Cuando Stoichev nos dijo que tenía una carta del hermano Kiril, Helen y yo nos mirarnos asombrados.
—¿Qué quiere decir? —preguntó ella por fin.
Stoichev dio unos golpecitos sobre la copia de Turgut con dedos nerviosos.
—Tengo un manuscrito que me regaló en 1924 mi amigo Atanas Angelov. Describe una parte diferente del mismo viaje, estoy seguro. No sabía que existía más documentación de esos viajes. De hecho, mi amigo murió de repente al poco de dármelo, pobre hombre. Esperen…
Se levantó y perdió el equilibrio con las prisas, de manera que Helen y yo saltamos para sujetarle si se caía. No obstante, se enderezó sin ayuda y entró en una de las habitaciones más pequeñas, y nos indicó con gestos que le siguiéramos y esquiváramos las montañas de libros que la invadían. Examinó los estantes, y luego sacó una caja, que le ayudé a bajar. De ella extrajo una carpeta de cartón atada con un cordel deshilachado. La miró durante un largo minuto, como paralizado, y luego suspiró.
—Es el original, como pueden ver. La firma…
Nos inclinamos sobre la carpeta y vi, con el vello de los brazos y la nuca erizado, un nombre en cirílico que hasta yo supe descifrar, Kiril, y el año: 6985. Miré a Helen, y ella se mordió el labio. El nombre borroso del monje era terriblemente real, como el hecho de que en un tiempo había estado tan vivo como nosotros y había acercado la pluma al pergamino con una mano tibia y viva.
Stoichev parecía casi tan reverente como yo, aunque debía ver cada día manuscritos similares.
—Lo he traducido al búlgaro —dijo al cabo de un momento, y sacó una hoja de papel cebolla mecanografiada. Nos sentamos—. Se la intentaré leer.
Carraspeó y nos leyó una tosca pero competente versión de una carta que, desde entonces, ha sido traducida muchas veces.
Su Excelencia, monseñor abad Eupraxius:
Tomo la pluma para cumplir la tarea que, en vuestra sabiduría, me habéis encomendado y para referiros los pormenores de nuestra misión. Ojalá pueda hacerles justicia, así como a vuestros deseos, con la ayuda de Dios. Esta noche dormiremos cerca de Virbius, a dos jornadas de viaje de vos, en el monasterio de San Vladimir, donde los hermanos nos han dado la bienvenida en vuestro nombre. Tal como ordenasteis, fui solo a ver al señor abad y le hablé de nuestra misión en el mayor secreto, sin que hubieran novicios o criados presentes. Ha ordenado que nuestra carreta permanezca cerrada a cal y canto en los establos, dentro del patio, con dos guardias elegidos entre los monjes y otros dos de nuestro grupo. Confío en que encontremos a menudo tanta comprensión y diligencia, al menos hasta que entremos en territorio de los infieles. Tal como ordenasteis, deposité un libro en manos del abad, acompañado de vuestras instrucciones, y vi que lo guardaba al punto, sin abrirlo delante de mí.
Los caballos están cansados después de la ascensión a través de las montañas, y dormiremos aquí otra noche después de ésta. Los oficios celebrados en la iglesia nos han reconfortado, y en ella se conservan dos iconos de la Virgen purísima, los cuales han obrado milagros no hace ni ochenta años. Uno de ellos todavía conserva las lágrimas milagrosas que lloró por un pecador, y ahora se han convertido en perlas de una rara belleza. Hemos ofrecido ardientes plegarias para que nos proteja en nuestra misión, arribar sanos y salvos a la gran ciudad, e incluso en la capital del enemigo encontrar un refugio desde el cual intentar cumplir nuestra misión.
