A la mañana siguiente, nos presentamos en casa de Stoichev a la una y media en punto. Helen apretó mi mano, indiferente a la presencia de Ranov, que hasta parecía de buen humor. Fruncía el ceño menos que de costumbre, y se había puesto un grueso traje marrón que aún no habíamos visto. Desde el otro lado de la cancela oímos el sonido de conversaciones y carcajadas, y nos llegó el olor a humo de leña y deliciosa carne a la brasa. En el caso de que pudiera apartar de mi mente todo pensamiento relacionado con Rossi, yo también podría sentirme de buen humor. Me había asaltado la intuición de que, precisamente ese día, sucedería algo que me ayudaría a encontrarle, y decidí celebrar la festividad de Kiril y Metodio con el mayor entusiasmo posible.
Vimos en el patio grupos de hombres y algunas mujeres congregados bajo el emparrado. Irina se afanaba detrás de la mesa, llenaba platos y servía vasos de aquel potente líquido ambarino. Cuando nos vio, avanzó hacia nosotros con los brazos extendidos, como si ya fuéramos viejos amigos. Nos estrechó la mano a Ranov y a mí y besó a Helen en las mejillas.
—Me alegro mucho de que hayan venido. Gracias —dijo—. Mi tío no ha podido dormir ni comer desde que estuvieron ayer aquí. Díganle que ha de comer, por favor.
Su bello rostro mostraba preocupación.
—No se preocupe —dijo Helen—. Haremos lo posible por convencerle.
Encontramos a Stoichev concediendo audiencia bajo los manzanos. Alguien había dispuesto un círculo de sillas, y él estaba sentado en la más ancha con varios hombres más jóvenes a su alrededor.
—Ah, hola —exclamó, y se puso en pie con cierta dificultad. Los demás se levantaron al instante para ayudarle, y esperaron para saludarnos—. Bienvenidos, amigos míos. Voy a presentarles a mis otros amigos. —Indicó con un gesto débil las caras que le rodeaban—. Algunos estudiaban conmigo antes de la guerra, y han tenido la gentileza de venir a verme.
Muchos de esos hombres, con sus camisas blancas y trajes oscuros gastados, sólo eran jóvenes si se los comparaba con Ranov. La mayoría eran cincuentones, como mínimo. Sonrieron y nos estrecharon la mano con cordialidad, y uno se inclinó para besar la mano de Helen con cortesía formal. Me gustaron sus ojos oscuros y vivos, sus serenas sonrisas con destellos de dientes de oro.
Irina se acercó por detrás. Dio la impresión de que animaba a todo el mundo a sentarse una vez más, pues al cabo de un momento nos descubrimos transportados hasta las mesas preparadas bajo el emparrado entre una oleada de invitados. Allí descubrimos un aparador que crujía bajo el peso de los platos acumulados, y también el origen del maravilloso olor, un cordero entero que se estaba asando sobre un pozo abierto en el patio, cerca de la casa. La mesa estaba cubierta de platos de barro cocido con ensalada de patatas, tomates y pepinos, queso blanco desmenuzado, hogazas de pan dorado, bandejas de los mismos pasteles rellenos de queso que habíamos tomado en Estambul. Había guisos de carne, cuencos de yogur fresco, berenjenas y cebollas a la brasa. Irina no dejó de animarnos para que nos sirviéramos hasta que nuestros platos pesaron tanto que casi no los pudimos cargar, y nos siguió hasta el pequeño huerto con vasos de rakiya.
Entretanto, los estudiantes de Stoichev estaban compitiendo entre si para ver quién le llevaba más comida, y llenaron su vaso hasta el borde. El hombre se puso en pie poco a poco. Los asistentes pidieron silencio a gritos, y después el erudito pronunció un breve discurso, en el que capté los nombres de Kiril y Metodio, así como el mío y el de Helen. Cuando terminó, los congregados prorrumpieron en vítores: «¡Stoichev! ¡Za zdraveto na profesor Stoichev! ¡Nazdrave!». Los aplausos se sucedieron. Todo el mundo estaba contento por Stoichev. Todo el mundo se volvió hacia él con una sonrisa y un vaso alzado, y algunos con lágrimas en los ojos. Recordé a Rossi, cuando había escuchado con modestia los vítores y discursos que celebraban su vigésimo aniversario en la universidad. Desvié la vista con un nudo en la garganta. Observé que Ranov deambulaba bajo el emparrado con un vaso en la mano.
