En la orilla izquierda del río, en la perspectiva del puente romano, en la cima de un cerro, se levantaba un grupo de tres molinos de viento. El mayor servía para triturar las olivas; el pequeño para moler el grano; el mediano para prensar el mosto pisoteado. El propietario de tal industria era un bereber obeso que también alquilaba caballos de silla y de tiro. Como frecuentemente los carreteros discutían en las puertas de los molinos, cosa que a menudo degeneraba en peleas, el malicioso harinero se había adjudicado la explotación de un serrallo público situado junto al cerro, donde los hombres se solazaban esperando su turno.
Otros establecimientos similares florecían en la ciudad. Pero éste que acabo de mencionarte era el más reputado por varias circunstancias concordantes. La temporada de las carretas duraba el mismo tiempo que la de las mieses y cosechas. Cuando las aspas de los molinos dejaban de girar, la juventud dorada de Córdoba iba allí a pasear de grado. El bereber renovaba entonces a sus trabajadoras y hacía que un médico que controlaba la higiene con un rigor sin flaqueza las visitase a diario. El aguapié de los carreteros era sustituido por vino de primera calidad; sedas y terciopelos cubrían los lechos, de lana recientemente cardada. Durante ocho meses a lo largo del año el serrallo de los molinos se convertía en un anejo de la universidad. No había un solo doctor que no pasase por allí de modo intermitente o seguido. Ibn-Roschd no ocultaba que lo frecuentaba con asiduidad.
Sabes que nuestras Escrituras no son parcas en consejos en lo que concierne a esta cuestión, y que nuestros sabios señalan con dedo vengador al indigno que allí se complace. Incluso yo mismo he escrito mucho acerca de ese vil ejercicio, y notablemente un tratado completo sobre el uso del sexo a petición del sultán Al-Afdal. Ese libro está considerado como una obra maestra del género; y sin embargo no deposité en él toda mi ciencia. Lo menos que puedo reconocer es que mi obra no ha aclarado la confusión. Observo, lamentándolo, que mi opinión hace las veces de veleta, girando ahora por aquí, ahora por allí, a voluntad de los vientos. Como nuestros doctores opino que es degradante, despreciable y abyecto pensar, hablar, y entregarse a ello; paralelamente debo rendirme a la evidencia de que muchísima gente, si no la mayoría, poseen el gusto y el arte de soñar y divagar sobre la cuestión, llegando incluso a sublimar su abandono.
No olvido en absoluto a Ibn-Roschd, quien como Aristóteles declaraba que ese sentido constituye nuestra mayor vergüenza, y añadía que sentía un placer infinito considerándose un hombre desvergonzado. ¿Paradoja de librepensador? Por aquella época yo era un joven desvergonzado, pero no experimentaba placer por ello. Como el vino nuevo en las viejas botas, mi savia hervía en mi carne endurecida. Dolorosos furúnculos me horadaban la piel. Tuve pesadillas cuyos temas me procuraban, aún despierto y despejado, escalofríos. Elisea lo había dicho: sin más tardar, pero sin más tardar para qué: ¿La salvación o la condenación? Yo leía en los escritos de nuestros sabios: Si te sientes excitado a causa de la concupiscencia y ello te hace sufrir, corre a la casa de estudios, entrégate a la lectura y la meditación, interrógate y déjate interrogar y, sin duda alguna, tu sufrimiento desaparecerá; y así lo hacía, y el sufrimiento no desaparecía. En otro lugar leía: Si te topas con el deseo, no huyas de él; hazle frente: si es de hierro se fundirá; si es de piedra se quebrantará; y me enfrentaba plenamente a él, pero ni se fundía ni se quebrantaba.
¿Había que sospechar que nuestros sabios no eran tan sabios, o bien acusarme de que yo no aplicaba bien las recetas? ¿Quién de los dos, Dios o el demonio, había inventado tal mecanismo para ponernos a prueba o torturarnos sin fin? Mientras más me adentraba en el dilema, menos clara veía la cuestión. Y no eran los rayos de la justicia los que me asustaban. Todo mi ser se rebelaba contra el ineluctable carácter de un proceso que me sentía incapaz de dominar. No se trataba de constreñir mi voluntad, más fuerte que lo que apuntaba a destruirla; se trataba de convertirse en ángel, y esto yo lo descartaba. La bestia tenía su palabra a decir, y la decía, sin preocuparse de nada. Era ella la que tenía el mejor papel, ya que se adjudicaba la última palabra.
