Junio de 1962
Querida hija:
Como sabes, somos ricos debido a ciertas cosas terribles que nos ocurrieron a tu padre y a mí. Dejé casi todo ese dinero a tu padre, para que te cuidara, pero tengo suficiente para poder llevar a cabo una larga búsqueda, un asedio. Cambié un poco en Zúrich hace dos años, y abrí una cuenta corriente a un nombre que no diré a nadie. Mi cuenta bancaria es abundante. Saco de ella dinero una vez al mes para pagar las habitaciones de alquiler, las cuotas de los archivos, las comidas en restaurantes. Gasto lo menos posible, para poder entregarte un día todo lo que quede, pequeña, cuando seas una mujer.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
Junio de 1962
Querida hija:
Hoy ha sido uno de esos días malos (no enviaré esta postal. Si algún día envío alguna de ellas, no será ésta). Hoy ha sido uno de esos días en que no puedo recordar si estoy buscando a ese demonio o sólo huyendo de él. Me paro ante el espejo, un viejo espejo de mi habitación del Hotel d’Este. El cristal tiene manchas como de moho, que trepan por su superficie curva. Me quito el pañuelo y toco la cicatriz de mi cuello, una mancha roja que nunca acaba de curarse. Me pregunto si tú me encontrarás antes de que yo pueda encontrarle. Me pregunto si él me encontrará antes de que yo le encuentre a él. Me pregunto si no me habrá encontrado ya. Me pregunto si algún día volveré a verte.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi
Agosto de 1962
Querida hija:
Cuando naciste, tu pelo era negro y estaba pegado a tu cabeza viscosa formando rizos. Después de que te lavaran y secaran, se convirtió en un suave vello alrededor de tu cara, pelo oscuro como el mío, pero también cobrizo como el de tu padre. Estaba tendida en un charco de morfina, te sostenía y veía cambiar los reflejos de tu pelo, de un oscuro zíngaro a brillante, y otra vez oscuro. Todo en ti era pulido y brillante. Te había formado y pulido en mi interior sin saber lo que hacía. Tus dedos eran dorados, tus mejillas rosas, tus pestañas y cejas las plumas de una cría de cuervo. Mi felicidad se imponía incluso a la morfina.
Tu madre que te quiere,
Helen Rossi