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20 de junio de 1930

Querido amigo:

No tengo ni un alma en el mundo con quien hablar, y me encuentro con una pluma en la mano deseoso de tu compañía en particular. Te invadiría tu habitual asombro contenido ante el paisaje del que estoy disfrutando ahora. He vivido en un estado de incredulidad todo el día de hoy (como te habría sucedido a ti si vieras dónde estoy), en un tren, aunque eso no supone en sí una pasta. Pero el tren se dirige a Bucarest. «Santo Dios, hombre», te oigo decir sobre su silbato. Pero es cierto. No había planeado venir aquí, pero algo muy notable ha precipitado mi decisión. Estuve en Estambul hasta hace unos días, llevando a cabo una investigación de la que no he hablado a nadie, y encontré algo allí que hizo que me entraran ganas de venir aquí. En realidad, sería más preciso decir que no lo deseaba, sino que me aterrorizaba, y al mismo tiempo me sentía impulsado a ello. Tú eres un racionalista, y todo esto te va a importar un comino, pero daría cualquier cosa por contar con la ayuda de tu cerebro en este viaje. Voy a necesitar hasta el último ápice del mío, y más, para encontrar lo que ando buscando.

El tren ha disminuido la velocidad porque nos estamos acercando a una ciudad, con la posibilidad de desayunar. Desistiré de momento y volveré con esto después.

Por la tarde, Bucarest

Me apetecería hacer una siesta, si mi mente no se hallara en tal estado de inquietud y nerviosismo. Aquí hace un calor sofocante. Pensaba que éste era un país de montañas heladas, pero, si las hay, aún no me he encontrado con ninguna todavía. Hotel agradable, Bucarest es una especie de París del Este diminuta, majestuosa, pequeña y un poco decadente, todo al mismo tiempo. Debió de ser muy elegante en los ochenta y noventa del siglo pasado. Me costó Dios y ayuda encontrar un taxi, y después un hotel. Pero mi habitación es muy cómoda, y podré descansar, lavarme y pensar en lo que debo hacer. Me siento casi inclinado a no poner por escrito lo que me propongo, pero te quedarás tan perplejo por mis chifladuras si no lo hago que me creo en la obligación. Para abreviar, estoy metido en una especie de investigación, voy a la caza de Drácula como historiador, pero no del conde Drácula del teatro romántico, sino de un Drácula real, Drakulya, Vlad III, un tirano del siglo XV que vivió en Transilvania y Valaquia, y se dedicó a mantener alejado de sus tierras al Imperio otomano lo máximo posible. Estuve en Estambul casi toda una semana para consultar un archivo que contiene algunos documentos sobre él recogidos por los turcos, y durante mi estancia descubrí una colección de mapas que considero las claves del paradero de su tumba. Cuando vuelva, te explicaré con todo lujo de detalles lo que me impulsó a emprender esta búsqueda, y sólo te suplico indulgencia en el ínterin. Esta decisión de interesarme por esta búsqueda puedes achacarla a la juventud, amigo prudente.

En cualquier caso, mi estancia en Estambul derivó al final hacia lo siniestro y me ha asustado bastante, aunque supongo que eso sonará como una chiquillada desde lejos. Pero no es fácil disuadirme de algo una vez me he metido en ello, y no pude evitar la tentación de venir aquí con las copias que hice de esos mapas, en busca de más información sobre la tumba de Drakulya. Debería explicarte, como mínimo, que se supone que fue enterrado en el monasterio erigido en la isla del lago Snagov, en la parte occidental de Rumanía. La región se llama Valaquia. Los mapas que descubrí en Estambul, con la tumba muy bien señalada en ellos, no muestran ninguna isla, ningún lago, ni nada que se parezca a la parte occidental de Rumanía, por lo que yo sé. Siempre me pareció una buena idea comprobar lo evidente primero, puesto que lo evidente es a veces la respuesta correcta. Por lo tanto, he resuelto (pero ahora estoy seguro de que sacudirás la cabeza por lo que calificarás de testarudez estúpida) dirigirme al lago Snagov con los mapas y comprobar por mí mismo que la tumba no está allí. Aún no sé cómo lo haré, pero no puedo empezar a buscar en otro sitio hasta que no haya descartado esa posibilidad. Y tal vez, al fin y al cabo, mis mapas son una especie de broma pesada antigua y encontraré abundantes pruebas de que el tirano duerme allí desde que fue sepultado.

