También estaba harto de Toledo. Tenía el mal de Córdoba. Sin transición, la primavera saltó sobre la espalda del invierno y lo puso fuera de combate. Aquella precisa mañana, mientras un sol completamente nuevo y limpio hacía brotar los capullos, todas las campanas comenzaron de súbito a sonar al vuelo. En aquellos momentos yo regresaba de la casa hospitalaria. En la calle la gente se detuvo un momento, aspiró el aire tibio, escudriñó ios relucientes tejados y aceleró el paso, cada cual hacia su morada. ¿Había en la sombra calamidad, fuego, inocencia, epidemia? Las posibilidades son muchas.
En la puerta Nueva, Avensole estaba ya al corriente. La noche anterior los ejércitos almohades habían dado el asalto a Calatrava. Los monjes-soldados, gracias al refuerzo de un destacamento de jinetes, habían podido resistir y un frente de guerra se había establecido en el sur de Castilla. El sitio prometía durar en el monasterio. Pero habían tomado Córdoba, poniendo en fuga a su ejército y a su emir. Los sospechosos de haber ofrecido resistencia con armas fueron degollados.
No tenía otra elección: era preciso que regresara inmediatamente con los míos. Sin duda nada bueno me esperaba allí; ¡ojalá no fuera demasiado malo! Sobre todo me sentía muy preocupado por la suerte de mi hermano.
Sin tener que rogárselo, Avensole me restituyó parte del dinero que yo le había entregado. Compré una mula que en tres días me llevó a Calatrava, cuyo acceso por el norte continuaba libre. Una gran conmoción agitaba las proximidades y plazas de la ciudadela. Monjes, ciudadanos, jinetes y campesinos se empujaban alrededor de los carros atalajados con un aparente desorden. Aquí, descargaban sacos de trigo y jarras de aceite; allí, amontonaban piedras y toneles de pez, haces de leña y pértigas. Calatrava se disponía a resistir.
Numerosas secuelas testimoniaban la ferocidad del primer asalto contra las murallas: escaleras de mano desmanteladas y calcinadas, casas ennegrecidas y humeantes escombros, profundas fisuras en las fachadas de los edificios y en los tejados. Catervas de cuervos pululaban graznando alrededor de las almenas que equipos de albañiles consolidaban con prisa. Cuando el viento soplaba del sur arrastraba consigo husmos de podredumbre.
El padre Kadhafi ofrecía buen aspecto a pesar de su rostro cansino. Te esperaba, hijo, me dijo estrechándome contra su pecho armado de hierro. Estaba preocupado por ti. Me preocupo por todos aquellos que tienen un núcleo duro en el centro de su alma. Mientras más duro es el núcleo, más tierna y frágil es la envoltura. Melocotones en un saco de nueces. Habría que ser enteramente de piedra y no desconfiar jamás de la sabiduría del de arriba. ¡Qué difícil es ser hombre!
Me dieron un jergón de paja que colocaron en un pasillo. ¿Era el medio para que descansara entre aquel murmullo tenso y confuso? El asunto era demasiado serio. Si los almohades conseguían cercar la ciudad no sobreviviría ni un solo habitante, y Toledo estaba amenazada. Sobre el fardo seco que crujía ante cada uno de mis movimientos, yo pensaba que aquella guerra no era nuestra guerra, y que si no podíamos esperar nada de ella, teníamos por el contrario todas las de perder, dado que nos encontrábamos entre los dos frenos de la tenaza de acero. Deseaba que fuera pronto de día para proseguir mi camino. El padre Kadhafi me cambió la mula y me indicó un sendero que contorneaba el dispositivo de los asaltantes. Aquella misma noche llegué al Guadalquivir, cuyo curso debía costear.
A medida que me iba acercando a Córdoba me cruzaba con más frecuencia con convoyes de refugiados, algunos amontonados sobre carros ruinosos, otros cabalgando sobre asnos, mulas, caballos de tiro o de silla, y numerosos peatones que llevaban como único bien un colchón doblado sobre su cabeza o un hatillo al hombro. Eran los españoles que se iban, graves y silenciosos. Ellos, por lo menos, sabían dónde buscar refugio y protección.
