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Ojalá pudiera decir que hice algo valiente y útil, o que tomé a Helen en mis brazos por si se desmayaba, pero no fue así. No existe casi nada peor que un rostro amado transformado por la muerte, la decadencia física o una enfermedad horripilante. Esos rostros son monstruos de la peor especie: los seres queridos insufribles.

—Oh, Rossi —dije, y las lágrimas resbalaron sobre mis mejillas sin que pudiera evitarlo.

Helen se acercó un paso y le miró. Me di cuenta de que llevaba la misma ropa de la última noche que había hablado con él, casi un mes antes. Estaba rota y sucia, como si hubiera sufrido un accidente. La corbata había desaparecido. Un reguero de sangre llenaba las arrugas de un lado de su cuello y formaba un estuario escarlata sobre el cuello sucio de su camisa. Su boca estaba fofa e hinchada, y aparte de que su pecho subía y bajaba, estaba inmóvil. Helen extendió la mano.

—No le toques —le advertí en tono perentorio, lo cual sólo consiguió aumentar mi horror.

Pero Helen parecía tan en trance como él, y al cabo de un segundo, con los labios temblorosos, acarició su mejilla con los dedos. No sé si fue peor que Rossi abriera los ojos, pero lo hizo. Todavía eran muy azules, incluso bajo aquella luz lóbrega, pero las escleróticas estaban inyectadas en sangre y tenía los párpados hinchados. Aquellos ojos estaban terriblemente vivos, y perplejos, y se movían de un lado a otro como si intentaran asimilar nuestros rostros, mientras su cuerpo continuaba inmóvil como el de un muerto. Entonces dio la impresión de que su mirada se posaba en Helen, inclinada sobre él, y sus ojos azules se iluminaron con una intensidad tremenda y se abrieron como para abarcarla por completo.

—Oh, amor mío —dijo en voz muy baja. Tenía los labios agrietados e hinchados, pero su voz era la voz que yo amaba, el límpido acento.

—No… Mi madre —dijo Helen, como si le costara hablar. Apoyó la mano sobre la mejilla del hombre—. Soy Helen, padre… Elena. Soy tu hija.

Rossi levantó una mano débil, como si apenas la controlara, y tomó la de ella. Tenía la mano amoratada, con las uñas muy largas y amarillentas. Quise decirle que le sacaríamos enseguida de allí, que volveríamos a casa, pero también sabía la gravedad de su enfermedad.

—Ross —dije, y me incliné sobre él—. Soy Paul. Estoy aquí.

Sus ojos pasearon perplejos entre Helen y yo, y después los cerró con un susurro que estremeció su cuerpo hinchado.

—Oh, Paul —dijo—. Has venido a buscarme. No tendrías que haberlo hecho.

Miró de nuevo a Helen, con los ojos nublados, como si quisiera decir algo más.

—Me acuerdo de ti —murmuró al cabo de un momento.

Busqué en el bolsillo interior de mi chaqueta y saqué el anillo que me había dado la madre de Helen. Lo acerqué a sus ojos, aunque no demasiado, y entonces soltó la mano de Helen y tocó el anillo con torpeza.

—Para ti —le dijo, y ella lo aceptó y lo colocó en su dedo.

—Mi madre —dijo Helen, con la boca temblorosa—. ¿Te acuerdas de ella? La conociste en Rumanía.

Rossi la miró con algo de su antigua agudeza y sonrió. Su rostro se contorsionó.

—Sí —susurró por fin—. Yo la amaba. ¿Adónde fue?

—Está sana y salva en Hungría —dijo Helen.

—¿Eres tú su hija?

Parecía estupefacto.

—Soy tu hija.

Las lágrimas afluyeron poco a poco a los ojos de Rossi, como si ya no le resultara fácil, y resbalaron por las arrugas de las comisuras. Los arroyuelos brillaron a la luz de las velas.

—Paul, cuida de ella, te lo ruego —dijo con voz débil.

—Voy a casarme con ella —contesté. Apoyé la mano sobre su pecho. Una especie de resuello inhumano resonaba en su interior, pero me obligué a no apartarla.

—Eso es… estupendo —dijo por fin—. ¿Su madre está viva y sana?

—Sí, padre. —El rostro de Helen tembló—. Está bien. Está en Hungría.

—Sí, ya lo habías dicho.

Volvió a cerrar los ojos.

—Ella aún te quiere, Rossi. —Acaricié la pechera de su camisa con una mano insegura—. Te envía este anillo y… un beso.

—Intenté recordar muchas veces dónde estaba, pero algo…

—Ella sabe que lo intentaste. Descansa un momento.

Su respiración era cada vez más ronca.

De repente, sus ojos se abrieron y luchó por levantarse. Fue espantoso presenciar sus esfuerzos, sobre todo porque no produjeron casi ningún resultado.

—Hijos, tenéis que iros cuanto antes —jadeó—. Es muy peligroso que estéis aquí. Volverá y os matará.

Sus ojos volaron de un lado a otro.

—¿Drácula? —pregunté en voz baja.

Hizo una mueca horrible al oír el nombre.

—Sí. Está en la biblioteca.

—¿En la biblioteca? —Miré a mi alrededor sorprendido pese al horror que transparentaba la cara de Rossi—. ¿Qué biblioteca?

—Su biblioteca está allí…

Intentó señalar una pared.

—Ross —le apremié—, dinos que ocurrió y qué tenemos que hacer.