Debo estar en Grecia el 5, de modo que me queda muy poco tiempo para esta excursión. Sólo quiero saber si los mapas coinciden con el emplazamiento de la tumba. Por qué he de saberlo, esto no te lo puedo decir ni a ti, querido amigo. Ojalá lo supiera yo. Tengo la intención de concluir mi gira rumana visitando Valaquia y Transilvania. ¿Qué acude a tu mente cuando piensas en la palabra «Transilvania», si te paras un momento a ello? Sí, lo que yo pensaba. Sabiamente, no lo haces. Pero lo que acude a mi mente son montañas de salvaje belleza, castillos antiguos, licántropos, brujas… Un país de oscuridad mágica. En suma, ¿cómo voy a creer que aún estoy en Europa cuando entre en ese reino? Te informaré de si es Europa o el País de las Hadas cuando llegue. Primero, Snagov. Parto mañana.

Tu devoto amigo,

Bartholomew Rossi

22 de junio

Lago Snagov

Mi querido amigo:

Aún no he visto ningún lugar desde el que enviar por correo mi primera carta, para mandarla con la confianza de que llegará a tus manos, quiero decir, pero seguiré escribiendo pese a eso, pues han sucedido muchas cosas. Ayer pasé todo el día en Bucarest intentando localizar buenos mapas (ahora ya tengo mapas de carreteras de Valaquia y Transilvania) y hablando con todo el mundo que pude encontrar en la universidad interesado en la historia de Vlad Tepes. Nadie parecía tener ganas de hablar del tema, y tengo la sensación de que por dentro, cuando no por fuera, se persignan cuando menciono el nombre de Drácula. Después de mis experiencias en Estambul, esto me pone un poco nervioso, pero continuaré adelante.

En cualquier caso, ayer conocí a un joven profesor de arqueología en la universidad, lo bastante amable para informarme de que uno de sus colegas, un tal señor Georgescu, se ha especializado en la historia de Snagov y está excavando en la isla este verano. Me entusiasmó saber esto y he decidido poner los mapas, las bolsas y a mí mismo en manos de un conductor que me llevará allí hoy. Está a unas pocas horas en coche de Bucarest, dice, y nos iremos a la una. Ahora debo ir a comer a algún sitio (los pequeños restaurantes de la ciudad son muy agradables, con destellos de lujo oriental en su cocina) antes de partir.

Por la noche

Mi querido amigo:

No puedo evitar continuar esta unilateral correspondencia (ojalá llegue algún día a tus manos), porque ha sido un día de lo más extraordinario y necesito hablar con alguien. Me fui de Bucarest en una especie de taxi pequeñito y pulcro, conducido por un hombrecillo igualmente pulcro con el que apenas pude intercambiar dos palabras (Snagov gire una de ellas). Tras una breve sesión con mis mapas de carreteras y muchas palmadas tranquilizadoras en el hombro (es decir, en el mío), nos marchamos. Nos llevó toda la tarde. Recorrimos muchas carreteras, la mayoría pavimentadas pero polvorientas, atravesando un paisaje encantador, en su mayor parte agrícola, aunque en ocasiones boscoso, hasta llegar al lago Snagov.

La primera insinuación que tuve del lugar fue la mano nerviosa del chófer, que señalaba algo. Miré por la ventanilla, pero sólo vi bosque. Esto únicamente fue una introducción, sin embargo. No sé muy bien qué esperaba. Supongo que estaba tan dominado por mi curiosidad de historiador que no esperaba nada en particular. La primera visión del lago me expulsó de mi obsesión. Era un lugar de un encanto excepcional, amigo mío, bucólico y sobrenatural. Imagina, si quieres, una extensión de agua larga y centelleante, la cual vislumbras desde la carretera entre densas arboledas. Diseminadas por el bosque se ven hermosas villas (a veces sólo se vislumbra una elegante chimenea, un muro que se curva), muchas de las cuales parecen datar de principios del siglo pasado o antes.

