Lo que comenzó aquel día fue para mi, sin lugar a dudas, el período más feliz de mi vida. Pero aquella pausa iba a ser breve, pues ya la adversidad cobraba gran ímpetu, lejos de Córdoba, lejos de mis razonamientos. Contrariamente a las previsiones, el invierno fue clemente, la primavera precoz y acariciante, el verano magnánimo; ¿pero por qué tenía que preocuparme de las estaciones? Me sentía igual a una esponja varada en una marisma, y de repente el agua afluía, y yo me empapaba voluptuosamente hasta el límite de mis facultades de absorción. Unas fuerzas desconocidas se despertaban en mi interior y me empujaban fuera del nicho donde mi densidad carnal me había mantenido tanto tiempo en espera. Iba de sorpresa en sorpresa, de descubrimiento en descubrimiento, ebrio de mí y de la sustancia del mundo que se infiltraba en mi ser, sin ponerme en guardia contra lo que ese mismo mundo engendraba de dañino a continuación.
Me parece poco probable que mi ceguera me hubiera permitido ignorar que, alrededor de los lugares recónditos de mi ser, Andalucía se estaba deshaciendo como el yeso mal amasado. La peste visitó la costa de Málaga, se insinuó en Antequera y asaltó Cádiz y Sevilla. Córdoba se cerró y vigiló, y durante el período epidémico yo llevaba, al igual que todo el mundo, un collar con diente de ajo debajo de mi camisa. Seguramente la receta era buena: nos salvamos. Hacia Almería la tierra tembló, la montaña se puso en movimiento y engulló pueblos y arrabales. Hubo una guerra entre Granada y Jaén, sin vencedores ni vencidos, sólo millares de muertos por ambas partes. En Andújar, el Guadalquivir se salió de su lecho e invadió la llanura, arrastrando consigo casas, personas y rebaños. Una tormenta de granizo destruyó todas las cosechas en la provincia de Osuna, y el hambre causó innumerables bajas entre la población. Más al norte, en el país español, la cizaña enfrentaba a los príncipes entre sí, mientras éstos proclamaban su incontrolable deseo de expulsar de la península al infiel. Más lejos aún, la cruzada conjugada de los reyes de Francia y de Alemania se desplomaba en Antioquía, tras haber sembrado de sangre y fuego la ruta de Bizancio.
Pero era en el Mediodía donde se acumulaban los nubarrones más negros. Tras haber saqueado el Magreb, los almohades fanatizados por Ibn-Tumet franqueaban masivamente el estrecho y acampaban en Djebel-al-Tarik[15]. Su grito de guerra: ¡Un Dios!, ¡una fe!, ¡un califa!, comenzaba a aterrorizar a las taifas del sur.
¿Pero por qué iba yo a inquietarme a causa de los sobresaltos de la corteza terrestre y la locura de la miseria humana, de las cóleras del cielo y las traiciones del sol? ¿Por qué tenía yo que preocuparme si el morabito del puente romano profetizaba el fin del mundo como algo cercano y estigmatizaba con dureza la corrupción de las costumbres y el desfallecimiento de la piedad? Ninguna tormenta se orientaba hacia Córdoba, mi ciudad, harta de comida, reposada y reconcentrada en su bienestar, separada de los caminos de la desgracia. Nunca hubo fiestas más alegres que las de aquel invierno; nunca se conocieron tantas exposiciones de mercancías raras ni frutos tan sabrosos en el mercado; nunca hubo tal cantidad de mulas y caballos en las calles ni tantos animales en los establos y rediles; el aceite de nuestras olivas nunca fue tan untuoso, ni nuestros vinos tan deleitables al paladar, ni las transacciones tan elegantes y agradables de ver. El dinero fluía como el agua de las colinas y todo el mundo se bañaba en él, incluso yo, a quien el tío Joad llenaba cada vez más holgadamente los bolsillos.