Sucumbir al deseo no era grave. Sucumbir a nuestra condición era terrorífico. Tal derrota implicaba el reconocimiento de nuestra filiación animal y ponía en cuestión toda la enseñanza; arrastraba a consecuencias cuya amplitud desbordaba el espíritu más sensato. O había un demonio allá arriba, en cuyo caso toda la naturaleza era de esencia demoníaca, o el reparto que había hecho la Ley procedía de una apuesta imposible y perdida de entrada. La mosca sobre la mosca, el gallo sobre la gallina, el carnero sobre la oveja: ellos, en la medida que podían ser, no habían comido del fruto del árbol. Singular génesis aquella que creó del polvo todo lo que vive por pares, a excepción del hombre, que no recibió a su compañera sino en detrimento de su propia substancia y con la prohibición de apreciar su desnudez. Sabes que soy, en la muy extensa línea de nuestros teólogos, el primero que ha sostenido por sistema que la palabra de Dios se halla plagada de símbolos, y que tan sólo el progreso de nuestra inteligencia permite descubrir sus significados. Esta doctrina, bastante inconfortable, me ha costado numerosas enemistades, lo cual no puedo decir que me haya sorprendido en demasía. He pasado mi vida intentando introducir un sentido lógico en lo que aparentemente no lo tenía. Me he enfrentado con la alegoría para forzarla a retirar su máscara, teniendo como premisa que la Ley no podía ser sino justa y sabia, y conducirnos a la elevación. He tenido que reconocer a menudo la insuficiencia de mi espíritu e interrumpir mis demostraciones en el umbral del atolladero. Éste era mi drama, del que nadie ha sabido nada. Me he enfrentado con la palabra revelada para imponer verdades que se volvían diáfanas en cuanto yo me hacía la ilusión de tenerlas a mi merced. Tales fueron mis buenos pensamientos. ¿Y los malos? Hoy, al término de mi reflexión de hombre, sé profundamente que el teólogo que he intentado ser, así como el naturalista en quien me he convertido por la fuerza de los acontecimientos, nunca han conseguido hacer las paces entre si.
Está lo que creo. Está lo que pienso. Está lo que hago. Está lo que siento. Sin embargo, sólo tengo una envoltura dérmica que ofrecer a esta diversidad que me descuartiza. ¿Por qué insensato orgullo he asumido la responsabilidad de enseñar a mis semejantes una ciencia que en mí mismo no era más que confusión? Si has leído atentamente mis libros, habrás observado con qué continuidad empleo el giro: está claro que. Si escribo tan a menudo esta fórmula es, precisamente, porque nada ha estado nunca claro,
¿Deberé reconocer que he hecho trampas? En absoluto. Me he embriagado de razonamientos, hecho bastante positivo para introducir una cierta seguridad en mis estados de arrebato. He sostenido que el sentido genésico ocupa el peldaño más bajo en la jerarquía de los sentidos, y que el goce físico es un veneno mortal, para conceder una prima a mi espíritu obnubilado que rehusaba ponerse de acuerdo con mi carne y persistía en refugiarse en una inmaterialidad ficticia; pero jamás he dudado que carne y espíritu tuvieran la misma esencia: toda mi obra da fe de ello. ¿Por qué, entonces, esta mentira? Para que cada uno sea libre de hallar su propia verdad.
En mi comentario sobre Abóth, en mi tratado de dietética, en algunos pasajes del Moreh, leerás condenas tajantes sobre esa pulsión que conduce al hombre hacia la desnudez de la mujer y sobre la satisfacción que extrae de ello. He tenido la honestidad de añadir que tal ejercicio no era demasiado dañino para los jóvenes, y que era menos peligroso conservar costumbres que romperlas. De tal modo la puerta permanece abierta a la naturaleza y cerrada al exceso.
Perdóname esta digresión: no ha hecho que me aparte del tema. Hoy, a la edad de sesenta y cinco años cumplidos, estoy libre de tales emociones, o casi. Puedo mirar la obra desde arriba y razonar sin pasión. ¿Cómo hubiera podido descubrir este desapego a la edad en que mi voz mudaba? Mi espíritu hubiera estado muy dispuesto a seguir las exigencias de mi carne, si mi temor de lo irremediable no lo hubiese mantenido en guardia. A veces me autoimponía mortificaciones pueriles, como permanecer sentado todo un día sin recostarme, o retener mis orines hasta el desfallecimiento, o aún exponer mi mano a la llama de la lámpara para gratificarme con el olor a cuerno chamuscado, todo ello sin ningún otro provecho que convencerme a mí mismo de mi debilidad. La bestia rugía; y, si a veces se adormecía, era para despertarse al momento, más exigente e imperiosa. Me sentía perdido y en ningún modo afligido por tal perdición. La bestia ganaba; resistírsele era seguramente más perturbante que ceder. La idea de que es posible una alianza no había aún aflorado en mi espíritu. Día tras día, mi lasitud de agotarme en aquel combate sin esperanza ni gloria progresaba contra mis miedos. Y llegó el momento en que me vi obligado a dejarme vencer.