Cuando llegas a un claro del bosque (aparcamos cerca de un pequeño restaurante, con tres barcas amarradas detrás), miras hacia la isla donde se halla el monasterio, y allí, por fin, contemplar un panorama que sin duda ha cambiado poco a lo largo de los siglos. La isla se encuentra a escasa distancia en barca de la orilla y es boscosa como las riberas del lago. Sobre los árboles se alzan las espléndidas cúpulas bizantinas de la iglesia del monasterio, y desde donde estamos se oye el tañido de las campanas, golpeadas (como averigüé más tarde) por el mazo de madera de un monje. Me dio un vuelco el corazón al oír ese sonido de campanas que flotaba sobre el agua. Se me antojó, con toda exactitud, uno de esos mensajes del pasado que piden a gritos ser interpretados, aunque no estés seguro de qué dicen. Mi conductor y yo, de pie bajo la luz del atardecer que se reflejaba en el agua, habríamos podido ser espías del ejército turco, inspeccionando ese bastión de una fe ajena, en lugar de dos hombres modernos bastante cubiertos de polvo apoyados contra un automóvil.

Habría podido seguir mirando y escuchando mucho más tiempo sin impacientarme, pero la determinación de localizar al arqueólogo antes del anochecer me espoleó hacia el restaurante. Utilicé el lenguaje de los signos y mi mejor latín para conseguir una barca que nos llevara a la isla. Sí, sí, había un hombre de Bucarest excavando con una pala allí, consiguió comunicarme el propietario, y veinte minutos después desembarcábamos en la orilla de la isla. El monasterio era todavía más encantador de cerca, y algo inabordable, con sus muros antiguos y altas cúpulas, todas coronadas con cruces muy trabajadas de siete puntas. El barquero subió los escalones delante de nosotros, y yo ya iba a entrar por las grandes puertas de madera cuando el individuo nos indicó la parte posterior.

Mientras rodeábamos aquellos bellos muros antiguos, me di cuenta de que por primera vez estaba pisando los talones a Drácula. Hasta entonces había estado siguiendo su pista a través de un laberinto de documentos, pero ahora me hallaba en una tierra que sus pies (¿con qué irían calzados?, ¿botas de piel con una cruel espuela sujeta a ellas?) tal vez habían hollado. Si hubiera sido de los que se persignan, lo habría hecho en aquel momento. Siendo como soy, experimenté el repentino impulso de dar una palmada en el hombro cubierto de tosca lana del barquero y pedirle que nos devolviera a tierra de nuevo. Pero no lo hice, como puedes imaginar, y espero que no me arrepentiré al final de haber contenido mi mano.

Detrás de la iglesia, en medio de unas extensas ruinas, encontramos en efecto a un hombre con una pala. Era de aspecto robusto y edad madura, con pelo negro rizado, los faldones de la camisa blanca fuera de los pantalones y las mangas subidas hasta los codos. Dos muchachos trabajaban a su lado, removían la tierra con las manos cautelosamente, y de vez en cuando el hombre dejaba la pala y hacía lo mismo. Estaban concentrados en un área muy pequeña, como si hubieran encontrado algo de interés en ella, y sólo cuando nuestro barquero les saludó a gritos levantaron la vista.

El hombre de la camisa blanca se adelantó y nos examinó de arriba abajo con sus penetrantes ojos oscuros. El barquero improvisó entonces las presentaciones con la colaboración del taxista. Extendí la mano y probé una de las pocas frases que sabía en rumano antes de volver al inglés.

Ma numesc Bartholomeo Rossi. Nu va suparati…

Había aprendido esta deliciosa frase, con la cual interrumpes a un desconocido para solicitarle información, gracias al conserje de mi hotel de Bucarest. Significa literalmente «No te enfades». ¿Te imaginas una frase cotidiana más cargada de historia? «No saques tu puñal, amigo. Sólo estoy perdido en este bosque y necesito que alguien me oriente para salir». No sé si fue la utilización de la frase o probablemente mi acento atroz, pero el arqueólogo estalló en carcajadas mientras estrechaba mi mano.

