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Por supuesto, Toledo es una ciudad maravillosa, asentada sobre su mole de granito y contemplándose en las verdes aguas del Tajo. Pero no había venido de tan lejos para admirar sus iglesias, sus sinagogas decoradas con arabescos cincelados en el yeso y el pórfido, sus baños moros y el alcázar decrépito invadido de zarzales. Así, pues, en cuanto llegué, me albergué en casa de Ibn-Ferrizvel, que se hacía llamar Avensole, médico del rey.

Era un hombre de unos cuarenta años, delgado y paticorto, encorsetado en un jubón de terciopelo bordado con adornos de puntillas y que llevaba la barba cortada en punta, según una moda desconocida en Andalucía. Su humor sólo conocía dos estados: la melancolía y la cólera, y pasaba de una a otra con una prontitud que siempre sorprendía, y ello varias veces al día, según retuviera o descargara su bilis negra. Le he visto accesos de ira por motivos irrisorios: un libro fuera de su sitio, un plato servido demasiado caliente o demasiado frío, una mancha en una de sus botas; entonces fustigaba con su vara a la sirvienta culpable o le propinaba patadas en el estómago; tras lo cual, preso de remordimientos, la mandaba llamar y le pedia perdón ofreciéndole una moneda de plata. Además del español, hablaba muy bien el árabe y leía sin problema alguno el latín y el hebreo. Ambos habíamos convenido en que yo trabajaría todas las mañanas en las escrituras para corresponder así con mi trabajo a las ventajas que él me procuraba. Al cabo de un mes llegué a la conclusión de que perdía demasiado tiempo en aquel trabajo. Sin dudarlo un momento, negocié la letra de cambio del tío Joad, lo que me permitiría pagar mi contribución sin alienar más mi libertad.

El maestro Avensole habitaba la planta baja de una vasta casa de piedra en la Puerta Nueva, frente a las Murallas. Yo me alojaba en un reducto sin fuego debajo del tejado. Desde mi buharda podía ver las ruinas del circo romano y una parte del campo destinado a la feria, donde una vez a la semana se celebraba el gran mercado. Más allá despuntaba el techo de la comunidad hospitalaria, novedad absoluta en España, invención del obispo de Toledo para disponer de un asilo de muerte para los miserables.

A pesar de que cobraba una prebenda consistente, a mi maestro le repugnaba ir allí, pero no le repugnaba enviarme en su lugar cuando una hermana de la caridad reclamaba su intervención con mucha insistencia. La primera vez que entré en aquel infierno estuve a punto de desmayarme. Sólo la presencia de dos mujeres que llevaban unas tocas y procuraban plácidamente cuidados a los enfermos me retuvo cuando estaba en un tris de irme corriendo. Hasta aquel momento preciso yo había situado la medicina en una especie de orden privilegiado, propio para que se manifestaran y despertaran las facultades superiores de la inteligencia; una especie de combinación que emergía del corazón y el espíritu y que confería poderes sobre los errores y las faltas de la naturaleza y los hombres; una manera de abogar en favor de la inocencia y para atenuar la cólera de Dios, aunque estuviera justificada. Mientras uno estuviera preparado mediante buenas lecturas, el ejercicio de la medicina no tenía por qué suponer dificultades mayores. En el mejor de los casos era una conversación de salón, y en el peor una batalla a librar contra las fuerzas del mal con razonables garantías de salir vencedor.

Nunca olvidar lavarse las manos tras haber tocado a un enfermo. Jamás omitir implorar por él la misericordia divina. No pedir honorarios a los pobres. Recibir con humildad los testimonios de gratitud de la gente agradecida. Tú estuviste a mi lado durante la guerra, el hambre y la peste. Sabes de qué te hablo. ¿Pero qué sabía aquel adolescente, demasiado despierto, escapado por orgullo de la casa de su padre? En plena inocencia efectuó una vertiginosa caída en la peor de las maldiciones. Horrorosa visión, pestilencia de cloaca, gemidos de infierno.

