Aquellos dos días en Bachkovo fueron los más largos de mi vida. Quería ir de inmediato a la fiesta prometida. Quería que empezara cuanto antes, con el fin de seguir la pista de aquella palabra de la canción, dragón, hasta su lugar de origen. No obstante, también temía el momento que seguiría de manera inevitable, cuando esa posible pista también se desvaneciera como humo, o descubriera que no estaba relacionada con nada. Helen ya me había advertido de que las canciones tradicionales eran muy escurridizas. Sus orígenes tendían a perderse con el paso de los siglos, sus textos cambiaban y evolucionaban, sus intérpretes muy pocas veces sabían de dónde procedían y qué antigüedad tenían.
—Eso es lo que las convierte en canciones tradicionales —dijo Helen con aire melancólico, al tiempo que alisaba el cuello de mi camisa, sentados en el patio, el segundo día de nuestra estancia en el monasterio. No era propensa a las caricias de ese estilo, por lo cual supe que estaba preocupada. Yo tenía los ojos irritados y me dolía la cabeza, mientras contemplaba los adoquines bañados por el sol que las gallinas picoteaban. Era un lugar hermoso, extraño y exótico para mí, y veíamos la vida discurrir tal como lo había hecho desde el siglo VI: las gallinas buscaban gusanos, el gato jugaba cerca de nuestros pies, la luz brillante latía en la hermosa mampostería roja y blanca que nos rodeaba. Ya casi no podía experimentar su belleza.
La segunda mañana desperté muy temprano. Pensé que tal vez había oído sonar las campanas, pero no pude decidir si eso había sido en sueños. Desde la ventana de mi celda, con su tosca cortina, creí ver a cuatro o cinco monjes entrar en la iglesia. Me vestí (Dios, qué sucia estaba mi ropa ya, pero no podía perder el tiempo lavándola) y bajé en silencio la escalera que descendía desde la galería al patio. Era muy temprano, aún estaba oscuro, y la luna se estaba poniendo sobre las montañas. Pensé por un momento en entrar en la iglesia y quedarme cerca de la puerta, que habían dejado abierta. De dentro salía la luz de las velas y un olor a cera quemada e incienso, y el interior, que a mediodía estaba muy oscuro, a esta hora era cálido e invitador. Oí cantar a los monjes. La melancolía del sonido se clavó en mi corazón como una daga. Era probable que estuvieran haciendo esto una sombría mañana de 1477, cuando los hermanos Kiril y Stefan y los demás monjes habían abandonado las tumbas de sus hermanos martirizados (¿en el osario?) y emprendido viaje a través de las montañas, con el tesoro en su carreta. Pero ¿qué dirección habían tomado? Me volví hacia el este, después hacia el oeste, por donde la luna estaba desapareciendo a marchas forzadas, y después hacia el sur.
Una brisa había empezado a agitar las hojas de los tilos, y al cabo de pocos minutos vi la primera luz del sol que llegaba desde el otro lado de las laderas y sobre los muros del monasterio. Después, con cierto retraso, un gallo cantó en algún lugar del monasterio. Habría sido un momento de placer exquisito, el tipo de inmersión en la historia con el que siempre había soñado, si hubiera estado de humor. Descubrí que estaba dando la vuelta poco a poco, como si quisiera intuir la dirección que había seguido el hermano Kiril. En algún lugar había una tumba cuyo emplazamiento se había perdido tanto tiempo atrás que hasta el conocimiento de su ubicación se había desvanecido. Podía estar a un día a pie, a tres horas, a una semana. «No mucho más lejos y sin incidentes», había dicho Zacarías. ¿Qué distancia era «no mucho más lejos»? ¿Adónde habían ido? La tierra se estaba despertando (aquellas montañas boscosas con sus afloramientos rocosos polvorientos, el patio adoquinado que pisaba y la granja y prados del monasterio), pero guardaba su secreto.
A eso de las nueve de la mañana nos fuimos en el coche de Ranov, con el hermano Ivan en el asiento de delante. Tomamos la carretera que seguía el río durante unos diez kilómetros, y después el río dio la impresión de desaparecer. La carretera siguió un valle largo y seco, con curvas y más curvas entre las colinas. Ver este paisaje despertó algo en mi memoria. Di un codazo a Helen y ella me miró con el ceño fruncido.
—Helen, el valle del río.
Entonces su rostro se iluminó y dio unos golpecitos con los dedos en el hombro de Ranov.
