3

Un día me pediste que te diera una definición sucinta del judaísmo y no supe hacerlo. Hoy, puedo: el judaísmo es esa cultura espiritual donde el mismo verbo designa conocer y amar; donde basta otro único verbo para expresar comer y aprender. No son ambigüedades fortuitas o vacilaciones del lenguaje; son acciones que se confunden. Aprender, conocer, son absorciones físicas, estrechamientos, relaciones carnales entre el ser y la materia. Es también el placer que se añade a la satisfacción de una espera que basta estimular para que se despierte.

El camino hacia el saber no es acumular ciencia como algunos acumulan riquezas; es reconocer la propia realidad de uno en el mundo y juzgarla; es renovar en sí mismo el misterio de la creación. Si no hubiera sido así, ¿habría podido el niño que yo era soportar la existencia que la tradición imponía?

Tengo veinte dientes en la boca, unas piernas que aún vacilan al caminar y un hablar que apenas se articula en frases construidas. Después de haberme levantado antes del alba, con los ojos que me pesan a causa del sueño y el cuerpo encogido por el frescor de la noche, he de hallar yo solo el camino de la yeshiva[8] hacia donde convergen a la misma hora otros muchachos titubeantes de mi misma edad. Es una sala cuadrada, mal encalada, que huele a cerrado y a aceite rancio. Unos bancos de madera están alineados a lo largo de las paredes. La diminuta población se instala bajo la aguda mirada del maestro que enarbola una larga varilla. Cuidado con quien se mueva: le arrea inmediatamente. Le arrea tanto si se rasca la cabeza por debajo del casquete como si se mete los dedos en la nariz. Lo ideal sería que estos niños fueran de cera y trapo en lugar de carne y hueso, pero sería un falso ideal: la prueba habría dejado de tener sentido. Es precisamente la carne y el hueso lo que hay que integrar en este aprendizaje. ¿Es el maestro demasiado severo? Es una cuestión sin sentido: es el maestro; su papel es disciplinar para que la disciplina emprenda su vuelo. Letras, cifras, palabras que una mirada cándida retiene, que una uña titubeante sigue. Los sonidos atraviesan los labios, se enroscan entre la lengua y el paladar, se distienden en la garganta, el niño los traga para hacerlos suyos para siempre.

¿Crees que los niños de la yeshiva aprenden solamente a leer? Aprenden a comer frases, en principio insípidas, y que acaban, a fuerza de ensalivarse, chuparse y masticarse, por ofrecer un gusto delicioso. ¡Amarás al Dios Eterno de todo corazón e incluso con tus bajos instintos! ¿Qué significa esta orden? ¿Es posible no amarlo? ¿Cómo puede uno saber si el corazón se halla completamente volcado, y no una parte tan sólo? Entre los sinónimos de la palabra corazón: pensamiento, inteligencia, voluntad, fuerza y potencia, ¿cuál de ellos conviene preferir y por qué? ¿Qué es un instinto y mediante qué signo puede uno reconocer que es bajo? ¿Acaso negar los bajos instintos no es frustrar a Dios con respecto a una parte del amor que le debemos?

El niño pasa allí el día entero. A medida que las horas transcurren va dejándose ganar por la magia de las palabras; al anochecer, despabilado y fresco, corre hacia la casa de su padre donde tendrá suficiente con una noche de reposado sueño para digerir todo lo que acaba de absorber.

A la edad de seis años, si no ha nacido idiota, sordomudo o ciego, poseerá la lectura y la escritura, bienes de los que ninguna persecución ha podido ni podrá jamás desposeerle. No importa que luego se transforme en peón caminero o médico-filósofo; de todos modos habrá sellado su alianza con el verbo, nuestro pacto sagrado. Pobre o rico, miserable o poderoso, se halla en el camino de proseguir cada día de su vida el diálogo con el ser inefable. Confio que medites esta frase sacada del Talmud[9]: El mundo se halla suspendido del soplo de los niños que van a la escuela.

Yo era ese niño. Uno entre mil. En cada una de las calles de la Judería de Córdoba había una yeshiva de donde se suspendía el soplo del mundo. No ignorábamos que el resto de la ciudad respiraba a otro ritmo. Los jóvenes árabes de alrededor recitaban, gracias a su prodigiosa memoria, suras y hadits[10] aprendidos de memoria; más raros eran quienes aprendían sus letras.