Una de las mujeres con toca me condujo a una cama donde yacían tres espectros, uno de los cuales chillaba de una forma enloquecedora. Lo observé un momento, luchando conmigo mismo para no desmayarme; tras lo cual, corrí a la Puerta Nueva para decírselo a mi maestro; éste me dio un ungüento que se debía aplicar, la mitad inmediatamente, el resto tres horas después. Cuando llegué jadeante a la casa hospitalaria, el hombre había muerto. Éstos fueron mis comienzos en la medicina.

Pasé un día entero sin poder descender de mi desván, sacudido en lo más profundo de mi ser por mis sentidos violentados. Hacia el anochecer mi maestro me mandó llamar. No había comido ni bebido desde la mañana. Para mi vergüenza, observé que tenía hambre y que me hacía bien satisfacer mi apetito. Las sirvientas adoptaban para conmigo ese comportamiento entre burlón y compasivo que suscita el trato ordinario de los retrasados mentales. La situación se me escapaba por todos lados. Ya no sabía dónde estaba, me sentía desesperadamente entristecido, comiendo con apetito y, por añadidura, debía soportar aquellas miradas burlonas. ¿Habría errado el camino? En tal caso, el regreso era aún posible: me humillaría y encaminaría mis pasos tras las huellas de mi padre.

Pero el buen humor de las chicas de servicio acabó provocando la descarga de la atrabilis de Avensole. Las echó de la sala a cajas destempladas. ¡Estúpidas!, comentó cuando nos quedamos solos. Uno no entra en la mujer con una verga blanda, como uno no entra en la existencia con un corazón jadeante. Uno se queda afuera, como esos desechos que has visto: ni vivos, ni muertos, pero disponibles para una lenta podredumbre. No es obra que corresponda a Dios, sino a nosotros. Mira al herrero, al carpintero, al obrero, a todos los que batallan con la materia para darle forma, mira sus manos y comprenderás. Tendrás que permitir que los callos endurezcan tu alma, el nervio tu corazón y el acero tus venas, o de lo contrario irás a la deriva como una paja a merced del viento. A partir de mañana volverás a la casa hospitalaria. Aprenderás a apretar el pus, a limpiar la sanie, a aspirar la porquería, porque todo ello procede del hombre, y así está hecho. ¡Sí, muchacho! Quienes te han enseñado que el espíritu está en nosotros en estado puro se han burlado del tuyo. O tú dominas el mal o él te domina, he aquí el secreto de la vida. La chusma que va a parar al hospicio, o no ha tenido suerte, o no ha sabido desenvolvérselas, a menudo ambas cosas, y ello no merece un berrinche. De todos modos, no es temblando como la ayudarás. Si no eres capaz de empaparte las manos hasta los codos, regresa a tus ensoñaciones y no te mezcles en trabajos de hombre. Nada te prohibe que consueles con palabras hermosas, a nadie le molesta. Pero el bien que podrás hacer se encuentra en tu fría determinación y en la destreza de tus manos. Ahora, ve a dormir. La noche, dicen, trae consejo. Y cuando hayas calibrado todo lo que hoy has visto y acabo de decirte, me dirás sí o no.

Como muchos latinos bastardos, Avensole estaba hecho de una mezcla enmarañada de buen sentido e hipocresía, sobre un fondo de vanidad insatisfecha. Ciertamente no le habría atribuido la medalla al maestro. La idea de cambiar de maestro la tuve más de una vez; pero estaba falto de consejo, y nada me aseguraba que con ello saliera ganando. El que Avensole no me fuera simpático, no implicaba que fuese un hombre sin ciencia. Era su único alumno, y esta situación me confería ventajas. Tuve acceso a su laboratorio, donde cocía la teriaca y apisonaba los ungüentos a partir de misteriosas recetas que prometió revelarme cuando lo juzgase oportuno.

