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Tal vez sea la parte final de mi historia la que me cueste más contar, pues empieza con mucha felicidad, pese a todo. Regresamos con discreción a la universidad y reanudamos nuestro trabajo. La policía me interrogó una vez más, pero dio la impresión de que se conformaban con saber que mi viaje al extranjero había estado relacionado con mi investigación, y no con la desaparición de Rossi. Los periódicos ya se habían hecho eco de su desaparición, que habían transformado en un misterio local al que la universidad procuraba no hacer el menor caso. El jefe de mi departamento también me interrogó, por supuesto, y por supuesto yo no le dije nada, excepto que lamentaba como el que más lo sucedido a Rossi. Helen y yo nos casamos en Boston aquel otoño, en la iglesia que frecuentaban mis padres. Incluso en plena ceremonia no pude evitar fijarme en lo sencilla que era. Echaba de menos el olor a incienso.

Mis padres se quedaron un poco estupefactos por todo esto, claro está, pero se rindieron al encanto de Helen. No hicieron gala de su aspereza proverbial, y cuando íbamos a verlos a Boston, solía descubrir a Helen en la cocina riendo con mi madre, enseñándole a cocinar especialidades húngaras, o hablando de antropología con mi padre en su estrecho estudio. En cuanto a mí, si bien sentía el dolor de la muerte de Rossi y la frecuente melancolía que parecía provocar en Helen, viví aquel año rebosante de dicha. Terminé mi tesis con un segundo director, cuyo rostro se me antojó borroso durante todo ese tiempo. No era que hubieran dejado de interesarme los comerciantes holandeses. Sólo quería finalizar mis estudios para instalarnos confortablemente en algún sitio. Helen publicó un largo artículo sobre las supersticiones de la Valaquia rural, que fue bien recibido, y empezó una tesis sobre las costumbres transilvanas que todavía perduraban en Hungría.

También escribimos algo más en cuanto regresamos a Estados Unidos: una nota para la madre de Helen, por mediación de tía Eva. Helen no se atrevió a incluir excesiva información, pero contó a su madre en breves líneas que Rossi había muerto recordándola y amándola. Cerró la carta con una mirada de desesperación.

—Se lo contaré todo algún día —dijo—, cuando se lo pueda susurrar en el oído.

Nunca supimos con certeza si la carta llegó a su destino, porque ni tía Eva ni la madre de Helen contestaron, y al cabo de un año las tropas soviéticas invadieron Hungría.

Albergaba la intención de vivir feliz para siempre, y comenté con Helen poco después de casarnos que esperaba tener hijos. Al principio, meneó la cabeza y acarició la cicatriz de su cuello. Sabía a qué se refería, pero la contaminación había sido mínima, señalé. Se encontraba bien, gozaba de una salud excelente. A medida que transcurría el tiempo, pareció sosegarse gracias a su total recuperación, y la vi mirar con ojos anhelantes los cochecitos de niño que pasaban por la calle.

Helen obtuvo su doctorado en antropología la primavera después de casarnos. La velocidad con que escribió su tesis me avergonzó. Con frecuencia, me despertaba a las cinco de la mañana y descubría que ya estaba sentada a su escritorio. Estaba pálida y cansada, y el día después de defender su tesis desperté y vi sangre en las sábanas, y a Helen tendida a mi lado, débil y transida de dolor: un aborto espontáneo. Había esperado a darme la sorpresa. Se encontró mal durante varias semanas, y estuvo muy callada. Su tesis recibió los máximos honores, pero nunca habló de eso.

Cuando conseguí mi primer puesto de profesor en Nueva York, ella me animó a aceptarlo, y nos mudamos. Nos instalamos en Brooklyn Heights, en una agradable casa de tres pisos bastante antigua. Paseábamos por la alameda para ver los remolcadores y los grandes transatlánticos (los últimos de su raza) zarpar con destino a Europa. Helen daba clases en una universidad tan buena como la mía, y sus estudiantes la adoraban. Nuestra existencia gozaba de un magnífico equilibrio, y nos ganábamos la vida haciendo lo que más nos gustaba.

