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Tuve que caminar durante casi un mes por senderos de campo y montaña, a través de campiñas y bosques, hasta llegar a Toledo. Ninguna frontera delimitaba la España musulmana de la España cristiana, salvo el profundo vacío de un paisaje del que la actividad humana se había retirado. A veces transcurrían muchos días en la más absoluta soledad, sin que apareciese en el horizonte un solo pueblo; únicamente casas arruinadas y abandonadas y el oneroso silencio de los cementerios. Por aquí y por allí emergían casas de entre los escombros; la gente se ocultaba y soltaba los perros. Excepto en huertos vírgenes, resguardo más seguro que las paredes sin techo, me fue muy difícil hallar alimentos.

Una vez me crucé con una caravana de jinetes árabes; uno de ellos me dio un pan y me prometió hacerle una visita a Elisea. Otra vez, un campesino se dejó sorprender y me albergó dos noches. Desde hacía cuatro siglos Oriente y Occidente se enfrentaban en aquella tierra de fuego, abandonada a la desolación. Se exterminaban entre sí en breves accesos impotentes y sin concederse la más mínima ventaja. Sobre todos los promontorios lejanos se erguían sin orden las atalayas: si eran cuadradas, de ladrillos rosa y almenas en su corona, recibían el nombre de ribats y eran árabes; si eran redondas, de piedras azuladas y llenas de aspilleras, se llamaban castillos y eran españolas. Había algunas muy próximas entre sí, situadas en lomas separadas por una estrecha hondonada que no sobrepasaba los setenta metros, y semejaban dos gallos en espera de abalanzarse uno sobre otro, imán contra obispo, duque contra emir; pero tan sólo vi unas zarzas y unas moscas que revoloteaban cerca de los portones abiertos.

Si un Dios único ha hecho el mundo, ¡con qué rabia lo ha deshecho luego, y sin destruirlo completamente! ¡Qué agobiante e irrespirable es ver un pueblo muerto, un campo abandonado y sin cultivo, el esqueleto de un caballo asediado por las rapaces o un oquedal calcinado! ¿Es que acaso esto no clama al cielo? Si Dios sabe, ¿es Dios? Y si no sabe, ¿lo es? Ibn-Roschd hablaba de impostura y yo temblaba sólo de oírlo. En el camino de Toledo me estremecía sólo de ver. Cuando no podía más a causa del descorazonamiento y la tristeza, me dejaba caer al pie de un árbol apartado del camino y leía a Ibn-Sina. Me sabía casi todo el Canon de memoria. Si en este mundo se podía hacer algo por nosotros, era esto: acarrear sobre sí una parte del sufrimiento y combatirlo. Tal es la única guerra que hubiera tenido un sentido,

Una mañana me apresuré hacia un torrente para beber, me caí y me torcí un tobillo. Permanecí allí varias horas sin poderme mover. Hacia el atardecer oí unas voces en el bosque: eran dos capuchinos que buscaban champiñones. Me llevaron hasta Calatrava, afortunadamente cercana. La fortaleza cambiaba a menudo de amo; desde hacía un año o dos era española, y una orden de monjes-soldados ocupaba la alcazaba erigida por los árabes. Quisieron saber si yo era un refugiado. Aseguré con orgullo que no lo era. Por razones evidentes, todo lo que procedía del sur era sospechoso. Si hubiese dicho que era refugiado, de entrada no habría habido problema alguno. Aun como estratagema me repugnaba conferirme un estado que no me correspondía.

Entre los monjes había varios convertidos y entre ellos uno que se hacía llamar padre Salomón Kadhafi, de origen andaluz. El nombre de mi padre le era conocido, y en cierto modo se responsabilizó de mí. Me trataron bien y permanecí varios días en el monasterio, el tiempo necesario para recuperarme de mi caída. El padre Kadhafi me curó el tobillo con ayuda de una embrocación cuyo secreto, decía, se lo había confiado un chino. El efecto sobre la hinchazón y el dolor fue tan rápido que insistí para conocer la composición del remedio. El padre se hizo mucho de rogar pero al final cedió: se trataba de una decocción de flores y hojas de adormidera, evaporada a fuego lento y recuperada en aceite de ajonjolí. A esta receta le debo algunos de mis más espectaculares éxitos sobre los esguinces.

El padre me proporcionó además muchas otras informaciones. En primer lugar, sobre su conversión. Tenía la íntima convicción de que el Dios de Israel había dejado de amar a su pueblo. La alianza se había concluido en un sentido único; el tiempo y los acontecimientos la vaciaban de su substancia. ¿Por qué obstinarse frente a tantas pruebas de abandono? Ser torturado en el potro no era nada; no conocer jamás el reposo no era nada; exponer el cuello al sacrificio no era nada. Ya no había lugar para la esperanza en el mundo. Él, Salomón Kadhafi, no había podido soportar por más tiempo alimentarse de parábolas que sólo tenían el mérito de ocultarle la realidad. La realidad era que Dios aún dudaba con respecto a hacer una elección entre sus dos grandes fieles, pero numerosas señales conducían a la creencia de que la decisión era inminente. Tanto en el este como en el oeste la cruz parecía ganar posiciones frente a la media luna. En cuanto a la estrella, ya no era más que un consumido pábilo a punto de extinguirse.

