Helen tocó la frente de su padre con dos dedos, como si le bendijera. Estaba reprimiendo los sollozos.
—¿Cómo podremos sacarle de aquí? Quiero enterrarle.
—No hay tiempo —dije con amargura—. Estoy seguro de que él preferiría que saliéramos con vida.
Me quité la chaqueta y la extendí sobre él para cubrirle la cara. La losa de piedra pesaba demasiado para volver a ponerla en su sitio. Helen recogió la pistola y comprobó su estado, pese al torbellino de emociones.
—La biblioteca —susurró—. Hemos de encontrarla cuanto antes. ¿Oíste algo hace un momento?
Asentí.
—Creo que sí, pero no sabría decir de dónde procedía el ruido.
Aguzamos el oído un momento. El silencio no se rompió. Helen estaba tanteando las paredes, con la pistola en una mano. La luz de las velas era muy insuficiente. Fuimos de un lado a otro, ejerciendo presión y dando golpecitos. No había huecos, ni piedras que sobresalieran, ni posibles aberturas; nada que pareciera sospechoso.
—Casi habrá oscurecido ya —murmuró Helen.
—Lo sé —contesté—. Nos deben quedar diez minutos, y deberíamos marcharnos enseguida.
Volvimos a examinar hasta el último centímetro de la habitación. El aire era frío, sobre todo ahora que no llevaba puesta la chaqueta, pero el sudor empezó a resbalar por mi espalda.
—Tal vez la biblioteca esté en otra parte de la iglesia, o en los cimientos.
—Ha de estar escondida por completo, quizá bajo tierra —susurró Helen—. De lo contrario, alguien habría dado con ella hace mucho tiempo. Además, si mi padre se encuentra en esta tumba…
No terminó, pero era la pregunta que me había atormentado desde el primer momento, cuando vi a Rossi: ¿dónde estaba Drácula?
—¿Ves algo anormal ahí?
Helen estaba mirando el techo bajo abovedado, y trataba de tocarlo con las yemas de los dedos.
—No veo nada.
Entonces un repentino pensamiento me impulsó a coger una vela del lampadario y acuclillarme. Helen me imitó al instante.
—Sí —susurró.
Yo estaba tocando el dragón tallado en la vertical del escalón de abajo. Lo había acariciado con el dedo durante nuestra primera visita a la cripta. Apliqué todo mi peso sobre él. No cedió, pero las manos sensibles de Helen ya estaban palpando las piedras que lo rodeaban, y de repente encontró una suelta. La sostuvo en la mano, como un diente. En el hueco apareció un pequeño agujero oscuro. Introduje la mano y la moví por dentro, pero no encontré nada. Helen deslizó la de ella y buscó detrás de la talla.
—¡Paul! —exclamó en voz baja.
Yo tanteé en la oscuridad. Había un tirador, un tirador grande de hierro frío, y cuando lo empujé, el dragón se elevó con facilidad de su espacio bajo el peldaño, sin afectar a las demás piedras que lo rodeaban ni al peldaño de arriba. Entonces vimos que se trataba de una hermosa obra de arte, con un tirador de hierro en forma de bestia con cuernos hincado en ella, con la probable intención de poder cerrarla cuando se bajaban los estrechos escalones de piedra que se abrían ante nosotros. Helen tomó una segunda vela y yo me apoderé de las cerillas. Entramos a gatas (recordé de repente la apariencia magullada y arañada de Rossi, su ropa rota, y me pregunté si le habrían arrastrado más de una vez a través de esta abertura), pero pronto pudimos bajar erguidos los peldaños.