—Pregunte al hermano Ivan por el río de este valle. ¿Lo hemos cruzado en algún momento?
Ranov habló al hermano Ivan sin volverse y nos informó.
—Dice que el río se secó. Ahora lo hemos dejado atrás, donde cruzamos el último puente. Ya no hay agua en el valle.
Helen y yo nos miramos en silencio. Delante, hacia el final del valle, vi dos picos abruptos que se alzaban sobre las colinas, dos montañas solitarias como alas angulares. Y entre ellas, todavía muy lejos, vimos las torres de una pequeña iglesia. De pronto Helen buscó mi mano.
Unos minutos después nos internamos por una pista de tierra, obedeciendo el letrero de un pueblo al que llamaré Dimovo. Después la pista se estrechó y Ranov frenó delante de la iglesia, aunque Dimovo no se veía.
La iglesia de Sveti Petko el Mártir era muy pequeña (una capilla de albañilería maltratada por los elementos), aposentada en un prado que tal vez se había utilizado para acumular heno durante la estación. Dos robles retorcidos formaban un refugio sobre ella, y a su lado se acurrucaba un cementerio como nunca había visto, tumbas de campesinos, algunas de las cuales se remontaban al siglo XVIII, explicó Ranov con orgullo.
—Es una tradición. Hay muchos sitios como éste en los que, todavía ahora, se entierran a los trabajadores agrícolas. —Las lápidas eran de madera o piedra, con un remate triangular encima, y muchas tenían lamparitas en su base—. El hermano Ivan dice que la ceremonia no empezará hasta las once y media —nos informó Ranov—. Ahora están preparando la iglesia. Primero nos acompañará a casa de Baba Yanka y después volveremos para presenciar el espectáculo.
Nos miró fijamente, como para averiguar qué nos interesaba más.
—¿Qué están haciendo allí?
Señalé a un grupo de hombres que trabajaban en el campo contiguo a la iglesia. Algunos estaban apilando troncos y ramas grandes, mientras otros disponían ladrillos y piedras a su alrededor. Ya habían recogido un inmenso arsenal del bosque.
—El hermano Ivan dice que es para la hoguera. No lo sabía, pero van a caminar sobre el fuego.
—¡Caminar sobre el fuego! —exclamó Helen.
—Sí —contestó Ranov—. ¿Conocen esta costumbre? No es muy habitual en nuestros días, sobre todo en esta parte del país. Sólo sé que se conserva en la región del mar Negro, pero esta zona es pobre y supersticiosa. El Partido está trabajando por mejorar la situación. No me cabe duda de que, al final, estas cosas serán eliminadas.
—Yo también he oído hablar de esto. —Helen se volvió hacia mí—. Era una costumbre pagana, y pasó a ser cristiana cuando los pueblos de los Balcanes se convirtieron. Por lo general, se baila más que se camina. Me alegro mucho de poder presenciar algo semejante.
Ranov se encogió de hombros y nos guió hacia la iglesia, pero no antes de ver que uno de los hombres que reunían leña se inclinaba y prendía fuego a la pira, que ardió al instante. La madera estaba seca, y las llamas no tardaron en alcanzar la parte superior de la pila, de modo que todas las ramas se abrasaron. Hasta Ranov permaneció inmóvil. Los hombres que habían encendido el fuego retrocedieron unos pasos, y luego unos cuantos más, y se limpiaron las manos en los pantalones. El fuego cobró vida plena de repente. Las llamas casi llegaron a la altura del tejado de la iglesia, pero estaban lo bastante lejos para no amenazarla. Vimos al fuego devorar su enorme manjar, hasta que Ranov se volvió de nuevo.
—Dejarán que se vaya quemando durante las siguientes horas —dijo—. Ni los más supersticiosos se pondrían a bailar ahora.
Cuando entramos en la iglesia, un joven, al parecer el sacerdote, salió a recibirnos. Nos estrechó la mano con una agradable sonrisa, y el hermano Ivan y él se hicieron sendas reverencias.
—Dice que es un honor recibirles en este día —informó Ranov con cierta sequedad.
—Dígale que es un honor para nosotros poder asistir a la fiesta. ¿Podría preguntarle quién fue Sveti Petko?