De vez en cuando sacábamos la Vida de san Jorge y la examinábamos con parsimonia, y llegó el día en que fuimos a una discreta casa de subastas con el libro, y el inglés que lo abrió estuvo a punto de desmayarse. Se vendió de forma privada, y al final llegó a los Claustros, en la parte alta de Manhattan, y una respetable cantidad de dinero ingresó en una cuenta bancaria que habíamos abierto a tal efecto. A Helen le disgustaba tanto como a mí la vida sofisticada, y aparte del intento de enviar pequeñas cantidades a sus parientes de Hungría, no tocamos el dinero.

El segundo aborto de Helen fue aún más dramático que el primero, y más peligroso. Llegué a casa un día y vi un rastro de pisadas ensangrentadas en el vestíbulo. Había conseguido llamar por teléfono a una ambulancia, y ya estaba casi fuera de peligro cuando llegué al hospital. Después el recuerdo de aquellas huellas me despertó noche tras noche. Empecé a temer que nunca tendríamos un hijo sano y a preguntarme cómo afectaría esto a Helen. Después volvió a quedar embarazada, y transcurrió un mes tras otro sin incidentes. Adquirió aspecto de madonna, su forma se redondeó bajo el vestido de lana azul, caminaba con cierta inseguridad. Siempre sonreía. Esta vez todo saldría bien, dijo.

Naciste en un hospital que daba al Hudson. Cuando vi que eras morena y de cejas finas como tu madre, tan perfecta como una moneda nueva, y que los ojos de Helen rebosaban de lágrimas de placer y dolor, te alcé en tu prieto capullo para que vieras los barcos. Lo hice en parte para ocultar mis lágrimas. Te pusimos el nombre de la madre de Helen.

Helen estaba loca por ti. Quiero que conozcas ese dato más que cualquier otro aspecto de nuestras vidas. Había dejado de dar clases durante el embarazo y parecía contentarse con pasar las horas en casa, jugando con los dedos de tus manos y tus pies, que eran completamente transilvanos, decía con una sonrisa traviesa, o meciéndote en la butaca que le compré. Empezaste a sonreír pronto, y tus ojos nos seguían a todas partes. A veces abandonaba mi despacho, volvía a casa y comprobaba que las dos, mis mujeres de pelo oscuro, aún estabais adormecidas en el sofá.

Un día llegué a casa temprano, a las cuatro de la tarde, con algunos envases de comida china y unas flores para que las miraras. No había nadie en la sala de estar, y encontré a Helen inclinada sobre tu cuna mientras dormías la siesta. Tu rostro se veía sereno, pero el de Helen estaba cubierto de lágrimas, y por un segundo no fue consciente de mi presencia. La tomé en mis brazos y sentí, con un escalofrío, que sólo me lo devolvía en parte. No me reveló cuál era el motivo de su preocupación, y después de insistir algunas veces, ya no me atreví a hacerle más preguntas. Por la noche hizo bromas acerca de la comida y los claveles que había traído, pero a la semana siguiente volví a encontrarla llorando, silenciosa de nuevo, examinando un libro de Rossi, que me había dedicado cuando empezamos a trabajar juntos. Era su colosal volumen sobre la civilización minoica, y estaba abierto sobre su regazo por la fotografía de un altar sacrificial de Creta, tomada por el propio Rossi.

—¿Dónde está la niña? —pregunté.

Helen levantó la cabeza poco a poco y me miró fijamente, como si intentara recordar qué año era.

—Está dormida.

Me descubrí resistiendo el impulso de ir a la habitación para comprobarlo.

—¿Qué pasa, cariño?

Aparté el libro y la abracé, pero ella meneó la cabeza sin decir nada. Cuando por fin entré a verte, te acababas de despertar en la cuna, con tu sonrisa adorable, y estabas intentando incorporarte sobre el estómago para verme.

