Un gallo fue la razón de que entablase amistad con mi tío Joad, un gallo soberbio de seis libras por lo menos, pardo, dorado y palpitante, que enarbolaba una triple cresta turgente, destinado a transformarse en nuestro graso caldo del sabbat. Hasta aquel día jamás había asociado el contenido de nuestros platos con criaturas de carne y hueso. Todo lo que era alimentación brotaba espontáneamente de las sartenes de Elisea por una operación de magia cuyo secreto sólo ella conocía. Ignoro qué la impulsó a ponerme aquel gallo en los brazos. Le había atado las patas con un largo cordel cuya extremidad libre ató a mi muñeca.
Me puse en camino, sin comprender muy bien y comprendiendo muy bien, con el paquete de calientes plumas apretado contra el pecho y la mirada fija en el ojo de aquel hermoso pájaro cuya cabeza oscilaba siguiendo el ritmo de mis pasos. A lo largo de todo el camino murmuré inclinándome sobre su erizado pescuezo palabras de amistad que no aminoraron en nada mi inquietud. El día era caluroso y yo transpiraba. Había mucha gente en la orilla del río, personas y animales que iban arriba y abajo, mujeres que hacían la colada, niños harapientos, mercaderes que vociferaban tras sus cestas. Nadie me hacía caso, a mí, que arrastraba conmigo mi vergüenza. ¿Pensé por un momento dejar el gallo en libertad? Es posible. Pero estábamos atados el uno al otro. Aunque hubiera logrado deshacer los nudos, el animal no hubiera podido escapar. Su suerte estaba echada. Yo iba con él al suplicio.
La carnicería del tío Joad estaba al fondo de un callejón sin salida, en un rincón de la Judería; era más cómodo acceder allí por un porche, siempre abierto en el camino de sirga, por donde hacía su entrada el ganado. El pavimento del patio me pareció pegajoso bajo las suelas de mis zapatos. Joad lo acababa de limpiar echándole grandes cubos de agua cuando me vio llegar. Era un mocetón rechoncho, musculoso, de pelo y vello pelirrojo, con el rostro punteado de rastrojo. Hermano mayor de mi madre, debía alcanzar o sobrepasar la treintena. Comprendió de inmediato mi turbación y me tranquilizó. Toda la ciencia de la carnicería ritual no tenía otro fin que minimizar el mal que debía infligir y operar según unas estrictas reglas codificadas a lo largo de muchos siglos de utilización para escamotear la sensibilidad al dolor.
Joad me mostró sus cuchillos de hoja tan afilada que un plumón que caía en aquel momento se partió en dos. La mella más imperceptible en el acero transformaba la herramienta en algo inútil. Verificó la hoja con la palma de su mano, se hizo un corte y me aseguró que no había sentido nada. Rapidez, precisión y un perfecto conocimiento de las conexiones vitales concurrían de algún modo para exculpar el sacrificio, ya que si el hombre necesita para sobrevivir alimentarse del animal que cría, le está prohibido ofenderlo haciéndole sufrir.
Al tiempo que me hablaba con una voz tranquila, Joad me deslastró del gallo y le acarició el buche con la yema de sus dedos. De pronto hubo un pesado, un largo estremecimiento de alas, un montón de plumas por el aire y unas tracciones espasmódicas en mi muñeca. Un charco negruzco se dilataba a mis pies. Aún sentí unos sobresaltos de las patas y todo acabó: lo que yacía en el suelo no era más que una carne fofa, que Joad levantó por las patas, sopesó con pericia, y sopló en su rabadilla para apreciar la cantidad de grasa. ¿Has visto?, dijo. Este tunante dará un buen caldo. Yo sentía una fuerte opresión en la garganta para poder responder. No había visto los gestos que le habían quitado la vida a mi hermoso pájaro.
Mi tía apareció entonces con dos o tres chiquillos agarrados a su falda, y otro en su vientre. El vaso de agua y el plato de confitura que me ofreció me hicieron mucho bien. Voy a matar un carnero, dijo Joad. ¿Quieres quedarte? No quería y al mismo tiempo lo deseaba. El asunto ponía en cuestión una enormidad de ideas que yo había aceptado como inmutables. Joad esbozó una amplia sonrisa. Volverás, dijo. Estas cosas hay que conocerlas para hacerse un hombre.
Volví, en efecto. Vi cómo Joad clavaba una especie de banderilla en la garganta de un cordero y aquella banderilla era, a decir verdad, un surtidor de sangre que se escapaba del animal llevándose consigo su vida. Una víspera de fiesta, cuando las amas de casa se habían marchado cada una con su porción de grasa para el caldo familiar y el crepúsculo comenzaba a cernirse sobre el patio lleno de plumas donde permanecía adherido aquel hedor insípido que la muerte no deja de arrastrar consigo, vi de nuevo a Joad, con las manos enrojecidas hasta los codos y completamente salpicado de vida aniquilada, solo y de pie, soberbio, como Sansón en medio de los filisteos. Aún lo vi fulminar uno de aquellos bovinos de pelo negro que tienen aspecto de danzar cuando brincan por las dehesas, y unos terneros frioleros que mamaban el aire hasta no poder más.