El sacerdote explicó que era un mártir local, asesinado por los turcos durante la ocupación por negarse a abjurar de su fe. Sveti Petko había sido el párroco de la primera iglesia erigida en este lugar, que los turcos habían incendiado, e incluso después de que quemaran su iglesia se negó a aceptar la fe musulmana. Habían erigido la iglesia más tarde, y enterraron sus reliquias en la antigua cripta. Hoy, mucha gente iba para postrarse allí. Su icono especial, y otros dos de gran poder, serían transportados en procesión alrededor de la iglesia y a través del fuego. Allí estaba Sveti Petko, pintado en la pared delantera de la iglesia. Señaló un fresco semiborrado que tenía detrás, el cual plasmaba un rostro barbudo no muy diferente del suyo. Debíamos volver a visitar la iglesia cuando estuviera todo preparado. Estábamos invitados a presenciar la ceremonia y a recibir la bendición de Sveti Petko. No seríamos los primeros peregrinos de otros países que habían acudido al santuario para aliviar enfermedades o dolores. El sacerdote nos sonrió con dulzura.
Le pregunté por mediación de Ranov si había oído hablar de un monasterio llamado Sveti Georgi. Negó con la cabeza.
—El monasterio más cercano es Bachovski —dijo—. A veces, monjes de otros monasterios han venido aquí en peregrinación, pero hace mucho tiempo.
Supuse que se refería a que las peregrinaciones habían cesado desde la conquista del poder por parte de los comunistas, y tomé nota mental de preguntar a Stoichev acerca de esto cuando volviéramos a Sofía.
—Le preguntaré la dirección de Baba Yanka —dijo Ranov al cabo de un momento.
El sacerdote sabía muy bien dónde vivía. Lamentó no poder acompañarnos, pero la iglesia había estado cerrada meses (sólo acudía aquí los días festivos), de modo que su ayudante y él tenían mucho trabajo que hacer.
La aldea se aposentaba en una hondonada, justo debajo del prado donde se erguía la iglesia. Era la comunidad más pequeña que había visto desde mi llegada al bloque oriental, no más de quince casas acurrucadas casi con temor, con manzanos y huertos en sus alrededores, pistas de tierra lo bastante anchas para dejar paso a una carreta, un antiguo pozo con un travesaño de madera y un cubo que colgaba de él. Me quedé sorprendido por la absoluta ausencia de elementos modernos, y me descubrí buscando señales del siglo XX. Por lo visto, ese siglo no había pasado por allí, y casi me sentí traicionado cuando vi un cubo de plástico en el patio lateral de una casa de piedra. Daba la impresión de que las casas habían crecido a partir de pilas de roca gris, con los pisos superiores construidos en albañilería como una idea de última hora, con los tejados de pizarra. Algunas exhibían hermosos adornos antiguos de madera que no habrían quedado fuera de lugar en un pueblo de estilo tudor.
Cuando entramos en la única calle de Dimovo, la gente empezó a salir de las casas y establos para darnos la bienvenida, sobre todo gente mayor, muchos deformados hasta extremos increíbles por años de rudo trabajo, las mujeres con las piernas arqueadas de manera grotesca, los hombres inclinados hacia delante como si fueran cargados siempre con un saco invisible de algo pesado. La piel de su cara era de color tostado, con las mejillas encarnadas. Sonreían y saludaban, y vi destellos de encías desdentadas o materiales brillantes en sus bocas. Al menos habían recibido los cuidados de un dentista, pensé, aunque costaba imaginar dónde o cómo. Algunos se adelantaron para inclinarse ante el hermano Ivan, y él los bendijo y dio la impresión de que interrogaba a algunos. Caminamos hasta la casa de Baba Yanka en el centro de una pequeña multitud, cuyos miembros más jóvenes podrían haber cumplido los setenta, aunque Helen me dijo después que estos campesinos debían tener veinte años menos de lo que yo pensaba.
La casa de Baba Yanka era muy pequeña, apenas una cabaña, y se apoyaba contra un pequeño establo. La mujer se acercó a la puerta para ver qué estaba pasando. Lo primero que vi de ella fue un destello de su pañuelo de flores rojas para la cabeza y después su corpiño a rayas y el delantal. Se asomó, nos miró, y algunos aldeanos gritaron su nombre, lo cual provocó que saludara con la cabeza rápidamente. La piel de su cara era de color caoba, la nariz y la barbilla afiladas, y los ojos, cuando nos acercamos más, al parecer castaños, pero perdidos entre pliegues de arrugas.