De cerca, era un sujeto corpulento y bronceado, con una fina red de arrugas alrededor de los ojos y la boca. Su sonrisa había perdido dos dientes de arriba y la mayoría de los que aún quedaban proyectaban destellos dorados. Su mano era de una fuerza prodigiosa, seca y áspera como la de un labriego.

—Bartholomeo Rossi —dijo con voz profunda, sin dejar de reír—. Ma numesc Velior Georgescu. Es un placeer conocerlee. ¿En qué puedo ayudarlee?

Por un momento, me sentí transportado a nuestra excursión a pie del año anterior. Podría haber sido uno de aquellos habitantes de las tierras altas curtidos por la intemperie a los que siempre estábamos pidiendo que nos orientaran, sólo que con pelo oscuro en lugar de claro.

—¿Habla inglés? —pregunté como un idiota.

—Un poquiito —dijo el señor Georgescu—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve la oportunidad de practicarlo, pero ya volverá a mi lengua.

Hablaba de manera fluida y culta, arrastrando un poco la erre.

—Perdón —me apresuré a decir—. Tengo entendido que tiene un interés especial por Vlad III y me gustaría mucho hablar con usted. Soy historiador de la Universidad de Oxford.

Asintió.

—Me alegra saber de su interés. ¿Ha venido desde tan lejos sólo para ver su tumba?

—Bien, había confiado…

—Ah, confiado, confiado —dijo el señor Georgescu, y me dio una palmada en el hombro que no dejó de ser cordial—. Pues tendré que aplacar un poco sus esperanzas, muchacho. —El corazón me dio un vuelco. ¿Era posible que también ese hombre creyera que Vlad no estaba enterrado aquí? Decidí esperar y escuchar con atención antes de hacer más preguntas. Me estaba estudiando con aire inquisitivo, y sonrió de nuevo—. Venga, vamos a dar una paseíto.

Dio a sus ayudantes rápidas instrucciones, que al parecer eran una invitación a dejar de trabajar, porque sacudieron sus manos y se dejaron caer bajo un árbol. Apoyó su pala contra un muro medio excavado y me llamó por señas. Por mi parte, informé al barquero y al taxista de que se habían hecho cargo de mí y di unas monedas al barquero. Se tocó el sombrero y desapareció, mientras que el taxista se sentó contra las ruinas y sacó una petaca del bolsillo.

—Muy bien. Primero daremos la vuelta al exterior. —El señor Georgescu agitó una ancha mano ante él—. ¿Conoce la historia de esta isla? ¿Un poco? Aquí había una iglesia en el siglo catorce, y el monasterio fue construido un poquito después; también en ese siglo. La primera iglesia era de madera y la segunda de piedra, pero la iglesia de piedra se hundió en el lago en 1453. Notable, ¿no le parece? Drácula llegó al poder en Valaquia por segunda vez en 1456, y tenía sus propias ideas. Creo que le gustó este monasterio porque una isla es fácil de proteger. Siempre estaba buscando sitios que pudiera fortificar contra los turcos. Éste es bueno, ¿no le parece?

Le di la razón y procuré no mirarle. Su inglés era tan fascinante que me costaba concentrarme en lo que decía, pero su último comentario había obrado efecto. Bastaba una sola mirada alrededor para imaginar a unos pocos monjes defendiendo esa fortaleza de los invasores. Velior Georgescu también miró en torno a él con aire de aprobación.

—Por tanto, Vlad convirtió el monasterio existentee en una fortaleza. Construyó murallas fortificadas a su alrededor y una prisión y una cámara de tortuuras. También un túnel para escapar y un puente hasta la orilla. Era un chico listo, Vlad. Hace mucho tiempo que el puente no existe, por supuesto, y yo estoy excavando el resto. Donde estamos trabajando ahora estaba la prisión. Ya hemos encontrado varios esqueletos.

Me dedicó una amplia sonrisa y sus dientes centellearon al sol.

—¿Así que ésta es la iglesia de Vlad?

Señalé el encantador edificio cercano, con sus elevadas cúpulas y los árboles oscuros que acariciaban sus muros.