Dio la impresión de que intentaba enfocar su vista un momento. Me miró y parpadeó varias veces. La sangre seca de su cuello se movió cuando luchó por respirar.

—Se abalanzó sobre mí de repente, en mi despacho, y me llevó consigo a un largo viaje. No estuve… consciente durante una gran parte del tiempo, de modo que no sé dónde estoy.

—En Bulgaria —dijo Helen sin soltar su mano hinchada.

Los ojos de Rossi destellaron de nuevo con un antiguo interés, una chispa de curiosidad.

—¿Bulgaria? Por eso…

Intentó humedecerse los labios.

—¿Qué te hizo?

—Me trajo aquí después de cuidar de su… diabólica biblioteca. He intentado resistir de todas las formas imaginables. Fue culpa mía, Paul. Había vuelto a investigar de nuevo para un artículo… —Le costaba respirar—. Quería mostrarlo como parte de una… tradición más grande. Empezando por los griegos. Me enteré de que había un nuevo erudito en la universidad que escribía sobre él, aunque no pude averiguar su nombre.

Al oír esto, Helen respiró hondo. Los ojos de Rossi destellaron en su dirección.

—Pensé que debía publicar por fin…

Resollaba, y cerró los ojos un momento. Helen se puso a temblar contra mí. Yo la sujeté con fuerza por la cintura.

—No pasa nada —dije—. Está descansando.

Pero Rossi parecía decidido a terminar.

—Sí que pasa —dijo con voz estrangulada, los ojos cerrados todavía—. Él te dio el libro. Supe entonces que vendría a por mí, y lo hizo. Me resistí, pero casi me ha convertido… en otro como él. —Pareció incapaz de levantar la otra mano, y volvió la cabeza y el cuello con torpeza, de modo que de repente pudimos ver un profundo pinchazo en el lado de la garganta. Aún estaba abierto, y cuando la movió, se dilató y sangró. La mirada que dirigimos a aquel punto pareció trastornarle de nuevo, y me miró implorante—. Paul, ¿está oscureciendo afuera?

Una oleada de horror y desesperación me embargó.

—¿Percibes el cambio, Rossi?

—Sí, sé cuando viene la oscuridad, y me entra… hambre. Por favor. Os oirá. Iros, deprisa.

—Dinos cómo encontrarle —dije desesperado—. Le mataremos.

—Sí, matadle, si podéis hacerlo sin poneros en peligro. Matadle por mí —susurró, y por primera vez vi que aún podía sentir rabia—. Escucha, Paul. Allí hay un libro. La vida de san Jorge. —Le costaba respirar de nuevo—. Muy antiguo, con una portada bizantina. Nadie ha visto jamás un libro semejante. Tiene muchos libros, pero éste es… —Por un momento dio la impresión de que iba a desmayarse. Helen apretó su mano entre las de ella y se echó a llorar sin poder contenerse—. Lo escondí debajo del primer armario de la izquierda. Lleváoslo si podéis. He escrito algo… He guardado algo dentro. Date prisa, Paul. Se va a despertar. Yo me despierto con él.

—Oh, Jesús. —Busqué a mi alrededor algo que pudiera ayudarnos, pero no sabía qué—. Ross, por favor. No puedo permitir que te posea. Le mataremos y te pondrás bien. ¿Dónde está?

Helen, más calmada, levantó el cuchillo y se lo enseñó.

Dio la impresión de que exhalaba un largo suspiro, mezclado con una sonrisa. Vi entonces hasta qué punto se habían alargado sus dientes, como los de un perro, y que la comisura de su labio estaba en carne viva. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas amoratadas.

—Paul, amigo mío…

—¿Dónde está? ¿Dónde está la biblioteca?

Mi tono era perentorio, pero Rossi no podía hablar.

Helen hizo un veloz ademán, y yo comprendí, y agarré una piedra del borde del suelo. Me costó un largo momento aflojarla, y en aquel instante temí haber oído un movimiento arriba, en la iglesia. Helen desabotonó la camisa de Rossi y la abrió con delicadeza. Luego apoyó la punta del cuchillo de Turgut sobre su corazón.

Rossi clavó una mirada confiada en nosotros, con ojos como los de un niño, y después los cerró. Al instante, hice acopio de fuerzas y golpeé el pomo del cuchillo con aquella piedra antigua, una piedra colocada en ese lugar por algún monje anónimo, un campesino contratado o algún ciudadano desaparecido del siglo XII o XIII. Era probable que aquella piedra hubiera permanecido inmóvil durante siglos, pisada por los monjes que llevaban huesos al osario o transportaban vino al sótano. Aquella piedra no se había movido cuando el cadáver de un matador de turcos extranjero fue transportado en secreto allí y fue escondido en una tumba recién excavada en el suelo, ni cuando los monjes valacos celebraban una misa hereje sobre ella, ni cuando la policía otomana fue allí a buscar en vano su cuerpo, ni cuando los jinetes otomanos entraron en la iglesia con sus antorchas, ni cuando una nueva iglesia se alzó encima, ni cuando los huesos de Sveti Petko fueron conducidos al relicario para descansar cerca de ella, ni cuando los peregrinos se arrodillaban para recibir la bendición del mártir. Había descansado allí durante todos aquellos siglos hasta que yo la extraje bruscamente y le di un nuevo uso, y eso es todo cuanto puedo escribir al respecto.