Uno de ellos me proporcionó información. La ciudad apenas había sufrido la invasión. Bajo el efecto de la sorpresa, Córdoba había caído en manos en los invasores, casi sin combate. Los nuevos amos se estaban instalando. La calma sucedía a la breve turbulencia. Pero ya un edicto se había proclamado: los infieles al Islam disponían de sólo tres días para convertirse, o marcharse sin esperanza de regreso. Tras este receso, toda persona convencida de apostasía sería condenada a muerte tras un juicio sumarísimo. Ellos, que huían, no querían correr el riesgo de un simulacro que los hubiera expuesto a toda clase de presiones y los habría entregado sin defensa a los denunciadores de todo tipo, para quienes se anunciaba una nueva época de gloria. Dado que ya no era posible vivir en paz con los árabes, más valía combatirlos y ayudar a expulsarlos.
El hombre que me habló era herrero. Se encorvaba bajo el peso de su fuelle, único objeto que no hubiera consentido abandonar.
Por aquí y por allí un campo pisoteado, una casa saqueada, unos restos de granero ennegrecido. Córdoba estaba como sorprendida por el estupor. Callejas desiertas, tenduchos abandonados, montones de inmundicias. La emoción me oprimía el estómago. Desde mi partida no había transcurrido un sólo día que no hubiese soñado con encontrarme de nuevo con mi ciudad. Había de ser una gran fiesta para ambos, para ella, la novia de Andalucía ataviada con sus más bellos adornos, y para mí, el pródigo que le llevaba las ricas ofrendas atesoradas en la lejanía. Y el tan esperado momento había llegado, y era una triste huérfana que acogía a un galante perplejo.
Sobre el embaldosado, el paso de mi mula resonaba profundamente. La Judería se escondía. ¿Has sentido alguna vez la angustia que comporta el entrar en una ciudad que ha dejado de vivir? Una persona muerta es algo que pertenece al orden de las cosas. ¿Pero lo es una ciudad muerta, vaciada de sus ruidos, de sus perros, de sus pájaros, de sus niños, de sus mujeres, de sus ancianos? A medida que me iba adentrando sentía una mayor opresión en el estómago. Pugnaba contra el deseo de huir y, sin embargo, ninguna fuerza en el mundo hubiera podido apartarme de mi camino.
Por fin divisé nuestra casa, que parecía intacta. Até la mula a la argolla. Alrededor nada se movía. La verja estaba abierta, hecho que interpreté como una señal favorable. Había olvidado la baldosa levantada; mi pie la reconoció en su sitio y un largo estremecimiento me recorrió, estremecimiento que sentí como una profunda caricia. ¿Había sido consciente, antes de mi partida, de todo el amor que me vinculaba a aquellas piedras, a aquel olor a cebolla frita, a aquellos juegos de luz y sombra, a aquellos seres a quienes iba a dar la sorpresa de un regreso tan esperado? Pero no había nadie en el patio. Nadie en ninguna de las habitaciones que iba cruzando cada vez más de prisa y cada vez más turbado. Llamé a David, a Elisea, a mi padre, haciendo de nuevo el recorrido de toda la casa a partir del jardín. Nadie. Al cabo de un instante oí una voz que respondía a la mía y que se alzaba de las profundidades. Me precipité por la escalera del sótano, donde un resplandor vacilaba. Elisea estaba allí, completamente salpicada de yeso y sosteniendo en su mano una paleta.
¡Ah, eres tú!, me dijo. Fue todo el recibimiento que me hizo. ¿Dónde está mi hermano?, pregunté jadeante. ¿Dónde quieres que esté? En la escuela. ¿Y mi padre? En el consejo, ¿dónde quieres que esté sino? ¿Y tú, Elisea? Ya era hora que volvieras. No teníamos noticias. Te creíamos perdido. Muerto. ¿Es que no ves que estoy haciendo un tabique? Un muro de ladrillos delante del gran nicho. Hemos colocado ahí detrás las alfombras, las piezas de cobre, de plata, las pieles, todo. No sabemos qué puede pasar. Tu padre está de acuerdo. Espero que tú también lo estés dado que ya eres un hombre. ¿Sabes lo que nos espera?