Ahora el aire era frío y húmedo en extremo, y yo me esforcé por controlar mis temblores y sujetar con fuerza a Helen, quien también temblaba, durante el empinado descenso. Al pie de los quince escalones había un pasadizo, infernalmente oscuro, si bien nuestras velas revelaron candelabros de hierro fijos a las paredes, como si en otro tiempo hubiera estado iluminado. Al final del pasadizo (una vez más, calculé que lo habíamos recorrido en quince pasos, pues tuve buen cuidado de contarlos) había una puerta de pesada madera muy vieja, astillada en la parte inferior, con un siniestro pomo, un ser con cuernos largos de hierro forjado. Intuí sin verlo que Helen alzaba su pistola. La puerta estaba encajada con firmeza en el marco, pero al examinarla con más detenimiento descubrí que tenía echado el cerrojo por el lado donde estábamos. Forcejeé con el pesado picaporte, y después abrí la puerta con un lento miedo que casi derritió mis huesos.
Al entrar, la luz de nuestras velas, aunque débil, iluminó una cámara inmensa. Había mesas cerca de la puerta, mesas largas de antiquísima solidez, y estanterías vacías. El aire de la estancia era sorprendentemente seco después del frío del pasadizo, como si contara con un sistema de ventilación secreto o estuviera excavada en un hueco de tierra protegido. Nos paramos, sin soltarnos, y aguzamos el oído, pero no se oía nada en la sala. Deseé con todas mis fuerzas ver lo que había al otro lado de la oscuridad. Lo siguiente que captó nuestra luz fue un candelabro de brazos lleno de velas medio quemadas. A continuación vimos altos armarios, y examiné uno con cautela. Estaba vacío.
—¿Esto es la biblioteca? —pregunté—. Aquí no hay nada.
Nos paramos de nuevo para intentar captar algún sonido, y la pistola de Helen brilló a la luz. Pensé que tendría que haberme ofrecido a empuñarla, a utilizarla en caso necesario, pero nunca había manejado un arma, y ella era una excelente tiradora, tal como yo sabía muy bien.
—Mira, Paul.
Señaló con la mano libre, y vi lo que había llamado su atención.
—Helen —dije, pero ya se me había adelantado. Al cabo de un segundo, mi luz se posó sobre una mesa que no había iluminado antes, una gran mesa de piedra. Un instante después descubrí que no era una mesa, sino un altar… No, no era un altar; era un sarcófago. Había otro cerca. ¿Habría sido esto la prolongación de la cripta del monasterio, un lugar donde los abades podían descansar en paz, lejos de las antorchas bizantinas y las catapultas otomanas? Entonces vimos al otro lado el sarcófago más grande de todos. En un costado había grabada una palabra: DRÁCULA. Helen levantó la pistola y yo aferré mi estaca. Ella avanzó un paso y yo la seguí.
En aquel momento oímos un estruendo detrás de nosotros, a lo lejos, y ruido de pasos y cuerpos arremolinados, que casi ahogó el tenue sonido que surgía de las tinieblas, al otro lado de la tumba, como de tierra seca que se desmoronara. Saltamos hacia delante al unísono y miramos. El sarcófago más grande no tenía tapa y estaba vacío, al igual que los otros dos. Y aquel sonido: en la oscuridad, un pequeño animal avanzaba a través de las raíces del árbol.
Helen disparó hacia la oscuridad y se oyó un estallido de tierra y guijarros. Corrí hacia delante con mi luz. El final de la biblioteca era un callejón sin salida, con algunas raíces que colgaban del techo abovedado. En el hueco de la pared posterior, que tal vez había alojado un icono en otro tiempo, vi un reguero de lodo negro sobre las piedras desnudas. ¿Sangre? ¿Humedad que rezumaba de la tierra?
La puerta de la sala se abrió con estrépito y giramos en redondo, con mi mano sobre el brazo libre de Helen. A la luz de nuestras velas aparecieron un farol, linternas, formas que corrían, un grito. Era Ranov, y con él una figura alta cuya sombra saltó hacia delante para envolvernos: Géza József, y un aterrorizado hermano Ivan pisándole los talones. Le seguía un nervudo y menudo burócrata con traje y sombrero oscuros, adornado con un poblado bigote oscuro. También había otra figura, que se movía vacilante, y cuyo lento avance debía haberles retrasado: Stoichev. Su cara era una extraña mezcla de miedo, arrepentimiento y curiosidad, y tenía un morado en la mejilla. Sus viejos ojos se encontraron con los nuestros durante un largo y pesaroso momento, y después movió los labios, como si diera gracias a Dios por vernos vivos.
