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No has podido conocer a mi padre: cuando llegaste a Fostat acababa de morir. Gracias a él, y a pesar suyo, pude formarme. En mi recuerdo le veo fuera del tiempo, reconfortante y terrible, presente ante mí y presente en mí. Como, sin duda alguna, ya sabes, había sido príncipe[6] de la Judería de Córdoba. Aquel cargo le venía de su padre, quien a su vez lo había heredado del suyo, por derecho que se concedía al más sabio y al más justo y que, desde hacía más de doscientos años, los Maimónides venían obteniendo de la unanimidad de la comunidad. Yo, el primogénito, tenía que heredarlo un día. Mi padre no me juzgaba digno. Yo no tenía, por mi parte, ninguna gana de poseerlo.

Sólo ha sido aquí, en Egipto, al entrar en contacto con los grandes monolitos de los que incluso no teníamos la menor idea en España, donde he podido hacerme de mi padre una representación más justa. En Córdoba le hubiera comparado con el olivo por su tronco macizo y denso y su coronilla desprovista de cabello que proyectaba una fina sombra. Con esto quiero decir que tan ágil y hábil como fue en sus pensamientos y diligencias, estaba completamente reducido a su función, invariable e invariante, repitiéndose a sí mismo constantemente y sin contradecirse nunca. La primera imagen que me dejó se superpone a la última: un hombre macizo, más bien paticorto, de panza redonda pero no agresiva, que se mantenía muy recto, combado sobre sus riñones, con barba espesa y cuadrada y cejas pobladas bajo su casquete o su turbante. Caminaba con pasitos cortos y medidos, arrastrando sus babuchas, como si doblar la rodilla, incluso de pie, no fuera propio de su condición. Tenía el ceño fruncido y su pesado párpado permitía el paso de una mirada cuya intensidad valía un sermón. Hablaba poco y en casa o en el Consejo sólo decía lo necesario. No recuerdo haberlo visto u oído manifestar impaciencia o ceder a la cólera. Lo que no le interesaba lo dejaba correr a no ser que se viera forzado por la situación a volver a ello. ¿Tenía consigo mismo alguna vez incertitudes, debates de conciencia o penas? Es posible, pero no lo parecía. Sólo emitía productos acabados, juicios sin apelación, opiniones sin reserva, predicciones tajantes, con palabras breves y concisas, parejas a sus pasos. ¿Estaba alguna vez harto, le dolían las muelas o el vientre, pasaba noches de insomnio? Jamás lo he sabido. Una mañana, en Fostat, como no había salido de su habitación a la hora acostumbrada, entré y me lo encontré rígido, inflexible en su cama. Para su partida del mundo había sabido ser, como en su vida, breve y definitivo.

Por aquella época nuestra Judería contaba unas veinte mil almas y todas ellas residían en cierto modo en el alma de mi padre. No había un solo acontecimiento de cierta importancia en la comunidad que permaneciese mucho tiempo desconocido para él y que no concerniese a su competencia. Se sabía los nombres de todas las familias que residían regularmente en Córdoba, la solidez de las alianzas entre unas y la amplitud de la discordia entre otras, los buenos o los malos negocios de tal o cual, quién mentía o decía la verdad, el porqué de una llegada, la razón de una partida. Lo cotidiano y lo inhabitual afluían hacia él como el agua fluía por la ciudad. No había día en que no se presentasen numerosas personas para pedirle consejo, en que no se le rogase que pusiera fin a un litigio o una querella, en que no se le sometiera un caso de conciencia. Cuando no tenía la respuesta a punto, se encerraba por espacio de una o dos horas y la buscaba en las sagradas escrituras. Sabes que la gente de Oriente está dotada de facultades mnésicas excepcionales. La memoria de mi padre era fabulosa, valía por sí misma lo que una biblioteca. Leía un manuscrito una sola vez y se lo sabía de cabo a rabo. Las horas que otro hubiera empleado para descansar o divertirse, él las dedicaba al estudio. Para conservar alegre su espíritu, ayunaba enteramente un día a la semana; pero también es verdad que los otros días se cebaba, tragando de prisa y abundantemente lo que Elisea ponía en su escudilla, sin desviar la mirada del libro que leía. No era un hombre, era una función.

Por tradición, había sido educado para no tener en absoluto una existencia particular, para no ceder jamás a un deseo, a un movimiento de humor, a un arrebato de ternura. El único lujo que se permitía era la limpieza de su cuerpo, la ceremonia del baño caliente, las regulares venidas del barbero que vigilaba su barba cuadrada, el lino blanco que renovaba bajo su caftán cepillado, lavado, impecable, el irreprochable cuidado de su peinado, y aún porque Elisea dominaba sobre todo ello y porque no habría convenido que hubiese comentarios con respecto a la compostura y aspecto de un príncipe. Recibía en su casa a los extranjeros de paso, portadores de manuscritos, cuestiones orales o mensajes, y para ello la casa debía estar muy bien dispuesta, ya que era preciso hacer honor a la comunidad. Como pastor, mi padre tan sólo se interesaba y preocupaba por su rebaño. La dirección política, jurídica y moral que ejercía con rigor y devoción, las poseía, decía, directamente de los Patriarcas, y quizás de una manera desenvuelta, pues la historia de los Maimónides se pierde en la noche de los tiempos.