Por supuesto: era horripilante, y más de una vez mi estómago experimentó convulsiones; pero permanecí allí, fascinado ante lo irremediable que tenía, lugar en mi presencia. Bastaba un gesto de nada para deshacer la obra de la creación, que posiblemente se conservaba también por una nada. ¿Era Joad el demonio o el modelo de aquél en quien yo iba a convertirme?
Supe de inmediato que era un hombre sencillo y generoso, plácido y piadoso, que amaba los animales con ternura y que me enseñó a amarlos. También me enseñó a conocer de una forma ingenua los grandes ciclos naturales, donde cada especie ocupa su lugar asignado para equilibrarse con el conjunto, la tierra de donde emana y donde se absorbe todo lo que tiene materia y forma. Decía que él también ocupaba su puesto, inocente de toda la sangre que derramaba, útil para aquellos que lo habían nominado para ocupar dicho puesto en virtud de lo que estaba escrito: que el hombre debía dominar sobre el animal, porque ello era bueno.
Me explicó las partes de los cuerpos y, cuando estuvieron abiertas, las partes del interior. De este modo aprendí a distinguir los conductos de la sangre, unos sólidos y abiertos, otros fláccidos y llenos de pliegues; a no confundir el nácar de un nervio con el de un tendón; a separar una aponeurosis de un músculo, el órgano de su cavidad, el continente del contenido. Y fue entonces cuando hice este sorprendente descubrimiento: que la pata del pollo está hecha como el miembro del buey y la pierna del hombre; que, a despecho de la diversidad de formas, la materia permanece idéntica a sí misma. Para mi edad de entonces, once o doce años, el descubrimiento era trastornante.
Un día Joad me dio un corazón de cordero por abrir. Vi pliegues dispuestos de forma curiosa, aberturas disimuladas, combinaciones de tiras y laminillas enmarañadas, sin tener la más mínima idea del orden oculto de tal disposición. Encontré las mismas disposiciones en el corazón de un pato y en el de una ternera. Joad tampoco sabía cómo funcionaba aquello. En un principio, el corazón latía, como el mío, dentro del pecho de los animales; y luego, fuera del pecho, se transformaba en una carne ordinaria de donde habían desaparecido el movimiento y los latidos. Yo, que había creído descubrir un cierto misterio, me veía de nuevo ignorante ante el misterio que se agrandaba.
No estoy dotado para la sensiblería ni lo he estado nunca, y no recuerdo, aun en los momentos álgidos de mis emociones, haber dejado de tomar a sorbitos el caldo graso o mascujar el guisado de cordero que Elisea vertía en mi escudilla; pues a mí también me parecía que ello era bueno. Como Joad, de quien me había convertido en cómplice consciente, me sentía inocente. Me veía instalado en un orden, instalado a su vez eternamente, donde la tierra pertenecía a la hierba portadora de simiente, la hierba a los animales que se alimentaban de ella, los animales al hombre para que los matase y comiese, y el hombre, en fin, al Altísimo, cuya gloria debía cantar. Tal movimiento parecía regulado de una vez por todas, como el de las estrellas en el cielo, como el de los cuartos de luna, y era muy bueno tener ojos para verlo e inteligencia para reconocerlo; pero ello no entraba ni podía entrar en el modelo de justicia que se me había dado y que yo había hecho mío.
Sin duda era muy bueno para el hombre comer cordero; ¿lo era también para el cordero? Debido a que éstos jamás han podido expresar su opinión sobre este punto, el problema se resolvía radicalmente incluso antes de plantearse. Lo más oneroso de mi pena de aquella época era que no tenía a nadie a quien confiarla. Joad vivía fuera de dudas. Mi padre se hubiera burlado de mí y me habría remitido a las Escrituras. En la yeshiva, las cuestiones debían formularse públicamente; me hubiera comprometido ante la clase y habría sido la varilla del maestro la que me hubiese dado la respuesta. Estaba solo con mi tormento; durante el día no podía pensar en otra cosa; por la noche soñaba con ello.