Ranov le dijo algo (confié en que no fuera nada arrogante o impertinente), y después de mirarnos unos minutos, la mujer cerró la puerta de madera. Esperamos en silencio fuera, y cuando volvió a abrirla, vi que no era tan diminuta como había imaginado. Le llegaba a Helen al hombro, y sus ojos eran risueños en una cara cautelosa. Besó la mano del hermano Ivan y nosotros le estrechamos la mano, cosa que pareció dejarla perpleja. Después nos guió hasta el interior de la casa como si fuéramos un grupo de gallinas fugitivas.
Su casa era muy pobre por dentro, pero limpia, y observé con una punzada de compasión que la había adornado con un jarrón de flores silvestres, que descansaba sobre una mesa arañada y restregada. La casa de la madre de Helen era una mansión comparada con esta pulcra y destartalada habitación, con la escalerilla que subía al primer piso clavada a una pared. Me pregunté durante cuánto tiempo podría subir la escalera Baba Yanka, pero se movía por la habitación con tal energía que comprendí al cabo de un momento que no era una anciana. Se lo dije en un susurro a Helen y ella asintió.
—Unos cincuenta —dijo en voz baja.
Esto todavía me impresionó más. Mi madre, en Boston, tenía cincuenta y dos años, y habría podido ser la nieta de esta mujer. Las manos de Baba Yanka eran tan deformes como ligeros sus pies. Vi que sacaba platos cubiertos con tela y disponía vasos ante nosotros, y me pregunté qué habría hecho con aquellas manos durante su vida para que tuvieran ese aspecto. Talar árboles, tal vez, cortar leña, recoger cosechas, trabajar con frío y calor. Nos dirigió una o dos miradas subrepticias mientras se afanaba, cada una acompañada de una veloz sonrisa, y al final nos sirvió un brebaje, algo blanco y espeso, que Ranov engulló al instante. Señaló con la cabeza en dirección a la mujer y se secó la boca con un pañuelo. Yo le imité a continuación, pero estuve a punto de morir. El líquido estaba tibio y sabía a suelo de establo. Intenté reprimir las arcadas, mientras Baba Yanka me sonreía. Helen bebió el suyo con dignidad, y Baba Yanka le palmeó la mano.
—Leche de oveja mezclada con agua —explicó Helen—. Imagina que es un batido de leche.
—Ahora le preguntaré si va a cantar —dijo Ranov—. Eso es lo que quieren, ¿no?
Conversó un momento con el hermano Ivan, quien se volvió hacia Baba Yanka. La mujer se encogió y cabeceó con vehemencia. No, no iba a cantar. Estaba claro que no quería. Nos señaló y escondió las manos bajo el delantal. Pero el hermano Ivan asintió.
—Primero le pediremos que cante lo que le dé la gana —explicó Ranov—. Después podrán interrogarla sobre la canción que les interesa.
Dio la impresión de que Baba Yanka se había resignado, y me pregunté si toda la protesta había sido una exhibición ritual de modestia, porque ya estaba sonriendo de nuevo. Suspiró y enderezó los hombros bajo su gastada blusa floreada. Nos miró sin astucia y abrió la boca. El sonido que surgió se me antojó asombroso, primero porque fue asombrosamente fuerte, de modo que los vasos estuvieron a punto de vibrar sobre la mesa, y la gente que estaba delante de la puerta abierta (me dio la impresión de que se había congregado la mitad del pueblo) asomó la cabeza. Las paredes y el suelo retemblaron, y las ristras de cebollas y pimientos que colgaban sobre la cocina oscilaron. Tomé la mano de Helen a escondidas. Primero nos estremeció una nota, después otra, cada una larga y lenta, cada una un aullido de sufrimiento y desesperación. Recordé a la doncella que había saltado al precipicio antes que ir a parar al harén del bajá, y me pregunté si se trataría de un texto similar. Por extraño que pareciera, Baba Yanka sonreía en cada nota, respiraba hondo y nos sonreía. Escuchamos en estupefacto silencio hasta que enmudeció de repente. La última nota pareció prolongarse indefinidamente en la diminuta casa.
—Queremos saber el significado de la letra, por favor —dijo Helen.
Con aparente dificultad, que no borró su sonrisa, Baba Yanka recitó la letra de la canción, y Ranov tradujo.
El héroe yace en lo alto de la verde montaña.
El héroe agoniza con nueve heridas en el costado.
Oh, tú, halcón, vuela hacia él y dile que sus hombres están a salvo,
a salvo en las montañas, todos sus hombres.
El héroe tenía nueve heridas en el costado,
pero fue la décima la que le mató.