Lo que más le preocupaba era la investigación de la piedra. Manejaba el crisol y la retorta, manipulaba vapores sulfurosos y tamizaba cenizas, musitando fórmulas cabalísticas impenetrables. Estoy muy cerca, me confió. Muy cerca. Muy cerca. No me falta casi nada, estoy cerquísimo. Yo le pregunté qué haría cuando hubiera hallado la fórmula del oro. Me miró con un aire compadecido. Seré rico. ¡Vaya pregunta! ¿Y cuando sea rico, maestro? Tendré el mundo a mis pies. El rey, el obispo, incluso el Papa se postrarán. Ostentaré el poder que hasta ahora nadie ha alcanzado.

Había leído en los astros que la coyuntura le era inminentemente favorable. Pero en la espera de ser rico y poderoso, no dejaba de mostrarse mezquino: le sorprendí comiendo y bebiendo a escondidas para suplir la frugalidad de nuestras comidas en común.

Pero conocía al dedillo a Herófilo, Dioscórides, Galeno, Hipócrates, Rhazés y a Ibn-Sina. Tenía por lo menos cincuenta obras del maestro de Pérgamo, y se pavoneaba citándome pasajes de memoria y facilitándome su lectura. Mi memoria asimilaba textos latinos cuya traducción permanecía a veces incierta. En lo único que verdaderamente Avensole no era avaro era en darme lecciones. Siempre me parecía que deseaba hacer un gran despliegue de ostentación, dada la solicitud con que emprendía su tarea. A decir verdad, no tenía por qué quejarme: me había instalado en Toledo para aprender, y aprendía.

Un anochecer hubo un gran alboroto. Las sirvientas habían sido alejadas y las luces tamizadas. De súbito, la puerta se abrió y entraron cuatro hombres fuertes llevando un largo bulto envuelto en una sábana blanca. Bajaron el bulto al sótano, lo colocaron sobre una mesa de mármol y lo descubrieron a la luz de las antorchas: era el cadáver de un hombre imberbe que tenía una llaga en el cuello. Lo han desangrado completamente, observó Avensole con satisfacción. Tras distribuir unas cuantas monedas, los hombres se retiraron. Aquel muerto lívido sobre la mesa no me impresionó en absoluto: era la réplica fiel de una persona hecha con una materia cérea, pesada de manipular y fría al tacto; ni siquiera su desnudez ofendía. ¡No se te ocurra nunca decir nada!, me recomendó el maestro. Yo no arriesgo nada, y a decir verdad tú tampoco. Pero los sepultureros se juegan la vida: la justicia sería despiadada para con ellos.

Prometí guardar silencio, aun bajo tortura, lo que me valió una risa amplificada por las bóvedas. Con el Ars parva al alcance de la mano trabajamos hasta muy entrada la noche, investigando las entrañas del muerto. Avensole preparaba una gran exposición de vísceras y yo le ayudaba según sus directivas. El neuma físico era húmedo y viscoso; tan sólo su olor encalabrinante lo diferenciaba del de la oveja o del ternero. Avensole me advirtió de los peligros de un deslizamiento de la lanceta; pero yo no tenía motivos para dudar de la firmeza de mis manos. Observamos que el gran vaso del hígado no se encontraba en el lugar indicado en el libro, que la forma de la bolsa estomacal no coincidía con la descripción del libro, y que el nervio del diafragma emergía allí donde no se recomendaba fuera buscado.

Avensole decretó que aquel cadáver estaba mal hecho. No podía admitirse que Galeno se hubiera equivocado. ¡Imagínate!, me confió Avensole, su consulta costaba hasta cuarenta sestercios, y prodigó sus cuidados a Marco Aurelio, Septimio Severo, Caracalla y a todas las mujeres hermosas de la alta sociedad romana, sin haber registrado nunca el más mínimo fracaso. Un médico así no es un hombre: es el igual a Dios. Dicha proposición despertó en mí un vago recuerdo, pero no pude profundizar en él porque la tarea apremiaba. Había que separar los órganos e inyectar con un clíster una mezcla de agua y tinta en los vasos. Tras lo cual me autorizó a que me tomara un descanso.

