Cuando yo era joven, hubo en Fez un coloquio muy importante que reunió a numerosos sabios del mundo conocido. Mi padre participó en él. El tema a tratar era designar la tierra más propicia para la dilatación del ánimo humano. La disputa fue áspera y duró varias decenas de días. Cada uno de los doctores argumentó al principio a favor de su país, luego de Grecia que, durante mucho rato, fue la favorita; pero Persia, el reino de Damasco, Samaria y las orillas del Jordán, el bajo Egipto, Provenza e incluso la villa de París guardaron sus posibilidades de victoria hasta el final. Al regresar a casa mi padre dio a la comunidad una extensa y rica explicación del coloquio, pues no en vano éramos nosotros quienes encabezábamos el honor: fue Andalucía quien ganó el voto final: Al-Andalus, mi provincia, armonía conjugada entre la naturaleza y el hombre, y cuya perla era Córdoba.
No pretendo que una decisión de ese tipo constituya una prueba y me reservo la opinión en lo que se refiere a la validez de esa clase de asambleas parlantes. Aun cuando hubieran seguido estando de moda, siempre he rehusado asociarme a ellas. En ellas uno pierde su tiempo y su aliento. Mi disposición no es mejor para con los congresos eclesiásticos o políticos que pretenden determinar el destino de los pueblos y que no tienen otro poder sino ratificar judicialmente situaciones establecidas, cuando no terminan en discordia o confusión. La actualidad proporciona sin cesar ejemplos deplorables. Hecho el balance, doy prioridad a la filosofía: permite a los sabios venidos de lejos conocerse mejor y medir su ciencia. Así, mi padre hizo en Fez encuentros que más tarde iban a salvarnos la vida. Pero ahora se trata de elogiar Córdoba, mi ciudad.
Hoy ya casi no se sabe la gracia que suponía vivir allí. Yo, que he nacido de ese teatro y cuento diez generaciones de antepasados recobrados por su humus, ¿lo sabía antes de perderla para siempre? Para el niño que yo era, la gracia era algo evidente, brotaba como la flor del hibisco en nuestro patio, siempre renovada y tornasolada, satinada como una aurora de verano y de un perfume tan sutil que sería necesario ser abeja para experimentar toda la embriaguez. Fuera de allí, en ninguna parte he vuelto a encontrar el gusto de aquel aire, el sabor de aquel agua, aquel dorado del cielo y aquella dulzura de la sombra. Perdóname este énfasis. Se halla estrictamente relacionado con el objeto cuya evocación me empuja al lirismo. Córdoba, mi ciudad, la he amado y odiado con un mismo ánimo, la lloro por mí y por ella. Córdoba no se explica, no se describe; habría que haberla sentido como yo la sentí cuando mis sentidos se despertaron; habría que haberse bañado en ella como yo lo hice. Sin duda quedan calles, casas, gentes que van y vienen, y así será aún por mucho tiempo. Pero Córdoba ya no existe; y quizás no volverá a existir jamás, porque unos fanáticos extirparon su gracia y la gracia no renace de sus cenizas.
Córdoba, mi ciudad. Tenía derechos sobre ella, tantos como ella tenía sobre mí. Comúnmente se propaga que es de fundación romana. Yo tengo algo mejor que decir. Fueron mis muy lejanos antepasados de la primera dispersión babilónica quienes la inventaron, como inventaron Toledo y Granada. Fueron ellos quienes eligieron el emplazamiento junto a un río; fueron ellos quienes perpetuaron allí la primera población. Campesinos, artesanos, mercaderes, letrados; mezclados en algunas familias empujadas a los caminos del mundo antiguo, se daban un momento de respiro para recobrar el aliento, y ya Jerusalén renacía en la orilla septentrional del Guadalquivir, cuyo nombre se supone era Betis por aquella época.