Al cabo de poco tiempo Helen se mantenía silenciosa casi cada mañana y lloraba por ningún motivo aparente cada noche. Como no quería hablar conmigo, insistí en que viera a un médico, y después a un psicoanalista. El médico dijo que no había detectado nada anormal, que las mujeres se ponían tristes a veces durante los primeros meses posteriores al parto, y que se recobraría en cuanto se acostumbrara a su nueva situación. Descubrí demasiado tarde, cuando un amigo nuestro se topó con ella en la Biblioteca Pública de Nueva York, que no había ido al analista. Cuando se lo eché en cara, dijo que había decidido que un poco de investigación la animaría más, y estaba aprovechando el tiempo en que estaba la niñera para eso. Pero algunas noches estaba tan deprimida que llegué a la conclusión de que necesitaba un cambio de aires. Saqué un poco de dinero de nuestro botín y compré billetes de avión para Francia a principios de la primavera.

Helen nunca había estado en Francia, aunque había leído montones de libros sobre el país durante toda su vida y hablaba un excelente francés de colegiala. En Montmartre se mostró de lo más risueña, y comentó con algo de su antigua ironía que le Sacré Coeur le había parecido aún más monumentalmente feo de lo que nunca había soñado. Le gustaba empujar tu cochecito entre los mercados de flores, y por la orilla del Sena, donde nos demorábamos, investigando el material de los vendedores de libros, mientras tú mirabas el agua con tu capucha roja. A los nueve meses ya eras una excelente viajera, y Helen te dijo que aquello sólo era el principio.

La portera de nuestra pensión resultó ser abuela de muchos niños, y te dejamos durmiendo a su cargo mientras brindábamos en un bar con barra de latón o tomábamos café en una terraza con los guantes puestos. Lo que más le gustó a Helen (y a ti, con tus ojos brillantes) fue la bóveda resonante de Notre-Dame, y por fin derivamos más hacia el sur para ver otras refulgentes; Albi, con su peculiar iglesia fortaleza roja, hogar de herejías; las murallas de Carcassonne.

Helen quería visitar el antiguo monasterio de Saint-Matthieu des Pyrénées Orientales, y decidimos ir a pasar uno o dos días antes de regresar a París y tomar el vuelo de vuelta a casa. Pensé que su cara se había alegrado mucho durante el viaje, y me gustó la forma en que se tumbó sobre la cama de nuestro hotel de Perpiñán, mientras miraba una historia de la arquitectura francesa que le había comprado en París. El monasterio había sido construido en el año 1000, me dijo, aunque sabía que yo ya había leído toda aquella parte. Era la más antigua muestra de la arquitectura románica en Francia.

—Casi tan antiguo como la Vida de san Jorge —musité, pero entonces cerró el libro y borró toda expresión de su cara, y te miró codiciosa mientras jugabas en la cama a su lado.

Helen insistió en que fuéramos a pie hasta el monasterio, como peregrinos. Subimos desde Les Bains en una fría mañana de primavera, con los jerseys anudados alrededor de la cintura cuando aumentó la temperatura. Helen te cargaba en una mochila de pana sobre su pecho, y cuando se cansó yo te llevé en brazos. La carretera estaba desierta en aquella época del año, a excepción de un silencioso campesino moreno que nos adelantó a caballo.

Le dije a Helen que tendríamos que haberle pedido que nos echara una mano, pero no contestó. Su mal humor había vuelto aquella mañana, y noté con angustia y frustración que sus ojos se llenaban de lágrimas de vez en cuando. Ya sabía que si le preguntaba qué pasaba negaría con la cabeza para que la dejara en paz, de modo que intenté contentarme con abrazarte mientras ascendíamos, señalando el paisaje cada vez que doblábamos un recodo de la carretera, largas panorámicas de campos y pueblos polvorientos. En la cima de la montaña, la carretera se transformaba en un amplio estuario de polvo, con uno o dos coches antiguos aparcados y el caballo del campesino atado a un árbol, aunque no se veía al hombre por ninguna parte. El monasterio se alzaba por encima de esa zona, con las murallas de piedra compacta que trepaban hasta la cumbre. Atravesamos la entrada y nos entregamos al cuidado de los monjes.

