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Yehuda Haleví llevaba un tren de vida impresionante y era conocido de todos. Sin duda alguna lo habrían excomulgado por sus costumbres, como me excomulgaron más tarde a mí por mis escritos, si no hubiera estado inspirado y fuera un hombre famoso. Su reputación de hábil médico desbordaba Andalucía. Se decía que lo habían llamado varias veces a la Corte de Castilla, y que había regresado escoltado por una caravana de mulas cargadas de objetos preciosos. Los Grandes de Extremadura o del Levante no dudaban en franquear las fronteras en secreto con el fin de hacerse conducir a su morada. Los dignatarios magrebinos y andaluces también recurrían a su competencia, to cual no era óbice para que él no prestase su asistencia al pueblo de nuestra ciudad.

Los murmullos públicos le atribuían los rasgos más contradictorios: para unos era codicioso, brutal, despiadado; para otros generoso, servicial, caritativo; lo cual significa que a veces era una cosa y a veces otra, según las circunstancias y su humor. Estarás de acuerdo conmigo, creo, en hacer poco caso a esta clase de habladurías. Un personaje como Yehuda Haleví no puede ser encajonado tras unos cuantos epítetos. Los vicios que los chismes le atribuían, o que él mismo se atribuía para menosprecio de las conveniencias, no mermaban en absoluto la admiración que todos le profesaban. Médico solicitado, por supuesto; pero sobre todo poeta incomparable, el más importante de la España musulmana desde que callaron las voces de Ibn Nagdela, Ibn Gabirol e Ibn Ezra, el Mayor. En el califato de Córdoba, la poesía se consideraba como el estado de suprema beatitud al que podía acceder un ser humano. Eran numerosos los letrados que se ejercitaban en la versificación; pero poetas como Yehuda Haleví sólo había uno, y el pueblo tan dispar de Andalucía lo sabía por una intuición inmediata.

Un poeta es algo inefable, inexplicable; sólo podemos aproximarnos a él, descubrirlo y amarlo.

El adolescente que yo era entonces, en plena fermentación de savia, más atormentado por el sentido del lenguaje que por su posible beldad, no sentía la más mínima disposición para con la embriaguez lírica. La poesía es silencio; y, por el contrario, fue el lado ruidoso y desbordante del personaje lo que excitó mi curiosidad. Yehuda Haleví vivía en una enorme casa, muy próxima a la nuestra, de varias plantas, llena de numerosas ventanas, todas ellas con cristales. Elisea me había dicho que llevaba una existencia disoluta y que debía a la protección de su musa el que el cielo no le hubiese aún fulminado. Aunque formaba parte del Consejo de Sabios, a cuyas sesiones nunca asistía, se burlaba abiertamente de la Ley, profanaba el descanso del sabbat, ofendía su boca con carne de venado y otros platos proscritos y no se abandonaba a otro culto sino al de sus placeres. Su residencia ocultaba un serrallo donde languidecían en permanencia criaturas demoníacas, huríes apenas núbiles, compradas a altos precios y traídas del Magreb por mercaderes de esclavos, y ghilmâns[11] aún imberbes. Este pequeño mundo se bañaba, perfumaba, parloteaba y discutía a lo largo de la jornada bajo la vigilancia de dos matronas y tres músicos ciegos. A partir del anochecer, extrañas melopeas comenzaban a filtrarse por las paredes. Yehuda Haleví recibía en su mesa a sus amigos de Córdoba, Granada o Sevilla, dignatarios árabes o ricos mercaderes, a veces emisarios españoles, y la fiesta acababa a altas horas de la madrugada o con los primeros resplandores del alba.

Para ir al colegio tenía que pasar por delante de aquella larga fachada adormecida, y cada vez sentía mi espalda atiesarse y mi nuca congelarse, tal era mi temor de atraer sobre mi persona algún reflejo de oprobio. Y, sin embargo, ningún viento tormentoso soplaba de las tomas de luz ni pestilencia alguna emanaba de las junturas. Ante la verja dormitaba un monumental liberto, un otomano, decía Elisea; era el centinela del vicio y sus pies sobresalían del porche de tal manera que era preciso contornearlos o franquearlos de una zancada. A veces miraba de reojo el interior sin distinguir la más mínima mueca de súcubo o íncubo mezclada con el follaje del jardín interior, uno de los más cuidados y opulentos de la Judería. El agua chapaleaba en la fuente; unas cotorras revoloteaban alrededor de una alcándara. ¿Por qué no era yo uno de aquellos pájaros, para ser testigo de las bacanales que hacían murmurar a Córdoba? ¿Era el poeta-médico una realidad o un mito? ¿Había verdaderamente en aquella casa de apariencia rica y apacible jóvenes cautivas cuyo pudor era violado, muchachos de mi edad entregados a la sodomía? Elisea decía que era en los momentos álgidos de la orgía cuando Yehuda Haleví encontraba los acentos más patéticos para sus poemas dedicados a la gloria de la tierra de Sión. Un escriba se hallaba presente y tomaba nota. Seguidamente circulaban copias entre los letrados, que se extasiaban con ellas. ¿Estaba Dios al corriente de tal delirio? ¿Tenía indulgencias especiales para con los magos del verbo sagrado? Yehuda Haleví pasaba por ser quien mejor dominaba el lenguaje bíblico más puro, que ya nadie hablaba desde hacía siglos; también dominaba el lenguaje coránico más elegante, alternaba rimas y asonancias, y variaba los ritmos del mismo modo que componía en hexámetros latinos. Más tarde, mucho más tarde, leí unas copias de estos poemas: verdaderamente fue un gran elegíaco, enormemente inspirado. Antes no podía entender nada. Antes era el diablo quien me tentaba.

