Me quedé tres semanas en Le Bains y en el monasterio, registrando despeñaderos y bosques con la policía local y un equipo llegado desde París. Mis padres volaron a Francia y dedicaron horas a jugar contigo, a darte de comer, a empujar tu cochecito por la ciudad. Creo que era eso lo que hacían. Llené formularios en oficinas lentas y pequeñas. Hice llamadas telefónicas inútiles, buscando palabras francesas que expresaran la urgencia de mi pérdida. Día tras día recorrí los bosques que se extendían al pie del precipicio, a veces en compañía de un detective de expresión fría y su equipo, a veces solo con mis lágrimas.
Al principio sólo deseaba ver a Helen viva, caminando hacia mí con su habitual sonrisa severa, pero al final me contenté con el amargo anhelo de recobrar su forma rota, con la esperanza de toparme con ella entre las rocas y los arbustos. Si podía llevarme su cuerpo a casa (o a Hungría, pensaba a veces, aunque cómo lograría entrar en la Hungría controlada por los soviéticos era un enigma), me quedaría algo de ella que honrar, que enterrar, alguna manera de terminar con esto y estar a solas con mi dolor. Casi no quería admitir que quería recuperar su cuerpo por otro motivo, para asegurarme de que su muerte había sido completamente natural, o por si era preciso que le prestara el mismo servicio que a Rossi. ¿Por qué no podía encontrar su cuerpo? A veces, sobre todo por las mañanas, pensaba que sólo se había caído, que nunca nos habría dejado a propósito. Entonces podía creer que tenía una especie de tumba inocente y elemental en el bosque, aunque jamás pudiera encontrarla. Pero por la tarde sólo recordaba sus depresiones, sus extraños estados de ánimo.
Sabía que la lloraría el resto de mi vida, pero la ausencia de su cuerpo me atormentaba. El médico de la localidad me dio tranquilizantes, que tomaba de noche para poder dormir y hacer acopio de fuerzas para volver a registrar los bosques al día siguiente. Cuando la policía se dedicaba a otros asuntos, buscaba solo. A veces descubría objetos diversos en la maleza: piedras, chimeneas derrumbadas, y en una ocasión parte de una gárgola rota. ¿Habría caído hasta el mismo lugar que Helen? Quedaban pocas gárgolas en las murallas del monasterio.
Por fin, mis padres me convencieron de que no podía continuar así indefinidamente, de que debía llevarte a Nueva York una temporada, de que siempre podía regresar y volver a investigar. Se había dado la alerta a todas las policías de Europa, por mediación de la francesa. Si Helen estaba viva (decían en tono tranquilizador), alguien la encontraría. Al final, me rendí no debido a esos consuelos, sino a causa del bosque en sí mismo, de la meteórica profundidad de los riscos, de la densidad de la maleza, que desgarraba mi chaqueta y pantalones cuando me abría paso entre ella, del terrible tamaño y altura de los árboles, del silencio que me rodeaba siempre que paraba de moverme y buscar y me quedaba quieto unos minutos.
Antes de irnos, le pedí al abad que rezara una oración por Helen en el sitio desde donde había saltado. Llevó a cabo una ceremonia, con todos los monjes congregados a su alrededor, alzando al aíre un objeto ritual tras otro (me daba igual lo que fueran en realidad) y cantando a una inmensidad que se tragó su voz al instante. Mis padres estaban a mi lado, mi madre se enjugaba las lágrimas, y tú te removías en mis brazos. Yo te sujetaba con fuerza. Durante aquellas semanas casi había olvidado la suavidad de tu pelo oscuro, la fuerza de tus piernas rebeldes. Por encima de todo, estabas viva. Respirabas contra mi barbilla y tu bracito rodeaba mi cuello, como en señal de camaradería. Cuando un sollozo me estremecía, me agarrabas del pelo, tirabas de mi oreja. Contigo en brazos, juré que intentaría recobrar algo de vida, una especie de vida.