He vivido treinta años a la sombra de este hombre y no recuerdo haber sostenido con él una conversación de orden privado. Le llamaba rabino y le hablaba en tercera persona; él me llamaba hijo de la carnicera, yo te diré por qué. Nuestro estatuto económico familiar era de los más reducidos. Mi padre se desinteresaba soberanamente de tal cuestión, dado que despreciaba los bienes materiales y las comodidades. Con despecho para las grandes responsabilidades que asumía, le gustaba decir que éramos pobres. Esta noción merece una explicación, pues ser pobre en Córdoba sin duda alguna no tenía el mismo sentido que serlo en Provenza o Egipto. Ello significa que mi padre no recibía retribución alguna de ningún tipo, ni de la comunidad que lo absorbía ni de los particulares a quienes prestaba sus servicios, y no había lugar para creer que las recibiese, conforme a la tradición que excluía que uno se sirviera de la Tora[7] para labrar su jardín.

Las únicas herramientas cuyo manejo mi padre conocía estaban en las Escrituras, y este conocimiento rechazaba todo provecho. Jamás había consentido aproximarse a las ciencias profanas, que consideraba inútiles cuando reproducían lo que ya estaba desvelado y perjudiciales cuando proponían a la Ley contra-verdades, pues sólo la Ley era justa. Por lo demás, ni su cargo ni sus estudios le hubieran dado tiempo para dedicarse a cualquier actividad lucrativa.

Además de carecer de rentas, tampoco disponía de lo que podrían considerarse bienes adquiridos. Sin duda, la casa le pertenecía, y también la mula. Poseíamos, a dos horas de camino del sur del río, una viña de diez mil pies donde también se habían plantado árboles frutales; esta tierra, roturada en otro tiempo por un Maimónides y mantenida por los Maimónides sucesivos desde hacía siglos, nos era reconocida por cartas patentes que mi padre conservaba; de ella extraíamos el vino del sabbat y de Pascua, los melocotones de primavera y las uvas de otoño, y obteníamos con qué pagar el sueldo de Elisea, por lo menos cuando el tiempo no era muy inclemente con la tierra. Mi tío Joad nos daba una pequeña renta procedente de lo que quedaba de la dote de mi madre; y Yehuda Haleví, nuestro vecino más próximo y un despilfarrador fastuoso, vertía sobre la nuestra una parte del sobrante de sus cocinas.

Pobreza, ciertamente, pero sobrellevada con una sublime despreocupación. No teníamos que preguntarnos de dónde procedía el aceite de nuestras lámparas, qué operación se efectuaba para que nuestra mesa se hallase llena de provisiones a las horas de las comidas, cómo se llenaban las alforjas de la mula y quién nos proporcionaba las gavillas de leña. Lo que era necesario para nuestro mantenimiento se presentaba de forma natural y satisfacía nuestras necesidades. ¿Puedes imaginar pobreza más envidiable?

Para el visitante extranjero, nuestro tren de vida debía parecerle opulento, pues una sucesión de ofrendas llenaba la casa y languidecía en ella. Nadie que tuviera necesidad de la ciencia de mi padre se presentaba ante él con las manos vacías, y todos creían, y sobre todo los más pobres, que lo contrario era una mezquindad. No había día que no se nos ofreciesen vajillas de plata o cobre, piezas de lino o seda, pides o joyas, todo lo cual se amontonaba en cofres, llenaba armarios, se esparcía por los ángulos de la casa y pendía de las vigas, en un exceso del más hermoso efecto. Cada semana mi padre ordenaba llevar una o dos cestadas para la caja de la comunidad. Los extranjeros partían de nuestra casa, éste con un collar, aquél con un anillo. Jamás he sabido que mi padre se hubiera separado de uno de aquellos objetos para su provecho personal o que hubiese desvalorizado el sentido de la ofrenda. Depositario de la Ley y de un sobrante de fortuna, mi padre se hallaba en la encrucijada de donde irradiaban la justicia y la sabiduría, la generosidad y la solidaridad de nuestro pueblo.

Sobre este hombre se había dirigido mi primera mirada y no lo había visto, porque incluso él mismo apenas me miraba. Aquí se sitúa un grosero malentendido que ha pesado sobre mi destino. Veneraba a mi padre, como lo prescribe la Ley, pero no lo quería, pues él no sentía por mí ningún amor. Y además de que yo no ocupaba el más mínimo espacio en su espíritu sobrecargado, mi padre sentía un gran rencor para conmigo. Yo no era su hijo; yo era el hijo de la carnicera que había sido su mujer. Sin duda, esto le hacia sentirse desgraciado, aun cuando tampoco supo mostrarlo; sólo dejaba traslucir cierta tristeza que me causaba daño.