A él, al padre, nadie le había empujado a la conversión, sino su certitud de que un profundo cambio se estaba operando en la historia. El rey de Castilla, Fernando, el tercero de ese nombre, era un príncipe generoso y tolerante. Los judíos eran bien recibidos en Toledo. Su artesanado y su comercio contribuían a la fortuna del reino. Algunos ocupaban cargos importantes en la administración y el ejército, y uno de los íntimos del rey, ministro del tesoro, no era otro que Juda Ibn-Ezra, sobrino de Moisés Ibn-Ezra que enseñaba filosofía en Córdoba. En cuanto a él, Salomón Kadhafi, había recibido la orden de favorecer la transferencia de los refugiados hacia Toledo. La Judería contaba unas doce mil almas y su crecimiento era un deseo del monarca. Los cristianos tienen buenos sentimientos, decía el padre. Tarde o temprano todos reconocerán dónde está la verdad. ¿No quiere usted decir interés?, pregunté. ¿Interés? ¿Verdad? Es lo mismo, replicó Kadhafi con sequedad. Lo importante es servir a Dios, ya se le hable en hebreo, árabe o latín. No hay duda de que el latín es lo que comprende mejor. Seria un pecado hablarle en una lengua que ha dejado de comprender. ¡Amén!

Cuando estuve a punto de marcharme hacia el norte, el padre me regaló un frasco de su embrocación y me dio una bolsa llena de víveres y varias recomendaciones para personas eminentes de Toledo. Ve, hijo mío, me dijo besándome. El porvenir le pertenece a la España cristiana. Los moros regresarán al desierto de donde nunca debieran haber salido. El Señor extenderá sobre ellos su severa mano y les levantará grandes juicios. En su nombre y con su ayuda los príncipes cristianos purificarán la península, y nosotros les despojaremos de sus riquezas y de su vida para castigarles por su implacable voluntad. Córdoba será también española, y Granada, y toda Andalucía. Piensa, hijo mío, donde está tu lugar. Ama a Dios y Dios te amará.

El padre me acompañó por el camino que serpenteaba fuera de la fortaleza. Había sido muy bueno conmigo. Debía decirle lo que pensaba. ¿Mi lugar? Está en la tierra que produce frutos y grano, entre los hombres hechos como yo. No sé si la alianza está rota como usted dice, pero sé que jamás aceptaré remplazaría por un trato. Si amo a Dios es para amarlo, no para negociar su amor; y si Dios me ama, Él, que es todo amor, es que también tiene necesidad de mi amor. Ya ve, padre, y creo que todos o casi todos estamos en el mismo caso, no me han enseñado a amar a Dios. Me han enseñado a temerle. Mi infancia ha sido un largo camino hacia el miedo. Comenzó con mi padre, guardián inflexible de nuestra ley, y prosiguió con los libros, todos ellos repletos de amonestaciones, puestas en guardia y amenazas. El cielo no era sino truenos y rayos. Intente recordar, se lo ruego, lo que esto puede pesar en el corazón de un niño. Uno no muere a causa de ello, de acuerdo; hay otras ocasiones de morir. Pero uno sale, o quebrantado o pérfido, o cordero o lobo. Y he aquí que la suerte me ha concedido el gran favor de preservarme a izquierda y derecha, gracias a lo cual me he eximido del temor. Ése que ruge y se venga, ése que esparce el sufrimiento y la injusticia, ése que desampara y abandona, ése no es mi Dios. Lo he puesto a prueba y ha estallado. Ha estallado aquí, en mi pecho, y he dejado caer los pedazos en mi camino. Y ése que ha hecho las esferas y la luna, y las criaturas que arraigan y se mueven bajo la luna, ése que podría ser mi Dios en la paz y la justicia, a ése aún no he aprendido a amarlo de todo corazón. Estoy entre dos aguas, fuera ya del miedo pero no aún dentro del amor. En estos momentos me siento libre. Voy a Toledo, pero mi alma, ¿a dónde va? Tres vías se le ofrecen: permanecer libre, sumergirse de nuevo en el temor y evadirse en el amor. Ignoro, ignoro verdaderamente, padre, cuál será su elección. Si tuviera un consejo que darle le recomendaría que permaneciese libre. Sólo en la libertad puedo pretender respetar mi persona; sin ella no seria sino un objeto manipulado o un esclavo envilecido. No, padre, no deseo en absoluto otro lugar distinto del que me ha sido dado por mi estado, aunque fuera mil veces más ventajoso; de ningún modo quiero amar a Dios a cambio de su amor. La alianza establecida entre el pueblo de Israel y el Creador de todas las cosas no puede romperse; si uno de ambos contratantes es eterno, ello significa que el compromiso se ha establecido para la eternidad; como en una relación matemática: cuando uno de los términos tiene un valor de infinito, toda la relación cobra valor de infinito. Quizás nuestra estrella no es más que un pábilo que vacila a punto de consumirse, pero si la pequeña llama se extingue en un corazón, en otro vuelve a alumbrarse. ¿Hasta cuándo? Hasta que la libertad se recobre. Hasta que la paz se haga, aunque la libertad y la paz sólo nos sobrevengan un breve momento: nuestro instante de eternidad, Esto es, padre, lo que quería responderle. ¿La cruz? ¿La media luna? Hoy amiga, mañana verdugo. Imperios se hacen y deshacen. Orgullo de unos, cólera de otros, peste, hambre y terremotos, Israel en migajas fustigadas por los vientos de la Historia, nuestro reino aniquilado y molido en polvo pisoteado por los pies de los gigantes, y en medio de las tormentas nuestra alianza intacta, sin fragmentar entre los que llevan su carga, entera como el átomo de oro que contiene todo el oro, como la gota de agua que califica todo el agua.

