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Ibn-Roschd no vino a Toledo tal como lo había proyectado; y si vino no lo supe, pues nuestros caminos no se cruzaron. Tan caluroso como sabía mostrarse conmigo en mi presencia, tan olvidadizo debía ser con respecto a lo que se apartaba de su vista. Frecuentándolo asiduamente no era difícil darse cuenta de que nada le marcaba en profundidad. No es que fuese superficial; es que jamás se entregaba completamente. Y éste era sin duda el origen de su manera tan particular de afrontar el mundo, que no se le aparecía sino como una superficie embrollada. Sólo creía en lo que podía ver, oír, tocar. El alejamiento y el duro aprendizaje que yo hacía borraban en cierto modo el cariño con que me había considerado. Iba muy pronto a verlo de nuevo, a conocerlo mejor y a percibir todo el despliegue de su seducción. Pero antes debo hacer una confesión que permanece en mí como un recuerdo difuso.

Me sentí muy solo aquel invierno en aquella ciudad bella y fría. La casa hospitalaria, el laboratorio de Avensole y los libros me ocupaban todas las horas del dia. Profundizaba en el estudio de la medicina como el hacha en el tronco, y ya el crujido anunciaba la caída del árbol. Observaba que la gente de mi alrededor soportaba muy bien el invierno castellano; yo, no. Ni mi ardor en el trabajo ni mi fervor en la plegaria conseguían calentar la gelidez infiltrada en las profundidades de mi ser. Fue en esta disposición como conocí a una de las sirvientas de Avensole.

Esto no merecería mención si no hubiera acarreado consecuencias. Puedo argüir en mi defensa, pero no estoy seguro de querer exculparme, que no había depositado otra complacencia que la de dejarme sorprender. Primero me trajo a mi buchinche algunas golosinas sustraídas de la cocina, tras lo cual se hizo rápidamente insinuante, provocante, impetuosa; y llegó el momento en que me vi irremisiblemente arrastrado. Hubo sin duda, por mi parte, una nube de vergüenza, remordimientos de conciencia y un sinfín de resoluciones, pero pesaban más la tentación, la alegría y el reposo. En cuanto me hallaba en la soledad de mi gélida buhardilla, inmediatamente surgía la cuestión: ¿Vendrá? ¿No vendrá? Deseaba y temía a la vez ambas cosas. Tanto si venía como si no, debía franquear en ambos casos un tiempo de decepción y victoria antes de conciliar el sueño.

Se transformó en una costumbre. Y bruscamente la costumbre cesó. Me interrogaba a mi mismo, inquieto y tranquilizado a un mismo tiempo; pero la respuesta no estaba en mí. Cuando nos cruzábamos o me servía en la mesa, a veces me lanzaba una mirada profunda, altanera y suplicante que me hacía sentirme a disgusto y me embarazaba. ¿Qué ocurría en realidad? Había demasiados obstáculos a vencer para pedir una explicación, que por otra parte en ningún momento insinuó ella querer darme. Nos observábamos ambos, interponiéndose en nuestras miradas un tabique de hielo que era imposible romper.

Y un dia desapareció. Otra sirvienta ocupó su lugar. No pudiéndolo soportar más, me arriesgué a demostrarle a mi maestro mi sorpresa. Por supuesto, Avensole ignoraba el secreto de mi buharda. Refunfuñando me reveló que aquella idiota acababa de abortar y que con ello había provocado una fluxión febril en su vientre que ponía en peligro sus días. Para no tener que dar cuentas, él, Avensole, la había enviado rápidamente con su familia.

¿Es preciso que te diga en qué estado me sumió tal revelación? Por más que intentaba desculpabilizarme, la culpa me perseguía día y noche. Había un asesino en mí y lo había ignorado. Podía ser un malhechor y no me había puesto en guardia frente a ello.

¡Cuán satisfechos se sentirían mis enemigos asiéndose a tal cúmulo de azotes! ¡Cuán indignados se sentirían mis amigos a causa de semejante mácula en la imagen que hubieran deseado formarse de mí!, a unos y a otros les respondería: no seas justo en extremo ni pretendas ser bueno en exceso. ¿Por qué habrías de destruirte? Y aún: pues no es propio de un hombre justo en la tierra hacer el bien sin jamás pecar. Y aún: regocíjate, adolescente, en tu juventud, y que tu corazón se sienta dichoso en los días de tu adolescencia. Ve adonde tu corazón te lleve, adonde miren tus ojos, pero sabe bien que por todo ello Dios te juzgará.

El juicio estaba hecho. Mi castigo era el dolor que yo sentía por haber hecho el mal, no contra la ley que lo ha previsto todo, incluso el perdón por medio del sacrificio de un carnero, sino contra una persona, aunque fuera tan culpable como yo. Me infligí un día de ayuno completo y el solemne compromiso de apartarme de las ciencias profanas de las que me sentía repentinamente harto, y de mis complacencias que no acarreaban más que problemas, aunque la sirvienta no muriera.

No murió. Y yo estaba comprometido conmigo mismo por mi juramento.