—Nooo, temo que no —dijo Georgescu—. Los turcos quemaron en parte el monasterio en 1462, cuando Radu, el hermano de Vlad, un títere otomano, ocupaba el troono de Valaquia. Y justo después de enterrar a Vlad aquí, una terrible tormenta sepultó la iglesia en el lago. —¿Estaba Vlad enterrado aquí?, me moría de ganas de preguntar, pero mantuve la boca cerrada—. Los campesinos debieron de pensar que era un castigo de Dios por sus pecados. La iglesia fue reconstruida en 1517. Tardaron tres años, y ya ve los resultados. Los muros exteriores del monasterio son una restauración de sólo treinta años de antigüedad.

Habíamos llegado al borde de la iglesia y palmeó la mampostería, como si acariciara el lomo de su caballo favorito. De pronto, un hombre apareció por la esquina de la iglesia y se dirigió hacia nosotros, un anciano encorvado de barba blanca con hábito negro y sombrero de largas alas que caían sobre sus hombros. Caminaba con la ayuda de un bastón y se ceñía el hábito con una estrecha cuerda, de la que colgaba un llavero. De una cadena que rodeaba su cuello pendía una cruz antigua muy hermosa, del tipo que había visto en las cúpulas de las iglesias.

Me quedé tan sorprendido por su aparición que casi me caí. Soy incapaz de describir el efecto que obró en mí, sólo puedo decir que fue como si Georgescu hubiera conjurado un fantasma. No obstante, el arqueólogo avanzó sonriente hacia el monje y se inclinó sobre su mano sarmentosa, en la que brillaba un anillo de oro que Georgescu besó con respeto. Daba la impresión de que el anciano también le apreciaba, porque apoyó los dedos sobre la cabeza del hombre un momento y le dirigió una pálida sonrisa, de tan pocos dientes como la de Georgescu. Capté mi nombre en las presentaciones y me incliné hacia el monje con la mayor gracia posible, aunque no logré decidirme a besar el anillo.

—Él es el abaad —me explicó Georgescu—. Es el último de este lugar; y con él sólo viven tres monjes ahora. Ha estado aquí desde que era joven y conoce la isla mucho mejor que cualquiera. Le da la bienvenida y su bendición. Si quiere hacerle alguna pregunta, dice, intentará contestarla.

Me incliné para dar las gracias y el anciano siguió andando con parsimonia. Pocos minutos después le vi sentarse en el borde del muro derrumbado que había detrás de nosotros, como un cuervo que descansara bajo el sol del atardecer.

—¿Viven aquí todo el año? —pregunté a Georgescu.

—Oh, sí. Están aquí los inviernos más difíciles —asintió mi guía—. Les oirá cantar la misa si no se marcha demasiado proonto. —Le aseguré que no me perdería semejante experiencia—. Bien, vamos a la iglesia.

Nos encaminamos a las puertas principales de madera, grandes y talladas, y entramos en un mundo que yo desconocía, muy diferente del de nuestras capillas anglicanas.

Hacía frío dentro, y antes de que pudiera ver algo en la impenetrable oscuridad del interior, percibí el olor de una especia ahumada en el aire y sentí una corriente húmeda elevarse de las piedras, como si respiraran. Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra, sólo distinguí tenues destellos de latón y llamas de velas. La luz del día apenas se filtraba por las gruesas vidrieras de colores oscuros. No había bancos ni sillas, aparte de algunos asientos altos de madera distribuidos a lo largo de una pared. Cerca de la entrada había un lampadario, cuyas velas goteaban profusamente y proyectaban un olor a cera quemada. Algunas estaban encajadas en una corona de latón situada en la parte superior y otras en un recipiente con arena que rodeaba la base.

—Los monjes las encienden cada día, y de vez en cuando también lo hacen algunos visitantes —explicó Georgescu—. Las que están alrededur de la parte de arriba son para los vivos y las que hay alrededur de la base son por las almas de los muertos. Arden hasta que se apagan soolas.

Al llegar al centro de la iglesia señaló hacia arriba y vi una cara difuminada que flotaba sobre nosotros, en el extremo de la cúpula.

—¿Está familiarizado con nuestras iglesias bizantinas? —preguntó Georgescu—. Cristo siempre está en el centro, mirando hacia abajo. Este candelabru —una gran corona colgaba del centro del pecho de Cristo, ocupando el espacio principal de la iglesia, pero sus velas se habían quemado— también es muy típico.