¿Qué me importaba escuchar de un modo distraído los relatos de los viajeros cuando fueron admitidos de nuevo en la ciudad? De repente hubo en nuestra casa un gran alboroto. Gente cuya existencia había ignorado, y que sin embargo eran parientes cercanos de mi padre, permanecían en ella por espacio de algunos días o algunas semanas antes de reiniciar su marcha hacia otros horizontes: hombres ociosos y silenciosos, mujeres quejumbrosas y niños traviesos, que huían de su infortunio sin haber podido salvar más que sus vidas y algunas reses flacas. Recuerdo a los Rubén que, víctimas de un siniestro en Almería, llegaron, por así decirlo, desnudos; un río de barro había arrastrado a dos de sus hijos; el tercero, un niño de seis a siete años, cantaba, cuando creía estar solo, un alegre estribillo que alababa los placeres de los viajes. Yo no le prestaba prácticamente ninguna atención; mucho tiempo después, aquella melodía y su letra resurgieron de modo obsesionante en mi memoria, donde aún resuenan.
Sobre todo recuerdo al tío Emmanuel, fabricante de clepsidras en Ceuta, que huía de las persecuciones almohades. Era un anciano bonachón, con el habla lenta y los gestos sabios, que parecía grotesco en su caftán excesivamente grande y corto que mi padre le había dado para que cubriera su desnudez, ya que llegó en harapos, si bien trayendo consigo uno de sus relojes de agua, único bien que había salvado y que acabaría regalándome. Normalmente se ponía en cuclillas en el umbral de nuestra casa, donde daba el sol, con la mirada perdida y las manos inmóviles sobre sus rodillas; un ligero movimiento de su barba indicaba que musitaba algo sin voz. Así era como yo me imaginaba a Job sobre su camastro, dándole las gracias al Señor. Un pensamiento vergonzoso me venía a la cabeza cada vez que pasaba por delante de él: ¿cómo se puede ser refugiado? ¿Qué clase de pánico arrastra al hombre a ese triste estado de peregrinaje que inevitablemente conduce a la mendicidad, a la caridad y a la incierta solidaridad de la familia o del clan? ¿Es cobardía o heroísmo? ¿Obstinación o abandono? ¿Una derrota o una victoria? Las alternativas eran demasiado onerosas y podían conducirme a juicios extremos, de los que desconfiaba.
¿Por qué el tío Emmanuel se había marchado de la casa de sus padres? Me lo dijo sin pasión. La misma mañana en que los guerreros del nuevo califa Abd-el-Mumen se apoderaron de Ceuta, y mientras los últimos defensores de la ciudad pasaban a cuchillo a los asaltantes, el cadí tomó por la fuerza el barrio judío y proclamó a los habitantes la orden de convertirse inmediatamente al Islam o marcharse sin demora alguna. Muchos tomaron el camino de la mezquita, donde el imán los esperaba. Otros protestaron y fueron degollados en el acto. Emmanuel no tenía ni esposa ni hijos. Se marchó de su casa llevando consigo su última clepsidra cuyo mecanismo estaba arreglando con esmero cuando se proclamó la orden. Saludó al cadí y partió. Subió a bordo de un navío que le desembarcó en Algeciras. Tardó más de dos meses en cruzar los senderos montañosos que le condujeron a Córdoba. Allí esperaba recobrar fuerzas para irse más lejos,
¿Qué significaba más lejos? Fuera de Córdoba, para mí no existía un lugar concreto. Emmanuel esbozó con su mano un gesto vago. Más lejos. España, quizás. ¿O tal vez Provenza? Salí desnudo del vientre de mi madre y me depositarán desnudo en mi ataúd. Lo que se sitúa entre estos dos acontecimientos no tiene importancia. Hubiera deseado tener un hijo a quien transmitir el secreto de las clepsidras, que me viene de familia. ¿Un hijo? ¿Tú, tío Emmanuel? Fue así como me enteré de que no tenía treinta y cinco años. Mi sorpresa le hizo sonreír. Sólo hace tres meses que envejezco, dijo. ¡Si me hubieras visto antes! Se puso en pie delante de mí y esbozó un paso de baile que a punto estuvo de hacerle caer. Evanescente en su desgastado caftán demasiado ancho y demasiado corto que sacudía sus pantorrillas, ofrecía el aspecto de un espantapájaros sacudido por una ráfaga de viento. Por mi parte sentía deseos de reír y llorar.