Era ya muy entrada la mañana del día siguiente cuando Avensole introdujo con infinitas precauciones a unos visitantes en el sótano; eran una decena, envueltos en capas, con los sombreros ocultándoles el rostro, silenciosos, ceremoniosos, pareciendo no conocerse en absoluto. Me pareció que entre los recién llegados había por lo menos dos mujeres; pero podía equivocarme: las persianas estaban cerradas y el alumbrado era muy tenue. En un brasero situado en el suelo se consumía incienso, y los visitantes acababan de ocultar lo que les quedaba de rostro con grandes pañuelos perfumados.

Durante casi dos horas, Avensole disertó sobre la anatomía de las vísceras, sin que nadie, excepto él, pronunciase una palabra. Mi maestro estaba en lo suyo; la soltura de su palabra y de sus gestos así lo demostraba. Entre esto y aquello se permitió un comentario humorístico que, sin lugar a dudas, sólo él rio. La antorcha colocada en uno de los extremos de la mesa desprendía fumarolas y lanzaba resplandores inestables sobre el cadáver sin vísceras y la hilera de desconocidos adosada a la pared. La mezcla de efluvios era tan poderosa que hería el olfato. Un violento dolor de cabeza me oprimía las sienes y en algunos momentos experimenté dificultades para respirar. Pero Avensole no mostró ningún signo de debilidad. De principio a fin, su discurso se mantuvo firme y coherente.

En cuanto acabó su lección, los visitantes salieron del sótano y de la casa, uno tras otro, tan silenciosos y rígidos como cuando llegaron. No intercambiaron saludo alguno. Mi maestro no se movió de su sitio. Me acerqué a él y vi sus ojos anegados en lágrimas. Me sentí muy intrigado, pero no me atreví a preguntarle la razón, y él tampoco hizo ninguna mención.

Durante los tres días que siguieron acabamos de desollar los miembros hasta el hueso. Decididamente, aquel cadáver era un mal representante de su categoría: numerosos tendones, músculos, nervios y vasos no se encontraban donde los situaba el infalible Galeno. Esperemos que el próximo esté mejor hecho, dijo Avensole. Era necesario que los tipos que habían traído el cadáver se llevaran los desechos; el aire se hacía irrespirable. Para mí la experiencia se acababa con muchas dudas acerca de la verdad de los libros.

Me ocurrió una aventura singular. Tomé mucho afecto a una muchacha enferma de la casa hospitalaria. Tenía aproximadamente mi edad y se moría de tisis. El acontecimiento me sorprendió a traición: cuando reconocí mi emoción, un nudo oprimía ya mi garganta. Un día me llamaron de la sala de las mujeres para que detergiera las escaras de una paralítica. Dedicado completamente a mi trabajo y conmovido por los gemidos que la desgraciada emitía mientras yo le arrancaba lo que ya estaba muerto en ella, debí permanecer bastante rato sordo a la llamada procedente de la cama vecina. ¡Por favor! ¡Ayúdenme! ¡Por favor!

Una vez terminado el trabajo me disponía a salir cuando la llamada me paralizó. ¡Ayúdenme! ¡Por favor! Vi dos inmensos ojos fijos en mí y una boca finamente dibujada y muy roja que me llamaba. ¡Por favor! ¡Ayúdenme! No podía hacer nada. Ignoraba qué podía hacerse en semejante caso. ¿Una palabra de consuelo? ¿Por qué no? Era aún una niña que compartía el jergón con una mujer sin piernas encaramada en cuclillas sobre sus muñones. ¡Ayúdenme! ¡Por favor! Por muy constante y monótona que fuera la llamada, me sentía horadado al contemplar aquel hirviente rostro y aquella boca ensangrentada. Me aproximé para tocarle la mejilla. Tenía la piel tersa a causa de la fiebre, y la respiración entrecortada. Seguramente le costaba hablar. ¡Por favor! ¡Ayúdenme!