Nos acercamos al altar. De pronto me sentí como un invasor, pero no había ningún monje a la vista y Georgescu avanzó con la seguridad de un propietario. En el altar colgaban telas bordadas, y delante había alfombras y esteras de lana tejidas con motivos populares, que yo habría pensado turcas de no saber la verdad. La parte superior del altar estaba decorada con varios objetos muy adornados, entre ellos un crucifijo esmaltado y un icono de la Virgen y el Niño con marco de oro. Detrás se alzaba una pared de santos de ojos tristes y ángeles todavía más tristes, y en medio había un par de puertas de oro colado, revestidas de cortinas de terciopelo púrpura, que conducían a un lugar oculto y misterioso.

Distinguí todo esto con dificultad, debido a la penumbra, pero la belleza sombría de la escena me conmovió. Me volví hacia Georgescu.

—¿Vlad venía a rezar aquí? Me refiero a la iglesia antigua.

—Oh, desde luegu. —El arqueólogo lanzó una risita—. Era un asesino devoto. Construyó muchas iglesias y otros monasterios, para asegurarse de que mucha gente rezaría por su salvación. Éste era uno de sus lugares favoritos, y era muy amigo de los monjes de aquí. No sé qué pensaban de sus fechorías, pero estaban muy contentos de su apoyo al monasterio. Además, los protegía de los turcos. Pero los tesoros que ve aquí fueron traídos de otras iglesias. Los campesinos robaron todos los objetos de valor en el siglo pasado, cuando cerraron la iglesia. Mire aquí. Esto es lo que quería enseñarle.

Se acuclilló y alzó las alfombras que había delante del altar. Vi una larga piedra rectangular, lisa y sin adornos, pero no cabía duda de que indicaba la existencia de una tumba. Mi corazón empezó a martillear en el pecho.

—¿La tumba de Vlad?

—Sí, según la leyenda. Algunos de mis colegas y yo excavamos aquí hace un par de años y encontramos un agujero vacío. Contenía sólo unos cuantos huesos de animales.

Contuve la respiración.

—¿Él no estaba dentro?

—De ninguna manera. —Los dientes de Georgescu destellaron como el latón y el oro que nos rodeaba—. La documentación escrita dice que fue enterrado aquí, delante del altar, y que la nueva iglesia fue construida sobre los mismos cimientos de la vieja, para que no profanaran su tumba. Ya puede suponer la decepción que tuvimos cuando no le encontramos.

¿Decepción?, pensé. Yo consideraba la idea del agujero vacío más aterradora que decepcionante.

—En cualquier caso, decidimos buscar un poco más, y aquí —me guió hasta un punto cercano a la entrada y movió otra alfombra—, aquí encontramos una segunda piedra igual a la primera. —La miré. Era del mismo tamaño y forma que la otra, y tampoco tenían adornos—. De modo que también excavamos ésta —explicó Georgescu al tiempo que le daba una palmada.

—¿Y encontraron…?

—Oh, un estupendo esqueletu —me informó con evidente satisfacción—. En un ataúd que aún conservaba parte del sudario. Algo asombrooso después de cinco siglos. El sudario era de color púrpura real con bordados en oro, y el esqueleto se hallaba en buen estado. Vestido con hermosas prendas de brocado púrpura y mangas de color rojo oscuro. Lo más maravilloso es que, cosido a una de las mangas, encontramos un pequeño anillo. El anillo es bastante sencillo, pero uno de mis colegas cree que forma parte de un adorno más extenso que representaba el símbolo de la Orden del Dragón.

Confieso que en ese momento mi corazón había desfallecido un poco.

—¿El símbolo?

—Si; un dragón de largas garras y cola ensortijada. Los que ingresaban en la Orden llevaban esta imagen sobre su persona en todo momento, por lo general en un broche o una hebilla para la capa. No cabe duda de que nuestro amigo Vlad era miembro de la Orden, probablemente a instancias de su padre, y de que ingresó al llegar a la mayoría de edad. —Georgescu me sonrió—. Pero tengo la sensación de que usted ya lo sabía, profesor.

Yo me debatía entre la pesadumbre y el alivio.