En cuanto a los españoles, no tenían ninguna escuela, salvo aquella que formaba a sus futuros clérigos. Los jovencitos asneros y cabreros leían directamente los signos en el gran libro de la naturaleza y desarrollaban sus músculos en las riñas.

No pretendo que a mi edad hubiese podido conferir un juicio de valor a nuestra singularidad. Para mí no había otro modo de ser, salvo el de situarme tras las huellas de nuestros antepasados. Entraba con paso menudo en la gran aventura espiritual de mi pueblo, incluso sin adivinar lo que aquel camino tenía de original, de tan común como era entre nosotros. ¿Sentía alguna vez nostalgia de un gran cielo descubierto, de un camino que se internase en un bosque, de un manantial? Ya no lo sé. Es posible. En el estado de fascinación y constreñimiento que pesaba sobre mi condición de letrado en ciernes es muy lógico que considerase estas veleidades como bajos instintos, y que tal consideración me incitase a alejarlas de mí con fuerza. Del mismo modo que necesitaba comer para vivir, necesitaba estudiar para vivir. Mi cielo, mis bosques, mis manantiales dormían en las páginas del libro. No dudaba acerca de mi poder para remitirlos un día a su verdadero lugar.

¿Dichoso o desgraciado? ¿Cómo saberlo después de tantos años, de tantos acontecimientos? Tenía compañeros de clase; ningún amigo, ningún cómplice. El verbo jugar no entraba a formar parte de mi vocabulario ni tenía equivalente. ¿Crees que lamento no haber quemado un montón de porquerías ni haber atado una sartén a la cola de un gato? Conocía la existencia y las turbulencias de los grupos de niños y niñas que se divertían a lo largo de todo el año en las llanuras y en las orillas del río; los compadecía un poco; los envidiaba mucho. El maestro hablaba de ellos con severidad y nos los ponía como lo contrario del ejemplo a seguir. Ellos jamás alcanzarían la verdad y la sabiduría. El acceso al reino de la luz les estaba vedado. Ellos no habían sido elegidos. Al final casi dejé de envidiarles y comencé a tenerme a mí mismo en más estima, pero sin demasiada convicción.

Admitía que pudiera haber dos maneras de ser, la buena y la mala. Agradecía a la providencia el haberme colocado en la buena, pero sin entusiasmo. La promesa contenida en el pacto de alianza permanecía abstracta. Por muy inexperto que fuese ya sabía que el precio a pagar podía ser excesivo. La masacre de nuestros hermanos de Worms había sacudido duramente la Judería y yo no había ignorado nada. En el Magreb la intolerancia para con nosotros volvía a cobrar forma en matanzas esporádicas. Uno para todos y todos para uno, nos decía el maestro. ¿Dónde estaba aquella alma corrompida que nos arrojaba a la vindicta? Por lo demás, la varilla me imprimía marcas en la piel que seguramente quemaban más que los fuegos del gehena, el infierno.

En casa, ni padre ni madre. Una jorobada que echaba pestes. Y un enorme y mofletudo bebé que se arrastraba a cuatro patas, enseñando el culo. Si en aquella época me hubieran preguntado a quién quería, habría contestado, sin lugar a dudas, a Elisea. Era admirable por su dedicación y eficacia. Contrahecha y fea como para asustar, tenía una hermosa mirada donde velaba permanentemente un resplandor de bondad. Había entre nosotros una gran complicidad y me sentía dichoso de sentirla. Durante mis horas de libertad, a decir verdad muy escasas, me gustaba estar cerca de Elisea, que me alimentaba con relatos extravagantes y confituras. Cuando no tenía muchas cosas que contarme, las machacaba una y otra vez; y yo estaba muy atento para verificar si las sucesivas versiones coincidían en los detalles, incluso en las entonaciones.