Géza y Ranov se plantaron ante nosotros en una fracción de segundo. Ranov me apuntó con una pistola, y Géza hizo lo propio con Helen, mientras el monje contemplaba la escena boquiabierto y Stoichev esperaba, silencioso y precavido, detrás de ellos. El burócrata del traje oscuro se mantuvo fuera del círculo de luz.
—Suelte la pistola —dijo Ranov a Helen, y ella obedeció. La rodeé con mi brazo, pero poco a poco. A la luz tenebrosa de las velas, sus rostros parecían más que siniestros, excepto el de Stoichev. Comprendí que se habría atrevido a sonreírnos de no haber estado tan asustado.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó Helen a Géza antes de que yo pudiera impedírselo.
—¿Qué demonios haces tú aquí, querida? —fue su única respuesta. Parecía más alto que nunca, vestido con camisa y pantalones claros, y pesadas botas de montaña. No me había dado cuenta en el congreso de que me caía fatal.
—¿Dónde está él? —gruñó Ranov, mirándonos fijamente a Helen y a mí.
—Está muerto —dije—. Ustedes han venido a través de la cripta. Tienen que haberle visto.
Ranov frunció el ceño.
—¿De qué está hablando?
Algo, una intuición que debía a Helen, me aconsejó no continuar hablando.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Helen con frialdad. Géza la apuntó con un poco más de precisión.
—Ya sabes lo que queremos decir, Elena Rossi. ¿Dónde está Drácula?
Esto era más fácil de contestar, y dejé que Helen se adelantara.
—No está aquí, eso es evidente —dijo con su voz más desagradable—. Puedes examinar su tumba.
En este momento, el pequeño burócrata avanzó un paso, como si fuera a hablar.
—Quédese con ellos —dijo Ranov a Géza. Se movió con cautela entre las mesas, paseando la vista a su alrededor. Comprendí que nunca había estado aquí. El burócrata del traje oscuro le siguió sin decir palabra. Cuando llegaron al sarcófago, Ranov alzó su farol y la pistola, y miró con cautela el interior—. Está vacío —dijo a Géza. Se volvió hacia los otros dos sarcófagos—. ¿Qué es esto? Vengan a ayudarme.
El burócrata y el monje obedecieron. Stoichev les siguió más despacio, y pensé ver cierto brillo en su rostro mientras contemplaba las mesas y armarios vacíos. Sólo pude hacer conjeturas acerca de sus deducciones.
Ranov ya estaba escudriñando los sarcófagos.
—Vacíos —dijo jadeante—. No está aquí. Registren la sala. —Géza József ya estaba avanzando entre las mesas, proyectando la luz hacia todas las paredes y abriendo armarios—. ¿Le han oído o visto?
—No —contesté, sin mentir demasiado. Me dije que, con tal de que no hicieran daño a Helen, con tal de que la dejaran marchar, consideraría un éxito esta expedición. Era la única vida por la que suplicaría. También pensé, con fugaz gratitud, en lo que se había ahorrado Rossi.
Géza profirió algo que debía ser una maldición en húngaro, porque Helen pareció a punto de sonreír pese al arma que apuntaba a su corazón.
—Es inútil —dijo al cabo de un momento—. La tumba de la cripta está vacía, y ésta también. Él nunca volverá a este lugar, puesto que lo hemos descubierto.
Tardé un momento en asimilar esto. ¿La tumba de la cripta estaba vacía? Entonces, ¿dónde se hallaba el cuerpo de Rossi que acabábamos de abandonar allí?
Ranov se volvió hacia Stoichev.