Cuando los congregados se acomodaron de nuevo para comer y charlar, Helen y yo nos encontramos sentados en lugares de honor al lado de Stoichev. Sonrió y nos señaló con la cabeza.
—Me complace sobremanera que hayan podido reunirse con nosotros. Ésta es mi festividad favorita. Tenemos muchos santos en el calendario eclesiástico, pero éste es el más querido por profesores y alumnos, porque en este día honramos la herencia eslava del alfabeto y la literatura, y a los profesores y alumnos que durante muchos siglos han aprovechado el legado de Kiril y Metodio, y de su gran invención. Además, en este día todos mis alumnos y colegas favoritos vuelven para interrumpir el trabajo de su viejo profesor. Y yo les agradezco de todo corazón esta interrupción.
Paseó su mirada a su alrededor con una sonrisa afectuosa y dio una palmada en el hombro a su colega más cercano. Vi con una punzada de pesar lo frágil que era su mano, delgada y casi transparente.
Al cabo de un rato, los estudiantes de Stoichev empezaron a dispersarse, o bien en dirección a la mesa, donde acababan de cortar el cordero, o a pasear por el jardín en grupos de dos y tres. En cuanto se marcharon, Stoichev se volvió hacia nosotros con expresión perentoria.
—Vengan —dijo—. Vamos a hablar mientras podamos. Mi sobrina ha prometido mantener ocupado al señor Ranov lo máximo posible. He de decirles algunas cosas, y tengo entendido que ustedes tienen mucho que contarme.
—Desde luego.
Acerqué mi silla a la de él y Helen hizo lo mismo.
—Antes que nada, amigos míos —dijo Stoichev—, he leído con la máxima atención la carta que me dejaron ayer. Aquí tienen su copia. —La sacó del bolsillo del pecho—. Se la doy para que la guarden a buen recaudo. La he leído muchas veces, y creo que fue escrita por la misma mano que redactó la carta que obra en mi poder. El hermano Kiril, fuera quien fuera, escribió ambas. No puedo examinar el original, por supuesto, pero si esta copia es fidedigna, el estilo de escritura es el mismo, y los nombres y las fechas coinciden. Creo que existen pocas dudas de que estas cartas formaban parte de la misma correspondencia, y de que o bien fueron enviadas por separado, o fueron separadas en circunstancias que nunca sabremos. Debo comunicarles otras reflexiones, pero primero han de contarme algo más acerca de su investigación. Tengo la impresión de que no han venido a Bulgaria para estudiar la historia de nuestros monasterios. ¿Cómo encontraron esta carta?
Le dije que habíamos iniciado la investigación por motivos que me costaba explicar, porque no parecían muy racionales.
—Usted dijo que había leído obras del profesor Bartholomew Rossi, el padre de Helen. Desapareció hace poco en extrañas circunstancias.
Resumí con la mayor rapidez y claridad posibles mi descubrimiento del libro del dragón, la desaparición de Rossi, el contenido de las cartas y las copias de los extraños mapas que habíamos traído, así como nuestras indagaciones en Estambul y Budapest, incluyendo la canción tradicional y la xilografía con la palabra Ivireanu que habíamos visto en la biblioteca universitaria de Budapest. Sólo callé el secreto de la Guardia de la Media Luna. No me atreví a sacar ningún documento de mi maletín con tanta gente a mi alrededor, pero le describí los tres mapas y el parecido del tercero con el dragón de los libros. Escuchó con suma paciencia e interés, con el ceño fruncido bajo su fino cabello blanco y los ojos muy abiertos. Sólo me interrumpió una vez, para pedirme con urgencia una descripción más exacta de los libros del dragón, el mío, el de Rossi, el de Hugh James, el de Turgut. Comprendí que, debido a sus conocimientos sobre manuscritos y publicaciones antiguas, los libros debían poseer un interés muy peculiar para él.
—Tengo el mío aquí —añadí, y toqué el maletín posado sobre mi regazo.
Se sobresaltó y me miró fijamente.
—Me gustaría ver ese libro lo antes posible —dijo.
Pero lo que parecía interesarle más era el descubrimiento de Turgut y Selim: las cartas del hermano Kiril iban dirigidas al abad del monasterio de Snagov, en Valaquia.
—Snagov —susurró. Su cara anciana se había teñido de púrpura, y me pregunté por un momento si iba a perder el conocimiento—. Tendría que haberlo adivinado. ¡Pensar que he guardado esa carta en mi biblioteca durante treinta años!