No tengo en absoluto la intención de darte una lección abreviada de geografía e historia, sino de regresar mediante el pensamiento a los lugares de mi infancia para clarificar y comprender mi filiación. No hubo ningún enfrentamiento entre los nuevos colonos y los pueblos íberos de alrededor; por lo menos no existe la menor huella que induzca a creerlo. Las tierras regadas por el río conocieron el arado y la cosecha; el artesanado adquirió tal renombre que movilizó a los mercaderes: allí se hilaba la lana, se trabajaban el cuero y el hierro, el aceite de oliva llenaba las jarras y la miel se desparramaba de los tarros… Y al atardecer, todos los hombres de la comunidad, jóvenes y ancianos, se volvían a encontrar para el estudio según la ley.
Aún no era Córdoba, mi ciudad, pero el germen ya estaba allí. ¿Qué importa el hecho de que los romanos la convirtiesen en plaza fuerte? Ellos le imprimieron su genio imperiosamente con la construcción de un puente de piedra sobre el río y de un acueducto que iba a captar el agua de la sierra para hacerla llegar hasta el corazón de la ciudad. ¿Sabes que Séneca el retórico y Séneca el filósofo proceden de nuestra Judería? El destino se había puesto en marcha; ya no iba a detenerse.
El mundo era entonces como un tamiz sacudido por la cólera. Hubo imperios de un siglo e imperios de un día. Algo intentaba nacer, algo que nadie reconocía aún y que no nace más que para morir; me refiero al hombre en tanto que criatura particular. Jerusalén estaba destruida, Atenas olvidada, Alejandría en cenizas, Ispahán sumida en su leyenda, salvo en la nostalgia de un reducido número cuyo sueño insensato era reedificar una ciudad de bienestar. ¿Quién podía prever que la suerte designaría a Córdoba?
Hubo al comienzo una gran confusión, cuando los árabes invadieron la península. Pero apenas se hubieron instalado, al abrigo de sus alcázares, y ya su ferocidad había desaparecido para dar paso a su tradicional exquisitez. Traían en sus bagajes aquel refinamiento del gusto y aquellas sutilidades del goce del cuerpo y el espíritu que habían contribuido tanto a los esplendores de Oriente y a la envidia de Europa. Cuando nací, Córdoba estaba en su tercer siglo de paz y luz. No hay equivalente en la historia de los hombres de un logro semejante debido a la fusión de tres culturas, cada una de las cuales segregaba lo mejor para una elevación en común. El genio propio de un lugar privilegiado y el genio específico de tres pueblos fundamentalmente diferentes se conjugaron sin esfuerzo para dar curso al nacimiento de una obra. La comunidad hebraica, la menor en número pero la mayor en antigüedad, había depositado todo el ingenio que poseía para el estudio y la dialéctica, y la habilidad de sus manos para modelar formas; el Islam vertió la pedregosa poesía de las amplitudes sin límite, su arte de vivir y el orgullo de su arquitectura, desafiadora del tiempo; los latinos depositaron su pragmatismo y su resistencia, su ritmo y su buen sentido. Fue un matrimonio de amor y razón, que asociaba el alma y la carne, la libertad y el respeto a los demás, las corrientes de fondo y los remolinos de superficie; eso fue el milagro cordobés.
Sabes la aversión que siento por lo irracional y cómo me choca la palabra milagro, tan empleada con respecto a ello. Una gracia que se perpetúa durante trescientos años no toma sino de sí misma sus fuerzas de mantenimiento y renovación. Aceptaría la palabra prodigio, pero con la reserva de limitarla a disposiciones naturales. La obra evolucionaba. Por supuesto hubo querellas y rivalidades, enfados y reconciliaciones, mezquindades y murmuraciones, abusos y crímenes. Pero nada podía apartar la ciudad de su prodigioso destino.