—Díganos qué hay aquí.
Habían bajado sus armas por fin, y yo apreté a Helen contra mí, lo cual provocó que Géza me dirigiera una mirada avinagrada, aunque no dijo nada.
Stoichev alzó su farol como si hubiera estado esperando este momento. Fue a la mesa más cercana y dio unos golpecitos sobre la madera.
—Me parece que son de roble —dijo poco a poco—, y podrían ser de diseño medieval. —Examinó debajo de la mesa la ensambladura de una pata. Dio unos golpecitos en un armario—. Pero no sé gran cosa sobre muebles.
Esperamos en silencio.
Géza propinó una patada a la pata de una mesa.
—¿Qué voy a decir al ministro de Cultura? Que Valaquia nos perteneció. Era un prisionero húngaro y su país era territorio nuestro.
—¿Por qué no discutimos sobre eso cuando le encontremos? —gruñó Ranov.
Caí en la cuenta de repente de que el único idioma común entre ellos era el inglés, y de que se detestaban. En aquel momento supe a quién me recordaba Ranov. Con su cara robusta y espeso bigote oscuro se parecía a las fotografías que había visto del joven Stalin. Gente como Ranov y Géza ocasionaban daños mínimos sólo porque su poder era mínimo.
—Dile a tu tía que sea más cuidadosa con sus llamadas telefónicas. —Géza dirigió una mirada torva a Helen, y sentí que ella se ponía rígida contra mí—. Deje a este maldito monje vigilando el lugar —indicó a Ranov, y éste dio una orden que provocó temblores en el pobre Ivan. En aquel momento la luz del farol de Ranov se desvió en otra dirección. Había estado examinando las mesas subiendo y bajando el farol. Ahora su luz cayó de soslayo sobre el pequeño burócrata del traje oscuro, quien aguardaba en silencio junto al sarcófago de Drácula. Tal vez no me habría fijado en su cara de no haber sido por su extraña expresión, una expresión de dolor íntimo, iluminado de repente por el farol. Vi el rostro demacrado bajo el desaliñado bigote y el brillo familiar de los ojos.
—¡Helen! —grité—. ¡Mira!
Ella le examinó con detenimiento.
—¿Qué?
Géza se volvió hacia ella al momento.
—Este hombre… —Helen estaba horrorizada—. Ese hombre… es…
—Un vampiro —terminé—. Nos ha seguido desde nuestra universidad de Estados Unidos.
Apenas había empezado a hablar, cuando el ser emprendió la huida. Se había precipitado en nuestra dirección para escapar, pero tropezó con Géza, quien intentó sujetarle, aunque Ranov fue más rápido. Agarró al bibliotecario, cayeron al suelo, y después nuestro guía dio un salto hacia atrás al tiempo que lanzaba un grito, y el bibliotecario continuó su huida. Ranov se volvió y disparó contra la figura antes de que se alejara demasiado. Durante un segundo permaneció inmóvil. Fue como si hubiera disparado al aire. Después el bibliotecario se esfumó con tal celeridad que no supe si había llegado al pasadizo o se había esfumado ante nuestros ojos. Ranov corrió tras él y atravesó la puerta, pero regresó casi enseguida. Todos le miramos. Tenía el rostro blanco, se aferraba la tela desgarrada de su chaqueta y un hilillo de sangre manaba entre sus dedos. Al cabo de un largo momento habló.
—¿Qué está pasando aquí?
Su voz temblaba.
Géza meneó la cabeza.
—Dios mío —dijo—. Le ha mordido. —Retrocedió un paso—. Y yo he estado solo con ese hombre varias veces. Dijo que nos diría dónde podíamos encontrar a los norteamericanos, pero nunca me dijo que fuera…
—Pues claro que no —dijo Helen con desdén, aunque yo intenté acallarla—. Quería encontrar a su amo, seguirnos para llegar hasta él, no matarte. Vivo le eras más útil. ¿Te entregó nuestras notas?
