transportaba el olor a quemado por toda la ciudad, de modo que nadie podía ignorar la cocina del emir junto al río. Y si, por aquí o por allí, se formulaban críticas, éstas expresaban la amargura de que se hubiera desperdiciado tal cantidad de dinero en el pasado, ¿pues qué era ese dinero sino el producto del sudor del pueblo, con el consentimiento refinado de un puñado de privilegiados que, en su mayoría, no creían en Alá?

Acontecía a veces que un chaparrón apagase la hoguera y dispersara el gentío: sólo era una ligera contrariedad procedente del cielo. Un poco de pez y leña en abundancia bastaban para restablecer el orden. Ibn-Ezra asistía a diario para inspeccionar su obra. No parecía alegre ni triste; sólo atento y ocupado. Por lo general traía consigo los rollos y los manuscritos más preciosos, textos hebreos, arameos y griegos que databan de más de mil años, cueros grabados, arcillas y huesos incrustados que perpetuaban la herencia de los sumerios, los persas, los egipcios, del continente indio, linos y sedas multicolores y caligrafiadas de Bizancio. Los esbirros revolvían la ceniza con largas pértigas para que ni un pedazo se escapara de la quema.

En la Judería todas las manifestaciones de la vida comunitaria se habían dislocado. La gente se encerraba en su familia y en sí misma. Oficialmente no había un solo judío en Córdoba. Mi padre, que había recibido como un injerto el sentido agudo de la presencia de su pueblo a su alrededor, sufría más a causa de su aislamiento que por la pérdida de su autoridad. La forzosa separación le llevaba al desinterés, y aún más en la medida que no sabía y no podía saber con precisión quién había emigrado y quién se había quedado; y entre éstos últimos, quiénes habían abandonado el navio y quiénes se aferraban a él a escondidas. Ciertamente era arriesgado obtener informaciones sobre este punto. Un renegado se muta tan fácilmente en traidor…

A la hora del rezo cerrábamos todas las puertas y Elisea vigilaba en el patio: había aprendido a imitar el grito de la lechuza para advertirnos. Una vez por semana, el anochecer de cada viernes, mi padre reunía un minian[19] con amigos íntimos y por encima de cualquier sospecha. ¿Pero quién estaba seguro de sí mismo y de los demás? Nunca estábamos seguros del todo. Bastaba una inadvertencia, una distracción para ponernos en peligro de muerte. La desconfianza embargaba la Judería, como el olor a quemado toda la ciudad. ¿Nos había abandonado la Providencia? ¿Nuestra desgracia no tenía remedio? ¿De qué éramos culpables si la inocencia era la garantía más pura de la fe que nos quedaba? Uno para todos y todos para uno, tal era la ley de Israel. Tanto si Dios nos había puesto a prueba o nos había castigado, como si nos había olvidado o abandonado, nuestro principal problema seguía siendo el mismo. No se trataba de saber si teníamos razón permaneciendo fieles a un mito probablemente difunto o, en el mejor de los casos, arcaico y sedimentario, y ello con peligro para nuestras existencias físicas; se trataba de decidir sobre la salvaguardia o el abandono de nuestra identidad profunda. ¿Por qué no seré yo, por qué mi hijo no será ya el descendiente del rabino Hanasi, autor de la Mishna[20], que vivió en Galilea en la época de los viajes de Saulo, también llamado Pablo? Nuestra tradición está construida sobre una relación de origen entre el hombre y su destino, sobre una premisa primordial de justicia, sobre un ritual que nos singulariza del animal. ¿Renunciaría yo a ello bajo la amenaza para recobrar la tranquilidad y el bienestar al precio de una conversión? En una palabra, yo podía reintegrarme al rebaño, sustraerme a las ambigüedades, liberarme del miedo a ser descubierto y condenado a muerte vilmente; como han hecho algunos, como harán otros, por cobardía, por fatiga, por desánimo, por desesperanza o, más simple aún, por oportunismo. Sólo tenía que dar un paso para cambiar de bando e insertarme en el buen lado, para disolverme en la masa de quienes detentaban la autoridad y abusaban de la arbitrariedad, para dejar de ser singular y convertirme en común. Y yo no decía las palabras necesarias, ni tampoco daba el paso, porque el dolor de haberme fallado a mí mismo hubiera sido infinitamente más punzante que la pena que sancionaba mi negativa.