En aquellos tiempos, Saint-Matthieu era, mucho más que ahora, un monasterio dedicado al trabajo y debía contar con una comunidad de doce o trece monjes, que vivían igual que lo habían hecho sus predecesores durante mil años, con la excepción de que de vez en cuando programaban la visita guiada del monasterio para los turistas y tenían un automóvil aparcado extramuros para su uso particular. Dos monjes nos enseñaron los exquisitos claustros. Recuerdo mi sorpresa cuando me acerqué al extremo del patio y vi el precipicio sobre los salientes rocosos, la pared vertical, las llanuras del valle. Las montañas que rodean el monasterio son incluso más altas que la cumbre sobre la que se aposenta, y en sus flancos lejanos vimos velos blancos que, al cabo de un momento, reconocí como cascadas.

Estuvimos sentados un rato en un banco cercano al precipicio, mientras tú jugabas entre ambos, contemplando el enorme cielo de mediodía y escuchando el agua que burbujeaba en la cisterna del monasterio, situada en el centro y tallada en mármol rojo. Sólo Dios sabía cómo la habían subido hasta allí siglos antes. Helen parecía más alegre otra vez, y observé complacido la placidez de su rostro. Aunque a veces estuviera triste, el viaje estaba valiendo la pena.

Por fin, Helen dijo que quería seguir visitando el lugar. Te devolvimos a tu mochila y fuimos a ver las cocinas y el largo refectorio en que los monjes todavía comían, y el hostal donde los peregrinos podían dormir en catres, y el scriptorium, una de las partes más antiguas del complejo, donde tantos manuscritos importantes habían sido copiados e ilustrados. Había un ejemplar bajo un cristal, un Evangelio de san Mateo abierto por una página bordeada de pequeños demonios empujándose mutuamente hacia abajo. Helen sonrió al verlos. La capilla estaba al lado. Era pequeña, como todas las demás estancias del monasterio, pero sus proporciones eran melodía en piedra. Nunca había visto un románico semejante, tan íntimo y encantador. Nuestro guía afirmó que el abombamiento exterior del ábside era el primer momento del románico, un gesto súbito que arrojó luz sobre el altar. También quedaban vidrieras del siglo XIV en las ventanas estrechas y el altar estaba preparado para celebrar la misa en colores rojo y blanco, con candeleros dorados. Salimos en silencio.

Al fin, el joven monje que nos guiaba dijo que habíamos visto todo excepto la cripta, y le seguimos hacia allí. Era una pequeña cavidad húmeda al lado de los claustros, de arquitectura interesante debido a una bóveda de principios del románico sostenida por unas cuantas columnas rechonchas y a un sarcófago de piedra provisto de tétricos adornos que databa del primer siglo de existencia del monasterio: el lugar de descanso de su primer abad, dijo nuestro guía. Al lado del sarcófago estaba sentado un monje anciano, absorto en sus meditaciones. Alzó la vista, amable y confuso, cuando entramos y nos saludó con una inclinación de cabeza sin levantarse de la silla.

—Desde hace siglos existe la tradición de que uno de nosotros se sienta con el abad —explicó nuestro guía—. Por lo general, el monje que recibe este honor de por vida es de edad avanzada.

—Qué raro —dije, pero algo, tal vez el frío del lugar, provocó que lloraras y te removieras sobre el pecho de Helen, y al ver que estaba cansada me ofrecí a sacarte para que respiraras aire puro. Salí de aquel agujero húmedo con una sensación de alivio, y fui a enseñarte la fuente de los claustros.

Esperaba que Helen me seguiría al instante, pero se demoró abajo, y cuando volvió a salir tenía la cara tan cambiada que experimenté una oleada de alarma. Parecía animada (sí, más viva de lo que la había visto en meses), pero también pálida y con los ojos desorbitados, concentrada en algo que yo no podía ver. Avancé hacia ella con la mayor naturalidad posible. Le pregunté si había visto algo interesante abajo.