Todo el día igual, refunfuñó la lisiada. No sabe decir otra cosa. Mejor sería que se muriera de una vez. Me incliné hacia la muchacha. ¿Dónde te duele? ¡Por favor!, susurró. ¡Ayúdenme! No era una queja. No era una súplica. Era como una plegaria, surgida de lo más profundo de su ser, que sin duda ni siquiera me estaba dirigida. Yo permanecía allí, con los brazos cruzados, azorado, completamente entregado a aquella mirada y aquella voz que me aprisionaban. ¡Ayúdenme! ¡Por favor!

Fue una de las mujeres con toca quien vino a liberarme. No sabían nada de la joven tísica, ni tan siquiera su nombre. La habían encontrado al abrigo de un portal, ocho o diez dias atrás, ya moribunda, pero tardaba en morir. Corrí a la Puerta Nueva para traer conmigo a Avensole, quien se hallaba frente a sus retortas, consagrado a lo que consideraba su actividad más importante: la destilación. No logré que me acompañase, pero me dio un electuario emoliente que yo llevé apresuradamente a la casa hospitalaria. Tuve que levantar la cabeza de la muchachita para hacerla beber. Tenía una larga cabellera negra y pringosa. Su mirada no me abandonó un solo instante, En cuanto acabó de beber, tomó mi mano y la besó. Gracias, susurró. Gracias.

Aquella noche me visitaron extrañas fantasmagorías. Me vi llevando en mis brazos a la muchacha tísica ante el Dios Eterno para pedirle cuentas. En contra de lo que yo temía, aquel acercamiento no provocaba su cólera. Estaba manejando sus retortas, dónde se destilaba la suerte del mundo. Allí, la noción de ser humano comenzaba con la especie. ¿Por qué el Dios Eterno había de preocuparse de aquel soplo de nada que era el individuo? Prodigiosos destinos se barajaban en la tierra. Yo, que soy el Señor, ¿qué he de hacer con una muchacha sin nombre cuando mi pueblo está amenazado de extinción? En las casas buenas, Señor, el más mínimo grano de sal se sopesa y coloca en su sitio. Una muchacha sin nombre, una muchacha enferma. Cúrala, Señor. Cúrala, y yo me encargaré del resto. Yo la cuidaré. Yo la purificaré. Yo le daré un nombre, el mío, y juntos cantaremos la gloria de tu nombre. Cúrala por mí, Señor. No podré vivir en paz sin ella. ¿Quién eres tú, tú que no has venido al mundo más que para las bajezas de la vida? ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí? ¿Te habrías erigido profeta sin haber recibido de mí tal misión? ¿Acaso me tomas por Claudio Galeno, a quien ves como mi semejante y quien por cuarenta sestercios curaba a cualquiera de cualquier cosa? Yo soy el Señor inimaginable, el Eterno de los ejércitos de Israel que ya no tiene ejército, el Maestro de los cielos y la tierra confundidos y separados, y estoy harto de vuestras súplicas y sacrificios, de vuestros requerimientos; ya no puedo soportar tanto fastidio y me tapo los ojos y los oídos, porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni mis caminos son vuestros caminos. Pero mi salvación está presta a llegar. Y mi justicia presta a ser revelada. ¡Vuelve a tus asuntos y guárdate de importunar los míos!

Me desperté sudoroso, con el cuerpo cansado y el alma confusa. ¿Iba yo a mi vez a caer enfermo? El invierno era rudo; tenía que romper el hielo para obtener agua, salir brioso a la calle al amanecer para ir allí adonde se me esperaba. ¿Era por el efecto de los electuarios o por la intercesión de mi fervor? La joven tísica pareció recobrarse. Comenzaba a alimentarse, muy poco, pero se alimentaba; antes había rehusado cualquier tipo de alimento. Le pusieron ropa limpia, le lavaron y peinaron el cabello, recibió una camisa decente. El interés que yo le demostraba la estimulaba, pero estimulaba aún más el celo de las que la cuidaban. Cada día le hacía beber el remedio preparado por Avensole y su respiración se hacía menos intensa; la fiebre experimentaba un ligero retroceso; en alguna parte de la enferma la vida intentaba reanudarse. Y cada día, tras beber la poción, la muchachita se aferraba con más viveza a mi mano para besarla, antes incluso de que yo esbozara un gesto de retracción. ¡Gracias! ¡Oh, gracias!