¿Y si, en lugar de haberme hecho lo que era, la providencia, con su poder insondable, me hubiera creado cordero o ternero? ¿Era tal vez para comprenderlo que acudía, a casa del tío Joad, a verlos morir exangües? ¿Era quizás para sorprender su respuesta que escudriñaba sus corazones? El olor a crimen que impregnaba el patio de la carnicería, aquel aliento fétido y dulzarrón que me asaltaba ya desde el portal, ¿cómo estar seguro de que las víctimas no lo sentían también? No había una que no esbozase un movimiento de huida, pero ¿qué hacer contra las correas, contra la fuerza, contra lo que se ha decidido?
He visto a los guardias empujar a Joad hacia la horca para colgarlo del cuello hasta su muerte; él también tuvo tan sólo un imperceptible movimiento de retroceso cuando vio la horca, justamente un instante antes de resignarse. Quizás era bueno para el emir que Joad muriera; toda la Judería de Córdoba, incluida la víctima, hubieran prescindido de tal bondad. Y yo, testigo impotente, muchacho aún imberbe, que quería a mi tío como a un hermano mayor, forzaba mis párpados para que mis ojos permaneciesen abiertos a fin de no perder ningún espasmo, porque tal vez en su agonía había una respuesta a una pregunta.
Aquella respuesta no me atrevía a formularla, pero ciertamente ya la tenía en mi fuero interno. Que el mundo fuera producto de la creación, lo que constituye la opinión de nuestros sabios, o que existiera por sí mismo desde siempre, como afirman los filósofos, y en este dilema se encuentra la mayor divergencia de nuestro siglo y quizás de todos los siglos, esto no es bueno. El conjunto de mi naciente razón se sublevaba contra la introducción de un juicio de valor. ¿Cómo asentir a ese rasgo de autosatisfacción divina cuyo enunciado es una impostura? El lobo y el cordero no dormirán nunca juntos, la gacela sólo puede contar con la celeridad de sus patas para sobrevivir al apetito del león. El mundo era lo que era y yo tenía mucho que aprender para ver un poco más claro y reconocer algunas de las fuerzas oscuras que convergen o divergen en oleadas sin principio ni fin.
La mirada del Altísimo que había juzgado que aquello era muy bueno, o bien no había visto nada o pretendía engañarnos. Porque yo no podía considerar bueno que el hombre dominase sobre el animal, el grande sobre el pequeño, el fuerte sobre el débil, el rico sobre el pobre, un pueblo sobre otro pueblo, una fe sobre otra fe, todo lo cual era así sin que nunca soplara ningún viento de cólera para poner orden.
Si había que creer lo que estaba escrito, la culpa de ello nos concernía, y no era bueno que el hombre hubiera recibido la tentación y fuera castigado por satisfacerla. Mi tentación era el conocer, el origen, decían nuestros sabios, de todo el mal que había en la tierra. Sin duda los imbéciles pasan por ser dichosos. Pero la ignorancia no podía combatir el mal, sino sólo ignorarlo. En cuanto a mí, estaba persuadido de que era necesario que el mal fuese combatido. De este modo entraba yo, con pasos cortos, en el círculo de la condenación eterna.
Nadie a mi alrededor sospechaba de mis angustias con excepción, tal vez, de Joad, que intuía los movimientos de superficie. Me rodeaba de cuidados. Era el hijo de su hermana muerta, por quien se había desvivido y compadecido como yo comenzaba a desvivirme y compadecerme por mi hermano David. También era el heredero de los Maimónides, a quienes la tradición hacía descendientes por línea directa y por el rabino Hanasi del propio rey David. En presencia de Joad me sentía investido de calidad principesca; él era mi vasallo. Por muy ocupado que estuviese, siempre tenía tiempo que dedicarme, y se volcaba enteramente para explicarme lo que yo quería saber, sin adoptar jamás ese tono de divertida superioridad que los hombres maduros toman con tanto agrado respecto a los adolescentes. Por vez primera me enfrentaba con un adulto que, a despecho de su talla, fuerza y edad, no intentaba dominar sobre mí y me respetaba por lo que yo era.
A pesar de que llevase el nombre de un jefe de guerra famoso, e hiciera correr diariamente ríos de sangre, vivía en una paz profunda. Cada día, después de su inmundo trabajo, se purificaba con agua y se instalaba ante el Libro, cuyo recorrido completo hacía una vez al año. Se sabía la Thora de memoria, y la asumía al pie de la letra. Contrariamente a muchos cordobeses del pueblo, tenía una dentadura resplandeciente. Y el olor de la carne, decía, esbozando una amplia sonrisa. Incluso recién lavado, su poderoso cuerpo olía a sudor y su vello pelirrojo a churre. Hablaba lentamente, empujando las palabras con sus manos de matador, y de aquella manera formulaba pensamientos a menudo profundos.