Cuando terminó, Baba Yanka aclaró algún punto a Ranov, sin dejar de sonreír y agitando un dedo hacia él. Tuve la sensación de que le daría unos azotes y le enviaría a la cama sin cenar si se portaba mal en su casa.
—Pregúntele la antigüedad de la canción y dónde la aprendió —dijo Helen.
Ranov formuló la pregunta y Baba Yanka estalló en carcajadas, señaló hacia atrás y agitó las manos, Hasta Ranov sonrió.
—Dice que es antigua como las montañas y ni siquiera su bisabuela sabía su antigüedad. La aprendió de su bisabuela, que vivió hasta los noventa y tres años.
A continuación, Baba Yanka nos hizo preguntas. Cuando clavó los ojos en nosotros, vi que eran unos ojos maravillosos, casi como si el sol y el viento les hubieran dado forma, de un color castaño dorado, casi ámbar, con el brillo realzado por el rojo de su pañuelo. Asintió, como incrédula, cuando le dijimos que éramos de Norteamérica.
—¿Amerika? —Dio la impresión de que meditaba—. Eso debe estar más allá de las montañas.
—Es una mujer muy ignorante —comentó Ranov—. El Gobierno se está esforzando al máximo por aumentar el nivel de educación en estos parajes. Es una prioridad importante.
Helen había sacado una hoja de papel y tomó la mano de la mujer.
—Pregúntele si conoce una canción como ésta. Se la tendrá que traducir. «El dragón bajó a nuestro valle. Quemó las cosechas y tomó a las doncellas».
Ranov tradujo esto a Baba Yanka. Ella escuchó con atención un momento, y de repente su rostro se contrajo de miedo y desagrado. Retrocedió en su silla de madera y se persignó a toda prisa.
—¡Ne! —dijo con vehemencia, y liberó su mano de la de Helen—. Ne, ne.
Ranov se encogió de hombros.
—Ya lo entienden. No la sabe.
—Pues claro que sí —dije en voz baja—. Pregúntele por qué tiene miedo de hablarnos de ella.
Esta vez la mujer se puso seria.
—No quiere hablar de la canción —dijo Ranov.
—Dígale que la recompensaremos.
Ranov enarcó las cejas, pero comunicó la oferta a Baba Yanka.
—Dice que hemos de cerrar la puerta. —Se levantó y cerró puertas y postigos, ocultándonos a los espectadores de la calle—. Ahora cantará.
No habría podido existir mayor contraste entre la interpretación de la primera canción y la de ésta. Dio la impresión de que la mujer se encogía en su silla, acurrucada en el asiento con la vista clavada en el suelo. Su alegre sonrisa había desaparecido, y tenía los ojos de color ámbar clavados en los pies. La melodía era ciertamente melancólica, aunque el último verso se me antojó que finalizaba con una nota desafiante. Ranov tradujo con meticulosidad. ¿Por qué se mostraba tan colaborador?, volví a preguntarme.
El dragón bajó a nuestro valle.
Quemó las cosechas y tomó a las doncellas.
Asustó al turco infiel y protegió nuestros pueblos.
Su aliento secó los ríos y caminamos sobre sus aguas.
Ahora hemos de defendernos solos.
El dragón era nuestro protector,
pero ahora hemos de defendernos de él.
—Bien —dijo Ranov—, ¿era eso lo que querían oír?
—Sí. —Helen palmeó la mano de Baba Yanka y la mujer se puso a farfullar en tono admonitorio.
—Pregúntele de dónde es la canción y por qué le tiene miedo —pidió Helen.
Ranov necesitó unos minutos para abrirse paso entre los reproches de Baba Yanka.
—Aprendió esta canción en secreto de su bisabuela, quien le dijo que nunca la cantara después de oscurecer. La canción trae mala suerte. Parece lo contrario, pero no. Aquí no la cantan, salvo el día de San Jorge. Es el único día que se puede cantar sin peligro, sin traer mala suerte. Confía en que ustedes no hayan provocado la muerte de su vaca o algo peor.
Helen sonrió.
—Dígale que tengo una recompensa para ella, un regalo que ahuyenta la mala suerte y la sustituye por buena. —Abrió la mano de Baba Yanka y depositó un medallón de plata en ella—. Esto pertenece a un hombre muy devoto y sabio, que se lo envía para protegerla. Es la efigie de Sveti Ivan Rilski, un gran santo búlgaro.
Deduje que éste debía ser el pequeño objeto que Stoichev había puesto en la mano de Helen. Baba Yanka lo miró un momento, le dio vueltas en su áspera palma y luego se lo llevó a los labios para besarlo. Lo guardó en algún compartimiento secreto de su delantal.