—Tal vez —dijo, pero como si no pudiera oírme debido al ruido de sus pensamientos. Después se volvió hacia ti de repente, te tomó en sus manos, te abrazó y besó tus mejillas y cabeza—. ¿Se encuentra bien? ¿Se ha asustado?

—Está bien —dije—. Puede que tenga hambre.

Helen se sentó en un banco, sacó un frasco de comida para bebés y empezó a darte de comer mientras entonaba una de aquellas cancioncillas que yo no entendía (húngaras o rumanas).

—Este lugar es muy bonito —dijo al cabo de un momento—. Quedémonos un par de días.

—Hemos de volver a París el jueves por la noche —protesté.

—Bien, no hay tanta diferencia entre quedarse aquí una noche y quedarnos en Les Bains —contestó con calma—. Mañana bajaremos a pie y tomaremos el autobús, si crees que hemos de irnos tan pronto.

Accedí porque estaba muy rara, pero sentía cierta reticencia, incluso cuando fui a plantear la petición a nuestro guía. Este la transmitió a su superior, quien dijo que el hostal estaba vacío y podíamos quedarnos. Entre el sencillo almuerzo y la todavía más sencilla cena, nos dieron una habitación junto a la cocina, paseamos por las rosaledas, visitamos el huerto extramuros y nos sentamos en la parte posterior de la capilla para escuchar la misa cantada de los monjes, mientras tú dormías en el regazo de Helen. Un monje nos hizo los catres con sábanas limpias de tela basta. Después de que te durmieras en uno de esos catres, con los nuestros colocados uno a cada lado para que no te cayeras, me puse a leer y fingí no vigilar a Helen. Estaba sentada en el borde de su catre con el vestido de algodón negro, contemplando la noche. Agradecí mentalmente que las cortinas estuvieran corridas, pero al final se levantó, las descorrió y miró afuera.

—Debe de estar oscuro, sin ninguna ciudad cerca —dije.

Ella asintió.

—Está muy oscuro, pero aquí siempre ha sido igual, ¿no crees?

—¿Por qué no vienes a la cama?

Pasé la mano por encima de ti y palmeé su catre.

—De acuerdo —dijo sin protestar. De hecho, sonrió cuando se inclinó para besarme antes de acostarse. La retuve en mis brazos un momento y sentí la fuerza de sus hombros, la piel suave de su cuello. Después se estiró y cubrió, y dio la impresión de dormirse mucho antes de que yo hubiera terminado el capítulo de mi libro y apagado el farol.

Desperté al amanecer, y noté una especie de brisa en la habitación. Reinaba un profundo silencio. Tú respirabas a mi lado bajo tu manta de lana, pero el catre de Helen estaba vacío. Me levanté sin hacer ruido y me puse los zapatos y la chaqueta. Los claustros estaban oscuros, el patio gris, la fuente era una masa de sombras. Pensé que el sol tardaría bastante en iluminar ese lugar, puesto que antes debía alzarse sobre aquellos enormes picos del este. Busqué a Helen sin llamarla, porque sabía que le gustaba despertarse temprano, y debía estar absorta en sus pensamientos sentada en un banco, a la espera de la aurora. Sin embargo, no vi ni rastro de ella, y cuando el cielo se aclaró un poco empecé a buscarla con más rapidez, fui una vez al banco en que nos habíamos sentado el día anterior y entré en la capilla, con su olor fantasmal a humo.

Por fin empecé a llamarla por el nombre, primero en voz baja, después a gritos y luego alarmado. Al cabo de unos minutos, un monje salió del refectorio, donde debían estar tomando la primera comida del día y preguntó si podía ayudarme, si necesitaba algo. Le expliqué que mi mujer había desaparecido y empezó a buscar conmigo.

—Puede que madame saliera a pasear.

