66

Desperté temprano en mi catre del dormitorio masculino de Rila. El sol empezaba a filtrarse por las pequeñas ventanas, que daban al patio, y algunos turistas seguían dormidos como troncos en otros catres. Cuando aún no había amanecido, escuché el primer tañido de la campana, que ahora volvía a tocar. Mi primer pensamiento fue que Helen había dicho que se casaría conmigo. Quería verla otra vez, quería verla lo antes posible, encontrar un momento para preguntarle si lo de ayer sólo había sido un sueño. El sol que bañaba el patio era un eco de mi felicidad, y el aire de la mañana se me antojó increíblemente fresco, henchido de siglos de frescor.

Pero Helen no estaba desayunando. En cambio, sí vi a Ranov, hosco como siempre, fumando, hasta que un monje le pidió con gentileza que saliera fuera a fumar. En cuanto terminé de desayunar, seguí el corredor hasta el dormitorio de las mujeres, donde Helen y yo nos habíamos despedido la noche anterior, y encontré la puerta entreabierta. Las demás mujeres, alemanas y checas, se habían ido y habían dejado sus camas hechas. Al parecer, Helen seguía dormida. Vi su forma en el catre más cercano a la ventana. Estaba vuelta hacia la pared, y yo entré con sigilo, razonando que, puesto que ahora era mi prometida, tenía derecho a darle un beso de buenos días, incluso en un monasterio. Cerré la puerta a mi espalda, con la esperanza de que no entrara ningún monje.

Helen daba la espalda a la habitación. Cuando me acerqué, se giró apenas en mi dirección, como si intuyera mi presencia. Tenía la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, los rizos oscuros desplegados sobre la almohada. Estaba profundamente dormida y una respiración similar a un estertor surgía de sus labios. Pensé que debía estar cansada de nuestros viajes y paseos del día anterior, pero el abandono de su postura me impelió a acercarme más, inquieto. Me incliné sobre ella, con la idea de besarla incluso antes de que se despertara, y en un único y terrible momento vi la palidez verduzca de su cara y la sangre fresca en su garganta. En el lugar de la herida casi cicatrizada, en la parte más profunda de su cuello, sangraban dos pequeños cortes, rojos y abiertos. También había un poco de sangre en el borde de la sábana blanca, y en la manga de su camisón blanco de aspecto barato, a consecuencia de haber echado el brazo hacia atrás mientras dormía. La parte delantera de su camisón estaba abierta y algo desgarrada, y uno de sus pechos estaba visible casi hasta el pezón oscuro. Asimilé todo esto en un instante, petrificado, y tuve la impresión de que mi corazón dejaba de latir. Después extendí la sábana sobre su desnudez, como si tapara a un niño para que durmiera. En aquel momento no se me ocurrió otro movimiento. Un espeso sollozo inundó mi garganta, una rabia que jamás había experimentado.

—¡Helen!

Sacudí su hombro con delicadeza, pero su expresión no cambió. Reparé ahora en su cara demacrada, como si padeciera dolor incluso en el sueño. ¿Dónde estaba el crucifijo? Me acordé de él de repente y miré a mí alrededor. Lo encontré al lado de mi pie. La fina cadena estaba rota. ¿Lo habría arrancado alguien, o lo habría roto ella mientras dormía? La sacudí de nuevo.

—¡Despierta, Helen!

Esta vez se removió, pero como inquieta, y me pregunté si sería perjudicial obligarla a recobrar la conciencia con excesiva rapidez. No obstante, al cabo de un segundo abrió los ojos y frunció el ceño, muy débil. ¿Cuánta sangre había perdido durante la noche, esa misma noche en que yo había dormido como un tronco en el corredor vecino? ¿Por qué la había dejado sola, aquélla o cualquier noche?

—Paul —dijo perpleja—. ¿Qué haces aquí? —Entonces se incorporó con un esfuerzo y reparó en el camisón desarreglado. Se llevó la mano a la garganta, mientras yo la miraba angustiado y en silencio, y la retiró poco a poco. Había sangre seca y pegajosa en sus dedos. Los miró fijamente y luego me miró a mí—. Oh, Dios —dijo. Se incorporó del todo y sentí algo de alivio, pese al horror que reflejaba su cara. Si hubiera perdido toda la sangre, o casi toda, habría estado demasiado débil incluso para ese movimiento—. Oh, Paul —susurró. Me senté en el borde de la cama, tomé su otra mano y la apreté con fuerza.

—¿Estás despierta del todo? —pregunté.

Ella asintió.

—¿Sabes dónde estás?

—Sí —dijo, pero después inclinó la cabeza sobre la mano ensangrentada y estalló en sollozos, un sonido horripilante. Nunca la había oído llorar así. El sonido recorrió mi cuerpo como una oleada de frío glacial.

Besé su mano limpia.

—Estoy aquí.

Ella apretó mis dedos, sin dejar de llorar, y luego intentó serenarse.

—Hemos de pensar en qué… ¿Ése es mi crucifijo?

—Sí. —Lo alcé y la examiné con atención, pero para mi alivio infinito no retrocedió ni se encogió—. ¿Te lo quitaste?

—No, claro que no. —Meneó la cabeza y una última lágrima resbaló sobre su mejilla—. Tampoco recuerdo haberlo roto. No creo que ellos, él, se atrevieran, sí la leyenda es cierta. —Se secó la cara, con la mano lejos de la herida de la garganta—. Debí romperlo mientras dormía.