—Blagodarya —dijo. Besó la mano de Helen y la acarició como si hubiera encontrado a una hija perdida mucho tiempo atrás. Helen se volvió hacia Ranov.
—Haga el favor de preguntarle si sabe lo que significa la canción y de dónde procede. ¿Por qué la cantan el día de San Jorge?
Baba Yanka se encogió de hombros.
—Esta canción no significa nada. Sólo es una antigua canción que trae mala suerte. Mi bisabuela dijo que alguna gente creía que procedía de un monasterio, pero eso no es posible, porque los monjes no cantan canciones así. Cantan alabanzas a Dios. La cantan el día de San Jorge porque invita a Sveti Georgi a matar al dragón y acabar con los tormentos de su pueblo.
—¿Qué monasterio? —interrogué—. Pregúntele si conoce un monasterio llamado Sveti Georgi, que desapareció hace mucho tiempo.
Pero Baba Yanka se limitó a asentir y chasquear la lengua.
—Aquí no hay ningún monasterio. El monasterio está en Bachkovo. Sólo tenemos la iglesia, donde yo cantaré con mi hermana esta tarde.
Rezongué y pedí a Ranov que probara de nuevo. Esta vez él también chasqueó la lengua.
—Dice que no sabe nada de ningún monasterio. Aquí nunca ha habido un monasterio.
—¿Cuándo es el día de San Jorge? —pregunté.
—El seis de mayo. —Ranov me miró de arriba abajo—. Se les ha escapado por unas pocas semanas.
Me quedé en silencio, pero entretanto Baba Yanka había vuelto a animarse. Estrechó nuestras manos, besó a Helen y nos hizo prometer que iríamos a escucharla por la tarde.
—Es mucho mejor con mi hermana. Hace la segunda voz.
Le aseguramos que no faltaríamos. Insistió en obsequiarnos con algo de comer, que estaba preparando cuando entramos. Consistía en patatas y una especie de engrudo, y más leche de oveja. Supuse que me acostumbraría si me quedaba unos meses. Comimos y alabamos sus artes culinarias, hasta que Ranov nos dijo que debíamos volver a la iglesia si queríamos ver el inicio del oficio religioso. Baba Yanka se separó de nosotros de mala gana, apretó nuestros brazos y manos y palmeó las mejillas de Helen.
La hoguera que habían encendido junto a la iglesia casi se había apagado, aunque algunos troncos todavía ardían sobre las brasas, pálidas a la brillante luz de la tarde. Los aldeanos estaban empezando a congregarse cerca de la iglesia, incluso antes de que las campanas empezaran a tañer. Las campañas tañeron en la pequeña torre de piedra, y después, un joven sacerdote apareció en la puerta. Ahora iba vestido de rojo y dorado, con una larga capa bordada sobre su hábito y un chal negro encima del gorro. Llevaba un incensario con cadena de oro, que hizo oscilar en tres direcciones ante la puerta de la iglesia.
La gente congregada (mujeres vestidas como Baba Yanka con rayas y flores, o de negro de pies a cabeza, y hombres con toscos chalecos y pantalones de lana color castaño, camisas blancas atadas o abotonadas en el cuello) retrocedió cuando el sacerdote salió. Se mezcló con ellos, les bendijo con la señal de la cruz, y algunos inclinaron la cabeza o se arrodillaron delante de él. Detrás venía un hombre de mayor edad, vestido como un monje con un sencillo hábito negro. Supuse que debía ser su ayudante. Este hombre sostenía un icono en los brazos, cubierto con seda púrpura. Lo vi apenas un momento, un rostro rígido, pálido, de ojos oscuros. Debía ser Sveti Petko, pensé. Los aldeanos siguieron al icono en silencio alrededor del perímetro de la iglesia. Muchos se apoyaban en bastones o en los brazos de los más jóvenes. Baba Yanka nos localizó y tomó mi brazo con orgullo, como para demostrar a sus vecinos los buenos contactos que tenía. Todo el mundo nos miró. Se me ocurrió que estábamos recibiendo al menos tanta atención como el icono.