Pero no descubrimos ni rastro de ella ni en el huerto, ni en el aparcamiento, ni en la cripta. Buscamos por todas partes mientras el sol se encaramaba a los picos, y después mi acompañante fue a buscar más monjes, y uno dijo que tomaría el coche para bajar a Les Bains y hacer indagaciones. Guiado por un impulso, le pedí que volviera con la policía. Después te oí llorar en el hostal. Corrí hacia ti, temeroso de que te cayeras al suelo, pero sólo acababas de despertarte. Te di de comer a toda prisa y te acuné en mis brazos, y luego volví a buscar en los mismos lugares.

Por fin, pedí que todos los monjes se reunieran para interrogarlos. El abad dio su consentimiento y los condujo hasta los claustros. Nadie había visto a Helen después de que fuéramos al hostal una vez terminada la cena. Todo el mundo estaba preocupado. La pauvre, dijo un monje anciano, lo cual me irritó. Pregunté si alguien había hablado con ella el día anterior o si habían observado algo raro.

—Por regla general, no hablamos con mujeres —me dijo el abad con mansedumbre.

Pero un monje se adelantó, y reconocí al instante al anciano cuya tarea consistía en estar sentado en la cripta. Su rostro se veía tan sereno y bondadoso como había aparecido a la luz del farol en la cripta el día anterior, con aquella leve confusión que yo ya había observado.

Madame se paró a hablar conmigo —dijo—. No me gustó quebrantar nuestra norma, pero era una dama tan educada y amable que contesté a sus preguntas.

—¿Qué le preguntó?

Mi corazón ya se había acelerado, pero ahora se desbocó.

—Me preguntó quién estaba enterrado allí, y yo expliqué que era uno de nuestros primeros abades, y que reverenciamos su memoria. Después preguntó qué grandes cosas había hecho, y yo le expliqué que tenemos una leyenda —miró al abad, el cual asintió para animarle a continuar—, la leyenda de que vivió una vida de santidad, pero en la muerte tuvo la desgracia de recibir una maldición, de manera que se alzó de su tumba para atacar a los monjes, y su cuerpo tuvo que ser purificado. Después una rosa blanca creció en su corazón como muestra de que la Virgen le había perdonado.

—¿Por eso alguien se sienta siempre a su lado, para vigilarle? —pregunté enfurecido.

El abad se encogió de hombros.

—Honrar su recuerdo es una de nuestras tradiciones.

Me volví hacia el monje anciano, pero tuve que reprimir el deseo de retorcerle el pescuezo y ver teñirse de azul su cara.

—¿Le contó esto a mi esposa?

—Me interrogó acerca de nuestra historia, monsieur. No me pareció mal contestar a sus preguntas.

—¿Y qué le dijo ella?

El hombre sonrió.

—Me dio las gracias con su dulce voz y me preguntó mi nombre, y yo le dije que era frère Kiril.

Enlazó las manos sobre la cintura.

Tardé un momento en asimilar aquellos sonidos, pues el nombre me resultaba desconocido por el acento francés en la segunda sílaba, por aquel inocente frère. Después te estreché entre mis brazos para no dejarte caer.

—¿Ha dicho que se llama Kiril? ¿Me puede deletrear el nombre?

El atónito monje obedeció.

—¿De dónde sacó ese nombre? —pregunté. No podía evitar que mi voz temblara—. ¿Es su nombre verdadero? ¿Quién es usted?

El abad intervino, tal vez porque el anciano parecía muy perplejo.

—No es su nombre de pila —explicó—. Todos adoptamos un nombre cuando hacemos los votos. Siempre ha habido un Kiril, alguien siempre lleva este nombre, y un frère Michel, ése de ahí…

—¿Me está diciendo que hubo un hermano Kiril antes que él, y también otro antes? —pregunté al tiempo que te sujetaba con fuerza.

—Oh, sí —dijo el abad, claramente perplejo por mi feroz interrogatorio—. A lo largo de toda nuestra historia, por lo que nosotros sabemos. Estamos orgullosos de nuestras tradiciones. No nos gustan las costumbres nuevas.