Ciertamente, los árabes eran los amos y señores, y Alá, el Único, reinaba en el cielo. Córdoba no tenía elección. Se hizo árabe en la lengua y el modo de vestirse. Las costumbres, las almas permanecían puras. Al fin y al cabo Dios no ocupaba necesariamente el puesto que la tradición le asignaba. Aquellos niños que jugaban a la pelota en el camino de sirga, aquellos hombres que cruzaban el puente romano o se detenían ante las cestas de mimbre de los vendedores, aquellas mujeres que caminaban con paso rápido y menudo a lo largo de las fachadas blancas ¿qué eran: judíos, cristianos o musulmanes? Nadie hubiera podido decirlo. A nadie le preocupaba. Eran cordobeses, aunque acabasen de llegar de Tetuán o Zaragoza. La ciudad dibujaba tres semicírculos concéntricos junto al río: en el contorno los mozárabes españoles, en el medio los árabes musulmanes, en el centro la Judería. Pero las calles eran parecidas, las casas idénticas, la gente intercambiable y jamás tuve la impresión de franquear una frontera cuando cruzaba la ciudad de punta a punta; nunca me sentí desterrado, fuera de mi ambiente. Todos los habitantes de Córdoba habían adoptado aquel porte altanero impuesto por los árabes, hecho que inducía a comentarios del tipo como que los hombres eran soberbios, las mujeres intratables; y no había nada más superficial que esta opinión. Córdoba había fabricado un pueblo que en momento alguno tenía por qué agachar la cabeza. En las horas de rezo todos los rostros se giraban hacia el Este, y tal vez era éste el signo de la más profunda comprensión mutua: el que todos mirasen hacia la misma dirección. Un tercio de la ciudad descansaba el viernes, un tercio el sábado y un tercio el domingo, sin que nadie tuviese nada que objetar. Incluso habíamos convenido con los castellanos que jamás nos pelearíamos durante aquellos tres días, y no recuerdo que tal acuerdo se quebrantase nunca. Con motivo de las grandes fiestas que señalaban el final de las cosechas todos los pueblos se mezclaban armoniosamente en las plazas al son de los tamboriles y las guitarras. Múltiple y una a la vez, Córdoba gozaba de su libertad.
Ni rica ni pobre, a pesar de que apurando los términos hubiese ricos y pobres. Cada uno comía según su hambre, bebía según su sed y encontraba con qué cubrir su desnudez. El dinero que se acumulaba aquí o allá se repartía inmediatamente por la ciudad. Incluso el califa guardaba tan sólo lo que necesitaba para su mantenimiento. El palacio que se había hecho construir a seis leguas de la ciudad era más una cuestión de prestigio que de necesidad, y Al-Mansur[4], avergonzado de tal lujo, lo mandó derribar; los pórfidos de Cartago y Numidia sirvieron para edificar la biblioteca ciudadana, que se transformó en la más rica del mundo conocido.
En una época en que los habitantes de vuestras capitales del Norte arrastraban sus pies a través del polvo o chapoteaban por el barro, no había en nuestra ciudad una sola calle que no estuviera revestida de pavimentación, y no sólo para el bienestar del pie, sino también para el placer visual: ladrillos, baldosas y piedras de lava se entremezclaban en armoniosos arabescos, dameros tableros como de ajedrez, tresbolillos o estrellas polícromas que eran la admiración de nuestros visitantes extranjeros. No había tampoco una sola casa que no poseyese su patio donde murmuraba una fuente, o se abría la palma, el mirto o la buganvilla.
Los conquistadores árabes, hombres del desierto, dedicaban a los manantiales de la sierra un culto casi religioso; a partir del sistema de conducción rudimentario de los romanos habían diversificado una red que transformaba toda la ciudad en un jardín en flor. Alrededor, en los aluviones del río, crecían el olivo y el granado, el arroz y la caña de azúcar, el algodón y las especias, cuya abundancia hacía fluir ríos de oro en la ciudad; y aún no he dicho nada de las fachadas blanquísimas, de los balcones forjados en volutas, de la belleza de los edificios públicos; nada aún de nuestras innumerables escuelas, de nuestros jardines llenos de cipreses, de nuestra universidad, la más reputada del mundo, donde se reunían cada estación tres mil estudiantes procedentes de todas partes.
Convengamos sinceramente en que el coloquio de Fez no erró en su juicio.