Yo también aguardaba la oportunidad de preguntarle dónde había encontrado su carta.
—Existen bastantes pruebas de que los monjes que integraban el grupo del hermano Kiril viajaron desde Valaquia hasta Constantinopla antes de venir a Bulgaria —dije.
—Sí. —Meneó la cabeza—. Siempre pensé que describía el viaje de un grupo de monjes que peregrinaban desde Constantinopla a Bulgaria. Nunca caí en la cuenta… Maxim Eupraxius, el abad de Snagov… —Casi parecía absorto en sus cavilaciones, que desfilaban por su rostro expresivo como vendavales y le hacían parpadear sin cesar—. Y esta palabra que encontró, Ivireanu, y también el señor Hugh James, en Budapest…
—¿Sabe lo que significa? —pregunté ansioso.
—Sí, sí, hijo mío. —Daba la impresión de que Stoichev estaba mirando a través de mí sin verme—. Es el nombre de Antim Ivireanu, un erudito e impresor de Snagov, de finales del siglo diecisiete, muy posterior a Vlad Tepes. He leído cosas sobre la obra de Ivireanu. Se hizo muy famoso entre los eruditos de su tiempo, y atrajo a muchos visitantes ilustres a Snagov. Imprimió los Evangelios en rumano y árabe, y su imprenta fue, muy probablemente, la primera de Rumanía. Pero, Dios mío, tal vez no fue la primera, si los libros del dragón son mucho más antiguos. ¡Debo enseñarles muchas cosas! —Sacudió la cabeza con ojos desorbitados—. Vamos a mis aposentos. Deprisa.
Helen y yo miramos a nuestro alrededor.
—Ranov está ocupado con Irina —dije en voz baja.
—Sí. —Stoichev se puso en pie—. Entraremos en la casa por esta puerta lateral. Dense prisa, por favor.
No hacía falta animarnos. La expresión de su cara habría bastado para acompañarle a escalar un pico. Subió la escalera con gran esfuerzo y le seguimos poco a poco. Se sentó a descansar frente a la gran mesa. Observé que estaba sembrada de libros y manuscritos que no había visto el día anterior.
—Nunca he poseído excesiva información sobre esa carta, ni las demás —dijo Stoichev cuando recuperó el aliento.
—¿Las demás? —preguntó Helen, sentada a su lado.
—Sí. Hay dos cartas más del hermano Kiril. Con la mía y la de Estambul, en total son cuatro. Hemos de ir al monasterio de Rila cuanto antes para ver las demás. Reunirlas constituirá un descubrimiento increíble. Pero no es eso lo que quiero enseñarles. Nunca establecí ninguna relación…
Una vez más, dio la impresión de que estaba demasiado estupefacto para seguir hablando.
Al cabo de un momento, entró en una habitación y volvió con un volumen forrado con papel, que resultó ser una antigua revista cultural impresa en Alemania.
—Yo tenía un amigo… —Enmudeció—. ¡Ojalá hubiera vivido para ver este día! Ya les hablé de él. Se llamaba Atanas Angelov. Sí, era historiador, especializado en la historia de Bulgaria, y uno de mis primeros profesores. En 1923 estaba efectuando algunas investigaciones en la biblioteca de Rila, uno de nuestros mayores depósitos de documentos medievales. Descubrió un manuscrito del siglo quince. Estaba escondido dentro de la cubierta de madera de un infolio del siglo dieciocho. Quería publicar ese manuscrito. Es la crónica de un viaje desde Valaquia a Bulgaria. Murió mientras estaba tomando notas, y yo terminé la obra y la publiqué. El manuscrito continúa en Rila… Pero yo nunca supe… —Se mesó la cabeza con una mano frágil—. Vengan, deprisa. Está publicado en búlgaro, pero yo les traduciré los fragmentos más importantes.
Abrió la descolorida revista con una mano temblorosa, y su voz también tembló mientras nos resumía el descubrimiento de Angelov. El artículo había sido escrito a partir de las notas de Angelov, y desde entonces el documento había sido publicado en inglés, con muchas actualizaciones e interminables notas a pie de página. Pero ni siquiera ahora puedo mirar la versión publicada sin ver el rostro envejecido de Stoichev, los mechones de pelo cayendo sobre las orejas protuberantes, los grandes ojos clavados en la página con ardiente concentración y, por encima de todo, su voz vacilante.