¿Me había engañado a mí mismo sobre mi felicidad de aquella época? No lo creo. El tío Emmanuel me había procurado emoción, pero los otros refugiados me procuraban más bien malhumor… Los consideraba molestos, inoportunos y arrogantes bajo su falsa humildad. Cualquier cosa que mi padre hiciese para hacerles soportable el exilio les desagradaba. Nunca era suficiente. La falta de acción de aquellos hombres se traducía en unos semblantes de perpetuo reproche. En su casa habían dispuesto de esto o aquello que ahora les faltaba de una manera cruel. Los primos de Tarifa intentaban poner de relieve su grado de parentesco más cercano para adjudicarse ventajas sobre los primos de Almería; la estricta igualdad de su condición les sublevaba. Controlaban su tiempo en la fuente, vigilaban con mirada experta el contenido de sus platos, se hubieran disputado el aire que respiraban, el agua que bebían. Las mujeres se las ingeniaban para manipular a Elisea, que se resistía a veces con chillidos y lloros. La chiquillería se metía imperiosamente por todos los rincones de la casa, destrozaba sin recato nuestro jardín o terminaba en la calle, luchando en batallas campales provocadas por las discordias abiertas de sus progenitores.
Mi padre asentía a todas las reivindicaciones, calmaba a unos, consolaba a otros, pero se mostraba poco. Se había hecho instalar un despacho de trabajo en la casa comunal contigua a la sinagoga, y sólo venía a casa a comer, rezar y dormir. Conservó tal costumbre cuando todos los primos se diseminaron y no hubo nuevas invasiones que temer provisionalmente. ¿Iba a estabilizarse en Andalucía la situación política? Así se esperaba, sin creerlo demasiado; se creía, sin esperarlo demasiado. No se pensaba mucho en ello, en aras de esa superstición que es el temor que abre brechas a la desgracia. Córdoba permanecía bajo la protección del cielo, bajo el sabio gobierno de sus ediles, musulmanes, judíos y cristianos que habían hecho de ella una ciudad modelo donde se desarrollaba el arte de vivir y las obras espirituales, una plaza fuerte contra todos los maleficios. No era sorprendente que convergieran en ella miradas de envidia, ramalazos de codicia.
La Judería apreciaba a los refugiados que le confirmaban cuán poderosa y estable era; pero también le gustaba verlos partir para la buena propagación de la alabanza, y para admitir a otros; los emigrantes, por su parte, la alababan con moderación y subrepticiamente le guardaban cierto rencor por la necesidad que ésta tenía de su testimonio. De tal modo las situaciones se equilibraban. Sólo el morabito del puente romano profetizaba a lo largo del día que los tiempos estaban próximos.
Por lo que a mí respecta, mis relaciones eran cada vez más célebres; se llamaban Pitágoras de Samos, Euclides de Alejandría, Ptolomeo, y también Alfarabi, Ghazali, Saadia. Por la mañana aún asistía a la escuela talmúdica y, desde que iba sólo medio día, su enseñanza me era más provechosa. El nuevo maestro ya no se quejaba de mí a mi padre, quien por su parte había renunciado a regañarme con la mirada. El día que cumplí trece años se me admitió a que sostuviera la Bar-Mitzvah[17] en presencia del consejo de sabios y de su príncipe, quien por vez primera, asi lo recuerdo, me sonrió y me dijo algunas palabras amables. El hijo de la carnicera pasaba a formar parte de la élite, y tal integración merecía alguna indulgencia.
Para mí aquel cambio de humor llegaba demasiado tarde: yo era un mal sujeto, y seguiría siéndolo. A lo largo de toda la ceremonia estuve distraído por el eco de las palabras del tío Emmanuel: un pacto, no un trato entre engañados. Por lo demás, si la preparación de aquella entronización pública me había intimidado, la sesión me pareció insípida, desvaída, y su final me decepcionó. Nada definitivo se había llevado a cabo. El sello de Dios señalado en mi frente no me imprimía ninguna marca. No me sentía ni mayor ni mejor, y ningún cambio de calidad o de estado me aseguraba que en adelante sería un hombre entre los hombres. Ellos parecían alegrarse mucho a juzgar por su alborozo. Fui abrazado, felicitado, besado, tras lo cual cada uno volvió a sus ocupaciones, dejándome un poco triste y un poco desamparado. Conocía mejor que nadie la longitud y aspereza del camino que me quedaba por recorrer para transformarse en un hombre abierto al mundo, según el modelo que yo mismo me había hecho.
Sentía un singular afecto por Ibn-Roschd, mi maestro.
Era distante y frío, a veces hiriente cuando ejercía su humor a expensas mías, pero estaba siempre dispuesto a orientarme y ayudarme; y yo le quería. Era él quien me había introducido en la biblioteca, que inmediatamente se convirtió en mi segunda si no en mi primera casa. Nada en la tierra podía comparársele, ni siquiera la ptolomaica de Alejandría destruida por el fuego. No podrías imaginarte santuario más fastuoso, de las dimensiones de una ciudad, que agrupaba decenas de naves separadas por jardines plantados de naranjos y cipreses y un dédalo de deambulatorios entrecortado por fuentes y lugares a la sombra muy propicios a la meditación. Aquí se detenían el rumor y el furor del mundo. Aquí sobrevivían toda la poesía y toda la ciencia de los lugares habitados. Se evaluaban en más de cuatrocientos mil el número de libros ordenados en cofres de madera y cuero. Un pueblo entero de copistas, calígrafos, iluminadores, traductores, estudiantes y lectores trabajaban en silencio, cada uno en su quehacer, cada uno con sus sueños, sus inquietudes. Por aquella época corría un dicho: si tienes una joya que vender, ve a Bagdad; una hoja de espada, a Sevilla; pero si quieres deshacerte de un libro, ve a Córdoba. Desde hacía tres siglos, nuestra ciudad acumulaba con enormes gastos y sin cicatear los manuscritos más inútiles y los más raros, y aseguraba su conservación con delicados esmeros. Allí había papiros egipcios, rollos arameos, textos sánscritos, hebraicos, griegos, latinos, persas, siríacos, magrebíes, andaluces, originales, transcripciones y traducciones árabes, que reposaban en la espera de ser llamados de nuevo a la vida por algún curioso o erudito. Se dice que el califa Al-Haquem disponía de un ejército de emisarios alrededor del gran mar interior para buscar y comprar con qué llenar la biblioteca que había fundado con el dinero legado por una de sus concubinas, y que por algunos libros había pagado hasta cien mil piastras.