Así, pues, era verdad. Me contó cómo había sido capturada con motivo de un saqueo turco en Esmirna, donde ella vivía apaciblemente con sus padres, traperos; y yo quería poner cerrojos en la verja que daba a la calle para tener en adelante a salvo a Elisea; cómo la habían violado y dado por muerta en un olivar; y yo la veía a veces en sueños con el vientre desnudo y los muslos llenos de sangre; cómo la habían trasladado de caravana en caravana a lo largo del litoral africano y propuesto en venta en todos los mercados de esclavos, sin que nadie la quisiera a causa de su joroba y fealdad; y yo decidía convertirme en un gran médico para enderezarla y embellecerla; cómo había ido a parar a Córdoba, donde mi padre, al enterarse de que era judía de Esmirna, la había mandado comprar para la comunidad, que la había emancipado inmediatamente; y yo soñaba que mi padre era un gran principe; cómo se las había arreglado ella, que no tenía ningún familiar cercano, para reemplazar a mi madre que acababa de morir; y yo pensaba que si el destino había sido cruel con Elisea, aún lo había sido mucho más conmigo.

El viernes salíamos de la yeshiva a primeras horas de la tarde. Mi casa me recibía en fiesta, con todas las lámparas encendidas, las baldosas frotadas con aceite, la comida de todo un día dispuesta ya sobre un mantel blanco. Antes de que llegase la noche, Elisea me daba mi baño y recorría mi piel con sus nudosos dedos, explorando las hendiduras y las prominencias; pasaba y pasaba de nuevo sus dedos por los lugares sensibles y su desagradable rostro se tendía en un intenso esfuerzo de recogimiento. Sin que pudiera protegerme de ello, aquella manipulación me llenaba de una turbación que yo atribula a los bajos instintos que debían contribuir a amar a Dios.

Deseaba que aquello acabase lo antes posible y, al mismo tiempo, esperaba que siguiese durando. ¿Acaso mi piel recordaba las manos de mi madre? ¿Acaso una maldición había caído sobre mí? Oscilaba entre la risa, las lágrimas y la cólera, indeciso, paralizado por la vergüenza, la impaciencia, y una languidez inefable.

Semana tras semana, Elisea progresaba, sus dedos se hacían más precisos y firmes, y mi confusión iba en aumento. ¿Qué ocurría exactamente en mi cuerpo, cuyo misterio desconocía? En mi desnudez entraba tanta fuerza como debilidad; en mi espíritu, tanta aceptación como repulsa. Me elevaba y permanecía en mi lugar, aterrorizado por el inevitable acercamiento de la voz del cielo que, en cualquier momento, podía retumbar para llamarme por mi nombre. ¿Estaba yo también destinado a convertirme en polvo?

Pero el cielo permanecía mudo; en cambio, Elisea hablaba. Me explicó a su manera el capítulo dos del Génesis, y como en este aspecto también machacaba, supe que decía la verdad. Yo sabía, me parece que desde siempre, que yo no era inocente. La cópula del gallo sobre la gallina, del macho cabrío sobre la cabra, las había visto con el rabillo del ojo; no comprendía su mecánica, pero admitía la necesidad. Así lo disponía el orden de la naturaleza. Que no hubiera que mirar, ni hablar, y que se tuviera que hacer como si aquello no existiera, procedía del ceremonial de los adultos que yo no comprendía.

También había presentido, me parece, que el gallo y el hombre no estaban tan distantes como se ingeniaban en hacernos creer. Cuando leí que Adán conoció a Eva, mi voz enronqueció y mis oídos zumbaron. De repente, me pareció muy claro que la realidad no se escribía con los mismos signos que los libros. Fue un descubrimiento singular. Una vez más el mundo sufrió una hendidura que lo partió en dos. Y sin embargo, sólo podía haber una verdad, y ya me prometía estar muy al tanto para no dejarla escapar. ¡Cuán grande fue mi alivio cuando leí más tarde, en el Talmud, que incluso una voz del cielo no prevalece sobre lo que existe! Otros antes que yo habían conocido el tormento y la incertidumbre. El autor de este comentario había elegido. Yo también hice mi elección. Había que vivir una vida de hombre humildemente, orgullosamente y, sobre todo, lúcidamente.

Un viernes, cuando contaba ocho o nueve años, le dije a Elisea secamente que en adelante tomaría mi baño solo. Ya no necesitaba de sus manos para explorar mi cuerpo; las mías podían hacerlo perfectamente. Elisea eructó una especie de hipo, se lanzó fuera de la casa, y no volví a verla hasta pasados tres días. Permanecimos mucho tiempo muy fríos.