Me basta cerrar un momento los ojos para sentirme de nuevo allí. Ven conmigo, yo te guiaré. Mira la Judería, de rectilíneas calles cubiertas de alfombras de piedra. Las mulas trotan, los perros corren, los hombres caminan con paso largo y ligero, las carretas se cruzan. En casi cada porche resuena el ruido del telar, el martillo que acaricia el cobre, el fuelle de una forja, la escofina del tonelero; aquí, una corriente de aire hirviente te advierte que el cristal se halla en fusión en el horno; allá, el olor te informa que el curtidor se encuentra en pleno trabajo. Detrás de esta ventana y con la lupa fija en el ojo el orfebre cincela una joya; detrás de esa otra el trapero reúne los retales de un caftán. ¿Oyes, más allá de estas paredes, las voces chillonas de unas mujeres? Están discutiendo y sólo ellas saben por qué. En la plaza cuadrada los campesinos exponen detrás de sus tenderetes pimientos, tomates, lechugas, y van colgando higos, dátiles y uvas para que se sequen.
En algún lugar, a lo lejos, un mo’adhdhin[5] convoca al rezo y algunos se dejan caer al suelo murmurando: musulmanes verdaderos o falsos conversos, no se sabe; mientras tanto, otros permanecen en pie: renegados o sectarios, a nadie preocupa. La compraventa sigue adelante; la devoción no tiene nada que ver con las actividades fundamentales de la ciudad. Unas mujeres muy tapadas pasan charlando con cestos llenos.
A ti, hombre del Norte, te veo y oigo cómo te estás golpeando furtivamente las mejillas: tu piel excesivamente blanca atrae las moscas, y son ellas las que te hacen renegar. Tú no sabes, ni puedes saberlo, viajero de sangre tibia, que la mosca es también una criatura de Dios y que participa estrechamente en nuestra existencia poblando el cielo con gritos de pájaros. ¿Te sientes transportado, como yo, por un sentimiento de repartición y equilibrio? ¿No tienes, como yo, la inquietud de que una avenencia tal de lugar y personas sea demasiado frágil para durar? Sin duda, porque simpatizamos profundamente. Durante mi infancia y juventud cordobesas, e incluso en el curso de la fuga que me vi obligado a hacer para escapar a un hechizo que se hacía insoportable, no me fui una sola noche a la cama sin pensar en todas las calamidades que podían caer a la mañana siguiente sobre mi ciudad. Son pensamientos difíciles de comprender para quien no lleva la persecución en la sangre.
Una simple reflexión me cercioraba de que nos encontrábamos en una situación provisional que se iba prolongando. ¿He mencionado tres siglos de paz y luz? Se trata de una verdad parcial. Mi abuelo tuvo que huir de su casa perseguido por los bereberes, y la comunidad se dispersó a lo largo de toda la península como una bandada de gorriones. Nuestros lugares de rezo fueron destruidos. Pero sucedió que el furor de los nuevos amos duró poco, y la Judería pudo repoblarse y mi abuelo regresar a su tierra. La gente de Granada, advertida demasiado tarde, había dejado mil muertos en las ruinas de su barrio completamente saqueado. Los conquistadores romanos habían establecido sus derechos mayores sobre Córdoba. Los dominadores visigodos impusieron con total legitimidad los suyos. Los invasores árabes establecieron una supremacía incontestable. Nosotros, los fundadores de la ciudad, no éramos más que tolerados. ¿Comprendes mis angustias de adolescente sumido excesivamente en el amor hacia un paisaje y un clima?
Pero he aquí la casa de mi padre. Entremos. La verja de hierro forjado está abierta: eso significa que nos esperan. Penetremos a través del largo pasillo, a la sombra, cuya pavimentación brilla y donde flota un lejano olor a cebolla frita. El rumor exterior se disipa poco a poco. Una baldosa levantada, la tercera tras cruzar el umbral, se mueve bajo mi suela: cada vez que la pisaba me hacía a mí mismo la promesa de no olvidar recordarle a mi padre que llamara al albañil; pero apenas levantaba de nuevo el pie, la promesa caía en el olvido. Y de repente aparecen el glauco resplandor del gran patio, la cerámica azul marino de la fuente central de donde fluye un hilo plateado, y la maleza de las palmas y las lianas donde revolotean centenares de esas extravagantes e irisadas mariposas que son las flores del hibisco. Las moscas zumban a través del fresco calor, los gorriones van de rama en rama. Una cortina de cuero se agita: es Elisea, nuestra criada jorobada, con su rostro ingrato al descubierto, quien te trae en señal de bienvenida el botijo rezumante de agua fresca y el cáliz de estaño lleno de confitura de rosas. Coloca su nudoso dedo a través de sus labios delgados y, con el mentón, nos hace un gesto que apunta hacia el interior de la casa: Mi padre está dentro, ocupado como de costumbre en sus serios asuntos. No hay que hacer ruido.