Un día le conocí. Sin duda esperas la confesión inmediata de mi decepción: no tenía cuernos ni horca, ni tampoco olía a azufre. La realidad aplaca lo imaginario como el frío la bruma; el descubrimiento es aún más conmovedor. La escena se fijó de tal modo en mi memoria que puedo explicártela sin la más mínima discontinuidad. Al regresar a casa procedente del colegio, mi padre me mandó llamar. Estaba en su despacho de trabajo con Messulam, su copista, en compañía de un visitante cuyos rasgos se me aparecieron difusos dado que estaba de espaldas a la lámpara. Era un hombre de la edad de mi padre, con la frente descubierta, sin casquete y vestido muy elegantemente, con una levita de seda bordada. Me fijé en la blancura de sus manos, largas y finas, que tenían el aspecto de llevar una existencia independiente. Hoy me es fácil poderte afirmar que en seguida supe de quién se trataba; su mirada que horadaba la oscuridad me lo confirmó sin posible error.

Primogénito de Maimónides, me dijo con un tono alto, que la paz sea contigo. Que llegues a ser justo y sabio como tu padre, que es mi amigo. Yehuda Haleví, contesté sin reflexionar, quiero ser como tú, médico, poeta y libertino.

Hubo unas risitas quedas alrededor de la mesa. Me afloró la idea de que acababa de soltar una incongruencia, pero ya estaba dicha. Mi padre se peinaba la barba con los dedos, señal en él de enorme desagrado.

Interesante, dijo el visitante, muy interesante. ¿Poeta y libertino? No sé. Hacen falta dones. Pero puedes ser médico. Basta con aprender. Messulam, el copista, se frotaba las costillas contra el borde de la mesa, sin duda para dominar una alegría muy grande. El pábilo vacilaba en la lámpara de aceite y unas sombras caprichosas danzaban en las paredes.

Mi hijo será juez de la Ley como todos los primogénitos de los Maimónides, dijo tranquilamente mi padre. No le imbuyas de malas ideas. Le vienen a menudo y no es necesario añadir más.

No es una mala idea, respondió Yehuda Haleví. A mí no me ha ido del todo mal. Se giró para emprender de nuevo la conversación interrumpida por mi entrada. Tenía un nudo en mi garganta y era incapaz de moverme de mi sitio. También seré médico, murmuré, más para afirmar mi decisión que para contrariar a mi padre: era la primera vez que osaba enfrentarme a él abiertamente.

Hablaban de la situación política. Sobre todo fue Yehuda Haleví quien habló. Oía revolotear frases formadas con palabras-objetos, algunas de las cuales me eran desconocidas y cuyo sentido me alcanzaba con una agudeza inaudita. Mi padre intervenía a veces emitiendo un confuso gruñido, Messulam hacía girar las pupilas en sus órbitas. En el norte de la península, castellanos y aragoneses se preparaban para una acción de envergadura cuyo proyecto maduraba. La derrota de los españoles en Zalaca les había dejado, sin embargo, Toledo. Así, pues, una nueva tentativa de reconquista podía resultarles ciertamente seductora, y más aún en la medida que Andalucía, dividida y fragmentada en taifas, ofrecía presas más fáciles de alcanzar y más apetecibles de codiciar. ¡Y bien!, intervino mi padre. Si Córdoba se hace española, seremos españoles. ¿Dónde está el mal?

Yehuda Haleví se giró bruscamente hacia mí. ¿Conoces las letras árabes? Sorprendido por la pregunta, necesité reflexionar antes de menear la cabeza. Descifraba un poco la escritura cúfica, pero en absoluto la cursiva. Tengo, dijo, un ejemplar muy raro del Canon de Ibn-Sina[12] en traducción hebraica, que sigue al pie de la letra el texto original; es un árabe bastante próximo del nuestro. Mañana te lo mandaré traer. Podrás iniciarte en algunas nociones de medicina y en la lectura de los grandes autores. Se lo prohibiré, respondió mi padre sin levantar el tono de voz.