Sobre los fenómenos naturales, en los que se sentía a gusto, y sobre los animales, sus compañeros, cuyo lenguaje, decía, comprendía. Además de la carnicería donde había nacido, y que el día de mañana legaría a su primogénito, poseía trescientas cabezas de cordero que los pastores y unos perros hacían pacer en las pendientes de la sierra, siendo encerradas en la estación fría en el redil contiguo al patio. Joad era un hombre de situación económica desembarazada y la pensión que le pasaba a mi padre no le suponía nada. Jamás dejaba que un postulante se marchase con las manos vacías. Mandó traer para mí de Toledo un cortaplumas de doce hojas que aún conservo. En cada una de mis visitas, su mujer me cebaba de golosinas, y si alguna vez yo disponía de un poco de dinero era porque Joad lo había introducido en mi bolsillo.
Aquellas visitas perturbaban algo mi vida escolar; a veces no asistía a la yeshiva por esto o aquello, y la misma noche mi padre ya lo sabía. Privado de libertad como estaba, consideraba como un insulto no poder emprender nada sin tener que justificarme. Esperaba la tormenta y no se producía. La primera vez sólo percibí una mirada más severa; luego vinieron unos profundos suspiros mediante los cuales mi padre liberaba su decepción. La carnicería reagrupaba sus filas. De una vez por todas, él había decidido que yo era el patito feo en su nido de cisne; mis acciones sólo lo sorprendían a medias. Una noche, sin embargo, y dado que mis ausencias durante la semana se habían ido multiplicando, me habló.
Das vueltas alrededor de la casa, me dijo; no entras. Temo por ti que te quedes fuera toda tu vida. Me sentía extrañamente calmado para responderle. El rabino, dije, habla como el Libro, con símbolos, y es mediante símbolos como voy a explicarme. Es cierto que doy vueltas alrededor de algo. ¿Qué es una casa? Un espacio cerrado rodeado de espacio abierto. Me es preciso conocer y experimentar primero los objetos que quiero encerrar conmigo, y éstos se hallan desparramados por todas partes, sin orden, en el infinito. ¿Voy a tomar esto o aquello? ¿Cómo estar seguro de que no me equivoco? ¿Qué dirección es preferible tomar? El espacio abierto no tiene límites; la casa se halla estrictamente limitada; una vez los muebles están en su sitio, ya casi nada puede cambiarse. No es por disipación que divago, rabino, sino por aplicación. No hago ni quiero en absoluto el mal. Lo busco tan sólo para ayudar a expulsarlo de sus guaridas.
Mi padre permaneció en silencio unos minutos. Lo que quieres conocer, dijo al fin, está ya escrito. Muchos hombres eminentes antes que tú han experimentado lo que conviene tomar y lo que conviene dejar. Basta con amoldarse a su ejemplo. Ninguno de tus pensamientos puede ser nuevo. Todos han sido sondeados, sopesados y puestos de relieve; ningún error ha podido sobrevivir. Tal es la enseñanza, tal es la casa que se te abre como morada, ¿y dudas?
Con los codos sobre la mesa, mi hermano David hacía oscilar las niñas de sus ojos. Jamás había oído hablar tanto a lo largo de una comida. Elisea estaba inmovilizada en una extraña postura de espera. No niego, dije, las profundas virtudes de nuestra enseñanza. Ya va por sus cinco mil años de edad. Pero el mundo ha cambiado; no así la enseñanza. De siglo en siglo llena millares de páginas de comentarios, lo que prueba hasta qué punto existen en ella oscurantismos, arcaísmos, contradicciones, y en qué medida se refiere a estados y acontecimientos extraídos de la memoria del pueblo y cuyo significado se ha perdido. Pero también es nuestra tierra de Israel, que nos acompaña por todas partes y renueva en todos los lugares nuestra vieja alianza, y en este sentido es incomparable. Somos el germen y el fruto de esta enseñanza, y yo la hago mía según la Ley. ¿De qué soy culpable si tan sólo apacigua a medias mi hambre y mi sed de conocimientos?
Mi padre peinaba su barba con los dedos. Aunque turbado, me escuchaba atentamente. ¿Cuáles son tus proyectos?, dijo al fin. Yo había tenido tiempo de madurar mi respuesta; estaba presta. La necesidad, rabino, me conduce a la enseñanza profana. Quiero aprender las matemáticas y la geometría, la astronomía y las ciencias naturales, la lógica y la metafísica, la medicina y la política. Si mi programa tiene un principio, lo que no tiene es un fin. Lentamente mi padre inclinaba su cabeza. Con la condición, dijo, que no mires esos libros el día del sabbat. A partir de mañana te buscaré alguien que te enseñe la geometría y la astronomía según las reglas. Gracias, rabino, dije. Gracias de todo corazón. No tienes que buscarme a nadie. Ya he encontrado a mi maestro.
Tuve el presentimiento de que mi padre ya lo sabía. Sin duda prefería no hablarme de ello.