Los dos sacerdotes nos guiaron en silencio por la parte posterior de la iglesia y el otro lado, donde vimos el anillo de fuego a corta distancia y percibimos el olor del humo que se alzaba de él. Las llamas estaban languideciendo, sin que nadie se ocupara de ellas, los últimos troncos y ramas tenían un color naranja intenso, y el conjunto se iba convirtiendo poco a poco en una masa de brasas. Repetimos tres veces esta procesión alrededor de la iglesia, y después el sacerdote se detuvo de nuevo en el porche y empezó a cantar. A veces su ayudante le contestaba y a veces los feligreses murmuraban una respuesta, se persignaban o inclinaban la cabeza. Baba Yanka había soltado mi brazo, pero no se había alejado de nosotros. Helen lo observaba todo con mucho interés, y también Ranov.
Al final de esta ceremonia al aire libre, seguimos a la congregación al interior de la iglesia, oscura como una tumba después del resplandor de los campos y las arboledas. Era una iglesia pequeña, pero el interior poseía una especie de exquisitez, de la que iglesias más grandes que habíamos visto no podían presumir. El sacerdote joven había colocado el icono de Sveti Petko en un lugar de honor cerca de la parte delantera, apoyado en un podio tallado. Observé que el hermano Ivan se inclinaba ante el altar.
Como de costumbre, no había bancos. La gente estaba de pie o arrodillada sobre el frío suelo de piedra, y algunas mujeres se habían postrado en el centro de la iglesia. Las paredes laterales albergaban nichos con frescos o iconos, y en una de ellas destaca una abertura oscura que, pensé, debía descender a la cripta. Era fácil imaginar los siglos de campesinos que habían rezado allí, y en la iglesia anterior que se había alzado en este mismo lugar.
Después de lo que se me antojó una eternidad, los cánticos cesaron. La gente se inclinó de nuevo y empezamos a salir de la iglesia. Algunas personas se detuvieron a besar iconos o a encender velas, que colocaban en los candelabros de hierro cercanos a la entrada. Las campanas de la iglesia empezaron a tocar, y seguimos a los feligreses al exterior, donde el sol, la brisa y los campos rutilantes nos asaltaron sin previo aviso. Habían dispuesto una mesa larga bajo los árboles, y las mujeres ya estaban sacando platos y sirviendo algo contenido en jarras de cerámica. Entonces vi que había una segunda hoguera encendida a este lado de la iglesia, más pequeña, sobre la que colgaba un cordero ensartado. Dos hombres le estaban dando vueltas sobre las brasas, y se me hizo la boca agua al percibir aquel aroma primitivo. Baba Yanka llenó nuestros platos y nos condujo hasta una manta alejada de la muchedumbre. Allí conocimos a su hermana, que era igual que ella, aunque un poco más alta y delgada, y todos disfrutamos de la excelente comida. Hasta Ranov, sentado con su traje de ciudad sobre la manta, parecía casi contento. Otros aldeanos se detuvieron a saludarnos y a preguntar a Baba Yanka y su hermana cuándo cantarían, atención que ellas desecharon con un ademán digno de estrellas de la ópera.
Cuando no quedó nada del cordero y las mujeres se pusieron a lavar platos sobre un cubo de madera, reparé en que tres hombres habían sacado instrumentos musicales y se estaban preparando para tocar. Uno de ellos sostenía el instrumento más raro que había visto de cerca en mi vida, una bolsa hecha de piel blanca de animal muy limpia, con tubos de madera que sobresalían de ella. Era una especie de gaita, y Ranov nos dijo que era un instrumento antiguo de Bulgaria, la gaida, hecha de piel de cabra. El anciano que la acunaba en sus brazos fue soplando poco a poco hasta transformarla en un gran globo; este proceso duró sus buenos diez minutos, y el hombre estaba rojo como un tomate antes de terminar. La colocó bajo el brazo y sopló por un tubo, y todo el mundo aplaudió y le animó. Emitió un sonido animal, un balido intenso, un chillido o un graznido. Helen rió.
—Hay gaitas en todas las culturas ganaderas del mundo —me informó.
Entonces el viejo se puso a tocar, y al cabo de un momento sus amigos se le unieron, uno provisto de una larga flauta de madera cuya voz remolineó a nuestro alrededor como una cinta móvil, mientras el segundo golpeaba un tambor de piel suave con una baqueta forrada de fieltro. Algunas mujeres se levantaron de un brinco y formaron una hilera, y un hombre con un pañuelo blanco, tal como habíamos visto con Stoichev, las guió alrededor del prado. La gente demasiado vieja o enferma para bailar sonreía con sus terribles dientes y encías vacías, pateaban el suelo o seguían el ritmo con sus bastones.