Buenos días, Elisea, dije. Puedes creerme, me siento muy contento de verte de nuevo. Yo también, respondió. No te abrazo, estoy demasiado sucia. Habrá tiempo para ello. Ve a ver a tu padre a la sinagoga. Están discutiendo decisiones que también te conciernen. Cuando regreséis, ya habré acabado de revocar la pared y os haré la comida. David también habrá vuelto de la escuela. Todos alrededor de la mesa. Hace tiempo que no hemos visto eso. Pondré un pastel en el horno. Descorcharemos una botella de vino, todavía quedan. Vete, tengo que trabajar.
Estaba subiendo las escaleras cuando me llamó. Hay una carta para ti, gritó. Encima de tu cama; la trajeron ayer. Reconocí inmediatamente la elegante cursiva de Ibn-Roschd. El mensaje era caluroso. La paz sea contigo, hermano. Los acontecimientos habrán acelerado sin duda tu regreso. Ya sabes que el fanatismo y el libre pensamiento no han hecho nunca buenas migas. En la espera de que el primero se vacíe de su substancia, cosa que llegará tarde o temprano, el segundo se permite ir a respirar el aire del mar. Poseo una enorme casa en Almería, junto a la costa. Allí estaré tranquilo para trabajar en mi comentario sobre Aristóteles. El puerto es un refugio de piratas españoles, lo que de cara a la seguridad de los habitantes no puede ser mejor, y el emir Motacín creó hace poco tiempo una buena biblioteca que el rey Alfonso ha dejado en perfectas condiciones. Si en un momento dado necesitas un abrigo para ti y tu familia, recuerda que mi casa es grande y hay espacio suficiente para alojaros a todos, y que me sentiría muy contento de tenerte a mi lado. Que Dios te proteja.
Y de súbito fue como si nunca me hubiese marchado, como si no existiera amenaza alguna, como si el pasado, el presente y el futuro se confundieran en un único instante. Los amplios ropajes de Córdoba me envolvían; su tejido estaba un poco arrugado, los pliegues desordenados, un desgarrón sin importancia. Me sentía a gusto entre las cosas y los seres que amaba; la amistad tampoco había faltado a su cita. Guardé en mi camisa la carta de Ibn-Roschd y me cubrí con mi mantón para ir a la sinagoga.
De nuevo nadie en las calles, excepto un gato tigreado que vino a frotarse contra mis piernas. En tiempos de mi abuelo la Judería contaba con numerosas casas de rezo: la primera invasión berebere las incendió y desmanteló; sólo una se había reconstruido, con muchos gastos y esmerado cuidado. Los mejores ferreteros y orfebres de la ciudad habían aportado lo mejor de su arte. La ebanistería era de madera de cedro originario del monte Hermón. Todos los visitantes extranjeros alababan su belleza. Hice una entrada muy discreta en la sala, llena en su mitad. Mi padre estaba hablando.