Acabábamos de llegar al pie del cerro. El camino se adentraba en un bosque. El padre Salomón Kadhafi me abrazó por última vez. No sé si dices la verdad, hijo. Pero dices bien. Que la paz te acompañe.

Numerosas jornadas de marcha me separaban aún de Toledo. A medida que avanzaba, el paisaje se iba repoblando. Por aquí, por allí, aglomeraciones de copos de lana consumían lentamente la hierba rala en la vertiente de las colinas. Desconfiaba de los pueblos blancos que se estrechaban alrededor de un campanario, colgados como casquetes sobre las cimas: a veces acontecía que los viajeros eran allí lapidados o desgarrados por los perros. Los abrigos aislados se hacían cada vez más raros, las noches más frías, y viví largas horas de lluvia en los linderos de La Mancha, donde, según palabras del padre, no llovía nunca.

Sin embargo, seguía avanzando, pero no en solitario como lo había deseado y temido. Si hubiese estado menos seguro de la lucidez de mi espíritu, habría tomado por una visión profética la cohorte de ancianos que se agolpaba tras mil huellas, fardos de vapor translúcido de antepasados cubiertos con mantones bordados de oro y plata, agitándose y purgando sus culpas con golpecitos nerviosos en el pecho, con la oración musitada entrecortadamente a flor de labios. Todos se hallaban allí, desde el rabino Hanasi, que llevaba alegremente sus mil años de edad, hasta mi padre, que cerraba la fila. ¿Cómo podía dudar de la realidad de aquella escolta que flotaba a mis espaldas como si de un navío a la deriva se tratase?, me lastraba y me imprimía un sentido. Creerás, espero, que ninguna vanidad me anima a considerar esta genealogía ininterrumpida después de tantos siglos. No hay nada que se suponga en su continuidad; nuestra visceral memoria lo garantiza. Mi abuelo poseía un fragmento del rollo procedente de la misma mano del rabino Hanasi, que fue príncipe de Galilea bajo el mandato de Adriano; este manuscrito se perdió con motivo de la penetración berebere. Y aun cuando el hilo de carne tuviera nudos, en el vínculo del espíritu no hay hiato.

El joven que, solitario, sigue el camino que conduce a Toledo, es todo el pueblo de Israel que, retenido por el peso de su mensaje, se dirige a su tierra de origen: era lo que murmuraban los ancianos que se deshilachaban en ventosidades de bruma a mis espaldas. Ya no se trataba de Dios; se trataba de nosotros, de ese interminable quebradero de cabeza para introducir un orden justo en los asuntos de los hombres, de ese fervor que lleva a creer que al final de todos los pecados la felicidad se abrirá para acogernos. La larga historia y sus dolores no podían hacer nada para evitarlo. La experiencia sensible tampoco. Como el poso en el fondo de los pozos, la locura de la esperanza depositaba sus estratos en el fondo de nuestras almas, y la mía ya había recibido su dosis de sedimento. Yo no esperaba del mismo modo que los ancianos; sin embargo, esperaba las mismas realizaciones. Mi fe no era idéntica a la suya, pero no por eso era menor.

¿Le había dicho al padre Kadhafi que me sentía libre? ¡Qué opinión tan desprovista de auténtico fundamento! Yo pertenecía a los ancianos, a Israel, al Libro. Era su emanación y, durante lo que llevaba recorrido de mi existencia, su portapensamiento, su portavoz e incluso, en el mejor de los casos, su abanderado. Del mismo modo que no podía sustraerme a las determinaciones de mi carne, así tampoco podía ni podría sustraerme a las determinaciones de mi espíritu. A través de la sombría mirada de mi padre, los ancianos me amonestaban a causa de mi desliz en lo que ellos consideraban una perversión. Yo no seguía el camino indicado: tenían razón; ellos condenaban lo que rehusaban conocer, pero se equivocaban. No había que oscilar entre materia y forma, entre cuerpo y espíritu, entre ciencia profana y ciencia bíblica; había que intentar extraer de ello lo que tenía de común e indiscutible: el hombre presente en un mundo real conociéndose ambos.

Fue la piedra de luna que recogí en mi camino.