¿Crees que este regreso me emociona? Mi viejo corazón no se ha sobresaltado. Ha habido demasiados desgarros, demasiados muertos, demasiada indiferencia. Córdoba era un blando lecho donde apetecía dormir y pensar en la poesía, la ciencia y la fraternidad; ¿es preciso que haya transcurrido medio siglo para que me dé cuenta de que fue un sueño mezquino? Después de todo, las promesas contenidas en el frescor del alba no eran falsas.
Poesía, ciencia y fraternidad revoloteaban también en el cielo de mi ciudad; fue el joven sorprendido que yo era quien no estaba en su lugar. Me veía a mí mismo crecer y no hacía más que dormir. Me aprestaba a conquistar el mundo y no hacía más que soñar. De mis esponsales con Córdoba lo más concreto estaba alojado en el espíritu, no en la carne. Somos un pueblo con memoria. La tradición oral supera la tradición escrita. Un saber indeleble atraviesa nuestro gran cuerpo dislocado. Y es ésta aún una de esas frases que vosotros, idumeos, no podéis comprender: el mal hecho a uno de nosotros se desliza por un laberinto que ya no tiene salida. Desde hace tiempo se ha alcanzado el límite y ya no hay lugar para nuevos sufrimientos. Así como la luz establece una alianza con la sombra, así nuestra memoria establece una causa común con el olvido. Olvidar no es desconocer; es no pensar. Mientras la Judería de Córdoba se dilataba de gozo en una situación provisoria que iba durando, los teutones nos masacraban en el Rin; los francos en los caminos de Bizancio; los bereberes en las llanuras del Atlas; en Roma, en Castilla, en Provenza, los escupitinajos llovían sobre nuestras cabezas; éramos vendidos como esclavos en Babilonia y Salónica. Los vientos que soplaban sobre Córdoba estaban cargados de chillidos y lloros. Nuestra Judería lo sabía, pero no pensaba en ello. Vivíamos en un estado de colecta permanente para aliviar las miserias más apremiantes, para volver a comprar un esclavo o pagar un nuevo impuesto a un monarca excesivamente ávido. Al mismo tiempo embellecíamos nuestra ciudad, nuestras casas, nuestros impulsos del corazón y del espíritu; de entre nosotros surgían poetas, médicos, astrónomos, filósofos y teníamos la falaz esperanza de que el mundo se daría cuenta un día de que nos necesitaba. El mundo se daba cuenta a veces, cuando estaba triste o enfermo, cuando aparecía un cometa en el cielo o cuando se desencadenaba una disputa acerca del sexo de los ángeles. Luego, una vez pasado el peligro; el mundo tomaba nuestros ingresos, nuestros ahorros y nuestras vidas, y el ciclo podía recomenzar.
¿Era importante que Córdoba se hallase al margen de las corrientes, que la gente viniera de todas partes para adquirir allí las más ricas sederías, las alfombras más suaves, las más límpidas gemas y la ciencia mejor asegurada? Sí, era importante; pero no por ello menos ridículo. Y así, situándome en el dorado decorado de mi infancia, descubro un libro de imágenes donde aparece un joven grave y triste, orgulloso de las proezas de su ciudad y de las que él prepara en secreto, temeroso ante la idea de que todo ello pueda no ser verdadero. Sin duda había que rehacer el mundo, ponerse a competir con el propio Creador, descubrir en uno mismo algo de Dios. La idea, que venía gestándose desde los más lejanos tiempos, centelleó un momento en el fondo del pilón de nuestra fuente, y luego se extinguió.