Toda aquella fortuna podía pertenecerme, bastaba desearlo y quererlo, y yo no deseaba ni quería otra cosa. En cuanto la escuela me dejaba libre, corría al santuario para reemprender mi lectura donde la dejara la noche anterior. Ibn-Roschd me había guiado en mis primeras elecciones. Tuvo razón en hacerme comenzar por la geometría, las matemáticas y la astronomía, materias relativamente fáciles de penetrar. La lógica, la medicina y la filosofía eran para más tarde, pero mi impaciencia tenía demasiado apetito, y me volcaba en todo lo que se ofrecía ante mi vista, sin método, molesto de que los días fueran tan cortos, las horas tan fugaces, las oscuridades en los textos tan numerosas, y mi poder tan limitado.
Dos veces por semana, tras el azalá, me reunía con mi maestro en el jardín de los naranjos de la mezquita. El brocal de la gran fuente de Al-Mansur nos servía de asiento y de mesa; cuando el tiempo anunciaba lluvia, buscábamos la protección del peristilo. Ibn-Roschd respondía a mis cuestiones, me explicaba lo que me parecía arduo o lo que a su parecer no había comprendido bien. En ocasiones me hacía leer poemas de Motenabbi o de Habib, o me traía madrigales galantes escritos por él. Acontecía que, a veces, otros jóvenes hacían corro a nuestro alrededor; entonces la discusión se generalizaba sobre Aristóteles, nuestro maestro. Ibn-Roschd se sabía el Organon de memoria y citaba páginas enteras sin la más mínima vacilación. A pesar de que no sabía el suficiente griego para estudiar a Aristóteles directamente, poseía la mayor parte de las traducciones siríacas y comparaba o criticaba los méritos o los defectos. Él mismo se disponía a componer un amplio comentario sobre el pensamiento peripatético. ¿Es preciso que te diga lo feliz que me sentía de ser el discípulo de tal prodigio?
No comprendía la mitad de las cosas que se decían, pero sabía que era preciso que fuese dicho, porque era la verdad en persona quien hablaba. Cuando las cuestiones giraban hacia la filosofía sólo podía callarme; escuchar me parecía ya un privilegio inmerecido. Ibn-Roschd divinizaba a Aristóteles. Yo divinizaba a Ibn-Roschd. Me fueron necesarios numerosos años de aprendizaje y reflexión para distinguir, más tarde, la teoría de la verborrea. Conocemos mal la verdadera doctrina del griego Estagirita; lo que sabemos proviene de transcripciones aproximadas a partir de traducciones aproximadas, y muchas sutilidades y matices han debido perderse por el camino o cambiar de sentido según la voluntad de los copistas. Aún y con tantas incertidumbres, el preceptor de Alejandro dominaba las inteligencias de nuestro tiempo. Aristóteles, decía Ibn-Roschd, es el principio y el fin de todo saber. Ha fundado las disciplinas más elevadas del espíritu humano y las ha llevado a la perfección absoluta. No puede suprimirse ni añadirse nada sin menoscabar la propia perfección. Que todo ello se halle reunido en un solo hombre es algo extraño y milagroso y lo equipara a Dios.
Mi joven maestro blasfemaba y, por supuesto, él lo sabía, y nosotros que le escuchábamos lo sabíamos también. Pero el rayo no caía del cielo, la tierra no se abría para engullir al impertinente, y la brisa que hacía ondular las hojas de los naranjos no se transformaba en tornado. Por mi parte, tales osadías me procuraban el delicioso estremecimiento de un peligro victoriosamente desafiado. ¿Así, pues, era posible pensar y decir sin riesgo particular cosas de tal gravedad excepcional, prohibidas tanto por la fe de Ibn-Roschd como por la mía, proclamar a un hombre, aunque fuera Aristóteles, como el igual de Dios que no tiene igual? En algunas épocas no hacía falta nada más para que tal sacrilegio se castigase con la muerte, pues si Dios no mataba, sus celadores se encargaban muy bien de hacerlo en su lugar.
Por una observación de ese tipo mí padre me hubiera expulsado de su vista para nunca jamás. ¡Y mi joven maestro osaba! ¡En la mezquita! ¿No había perfección en semejante acto de libertad? Por la noche, en mi cama, aún pensaba en ello, pues la turbación que me embargaba me impedía dormir. ¿Y si yo también osase? No tenía necesidad de sentirme incómodo si pensaba que veía en Ibn-Roschd un igual a Dios. Pronuncié la frase varias veces en voz alta e inteligible. Fue en pleno pecado de blasfemia que el sueño me envolvió. A la mañana siguiente, cuando me disponía a salir para ir a la escuela, Elisea me detuvo. Con tono malicioso me reveló que en mis sueños hablaba en voz alta, y que ello era señal de que tenía que conocer mujer sin más tardar.