Marcharme. Era preciso que lo hiciera pronto, sin compromiso, decididamente. Sabes que no he cesado de combatir la astrología, especulación bastarda que sólo interesa a los tontos. Pero debo reconocer a los nacidos en primavera esa impetuosidad a veces irreflexiva que conduce a los extremos y que constituye el fondo de mi carácter. Mi determinación no se abría en proyecto alguno; se cerraba por completo en un rechazo. Tenía que romper mis ataduras, y tanto peor si Córdoba estaba incluida en tal ruptura. ¿A dónde iría, qué haría? No tenía la más mínima idea, pero no era importante. Lo único que contaba era marcharme.
Aún no había amanecido cuando desperté. Comprendí la necesidad de llevarme conmigo algunos efectos: un abrigo, pues el otoño se adelantaba; tal vez una manta; ciertamente un cuchillo; mi mantón y mis filacterias, y el libro de Ibn-Sina que Yehuda Haleví me había prestado.
Mientras andaba a tientas para localizar los objetos y hacerme un hatillo, apareció un pábilo en el umbral de mi habitación, y unas sombras se dibujaron en la pared. Con pasos quedos, Elisea avanzó en mi dirección. La mecha carboneaba y amenazaba separarse de la llama, tal era la agitación de la mano que las llevaba. Ya tenía el hatillo presto y estaba anudándolo. Me detuve: temía que la jorobada comenzase a gritar. ¡Cállate!, le supliqué silenciosamente cuando estuvo lo bastante cerca. El amarillento rostro de Elisea aparecía congestionado y plagado de tics. ¿Te vas?, me preguntó con un hilo de voz. Reconfortado por su complicidad, asentí. ¿Y a dónde te vas? Esbocé un gesto vago para significar que el mundo era grande. ¿Volverás? Aún no me lo había planteado. Sin duda. ¿Cuándo? Un día, pronto, tal vez. Elisea dejó el pábilo sobre la mesa. Ve a abrazar a tu hermano, dijo. No lo despiertes. Míralo tan sólo. Y si puedes, bésalo.
Abrió la puerta sin hacer ruido, tomó de nuevo el pábilo y me precedió. Comprendí demasiado tarde que la jorobada me tendía una trampa. Con la boca abierta y los labios hinchados, la rizada cabeza de mi hermano centelleaba con el vacilante resplandor. Sentí un nudo en la garganta y los ojos se me empaparon de lágrimas. El pequeño rey David. Demasiado ocupado conmigo mismo, lo había olvidado. Sus largas pestañas le sombreaban las mejillas y el sueño le confería un aire de desvergüenza que nunca había visto en él. Dormía como todos los niños, boca arriba, y había apartado involuntariamente su manta, dejando ver cómo su camisa se entreabría regularmente ante el empuje de su sincronizada respiración. Unas gotas de sudor brillaban en su rostro. ¿Seis, siete años? No lo sabía bien. Hacía ya algunos años que iba al colegio, al del maestro de la varilla que golpeaba sin piedad.
Elisea abrochó los botones que descubrían su desnudo pecho. ¡Bésalo!, me susurró. No podía; si hubiera abrazado a mi hermano, no me habría marchado. Un ronquido fluido como el gorgoteo profundo de una fuente emergía de la habitación colindante, cuya puerta se hallaba entreabierta. ¡Pobre David! Entre aquel padre demasiado viejo y aquella jorobada infantil, ¿quién podría ayudarle a encontrar su camino, sino yo, su hermano mayor, a quien la suerte había ayudado? Con la misma brutalidad con que había decidido marcharme inmediatamente, me pareció evidente que sería necesario que regresase muy pronto. No tenía derecho a arrancar aquel vínculo, por muy ligero que fuese el nudo que lo retenía.
¡Bésalo, te digo!, me susurró de nuevo Elisea, acompañando su orden con un golpe. Tozudo, me negué con la cabeza. La astucia era demasiado evidente para engañarme. No estaré ausente mucho tiempo, pensé; algunos meses; un año como máximo. Y aquel que volverá no será igual a éste que ahora se va: una rama arrancada del tronco y flotando entre dos aguas; habré desarrollado mis raíces. Avancé la mano y mesé uno de los revueltos bucles que se amontonaban en la frente de mi hermano. Hasta pronto, David. Intentaré recordar a menudo que quizás me necesitas. Permanecer allí más tiempo se me hacía irresistible. Salí de la habitación.