Así, pues, una noche, como la discusión en el jardín de los naranjos languideciera y perdiera interés, fui con Ibn-Roschd y algunos otros al serrallo de los molinos. Esperaba encontrarme con el infierno; resultó una réplica bastante ingenua del Edén: jardín lujurioso, centelleos tamizados de las antorchas, perfumes tenaces y quietud queda. Nos sirvieron sin medida vino de Málaga. Mi joven maestro y algunos de sus alumnos, repentinamente inspirados, recitaron poemas de un lirismo tumultuoso. Música, cantos y danzas se mezclaban en el transcurso de las horas. Fue lo suficientemente alegre para no ser empalagoso, lo suficientemente variado y difuminado para no ser vulgar. Antes de que amaneciese, una joven esclava apenas núbil, lisa y satinada como un guijarro transportado por el río, me tomó con dulzura del brazo. Cuando me di cuenta el hecho pertenecía ya al pasado.
¿Qué puedo revelarte que no sepas acerca de tan común aventura? Mi libertad recuperada, quizás. La paz, y no sólo la del corazón, sino también la del alma, reconquistada al precio de la caída; no era un precio demasiado elevado. Ya no había necesidad de correr a la casa de estudios; ahora podía dirigirme a ella con paso ligero, no para embrutecerme, sino para profundizar más en el conocimiento. Ya no había necesidad de mortificar mi carne; al contrario, le debía gratitud por la riqueza de su fuerza creadora, cuya ascensión no envilecía lo que era vil, sino que ennoblecía lo que era noble. El pecado es lo que turba el alma; la mía emergía limpia de la prueba, lavada de toda la suciedad que se había concentrado en ella. No me sentía ni triunfante ni abatido. Me sentía otro, completamente nuevo en una envoltura dérmica renovada, como si acabase de darme a luz a mí mismo.
Llegó el alba con su cortejo de frío y fatiga. Adormecidos y silenciosos, reemprendimos el camino de regreso. Me estrechaba contra Ibn-Roschd, tal era mi necesidad de su fraternidad y calor. En el puente romano el morabito salió rápidamente de su agujero de piedra, pálido espectro en la pálida claridad de la ventosa mañana. Jamás se me había aparecido tan inquietante: desdentado, con la mitad del cráneo y la mitad de la mandíbula rasurados hasta el hueso, cojeando por causa de su pie descalzo —el otro lo llevaba envuelto con una funda de paja— y con su andrajosa camisa flotando alrededor de su cuerpo descarnado. ¡Miserables filósofos!, gritó, apuntando al cielo con dedo vengador. ¡Libertinos! ¡Podredumbre! Y luego clamó: cuando la tierra tiemble y se desembarace de todo lo que sobre ella pesa, quien haya hecho un átomo de bien lo verá y quien haya hecho un átomo de mal lo verá también. ¡El juicio está en marcha! ¡Ya la espada está desenvainada para atajar vuestras ignominias! ¡Terrible será la cólera del Señor!… Normalmente bastaba darle una moneda para calmarle y hacerle callar. Ninguno de nosotros hizo el gesto y pasamos de prisa. Durante bastante rato la turbia voz del morabito nos persiguió con sus imprecaciones e injurias.
Cuando llegué a casa, la sombría mirada de mi padre vigilaba el umbral, cual espada de fuego que atajaba aquí y allá, como está escrito. Era la primera vez que no había dormido en mi cama y mi padre había pasado la noche en vela, esperándome. Parecía más afligido que colérico. Sólo has venido al mundo, dijo, para las bajezas de la vida. ¡Vete, he dejado de conocerte! Tras esto, dio media vuelta y me dejó entrar. Elisea me ofreció algo caliente que beber y me condujo a la cama. Duerme, mi grande, susurró dulcemente; cuando hayas descansado el viejo gruñón habrá cambiado de humor, te lo aseguro. A pesar de mi fatiga, el sueño tardó en llegar. Taimadamente me penetró el silencio de mi habitación, y el olor a cera fresca, y uno tras otro todos los objetos familiares que me rodeaban, e incluso las paredes se aproximaron para estrecharme; pero toda aquella magia no podía nada contra la irrevocable decisión que acababa de tomar: abandonar la casa de mi padre en cuanto me despertase.