Dentro de un momento, dijo con una voz neutra donde no se entreveía emoción alguna, en cuanto salgamos de esta casa de rezo, ya no habrá comunidad hebraica en Córdoba. ¿Por cuánto tiempo? Sólo el Eterno lo sabe. Durante cuatrocientos treinta años nuestros antepasados gimieron desde lo más profundo de la servidumbre, y Dios oyó sus suspiros, y Dios se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. ¿Quiere ello decir que Dios había olvidado a su pueblo en Egipto? Nada de lo que existe en el mundo permanece fuera del conocimiento de Dios. Nuestros antepasados habían llegado a ser impíos, adoraban los ídolos, profanaban el sabbat, se nutrían con manjares impuros y, a pesar de su desobediencia, Dios se acordó de ellos. Y Dios dijo a Moisés: he visto la miseria de mi pueblo, conozco sus dolores, he descendido para liberarlo del poder de los egipcios y para hacerlo emigrar de este país hacia un país bueno y vasto, hacia un país chorreante de leche y miel. Y Dios hizo lo que dijo, y el pueblo creyó en Él porque es Eterno. Hoy Dios ha juzgado conveniente disolver nuestra comunidad, la más antigua del mundo occidental a causa de la violencia que se nos infringe. No tenemos ningún poder sobre dicha violencia. Más de un tercio de nuestras familias ha huido hacia los reinos de Granada, Almería y Toledo. ¿Cuál será su existencia de desarraigados, proscritos, tal vez perseguidos? Nosotros, que hemos decidido doblar el espinazo ante la violencia, sólo podemos rezar por ellos y por nosotros en el secreto de nuestras demoras. Por muy fanáticos que sean los nuevos amos de Andalucía, no tengo idea de que ningún musulmán haya violado hasta hoy, por lo menos, la vida privada o la conciencia del prójimo. Los árabes son señores de la forma y nada diferencia a primera vista una forma vacía de una forma llena. ¿Qué nos piden? Que digamos que Alá es grande y Mahoma su profeta. En una circunstancia como la nuestra todo está permitido, a condición de no dejarse prender. Hay entre vosotros, doctores y rabinos, quienes se han declarado indignados por tal proceder. A ellos les digo: cada uno es libre de emprender a su manera la vía de salvación. En lo que me concierne, digo: los almohades nos han declarado la guerra. Que los más avisados repliquen con una astucia de guerra. A cambio de nuestras vidas, nuestras casas, nuestros campos y nuestras profesiones, nuestros amos sólo quieren obtener de nosotros unas palabras. Yo digo: démosles esas palabras. Ninguna acción perpetrada bajo violencia es considerada por Dios como una falta. Durante su exilio en Babilonia, nuestros antepasados se inclinaban ante la estatua de Nabucodonosor; y Dios les perdonó. No fue para obtener ventajas por lo que aquéllos desertaron de su fe; fue bajo la amenaza del cuchillo, ante la inminencia del suplicio. ¿Partir? ¿Morir? ¿Reaccionar con astucia? Ignoro qué le gustará a Dios. Pero sé que nunca ha despreciado la miseria de los desgraciados. Y hoy estamos en una gran miseria y en una gran desgracia. Esta comunidad cuya suerte me confió mi padre, y el padre de mi padre, y nueve generaciones de antepasados que se han entregado al servicio de nuestra Ley, esta comunidad que constituye mi razón de ser, me veo obligado a decir que ya no existe para asegurar la supervivencia de cada uno de nosotros. De esta sinagoga que es mi única patria, que tanto he amado y por la que he luchado para mantener alto su renombre, he dado la orden de que amurallen su entrada para preservarla de la destrucción. No os hablo de mi dolor, de mi tristeza. Os hablo de lo que el deber me ordena hacer para que el pueblo de Israel sobreviva a la calamidad que se abate sobre nosotros. Y aunque tengamos que seguir estando inmersos en la angustia, aunque por la mañana deseemos que llegue el atardecer, y al atardecer que la noche nos traiga la mañana siguiente, tenemos que pensar sin cesar en esta predicción: Dios no olvidará la alianza que ha jurado a tus padres. Es por lo que os suplico a vosotros, doctores y rabinos y sabios, guías de nuestro pueblo, que demos a nuestros perseguidores el poco precio que nos piden, y mantengamos intacta la llama de la palabra divina dada a Moisés en el monte Horeb. He dicho.
Un prolongado silencio siguió a sus palabras. Alguien tosió, y el silencio se hizo nuevamente. Jamás había oído a mi padre pronunciar tantas palabras sin interrupción. Me sentí trastornado. No sé qué me impulsó a levantarme pesadamente.
Rabino Maimónides, dije, no se trata de saber si Dios nos concede aún su alianza o si la ha roto para castigarnos. Se trata de que nosotros mismos decidamos permanecer fieles a dicha alianza, y meditemos en esas otras palabras del profeta que dicen que un perro vivo vale más que un león muerto. Nuestro pueblo no tiene par porque ha aportado el mensaje de Dios único en el mundo entero, y es para y por ese mensaje que se mantiene sobre la tierra cuando tantos otros pueblos han desaparecido sin dejar traza en la conciencia de los hombres. El destino de Israel depende sin duda de la voluntad de Dios; pero sobre todo depende, naturalmente, de la voluntad y la vigilancia de cada uno de nosotros.