Cuando mi padre alcanzó la edad de cuarenta años, y llegó el momento de asegurarse una descendencia, mandó pedir la mano de la hija de Menahem, el carnicero. Según la opinión de la Judería de Córdoba, este matrimonio tenía el defecto de aparejar dos personas de rango distinto. Solamente una hija de letrado o de sabio hubiera estado tradicionalmente en su sitio en la casa de mi padre. ¿Por qué él, tan respetuoso con las costumbres, había permitido que su elección divagase de tal modo? Me niego a interrogar al azar o la providencia, uno y otra fuera de mis coordenadas. Sin embargo, creo que una gracia particular me ha sido dada por esta fuente de vida. El caso no procede de la filosofía, proviene de un movimiento de circunstancias muy reales.

Si mi padre no tomó la mujer del rango que convenía, se debe a que no había encontrado la que estuviera suficientemente dotada para entrar en una alianza de donde las rentas activas debían desterrarse. Los letrados y sabios de Córdoba desdeñaban las riquezas materiales, salvo algunos pródigos como Yehuda Haleví, que asociaban el desenfreno y el celibato. Otra causa restrictiva procedía de que en toda Andalucía el Islam desequilibraba la demografía debido a la acostumbrada poligamia. Los musulmanes de pro pretendían gustosamente nuestras muchachas, más atractivas y excitantes que las de sus clanes. ¿Acaso el mismo Profeta no había dado el ejemplo al casarse con Rihana y Cativa, cautivas de Medina?

Nuestros Consejos de Sabios no se oponían por principio a tales uniones que sellaban alianzas tranquilizadoras para el futuro. Cálculo político, en efecto, que entraba en un sistema de legítima salvaguardia. Una minoría como la nuestra, a la vez cerrada y abierta, enclavada en un bullicio de reacciones imprevisibles y explosivas, ¿acaso no se justificaba por el solo hecho de asegurar su seguridad y supervivencia? Ya la prosperidad de nuestros dominadores se debía, en parte, al renombre de nuestros orfebres, traperos, mercaderes, médicos y filósofos. ¿Había que prohibir la contribución de nuestras hijas a la causa común? Y más en la medida que ellas no se hacían de rogar: en una casa árabe acomodada, su existencia era infinitamente más agradable que entre nosotros. En consecuencia, el serrallo causaba bajas en nuestras filas y se produjeron vacíos. Mi padre había esperado mucho tiempo; así pues, había dudado también mucho tiempo. Tal vez había tenido el proyecto de renovar la sangre de los Maimónides, que se espesaba por el efecto de una endogamia prolongada y restringida, ya que la mayoría de los sabios contraían matrimonio desde hacía tiempo con mujeres de su rango y por ende familiares. Me cuesta creer que mi padre se sintiera inclinado hacia el ser inacabado que ella era: mi madre contaba sólo quince años cuando pasó bajo el palio. Aún no había cumplido los veinte cuando murió. Entre estos dos acontecimientos capitales, mi padre se había desquitado haciéndole dos hijos, yo, el primogénito, destinado al estudio, y David, el menor, destinado al comercio. El problema de la progenie se había solucionado. Mi padre podía ya dejar de pensar en ello, y dejó de hacerlo. Ni hablar con respecto a mantener relaciones con los Menahem, que eran unos patanes, a pesar de la renta que nos proporcionaban y que mi padre aceptaba como si procediera de él. La vida había entrado en el orden, pero aquel orden no me quería y yo tampoco lo quería a él.

Lo que vi de mi madre lo he olvidado; pero su imagen permanece en mí, y aún hoy puedo reproducirla a voluntad. A Joad, su hermano, a quien veía a escondidas, le habré preguntado cientos de veces sobre ella. Me proporcionaba a mi madre en trocitos dispares que yo ordenaba cuidadosamente en mi arca de los recuerdos: un detalle por aquí, otro por allá, que acababan amalgamándose en un ser humano. Sus indómitos cabellos, su diminuta frente, su resuelta mirada tallada en almendra, su risa en cascada y sus piernas ligeras, formaban una afortunada mezcla de Oriente y Andalucía con la que me sentía orgulloso de estar en deuda por ser el hombre en quien me estaba transformando. Mi madre, que no había aprendido a leer y menos aún a escribir, se vio obligada a firmar con una temblorosa cruz el pacto que la vinculaba para el resto de su vida; aparte de esto, sabía hacerlo todo: correr por los campos, hincar el diente en una manzana verde, cantar durante la puesta del sol, sangrar y despedazar un carnero, cocer el pan, mentir y decir la verdad según las circunstancias, prever el tiempo contemplando el vuelo de los pájaros… Lo que yo he podido aportar de intuición y sentido común en mis esponsales con los estudios se lo debo a ella. Mi padre se equivocaba: yo no era el hijo de la carnicera, era el hijo de aquella carnicera. También era el sobrino de Joad, el patán, que me enseñó cosas esenciales.

He aquí los datos básicos. El pequeño Moisés puede nacer.