Humildemente vuestro en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Hermano Kiril
Abril, año de Nuestro Señor de 6985
Creo que Helen y yo apenas respiramos mientras Stoichev leía en voz alta. Traducía lenta y metódicamente, y con no poca destreza. Estaba a punto de lanzar una exclamación, convencido de la indudable relación entre las dos cartas, cuando un ruido de pies en la escalera de madera nos hizo alzar la vista.
—Ya vuelven —dijo Stoichev en voz baja. Guardó la carta y las nuestras en su escondite—. ¿Les han asignado como guía al señor Ranov?
—Sí —me apresuré a decir—. Parece demasiado interesado en nuestro trabajo. Hemos de contarle muchas más cosas sobre nuestra investigación, pero son de carácter privado y además…
Hice una pausa.
—¿Peligroso? —preguntó Stoichev, y volvió su maravilloso rostro envejecido hacia nosotros.
—¿Cómo lo ha adivinado?
No pude ocultar mi estupor. Hasta el momento, no habíamos hablado de nada que implicara peligro.
—Ah. —Meneó la cabeza, y capté en su suspiro unos abismos de experiencia y pesar impenetrables—. Yo también debería contarles algunas cosas. No esperaba ver otra de esas cartas. Hablen con el señor Ranov lo menos posible.
—No se preocupe. —Helen sacudió la cabeza y se miraron un segundo con una sonrisa.
—Silencio —dijo Stoichev en voz baja—. Ya me encargaré yo de que podamos volver a hablar.
Irina y Ranov entraron en la sala de estar con ruido de platos. Ella empezó a disponer nuestros vasos y una botella de líquido ambarino. Ranov la siguió a continuación con una hogaza de pan y un plato de judías blancas. Sonreía, y parecía casi domesticado. Ojalá hubiera podido dar las gracias a la sobrina de Stoichev. Acomodó a su tío en su silla y nos obligó a tomar asiento, y me di cuenta de que la excursión de la mañana me había despertado un hambre terrible.
—Por favor, honorables invitados, considérense bienvenidos.
Stoichev abarcó la mesa con un ademán, como si perteneciera al emperador de Constantinopla. Irina sirvió brandy (sólo el olor habría podido matar a un animal pequeño) y él brindó por nosotros, con su sonrisa de dientes amarillos amplia y sincera.
—Brindo por la amistad entre los estudiosos de todo el mundo.
Todos devolvimos el brindis con entusiasmo, salvo Ranov, quien alzó su vaso con ironía y paseó su mirada entre nosotros.
—Que su erudición sirva para aumentar los conocimientos del Partido y del pueblo —dijo, y me dedicó una breve reverencia. Esto estuvo a punto de acabar con mi apetito. ¿Estaba hablando en general o quería mejorar los conocimientos del Partido por mediación de algo en particular que nosotros sabíamos? De todos modos, le devolví la inclinación y bebí mi rakiya. Decidí que la única manera de beberlo era de golpe, y un agradable calor sustituyó enseguida a la quemadura de tercer grado que recibí en la garganta. Basta de este brebaje, pensé, no fuera que Ranov acabara cayéndome bien.
—Me alegra tener la oportunidad de hablar con alguien interesado en nuestra historia medieval —me dijo Stoichev—. Tal vez a usted y a la señorita Rossi les gustaría asistir a una fiesta en conmemoración de dos de nuestras grandes figuras medievales. Mañana es el día de Kiril y Methodii, creadores del gran alfabeto eslavo. El hermano Cirilo y el hermano Metodio. Ustedes lo llaman alfabeto cirílico, ¿verdad? Nosotros decimos kirilitsa, por Kiril, el monje que lo inventó.
Me quedé confuso un momento, pensando en nuestro hermano Kiril, pero cuando Stoichev volvió a hablar, comprendí su intención y lo sobrado de recursos que andaba.
—Esta tarde voy a estar ocupado escribiendo —dijo—, pero si quieren volver mañana, algunos de mis antiguos estudiantes vendrán a la fiesta, y entonces podré hablarles más de Kiril.