¿De dónde había salido aquel nombre de Mariam que aún permanece en mi memoria? Más bien de mi invención que de su boca. Estaba a tal punto separada de la palabra que la creí sorda u originaria de alguna comarca lejana. Pero comprendía muy bien el español y el árabe; era debido a su gran miedo que su lenguaje no hallaba una salida. Entonces, yo le hablaba de Córdoba y sus esplendores, de la ciudad dispuesta como una gran mano sobre el campo por donde corrían las venas de agua clara, de la limosa orilla de] Guadalquivir que ondulaba bajo la presión de los vientos de tierra y mar, y de la casa de mi padre adonde había decidido llevarla a ella, a Mariam, cuando hubiera recobrado la salud, para que viviese entre nosotros como una más de la familia, y de Elisea que le enseñaría muchas cosas de interés, y de David, mi querido hermano que se transformaría para ella en un hermano. La muchachita me escuchaba con sus ojos cuyas pupilas parecían ser pozos sin fondo.

Y una mañana… A decir verdad sólo me sentí sorprendido a medias. Aún hoy, transcurridos más de cincuenta años, se me anuda la garganta cuando lo recuerdo. Había esperado contra toda esperanza. Me había creído digno de una particular mansedumbre por parte de la providencia y, por qué no confesarlo, de un milagro. Así, pues, una mañana encontré su lecho vacío. La mujer tullida de ambas piernas me dijo que Mariam había muerto en el transcurso de la noche sin haber experimentado sufrimiento alguno.

Me cuesta llegar al final de mi confesión. Pero es preciso. Mariam reapareció dos días más tarde bajo forma de bulto en el sótano de Avensole. El sobrecogimiento que experimenté se debía tan sólo a una semisorpresa: podía haberme imaginado el camino que tomaría aquel cuerpo que nadie reclamaría. En la organización de mi maestro, aquel robo de cadáver era una especie de rutina. Cuando destaparon el bulto, Avensole expresó su alegría de que fuera una mujer. Se proponía verificar si estaba provista de dos matrices, tal como Galeno lo había escrito, una por ovario, lo que era conforme a la lógica de la naturaleza y que una experiencia precedente no había confirmado. Fue tan sólo al percibir mi estado de emoción que Avensole estableció la relación entre los electuarios y la muerta. Se mostró muy comprensivo. Puedes marcharte, dijo. Trabajaré solo. Creí que el mundo zozobraba. Ausente o presente, sólo podía abogar por mí mismo. Inocente o culpable, era mi destino el que se iba a juzgar en adelante. La aflicción me embargaba; pero no era una aflicción ordinaria, de las que únicamente resplandecen para ir apagándose, sino que por el contrario era una aflicción minúscula, destinada a engrandecerse con el tiempo hasta convertirse en una compañera inseparable.

Mariam estaba ausente de aquel gracioso cuerpo que ni la vida ni la muerte habían corrompido. Su mirada ya no estaba allí; sus hinchados labios tampoco. ¿Para qué y a quién serviría mi huida? No, maestro, dije con una voz estentórea que resonó en las piedras de la bóveda. Me quedo con usted. Pensaba: con ella. Yo mismo quería llevar el hierro en mis ilusiones. Avensole tuvo la atención de colocar una tela sobre el rostro de la muerta. Poco a poco, una gran calma se instaló en mi ser. Tras haberme humillado mucho tiempo ante la majestad de la ciencia, descubría su nulidad. La naturaleza no respetaba sus leyes. Una vez más había mala hechura. Aquel cuerpo no ocultaba más que una matriz, en adelante tan inútil como si hubiera sido doble y conforme a la observación de Galeno.