Baba Yanka y su hermana estaban calladas, como si su momento aún no hubiera llegado.
Esperaron a que el flautista las llamara con gestos y sonrisas, y luego a que el público se sumara a la llamada, fingieron cierta vacilación, y al final se levantaron y caminaron cogidas de la mano hacia los músicos, a cuyo lado se colocaron. Todo el mundo enmudeció, y la gaida tocó una pequeña introducción. Las dos mujeres empezaron a cantar, con los brazos enlazados mutuamente alrededor de la cintura, y el sonido que produjeron (una armonía que me llegaba a las entrañas, áspera y bella) dio la impresión de emanar de un solo cuerpo. El sonido de la gaida se intensificó a su alrededor, y después las tres voces, las voces de las dos mujeres y la cabra, se elevaron juntas y se dispersaron sobre nosotros como el gemido de la propia tierra. De pronto, los ojos de Helen se inundaron de lágrimas, algo tan inusual que la rodeé con mi brazo delante de todo el mundo.
Después de que las mujeres interpretaran cinco o seis canciones, con vítores procedentes de la multitud, todo el mundo se levantó, aunque no supe a qué señal se debía hasta que el sacerdote se acercó. Portaba un icono de Sveti Petko, envuelto en terciopelo rojo, y detrás venían dos muchachos, cada uno vestido con un hábito oscuro y cargados con un icono cubierto por completo de seda blanca. Esta procesión se dirigió al otro lado de la iglesia, seguida de los músicos, que interpretaban una triste melodía, hasta detenerse entre la iglesia y la hoguera grande. El fuego se había apagado por completo. Sólo quedaba un círculo de brasas consumidas, de un rojo infernal. Hilillos de humo se elevaban de ellas, como si debajo hubiera algo vivo que aún respirara. El sacerdote y sus ayudantes se pararon junto a la pared de la iglesia, sosteniendo sus tesoros delante de ellos.
Por fin, los músicos atacaron una nueva canción, alegre pero triste al mismo tiempo, pensé, y uno a uno, los aldeanos que podían bailar, o al menos caminar, formaron una larga línea serpenteante que se puso a dar vueltas poco a poco alrededor del fuego. Cuando la hilera pasó delante de la iglesia, Baba Yanka y otra mujer (esta vez no era su hermana, sino una mujer todavía más curtida por la intemperie, cuyos ojos nublados parecían casi ciegos) se adelantaron e inclinaron la cabeza ante el sacerdote y los iconos. Se quitaron los zapatos y calcetines y los dejaron con cuidado junto a la escalera de la iglesia. Besaron el rostro adusto de Sveti Petko y recibieron la bendición del sacerdote. Los jóvenes ayudantes de éste entregaron un icono a cada mujer, al tiempo que retiraban las fundas de seda. La música alcanzó una nueva intensidad. El hombre que tocaba la gaida sudaba profusamente, con el rostro amoratado y las mejillas infladas.
A continuación, Baba Yanka y la mujer de los ojos nublados se pusieron a bailar, sin perder el paso en ningún momento, y después, mientras yo presenciaba la escena inmóvil, bailaron descalzas sobre las brasas. Cada mujer sostenía el icono delante de ella cuando entró en el círculo. Cada una lo sostenía en alto, con la vista clavada con dignidad en otro mundo. La mano de Helen estrujó la mía hasta que me dolieron los dedos. Los pies de las mujeres se alzaban y caían sobre las brasas, levantaban chispas. En un momento dado vi que del dobladillo de la falda a rayas de Baba Yanka salía humo. Bailaron entre las brasas al misterioso ritmo del tambor y la gaita, y cada una tomó una dirección diferente dentro del círculo de fuego.
Yo no había visto los iconos cuando entraron en el círculo, pero ahora observé que uno, en manos de la mujer ciega, plasmaba a la Virgen María, con el Niño sobre la rodilla, la cabeza inclinada bajo una pesada corona. No pude ver el icono de Baba Yanka hasta que dio la vuelta al círculo. El rostro de Baba Yanka era asombroso, los ojos enormes y fijos, los labios relajados, la piel marchita brillante a causa del terrible calor. El icono que portaba en brazos debía ser muy antiguo, como el de la Virgen, pero a través de las manchas de humo y el calor, distinguí muy bien una imagen. Mostraba a dos figuras enfrentadas en una especie de baile, dos seres terribles y amenazadores por igual. Uno era un caballero con armadura y capa roja, el otro un dragón de cola larga y ensortijada.