Era un problema de matemática elemental. No, yo no oponía a un fanatismo de combate un fanatismo de resistencia. Mi dilema no se situaba en la elección de ser un judío glorioso o un judío abyecto, en la balanza entre la fidelidad o la traición con referencia a una idea fija. Mi dilema era ser o dejar de ser. Sin duda la parábola bíblica del perro vivo y del león muerto conservaba todo su sentido. Yo amaba la vida, en lo abstracto y lo concreto, y aún la amo ahora que comienza a abandonarme. No creía, y sigo sin creer, que pueda encontrarse una idea o una teoría que merezca se le ofrezca una existencia; pero creía y sigo creyendo que hay situaciones que no merecen sobrevivirse. Me confería a mí mismo el derecho de usar de astucias para con mi destino. Me negaba a mí mismo el aniquilamiento a cambio de la poco clara salvaguardia de mi persona. Mi padre tenía razón: aquella negativa obstinada de nuestro pueblo a dejar de ser, ni Asur, ni Babilonia, ni Egipto, ni Roma, ni Bizancio la habían conseguido. El Islam tampoco la conseguiría. Córdoba bajo los almohades no era sino un mal momento que pasaría. Sólo uno más.

Córdoba bajo los almohades emergía de nuevo a la superficie, como un hormiguero trastornado, como una madriguera abierta. En la Judería —yo apenas salía de ella—, los comerciantes, los artesanos abrían otra vez sus tiendas. En el mercado reaparecieron las frutas, las legumbres, las aves. Ya fuera al sol o a la sombra, los hombres y las mujeres caminaban como se anda bajo la lluvia, rozando las paredes, solos y apresurados, casi encorvados. Nadie se saludaba; nadie hablaba; la gente había dejado de conocerse.

A menudo, en grupos de dos o tres, ocupando el centro de las callejas desiertas, los soldados del nuevo emir hacían incursiones pacíficas, palpaban las telas de los escaparates, observaban a un tejedor, a un curtidor, a un orfebre detrás de sus casas, compraban cerezas cuyos cuescos escupían delante de ellos. Allahu akbar, decían amablemente a todos aquéllos con quienes se cruzaban. Mohammed oua rassul ouhou[21], les respondían. Callejeaban ociosos, ufanos de pisar una tierra conquistada y curiosos frente a aquellos animales extraños y faltos de razón, que habían ignorado tanto tiempo la verdadera fe del Profeta. Gracias a ellos el orden justo se había instaurado. Como conquistadores magnánimos que eran, buscaban el contacto con el indígena; pero ante ellos todo se cerraba; las bocas, los corazones, las casas. Ofrecían a los niños azúcar o miel y los niños huían. Los perros gruñían a su paso. La Judería, poco tiempo atrás tan bulliciosa y acogedora, asemejaba el caracol replegado en su concha.

La ruptura de los lazos comunitarios nos mantenía a cada uno de nosotros en un aislamiento cuya única vía de salida estaba prohibida, puesto que pasaba por la comunidad. ¿Hay algo menos disponible que un ser humano que lleva una doble vida? Despoblada y frustrada en su alma, nuestra ciudad parecía un cementerio. Ante ciertas verjas que permitían entrever una fuente de jardín, los soldados se agrupaban por decenas y se fascinaban viendo surtir el agua clara. ¿Aquello no se detenía nunca? No, aquello no se detenía nunca. Para aquellos hombres proyectados lejos de su aduar era la ocasión de rememorar la leyenda que corría y decía que los yaud eran todos un poco brujos. No hay ninguna leyenda que no contenga algo de verdad: allí estaba la prueba que manaba de la piedra. ¡Allahu akbar! No era prudente acercarse demasiado a aquella gente, a pesar de que ahora fueran buenos musulmanes por la gracia del emir y de su invencible ejército.

