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Ibn-Roschd no pareció sorprenderse en absoluto cuando le di a conocer mi partida. Aun a pesar de la diferencia de edad y condición, nuestras relaciones se habían estabilizado muy de prisa en un clima de confianza y amistad. Viéndonos deambular juntos nadie hubiera sospechado nuestros respectivos estatutos de maestro y alumno. Yo había crecido mucho en el curso del último año. Le llevaba media cabeza a mi padre y casi alcanzaba la talla de Ibn-Roschd, que superaba en bastante la media de los cordobeses. Sin fanfarronería, podía reconocer que mis progresos en las ciencias habían avanzado tan rápidamente que mis opiniones prevalecían a veces en nuestros coloquios. Nunca mostraba el más mínimo despecho cuando mi tesis se demostraba más cierta que la suya; al contrario: si ello sucedía expresaba una satisfacción que no emanaba tan sólo de su cortesía, sino que era algo así como si yo le honrase por haber retenido el Almagesto[18] mejor que él.

Cuando me alababa en presencia de los estudiantes que le rodeaban yo nunca estaba seguro de poder descubrir con exactitud cuánta ironía había en sus palabras y cuánta franqueza. Era un hombre impenetrable. Formalista en extremo, y de una elegancia un poco altanera, podía significar cualquier cosa que tuviera altura y elegancia, pero cuyo sentido permanecía después del todo indiferente. La palabra ya no tenía más consistencia que una duna sobre el arenal deformado por los vientos.

A cambio de la ayuda que me aportaba me había pedido que le enseñase la ciencia talmúdica, por la que se mostró muy curioso; de este modo el maestro se convertía en alumno y el alumno en maestro, hecho que en cierto modo igualaba nuestras relaciones y mediante el cual es probable que tan sólo intentara dispensarme de mi gratitud. Ya fuera uno u otro el sentido de su conducta, un apasionado fervor me empujaba hacia él. A veces, cuando yo me creía desamparado, me mostraba suspicaz. Hubiera querido que me tuviera en cuenta tanto como yo le tenía en cuenta a él; y era entonces cuando una palabra de humor o la presión de su mano sobre mi hombro me remitían de nuevo a mi sitio, es decir, al del joven de catorce años frente al hombre de veintitrés.

Estaba escribiendo una disertación sobre la física de Aristóteles, lo que situaba su prestigio fuera de dudas; pero hablaba de su trabajo con humildad y discreción, como alguien que no está completamente seguro de su obra, hecho que a pesar de todo lo hacía inaccesible. Así como mi carácter me llevaba a comportamientos mutantes, todo él, por su parte, se desplegaba en matices. Hubiera sido difícil reunir dos seres más diferentes que nosotros; y, sin embargo, nos parecíamos. Éramos, puedo decirlo, él un musulmán herético, y yo un judío respetuoso acosado por la duda; así, pues, de la misma especie. Yo le llamaba maestro; él, hermano; y es que verdaderamente había maestría y fraternidad de espíritu entre ambos. Un no sé qué de reflexión me llevaba a aparentar más edad, mientras que la despreocupación y una cierta preciosidad rejuvenecían a Ibn-Roschd.

De lejos podíamos pasar por gemelos; de cerca podíamos sentirnos iguales. Él ya había viajado por España. ¿Por qué había de sorprenderse de mi proyecto?

No olvides ir a Toledo, me dijo. Conozco allí a un alumno de Ibn-Ferrizuel que diseca cadáveres a escondidas. Seguramente lo que hace te interesará. Incluso podrás serle útil con el uso de la lancetada que has aprendido en la carnicería de tu tío. El tratado de anatomía de Galeno está plagado de errores. Todo ha de estudiarse de nuevo, todo ha de redescubrirse. Y mientras me hablaba supe que me iría derecho a Toledo y que permanecería allí el tiempo que fuera preciso. Ibn-Roschd también pensaba ir a Toledo a mediados de invierno. De este modo nos encontraríamos de nuevo allí. No permitas que los placeres te distraigan, me dijo aún. La inteligencia es como la arcilla; hay que modelarla hasta desfallecer, si quieres que el recipiente sea perfecto. No olvides que la vía que has elegido es larga y difícil, y también peligrosa. Dos potencias gobiernan el mundo: la que da la fuerza y la que da el espíritu. Jamás se aliarán. Entre ellas se ha establecido una lucha a muerte. Tal vez deberás pagar un alto precio por haber elegido tu campo. Cuando la tierra se halle poblada de sabios, habremos vencido; no antes. Sé prudente, hermano. No muestres al primero que encuentres ni tu bolsa ni tu ciencia. Y no dejes de aprender. La vida del hombre apenas basta para ello.

Deambulábamos con pasos mesurados alrededor de la fuente. Los naranjos estaban llenos de frutos ya maduros. Por la puerta de las Palmas, el debilitamiento progresivo de la luz impregnaba el bosque de columnitas, mientras el encaje de las arquerías que se dispersaban en perspectivas infinitas ofrecía a la vista uno de los más hermosos ensamblajes del mundo. El viento de la noche había despejado el cielo. Las golondrinas brincaban como pelotas. ¡Qué agradable resultaba vivir aquel atardecer cordobés en un momento de serenidad, cuando dos amigos detenían el tiempo! ¿Cuándo te marchas?, me preguntó Ibn-Roschd. Mañana, a primera hora, respondí. Se inclinó cruzando las manos sobre sus labios. Feliz marcha, hermano. Que la paz sea contigo. Que la paz sea contigo, maestro. Hasta pronto, espero.