—Cierra el pico.
Géza pareció a punto de abofetearla, pero percibí el miedo y el asombro en su voz, y yo la alejé con delicadeza.
—Vengan. —Ranov nos estaba haciendo señas con su pistola, mientras se apretaba el hombro herido con la otra mano—. Me han sido muy poco útiles. Quiero que vuelvan a Sofía y suban a un avión lo antes posible. Tienen suerte de que no me hayan dado permiso para hacerlos desaparecer. Sería demasiado incómodo.
Pensé que iba a darnos una patada, como Géza había hecho con la pata de la silla, pero se volvió y nos condujo fuera de la biblioteca. Obligó a Stoichev a pasar delante. Supuse, con una punzada de pesar, lo que el pobre hombre habría sufrido en el curso de aquella persecución. No había sido intención de Stoichev que nos siguieran. Lo sabía por la expresión pesarosa que había visto en su cara al entrar en la cámara. ¿Habría conseguido regresar a Sofía antes de que le obligaran a dar media vuelta para seguirnos? Confié en que la reputación internacional de Stoichev le protegería de posteriores maltratos, tal como había ocurrido en el pasado. Pero Ranov… Eso era lo peor. Ranov volvería, contaminado, a sus responsabilidades con la policía secreta. Me pregunté si Géza intentaría hacer algo al respecto, pero el rostro del húngaro estaba tan sombrío que no me atreví a dirigirle la palabra.
Miré por última vez desde la puerta el majestuoso sarcófago, que había descansado allí durante casi quinientos años. Su ocupante podía estar ahora en cualquier lugar, o camino de cualquier lugar. Al final de la escalera, pasamos a gatas uno tras otro por la abertura (recé para que ninguna de las pistolas se disparara), y entonces vi algo muy extraño. El relicario de san Petko estaba abierto sobre su pedestal. Debían de haber utilizado algunas herramientas para abrirlo, puesto que nosotros no habíamos podido hacerlo antes. La losa de mármol que había debajo estaba en su sitio y cubierta con la tela bordada. Helen me dirigió una mirada inexpresiva. Miramos el relicario al pasar y vimos en el interior algunos fragmentos de hueso, un cráneo pulido, todo lo que quedaba del mártir.
Al salir a la noche, vimos una confusión de coches y gente. Por lo visto, Géza había llegado con un séquito, dos de cuyos miembros vigilaban las puertas de la iglesia. Drácula no había escapado por aquí, pensé. Las montañas se cernían sobre nosotros, más oscuras que el cielo oscuro. Algunos aldeanos se habían enterado de la llegada y habían acudido con antorchas encendidas. Retrocedieron cuando Ranov avanzó, miraron su chaqueta rota y ensangrentada, con el rostro tenso a la luz fluctuante. Stoichev tomó mi brazo. Su cabeza osciló cerca de mi oído.
—La cerramos —susurró.
—¿Qué?
Me incliné para escucharle.
—El monje y yo fuimos los primeros en bajar a la cripta, mientras esos… esos matones registraban la iglesia y el bosque en busca de ustedes. Vimos al hombre de la tumba, no era Drácula, y comprendí que ustedes habían estado allí. Así que la cerramos, y cuando bajaron, sólo abrieron el relicario. Estaban tan furiosos, que pensé que iban a tirar los huesos del pobre santo. —El hermano Ivan parecía bastante corpulento, pero la fragilidad del profesor Stoichev debía ocultar una peculiar fuerza. Stoichev me miró fijamente—. Pero ¿quién estaba en esa tumba si no era…?
—El profesor Rossi —susurré. Ranov estaba abriendo las puertas del coche y nos ordenó subir.
Stoichev me dirigió una mirada rápida y elocuente.
—Lo siento muchísimo.
Así fue como dejé que mi más querido amigo descansara en Bulgaria. Que duerma en paz hasta el fin de los tiempos.