Mi padre también se había levantado, macizamente combado sobre sus riñones y la barba en ristre. No me había interrumpido. Bajo sus párpados semicerrados, su mirada comenzaba a ensombrecerse. ¿Quién eres?, gritó. ¡Muéstrate, descubre tu rostro! Sin prisa, dejé caer mi mantón. Hubo murmullos. Sólo murmullos, como cuando en una asamblea de hombres se intercambian opiniones en voz baja. Se ha creado una especie de leyenda a propósito de aquella escena, y en los años sucesivos se glosó mucho sobre ella. Unos han dicho que los doctores presentes se postraron para saludar en mí a un profeta naciente. Te aseguro que es una pura invención. Otros han propagado que me abuchearon por mis palabras impías y que me expulsaron con indignación de la sinagoga. Es también falso, de verdad. Hubo murmullos porque los miembros del Consejo habían reconocido en mí a un joven impertinente que osaba tomar la palabra en su presencia sin habérsele interrogado, y también porque no daban crédito a sus ojos viendo reaparecer de súbito una figura que se había borrado de la comunidad. Vivíamos un momento trágico donde el más mínimo incidente podía cobrar el valor de un signo, uno de esos momentos que se abren a los mitos como vientres fecundos. Una mano despiadada serraba la rama de la que nos sosteníamos, una reja de arado absurda era empujada sobre el humus de nuestra vieja cultura; una vez más, la violencia desgarraba nuestros profundos vínculos, éramos proyectados en caída libre, asidos al mensaje de nuestros textos sagrados, expuestos a los augurios, buenos o malos, a lo arbitrario, al azar. Y en esta gran desgracia que azotaba nuestra existencia tenía que asumir la ridicula desgracia de enfrentarme con mi padre, de quien había huido, y no podía hacerlo sino afirmándome diferente de él, cosa que por demás era cierta.
Fue el primero en comprenderlo y recobrar el dominio de sí mismo. Con pasos menudos se aproximó sin dejar de mirarme. Tu voz ha cambiado, dijo. Ahora hablas como un extranjero. Has adelgazado muchísimo. Has conocido el dolor. Has crecido. Tu frente busca el cielo. Tenía un hijo que se te parecía. ¿Has venido a ocupar su sitio? Estaba frente a mí, recogido y denso, con sus pupilas repentinamente veladas y anegadas en la espera de una respuesta a su pregunta. Sentí por vez primera un impulso de ternura por aquel anciano tan débil en su dureza. Rabino Maimónides, dije, uno no se baña jamás dos veces en el mismo río. No he venido a recuperar un puesto. He venido a ocupar mi puesto. En la desgracia que nos azota nadie tiene el derecho de rehusármelo. Hubo aún murmullos. Mí padre se giró hacia los doctores de la ley que formaban corro a nuestro alrededor. Éste es Moisés, dijo. El primogénito de mi familia. Habría sido un príncipe perfecto para la Judería de Córdoba. Que Dios nos proteja.
Me tomó del brazo y salimos de la sinagoga. Junto a la escalinata, varias carretas llenas de ladrillos se estacionaban en fila a lo largo de la pared. Un equipo de albañiles se afanaba aparte. Antes de la noche la entrada de nuestra casa de rezos se vería amurallada. No os olvidéis, lanzó mi padre con voz estentórea, de emplastecer los dorados de la fachada con leche de cal. Ninguno de los hombres respondió. Era gente de oficio, piadosa, y tan afligida como nosotros por nuestra común desgracia.
Con pasos cortos, casi deslizándose en lugar de caminar, suspendido de mi brazo, mi padre me orientó hacia nuestra casa. En un momento determinado un sollozo sacudió su ancho pecho. Vi sus ojos anegados de lágrimas.