Los acontecimientos habían creado un nuevo estatuto entre mi padre y yo, y ambos podíamos declararnos satisfechos de él. Le había demostrado que en adelante iba a sustraerme de sus amonestaciones, sin que ello implicase mi renuncia a sus consejos, de los que aún necesitaba, y mi padre fue lo suficientemente avispado para confirmar aquella situación como si partiera de sí mismo. Me dolía observar que el retiro le llevaba a descuidar su porte. Él, tan derecho, se encorvaba por la nuca. Su barba cuadrada comenzaba a ondular, y su paso cansino evidenciaba su fatiga. A pesar de las insistencias de Elisea, se negaba a cambiarse de caftán tan a menudo como antes, y yo distinguía a veces babas en su pechera. No obstante, seguía trabajando mucho. Redactaba numerosas responsae sobre cuestiones de derecho canónico, colegía argumentos a favor de su Epístola a las comunidades que iba a conocer tan amplia audiencia, completaba sin descanso su Gramática hebraica y preparaba un Mensaje para el califa Abd-el-Mumen, a quien esperaba convencer de este modo de los beneficios de la tolerancia y los daños del rigorismo en materia de fe. A lo largo del día mi padre no salía de su despacho sino para las breves comidas tomadas en común. Por mi parte, y ya desde la mañana siguiente a mi regreso, había vuelto a los estudios teológicos. Sin saber aún bien a dónde podía llevarme tal proyecto, concebí el plan de una obra bastante amplia referida a la Repetición de la ley. Sabes que de ello resultaron catorce libros que me han ocupado diez años sin un momento de descanso.

¿Crees que ha sido por fanfarronería que he alineado dichos títulos? Tenía mis razones, y esas razones son la exposición de la locura. ¿Has medido su extensión? Elevémonos, yo que escribo estas líneas y tú que las lees. Estamos en la última primavera de Córdoba. Ya no habrá otra. Y ya el último verano se manifiesta taimadamente en el equilibrio de los días. El sol asciende alto en el cielo. Las golondrinas han regresado, los capullos se abren y por todas partes brotan ias flores. Una nueva agua se precipita de la sierra. Las ovejas y terneras están encinta, las cerezas enrojecen y toda la naturaleza vuelve a escena según un esquema cuyo origen y fin se interpenetran en la confusión. En la orilla del río, la hoguera se reaviva. Unos hombres locos lanzan a las llamas brazadas completas de libros. Toda la memoria del mundo se disuelve en humo. Y a trescientos metros de allí, a la sombra de su centenaria casa, otros dos locos, un padre y su primogénito, emplean todas sus horas escribiendo libros a los que aguarda la hoguera. ¿Pero qué hacer sino? ¿Qué hace la abeja en el hueco del árbol, la trucha bajo la piedra, la semilla en el fondo del surco? No es un fenómeno natural quemar libros. ¿Es natural escribirlos cuando el aire es tibio y la tierra canta su primavera?

Aún me elevo, y mi mirada ojea los techos de la Judería. De veinte mil almas se ha reducido a diez, a doce mil; más o menos, a tres mil familias. El atardecer comienza a envolver Córdoba. El comerciante ha cerrado su tienda. El artesano ha ordenado sus herramientas. El campesino ha regresado del campo. Los hombres han despachado pronto su plegaria; despachado, porque la amenaza pesa sobre el mantón y las filacterias, y porque la plegaria dicha en solitario no es la verdadera plegaria. Todos han buscado y algunos han encontrado un momento de comunión con el alma universal. Ahora llega la hora de la dilección. La mecha se ha reavivado, el libro se ha abierto en la misma página donde se cerró la noche anterior. Y es el baño de juventud cotidiano, la sumersión en la tibieza de Israel, la entrada en el reino donde fluyen la leche y la miel. ¿Es esto ingenuo? Un soñar despierto que hace que la jornada que se ha vivido con dureza finalice en una apoteosis que circula como un éter de una casa judía a otra, allende los continentes y los mares, patria inmemorial como el propio Dios. Desde mi elevación veo todas esas cabezas inclinadas, todas esas miradas que se velan en el bienestar de los encuentros, y reconozco mi identidad como una evidencia en el libro ya confeccionado y en el libro que está aún por confeccionar.

La jornada también ha concluido a orillas del Guadalquivir. El auto de fe se ha transformado en un montón de cenizas que emanan el olor a cuerno quemado y que el viento del atardecer arrastra en largos regueros a través del agua del río. Y con ellos se va un poco de mi carne y un poco de mi sangre, y esto concierne a todos los hombres del verbo y la escritura sometidos a tal violencia. En verdad, una parte de la humanidad ha sido aniquilada. No puedo con mi pena y desciendo de nuevo con los mios. Mi padre escribe un libro en su despacho. En mi habitación he comenzado a escribir un libro. Cerca de mí, mi joven hermano lee el Libro. Cada frase escrita o leída es una prenda de inocencia y un testimonio de convicción. Bastaría con nada: que uno de esos soldados que vagan afuera en busca de lo pintoresco empujara por inadvertencia la puerta. De todos modos mi supervivencia se halla condicionada; ya no soy el dueño de ella, y si me corresponde una parte de inmortalidad, es en el libro donde se patentizará.