Elisea me siguió con pasos apresurados. En el patio me tomó del brazo. Hay agua calentándose, dijo. Voy a hacerte un té; por lo menos no te irás de aquí con el estómago vacío. Y además, ¿por qué tanta prisa? Espera a que sea de día. Llevo adheridas en mi piel las bajezas de la vida, dije levantando el tono de voz. No necesito nada, gracias. Elisea se llevó la mano a la frente como si una repentina inspiración se hubiera apoderado de ella. ¿Y dinero, tienes? Mi silencio valía una respuesta. ¿Necesitarás un poco, no? ¡Espera, no te muevas! ¡Sobre todo no te muevas! ¿Me lo prometes? Desapareció y llegó al cabo de un momento, jadeante, agitando una bolsita de cuero que me anudó por la fuerza alrededor del cuello, mientras yo me ajustaba el hatillo al hombro. No hay mucho, me dijo. ¿Y noticias? ¿Me las harás llegar? Júrame que sabré de ti. Para mí, lo más difícil ya había pasado. Sólo me restaba dar el primer paso. ¿Cómo quieres que te haga llegar noticias, Elisea? No sabes leer. Aún se agarraba a mi nuca. Hay mucha gente que va y viene. Si encuentras a alguien que vaya a pasar por Córdoba, dale noticias. ¿Me lo juras? Te lo juro, contesté. Tuve que desanudar sus dedos de araña para liberarme. Al cruzar precipitadamente el sombrío pasillo mi pie tropezó de nuevo con la baldosa oscilante. Era la segunda señal que mi casa me hacía para recordarme mis deberes. Un niño y una baldosa. Eran suficientes como para hacerme sentir ya remordimientos.
La noche era tan densa que no se veía a dos pasos. Ha transcurrido medio siglo y muchos acontecimientos importantes, pero aún me parece oír latir el corazón de ese joven que anda a tientas a través de la calle negra y desierta. Tortúralo: no confesará que tiene miedo; y sin embargo, el miedo está en él, tan grande como ese ir a lo desconocido que a pesar de todo lo arrastra voluptuosamente. Miedo a que la casa se pusiera en marcha detrás de mí para recuperarme, a que la ciudad colocase inmediatamente barreras para impedirme el paso, a que el desierto a cruzar fuese demasiado vasto y la libertad a conquistar demasiado prohibida, a que aquella huida desembocase en un fracaso que contuviera el fracaso de mi existencia. Miedo sin razón, y sin materia, pero frío y lúcido; un miedo que parecía querer romperse y romperme consigo, entre un rechazo y una llamada.
Ningún resplandor, ninguna voz vino en mi ayuda. El paso que daba no recompensaba el paso que acababa de dar; y sin embargo, sí lo recompensaba: gracias a la memoria de mis piernas iba a encontrarme en el camino que llevaba a la carnicería de mi tío, y comprendí al instante que no podía marcharme de Córdoba sin haber hablado antes con Joad. Y con Ibn-Roschd. Sin tener ninguna explicación que darles, ni ayuda que pedirles, estaba seguro de que me comprenderían y ayudarían. De este modo me concedía un respiro que quizás me permitiera calmar la locura de mi escapada.
A mi derecha, el agua del río chapaleaba contra las cavidades de la orilla, y el viento soplaba bajo en las zarzas. Ni una sola estrella en el cielo. Arrastraba los pies para no tropezar con algún obstáculo que me hiciera caer. Delante de mí unos ruidos confusos y continuados agitaban a veces la hierba: una rata o una culebra a las que mi proximidad molestaba. Aquella orilla, tan agradable y animada durante el día, ahora era siniestra. El camino me pareció tan largo que por un momento creí haberme equivocado y haber sobrepasado mi meta. Fue gracias a su peculiar olor que al fin reconocí el patio de la carnicería. El portal estaba cerrado, pero había un agujero en la pared y por él me introduje. Los perros se me abalanzaron como latigazos, me reconocieron a tiempo y me escoltaron agitando sus colas. No tenía la más mínima idea de la hora que debía ser. Sólo había un cerrojo que impedía la entrada en el redil. Tras correrlo, entré; el calor y el olor eran agobiantes y me removieron el estómago. Encontré un rincón donde la paja estaba seca. Apoyando la cabeza en mi hatillo volví a dormirme.