No comprendo, dije. Tanta pena, una vida truncada, para evitar un simulacro de conversión. No veo el por qué. Con la respiración entrecortada y el rostro oculto entre sus manos, Emmanuel se dejó caer en cuclillas. Al cabo de un momento dijo: no hay nada que comprender. Y cuando me giré para marcharme me llamó. ¿Crees que estoy loco, muchacho? Reconócelo. Tu padre, que me aloja y alimenta, lo cree. Incluso yo mismo, desde que abandoné mi casa, lo creo a veces. Quizás lo esté. Hubo muchos que se dirigieron a la mezquita, el rabino en cabeza. No lo censuro ni apruebo. Era su problema personal. Hubo muchos que no supieron elegir; fue el cadí quien eligió entonces por ellos, y aquello me duele porque fue un espectáculo horrible. Y hubo también algunos que, como yo, se sintieron preocupados y prefirieron dejarlo todo y marcharse con un no de piedra en su corazón. Hablo por mí mismo. Dudé un segundo, y luego fue no. No pretendo decir que fuera Dios en persona quien me impulsase a decir no, o que esté en deuda conmigo mismo por ése no. Él ha fabricado un gran reloj, yo fabricaba pequeños relojes, y no es corriente entre personas del mismo oficio hacerse regalos. Ello significa que más bien soy tibio con respecto a la piedad. Cuando no sabemos a dónde nos lleva una situación, entonces el hombre atento toma sus precauciones. Yo rezaba mis oraciones por la mañana y por la noche, como todos los de mi pueblo, y aún las rezo, y las rezaré hasta el momento de mi muerte, porque soy yo, Emmanuel, un hombre vinculado a esta oración por un pacto cuyo origen se pierde y no por un trato entre engañados. Nunca he sido lo bastante tonto ni lo bastante ingenuo para creer que Dios nos observa y pondera en cada uno de sus instantes. Debe tener cosas más importantes que hacer. Sé cuantos sinsabores procuran los pequeños relojes. ¡Imagínate el grande! Un instante de distracción y todo se desacuña. Piensas que podía serme indiferente decir Allahu akbar… en vez de Adonai elohenu[16], sobretodo cuando una expresión es la traducción de la otra, y cuando nadie sabe si Dios ahora comprende mejor el árabe que el hebreo. Y sin embargo dije no y me marché incluso sin girarme. Y sin embargo me gustaba reír, me gustaba cantar, me gustaba mi trabajo, era muy apreciado en mi barrio y en toda la ciudad, no me faltaba lo necesario ni tampoco eso que llamamos superfluo y que hace que la vida cotidiana sea a veces agradable. Justamente entonces había empezado a pensar que ya era hora de encontrar una mujer que me diera un hijo a quien enseñar todos los mecanismos que deben hacerse manualmente y que aprendí de mi padre. Ideas en el aire. Porque, cuando me vi brutalmente situado ante la alternativa de tener que elegir entre lo que tenía de bueno y de turbio, sentí una gran preocupación de la que emergió ese terrible no al que no podía resistirme. ¿Crees acaso que yo no sabía que una conversión forzosa no tiene valor alguno y que no compromete verdaderamente? Dios me la habría perdonado; lo perdona todo, para eso está. Yo, no. ¿Vivir de la noche a la mañana como si yo, Emmanuel, no hubiera existido nunca? ¿Vigilar mis palabras, mis gestos, mi modo de ser, corriendo el riesgo de traicionarme a cada momento? ¿Ocultarme para rezar mis oraciones, con miedo a ser descubierto, o denunciado, o calumniado por algún vecino malintencionado? ¿Sentirme inmerso en la falsedad y la mentira, reconocer en mí mismo que cedía a un chantaje y simular que estaba satisfecho? Es a causa de todo ello que dije no. Ya ves, pequeño, estoy loco…
Emmanuel no recobró fuerzas. Cada mañana lo veia un poco más gris, un poco más seco. Murió antes de que finalízase el invierno y lo depositaron desnudo en el ataúd, tal como lo había deseado. Su puesto no permaneció vacante mucho tiempo. Una familia de primos refugiada de Tarifa lo ocupó de nuevo, casi aún caliente.