—¿Cuál es el origen de esta tradición?

A estas alturas, casi me había puesto a gritar.

—No lo sabemos, monsieur —dijo el abad en tono paciente—. Siempre ha existido.

Me acerqué a él y nuestras narices casi se tocaron.

—Quiero que abra el sarcófago de la cripta —dije.

El hombre retrocedió, estupefacto.

—¿Qué está diciendo? No podemos hacer eso.

—Acompáñeme. Tenga. —Te deposité en los brazos del joven monje que nos había enseñado el monasterio el día anterior—. Haga el favor de sostener a mi hija. —Te cogió, sin tanta torpeza como yo esperaba, y te sostuvo en brazos. Tú te pusiste a llorar—. Venga —dije al abad. Le arrastré hacia la cripta e indicó a los monjes con un gesto que no nos siguieran. Bajamos los peldaños a toda prisa. En el gélido agujero, donde el hermano Kiril había dejado dos velas ardiendo, me volví hacia el abad—. No es necesario que cuente a nadie esto, pero debo ver el interior del sarcófago. —Hice una pausa para dotar de mayor énfasis a mis palabras—. Si no me ayuda, descargaré todo el peso de la ley sobre su monasterio.

Me lanzó una mirada (¿de miedo?, ¿de resentimiento?, ¿de compasión?) y se encaminó a un extremo del sarcófago. Juntos deslizamos a un lado la pesada losa, lo suficiente para atisbar en el interior. Alcé una vela. El sarcófago estaba vacío. El abad abrió los ojos sorprendido y volvió a colocar la losa en su sitio con un enérgico empujón. Nos miramos. Tenía un hermoso y astuto rostro galo, que en otras circunstancias me habría gustado muchísimo.

—Le ruego que no diga nada de esto a los hermanos —susurró, y luego se volvió y subió la escalera.

Le seguí, mientras me esforzaba por decidir qué debía hacer a continuación. Volveríamos de inmediato a Les Bains, concluí, y avisaríamos a la policía. Tal vez Helen había decidido volver a París antes que nosotros (aunque no podía imaginar por qué), o incluso a casa. Notaba un terrible martilleo en los oídos, el corazón en la garganta, el sabor de la sangre en la boca.

Cuando volví a entrar en los claustros, donde el sol estaba bañando la fuente y los pájaros cantaban sobre el antiguo pavimento, supe lo que había ocurrido. Había intentado durante una hora no pensar en ello, pero ahora casi no necesitaba ya la noticia, la escena de los dos monjes que corrían hacia el abad dando voces. Recordé que los había enviado a buscar extramuros, en los huertos, en los bosquecillos de árboles secos, en los afloramientos rocosos. Acababan de emerger de la ladera empinada, y uno de ellos señalaba hacia el borde del claustro donde Helen y yo nos habíamos sentado el día anterior, contigo en medio, y contemplado el abismo insondable.

—¡Señor abad! —gritó uno, como si no se atreviera a hablarme—. ¡Señor abad, hay sangre en las rocas! ¡Allí abajo!

No existen palabras para momentos como ése. Corrí hacia el borde de los claustros, aferrado a ti, sintiendo tu mejilla suave como un pétalo contra mi cuello. Mis primeras lágrimas se estaban agolpando en los ojos, ardientes y amargas como nunca. Miré por encima del muro bajo. En un afloramiento rocoso que había a unos cinco metros más abajo, distinguí una mancha escarlata, no muy grande pero inconfundible bajo el sol de la mañana. Más allá bostezaba el abismo, se elevaba la niebla, las águilas cazaban, las montañas caían hacia sus raíces. Corrí en dirección a la puerta principal y salí. El precipicio era tan empinado que, aunque no te hubiera sujetado, jamás habría podido bajar hasta el primer afloramiento. Me quedé mirando, invadido por una sensación de pérdida, en aquella hermosa mañana. Entonces me alcanzó el dolor, un fuego indecible.