—Eso creo, a juzgar por dónde lo encontré. —Le indiqué el punto del suelo—. ¿Te incomoda… tenerlo cerca de ti?

—No —dijo—. Todavía no.

Las palabras me robaron el aliento.

Helen tocó el crucifijo, vacilante al principio, y después lo tomó en su mano. Expulsé el aliento. Helen también suspiró.

—Me dormí pensando en mi madre, y en un artículo que me gustaría escribir sobre las figuras de los bordados transilvanos (son muy famosas), y no me he despertado hasta ahora. —Frunció el ceño—. Tuve una pesadilla, pero mi madre salía todo el rato. Estaba… ahuyentando a un gran pájaro negro. Cuando lo consiguió, se inclinó y besó mi frente, como cuando me ponía a dormir de pequeña, y vi la marca… —Hizo una pausa, como si pensar le doliera un poco—. Vi la marca del dragón en su hombro desnudo, pero me pareció que era parte de ella, no algo terrible. Cuando recibí su beso en la frente, no tuve miedo.

Sentí la punzada de un extraño temor, y recordé aquella noche en mi apartamento, cuando había creído mantener alejado al asesino de mi gato a base de leer hasta pasada la medianoche un libro sobre la vida de los comerciantes holandeses, a los que había llegado a querer. Algo había protegido a Helen también, al menos hasta cierto punto. La habían herido cruelmente, pero no había perdido toda su sangre. Nos miramos en silencio.

—Habría podido ser mucho peor —dijo.

La rodeé en mis brazos y sentí el temblor de sus hombros, por lo general firmes. Yo también estaba temblando.

—Sí —susurré—, pero hemos de protegerte.

Helen meneó la cabeza de repente, asombrada.

—¡Y estamos en un monasterio! No lo entiendo. Los No Muertos detestan estos lugares. —Señaló la cruz sobre la puerta, el icono y la sagrada lámpara que colgaba en una esquina—. ¿Delante de la Virgen?

—Yo tampoco lo entiendo —dije poco a poco, y di vuelta a su mano en la mía—. Pero sabemos que los monjes viajaron con los restos de Drácula y que debieron enterrarle en un monasterio. Eso en sí ya es extraño. Helen —apreté su mano—, he estado pensando en otra cosa. El bibliotecario de nuestra universidad… Nos localizó en Estambul y después en Budapest. ¿Es posible que nos haya seguido hasta aquí? ¿Es posible que haya sido él tu atacante de esta noche?

Ella se encogió.

—Lo sé. Me mordió una vez en la biblioteca, de modo que tal vez quiera repetir la jugada, ¿verdad? Pero sentí en mi sueño la potente impresión de que era otra persona, alguien mucho más poderoso. La cuestión es cómo ha podido entrar, aunque no tuviera miedo del monasterio.

—Eso es sencillo. —Indiqué la ventana más cercana, que estaba entreabierta a unos dos metros del catre de Helen—. Oh, Dios, ¿por qué te dejé estar sola aquí?

—No estaba sola —me recordó—. Había diez personas más durmiendo en la sala conmigo. Pero tienes razón… Puede cambiar de forma, como dijo mi madre… Un murciélago, niebla…

—O un gran pájaro negro.

Su sueño había aparecido en mi mente de nuevo.

—Ahora me han mordido dos veces —dijo, casi medio dormida.

—¡Helen! —La sacudí de nuevo—. Nunca más te dejaré sola, ni siquiera una hora.

—¿Ni siquiera una hora?

Su antigua sonrisa, sarcástica y adorable, regresó un momento.

—Quiero que me prometas algo. Si sientes algo que yo no sienta, si sientes que algo te acecha…

—Te lo diré, Paul, si siento algo por el estilo. —Ahora hablaba con energía, y su promesa pareció espolearla—. Vamos, por favor. Necesito comer, y necesito un poco de vino tinto o brandy, si encontramos. Tráeme una toalla y la jofaina. Me lavaré el cuello y lo vendaré. —Su dinámico sentido práctico era contagioso, y la obedecí al instante—. Luego iremos a la iglesia y lavaré la herida con agua bendita, cuando nadie mire. Si puedo soportarlo, podremos mantener la esperanza. Qué raro… —Me alegré de volver a ver su sonrisa escéptica—. Siempre he considerado una tontería todos estos rituales religiosos, y aún opino lo mismo.

—Pero por lo visto él no opina lo mismo que tú —dije.

La ayudé a limpiarse el cuello con una esponja, con cuidado de no tocar las heridas abiertas, y vigilé la puerta mientras se vestía. Ver de cerca los pinchazos me resultó tan terrible que, por un momento, pensé que debía salir de la habitación y dar rienda suelta a mis lágrimas en el pasillo. Pero aunque los movimientos de Helen eran débiles, vi determinación en su cara. Se ató el pañuelo habitual, y encontró en su equipaje un trozo de cuerda para colgarse de nuevo el crucifijo, con la esperanza de que fuera más fuerte que la cadena. Sus sábanas estaban manchadas, pero sólo se veían gotas pequeñas.

—Dejaremos que los monjes piensen que… Bueno, alojan mujeres en su hostería —dijo Helen con su estilo directo acostumbrado—, no será la primera vez que tengan que lavar sangre.

Cuando salimos de la iglesia, Ranov estaba paseando en el patio. Miró a Helen con los ojos entornados.

—Ha dormido hasta muy tarde —dijo en tono acusador. Yo examiné con detenimiento sus caninos cuando habló, pero no estaban más afilados de lo normal. De hecho, se veían mellados y grises en su desagradable sonrisa.