—Es usted muy amable —dijo Helen—. No queremos abusar demasiado de su tiempo, pero será un honor reunirnos con usted. ¿Es eso posible, camarada Ranov?
Ranov no pasó por alto el «camarada» y la miró ceñudo por encima de su segundo vaso de licor.
—Por supuesto —dijo—. Si es así como desean llevar a cabo la investigación, será un placer ayudarles.
—Muy bien —dijo Stoichev—. Nos reuniremos aquí a eso de la una y media. Irina preparará una buena comida. Siempre se forma un grupo muy agradable. Conocerán a algunos estudiosos cuyo trabajo les interesará.
Le dimos las gracias y obedecimos la invitación de Irina a comer, aunque observé que Helen también se abstenía de seguir bebiendo rakiya. Cuando terminamos de comer, se levantó al instante y todos la imitamos.
—No le cansaremos más, profesor —dijo, y tomó su mano.
—En absoluto, querida mía. —Stoichev le estrechó la mano, pero me pareció que estaba cansado—. Ardo en deseos de volver a verlos mañana.
Irina nos acompañó a la puerta una vez más, atravesando el jardín y el huerto.
—Hasta mañana —dijo sonriente, y añadió algo en búlgaro, tras lo cual Ranov se alisó el pelo antes de ponerse el sombrero.
—Es una chica muy guapa —comentó complacido mientras caminábamos hacia su coche. Helen puso los ojos en blanco.
Hasta la noche no pudimos disponer de unos minutos a solas. Ranov se había despedido después de una interminable cena en el deprimente comedor del hotel. Helen y yo subimos a pie juntos (el ascensor volvía a estar averiado) y después nos demoramos en el pasillo, cerca de mi habitación, momentos de dulzura robados a nuestra peculiar situación. En cuanto calculamos que Ranov ya se había marchado, bajamos, paseamos hasta un café cercano y nos sentamos bajo los árboles.
—Alguien nos está vigilando aquí también —dijo Helen en voz baja cuando nos sentamos junto a una mesa metálica. Dejé el maletín sobre mi regazo. Ya no quería dejarlo debajo de una mesa. Helen sonrió—. Pero al menos aquí no hay micrófonos como en mi habitación. O la tuya. —Alzó la vista hacia las verdes ramas—. Tilos —dijo—. Dentro de un par de meses estarán cubiertos de flores. La gente preparará infusiones con las hojas en casa, y también aquí, probablemente. Cuando te sientas a una mesa al aíre libre, has de limpiarla antes, porque las flores y el polen caen por todas partes. Huelen a miel, muy dulces y frescas.
Hizo un rápido movimiento, como si apartara a un lado miles de flores de color verde claro.
Tomé su mano y le di la vuelta para ver su palma, surcada por gráciles líneas. Confié en que le auguraran larga vida y buena suerte, ambas compartidas conmigo.
—¿Qué deduces de que esa carta se halle en poder de Stoichev?
—Podría significar un golpe de suerte para nosotros —musitó—. Al principio pensé que era una pieza más de un rompecabezas histórico, una pieza maravillosa, pero ¿cómo iba a ayudarnos? No obstante, cuando Stoichev adivinó que nuestra carta era peligrosa, abrigué la esperanza de que supiera algo importante.
—Yo también —admití—, pero pensé que sólo consideraba dicha información sensible desde un punto de vista político, como gran parte de su obra, porque está relacionada con la historia de la Iglesia.
—Lo sé —suspiró Helen—. Podría significar tan sólo eso.
—Lo cual bastaría para que no quisiera hablar de ello en presencia de Ranov.
—Sí. Tendremos que esperar a mañana para saber lo que significa. —Enlazó sus dedos con los míos—. La espera de cada día significa una agonía para ti, ¿verdad?
Asentí poco a poco.
—Si conocieras a Rossi… —dije, y me callé.