De nuevo ambos hombres me olvidaron por cierto tiempo. Los españoles, dijo Yehuda Haleví, desconfían de nosotros. Su odio idólatra está dormido, no apagado. A mí, personalmente, me dirigen saludos corteses y suntuosos regalos, pero no me dejo embaucar por ello. Hemos vivido mucho tiempo con los árabes. Para un castellano, un andaluz es un enemigo o un traidor, y cuando la soldadesca se abandona a la masacre, ¡ay de aquél que se cruza con ella! Los árabes tienen caballos rápidos y un profundo imperio. Nuestras piernas nos pesan y ¿dónde está nuestro terreno de retaguardia? Pero no son los españoles a quienes más temo en estos momentos. Ya llegará el momento de temerlos, más tarde, mucho más tarde.

Hizo una pausa y miró sus largas y finas manos a la luz de la lámpara. Mi padre refunfuñó. Messulam mostraba sus dientes amarillentos en un rictus congelado. Por mi parte, recibía cada una de las palabras que allí se emitían como un afloramiento de metal puntiagudo. Una secta de fanáticos, los almohades, se extendía irresistiblemente por las llanuras del Atlas. Austeridad, pureza y crueldad, tales eran sus mensajes fundamentales. Estarán aquí antes que los españoles, profetizaba Yehuda Haleví. Los emires andaluces, los grandes propietarios, los mercaderes los recibirán con los brazos abiertos, como si fueran los salvadores. Y entonces ¡ay de la Judería! Pobres de nosotros. Esto ya ha ocurrido con los almorávides bereberes, dijo mi padre. Ha habido muertos. Ha habido supervivientes. La civilización árabe es explosiva; la nuestra es retráctil. Son reflejos de supervivencia, aquí y allá. Los latinos son dominadores fríos, sin pasión. Estamos acorralados por unos y otros. ¿Qué hacer? Rezar. Esperar.

Mi padre pareció darse cuenta de que yo aún estaba allí. Puedes salir, me dijo. Abandoné el despacho sin decir una palabra. De hecho, ¿por qué me había llamado? ¿Quién tenía algo que decirme si no era mi propia voz interior? Me fui al jardín para reflexionar sobre lo que acababa de escuchar. Por encima de los techos se extendía una noche de primavera, cargada de olores, de estremecimientos y estrellas. Las golondrinas descendían, bebían en el pilón de la fuente sin aminorar su vuelo, y rebotaban hacia el cielo. Una exaltación singular me corroía las carnes. Se me esperaba en algún lugar adonde debía dirigirme; había un pequeño nicho para mí cavado en el gran nicho de los vivientes; y todo lo que yo poseía de tangible e intangible, de ya hecho o de aún por hacer, había recibido la orden de precipitarse allí. Acababa de descubrir la impaciencia.

Ya no volví a ver nunca más a Yehuda Haleví. A la mañana siguiente, al pasar por delante de su casa, el liberto otomano me hizo una señal y me entregó un libro muy grueso con una tapa muy arrugada y resquebrajada. Siempre lo he llevado conmigo. Lo viste en mi casa, en Fostat. He dicho que quiero lo entierren a mi lado el día de mi muerte. Creo que mi hijo velará para que ello se cumpla.

Más tarde me enteré de algo que en principio ignoré, y es que Yehuda Haleví había venido para despedirse de mi padre. Se iba de Andalucía. Y de España. Acompañado de su última favorita, una hurí de dieciséis años, se dirigía a la tierra de Israel para acabar allí sus días. Hizo el viaje por mar, soslayó por un pelo la tempestad y a los piratas, y desembarcó en el puerto de Askalán en las postrimerías del verano. Cuando llegó a la colina de Sión, Jerusalén, dorada por el sol, yacía a sus pies; se dejó caer a tierra con el rostro empapado de lágrimas. Aconteció que un jinete franco pasaba por allí. Vio a un anciano judío que besaba el suelo en medio del camino. ¿Crees que ordenó a su caballo que lo esquivara? Le dio con la espuela y lo hizo pasar sobre Yehuda Haleví. La herradura quebró el cráneo ofrecido en comunión con el innombrable. Supongo que era un valiente soldado de Cristo, quizás incluso en paz con su alma. Dios le quiera. Aquel cerebro esparcido por el polvo era un bálsamo para las llagas del crucificado, un óbolo pagado por adelantado para la salvación del asesino: los sacerdotes lo habían predicado, los obispos confirmado, y el papa garantizado. ¿Cómo podía aquel cruzado dudar en aplastar un gusano?

Así acabó sus días Yehuda Haleví, que algunos escriben Juda ha-levi, sabio, esteta y libertino.