Si hubiera sido un alumno brillante en la escuela, probablemente me habrían informado de ello. El comportamiento cada vez más malhumorado de mi padre para conmigo me recordaba sin cesar mi mediocridad. Debo reconocer que el hijo de la carnicera no le hacía ningún honor. La integración de los Maimónides al estudio era un hecho de selección sólidamente establecido en la Judería de Córdoba. Los primogénitos varones recibían disposiciones dominantes para la ciencia bíblica a causa del semen. Pese a no ser hereditaria, aquella especie de mandarinato no era por ello menos congénito. Y he aquí que el hilo, tendido a lo largo de las generaciones, iba a romperse conmigo. Yo no era lo que mi padre esperaba. Se resignó a esta traición, al tiempo que yo hacía lo propio. Y, para no desesperar, hube de descubrir mi propia singularidad.
Por aquel entonces aún ignoraba que los peripatéticos habían codificado la lógica y que los filósofos árabes, los motecallemîm, la usaban virtuosamente. La misma noción de lógica debía serme extraña, así como también la noción de lo concreto que, sin duda, ya se hallaba presente en mí. Sólo tenía talento para el buen sentido, el cual —mi padre no se equivocaba— había heredado directamente de la carnicera. No era tonto. Comprendía sin dificultad alguna la significación aparente de las frases. Retenía sólidamente lo que leía. Era capaz de discutir según los esquemas reconocidos, de mezclar las diversas interpretaciones ya admitidas y de representar el papel del fuerte tomando al maestro de la varilla como modelo. Hoy pienso que esta enseñanza debía parecerme demasiado simple, demasiado fácil, es decir, de poco interés,
Me faltaba celo y, tal vez, también ambición. Cuando no se me interrogaba, callaba obstinadamente. No me exhibía como otros hacían para complacer, deseoso de obtener una alabanza. El maestro se quejaba a menudo a mi padre de que tenía el aspecto de dormir estando despierto. La varilla había dejado de intentar procurar el remedio; había caído demasiado a menudo y con demasiada fuerza para seguir conservando sus virtudes. ¿Has observado con qué desenvoltura se relaciona el niño con la contención y el malestar? Evadirse de ello mediante la fantasía es una receta segura, demostrada por el uso. La velocidad de las imágenes no está vinculada con su duración; ello permite esperar que el disgusto se desperece y disipe.
Yo me reservaba a mí mismo para tiempos mejores, para cuando el estudio se viera fundado en la libertad. En la espera tenía que aceptar, sin embargo, la sujeción a unas reglas demasiado estrictas, y comportarme honorablemente, sin más. La buena dosificación de la duplicidad presencia-evasión no requería más que un poco de costumbre. Solamente soñaba a medias, y ya era suficiente para indisponer de un modo crónico al maestro, quien sin duda creta hacer bien informando a mi padre con regularidad de mi comportamiento. Entonces, el juez Maimónides me lanzaba una mirada sombría. De su desliz con la carnicera no había salido una buena mezcla. Mi padre se hubiera quedado aún más perplejo, si hubiera sabido que yo comenzaba a amar la carnicería en la persona de mi tío Joad. Pero antes yo había husmeado el escándalo y su olor no me había parecido malo.