Tenía los ojos clavados en los míos, y echó hacia atrás un mechón que se había liberado de las horquillas. El gesto fue tan triste que confirió mayor fuerza a sus siguientes palabras.
—Empiezo a conocerle gracias a ti.
En aquel momento una camarera con blusa blanca se acercó y preguntó algo. Helen se volvió hacia mí.
—¿Qué podemos beber?
La camarera nos miró con curiosidad, seres que hablábamos un idioma extranjero.
—¿Qué sabes pedir? —pregunté a Helen.
—Chai —dijo, y nos señaló a los dos con el dedo—. Té, por favor. Molya.
—Aprendes deprisa —dije mientras la camarera desaparecía en la trascocina.
Helen se encogió de hombros.
—He estudiado un poco de ruso. El búlgaro se parece mucho. Cuando la camarera regresó con nuestro té, Helen lo removió con semblante sombrío.
—Me tranquiliza tanto alejarme de Ranov que casi no puedo soportar la idea de volver a verle mañana. No sé cómo vamos a llevar a cabo una investigación seria si nos pisa los talones.
—Ojalá supiera si sospecha algo de nuestra investigación. Me sentiría mejor —confesé—. Lo más raro es que me recuerda a alguien conocido, pero debo de sufrir amnesia.
Miré el rostro grave y adorable de Helen, y en aquel instante sentí que mi cerebro buscaba algo, que aleteaba en el borde de un acertijo, y no era la cuestión del posible gemelo de Ranov. Estaba relacionado con el rostro de Helen en el crepúsculo, con el acto de levantar mi té para beber y la extraña palabra que yo había elegido. Mi mente ya había revoloteado antes sobre ese punto, pero esta vez la idea se abrió paso a raudales.
—Amnesia —dije—. Helen… Amnesia, Helen.
—¿Qué?
Frunció el ceño, perpleja.
—¡Las cartas de Rossi! —casi grité. Abrí mi maletín tan deprisa que nuestro té se derramó sobre la mesa—. ¡Su carta, el viaje a Grecia!
Me tomó varios minutos localizar el maldito documento, y luego el párrafo, y después leerlo en voz alta a Helen, cuyo rostro se fue ensombreciendo poco a poco.
—¿Te acuerdas de la carta en que contaba que había ido a Grecia, a Creta, después de que le robaran el mapa en Estambul, y que su suerte había cambiado para mal? —Agité la página ante sus narices—. Escucha esto: «Los viejos de las tabernas de Creta parecían mucho más inclinados a contarme sus mil y una historias de vampiros que a explicarme dónde podría encontrar otros fragmentos de cerámica como aquél o qué antiguos barcos naufragados habían saqueado sus abuelos. Una noche dejé que un desconocido me invitara a una ronda de una especialidad local llamada, curiosamente, amnesia, con el resultado de que estuve enfermo todo el día siguiente».
—Oh, Dios mío —dijo Helen en voz baja.
—«Dejé que un desconocido me invitara a un trago de algo llamado amnesia» —repetí, procurando no alzar la voz—. ¿Quién demonios crees que era el desconocido? Por eso Rossi olvidó…
—Olvidó… —Helen parecía hipnotizada por la palabra—. Olvidó Rumanía…
—Sí, olvidó que había estado allí. En sus cartas a Hedges decía que volvía a Grecia desde Rumanía, para pedir prestado un poco de dinero y participar en una excavación arqueológica…
—Y se olvidó de mi madre —terminó Helen, con voz casi inaudible.
—Tu madre —coreé, con la repentina imagen de la mujer en la puerta de su casa, mientras nos veía marchar—. No era que no quisiera volver. Se olvidó de todo. Y por eso me dijo que no siempre podía acordarse con claridad de sus investigaciones.
Helen estaba pálida, con la mandíbula tensa, los ojos llenos de lágrimas.
—Le odio —dijo en voz baja, y supe que no se refería a su padre.