—Así que ésta era su tumba, y las leyendas mencionaban un lugar equivocado.

—Oh, yo no lo creo. —Volvió a colocar la alfombra sobre la piedra—. No todos mis colegas están de acuerdo conmigo, pero creo que existen claras pruebas en contra.

No pude evitar mirarle con sorpresa.

—Pero ¿qué me dice de las prendas regias y el anillo?

Georgescu meneó la cabeza.

—Ese individuo debía ser también miembro de la Orden, un noble de alta alcurnia, y tal vez iba vestido con las mejores galas de Drácula para la ocasión. Tal vez incluso le invitaron a morir para poder dejar un cadáver en la tumba… quién sabe cuándo con exactitud.

—¿Volvieron a enterrar el esqueleto?

Tenía que preguntarlo. La piedra estaba muy cerca de nuestros pies.

—Oh, no. Lo enviamos al Museo de Historia de Bucarest, pero no podrá ir a verlo. Lo guardaron en el almacén y desapareció hace dos años, con todos sus bonitos ropajes. Fue una pena.

Georgescu no parecía muy apenado, como si el esqueleto hubiera sido apetecible pero carente de importancia, al menos comparado con la verdadera presa.

—No entiendo —dije—. Con tantas pruebas, ¿por qué cree que no era Vlad Drácula?

—Muy sencillo —replicó con jovialidad Georgescu, y dio una palmada en la alfombra—. Este tipo conservaba la cabeza. La de Drácula fue cortada y llevada a Estambul por los turcos como un trofeo. Todas las fuentes se muestran de acuerdo en eso. Así que ahora estoy excavando en la antigua prisión para ver si encuentro otra tumba. Creo que el cuerpo fue trasladado desde el lugar en que fue enterrado, delante del altar, para disuadir a los ladrones de tumbas, o tal vez para protegerlo de las invasiones turcas. Ese demonio tiene que estar en algún lugar de la isla.

Yo estaba paralizado por todas las preguntas que deseaba formular a Georgescu, pero él se levantó y estiró.

—¿No le apetece ir a cenar al restaurante? Tengo tanta hambre que podría comerme una oveja entera, pero antes podemos escuchar el inicio del servicio, si quiere. ¿Dónde se va a alojar?

Confesé que aún no tenía ni idea, y que también necesitaba proporcionar alojamiento a mi chófer.

—Me gustaría hablar de muchas cosas con usted —añadí.

—Y a mí con usted —concedió él—. Podemos hacerlo durante la cena.

Necesitaba hablar con mi chófer, de modo que volvimos a la prisión en ruinas. Resultó que el arqueólogo tenía amarrada una pequeña barca bajo la iglesia y podía devolvernos a la orilla. Me dijo que hablaría con el propietario del restaurante para que nos encontrara habitaciones en la población. Georgescu guardó sus útiles y despidió a los ayudantes, y luego volvimos a la iglesia justo a tiempo de ver al abad y sus tres monjes, todos vestidos de negro, entrar en la iglesia por las puertas del santuario. Dos monjes eran ya de edad avanzada, pero uno todavía conservaba la barba castaña y caminaba muy tieso. Dieron la vuelta con lentitud hasta situarse ante el altar, precedidos por el abad, que llevaba una cruz y una esfera en las manos. Sus hombros inclinados sostenían un manto púrpura y oro en el que se reflejaban las llamas de las velas.

Se inclinaron ante el altar, y los monjes se tendieron un momento sobre el suelo de piedra, justo sobre la tumba vacía, observé. Por un instante experimenté la espantosa sensación de que no se estaban postrando ante el altar, sino ante la tumba del Empalador.

De pronto se oyó un sonido misterioso. Parecía nacer de la propia iglesia, surgir de las paredes y la cúpula como niebla. Estaban cantando. El abad atravesó las pequeñas puertas que había detrás del altar. Reprimí la tentación de estirar el cuello para ver el interior, y el hombre salió con un gran libro de tapa esmaltada, al tiempo que lo bendecía en el aire. Lo dejó sobre el altar. Uno de los monjes le entregó un incensario que colgaba de una larga cadena. Lo hizo oscilar sobre el libro y lo espolvoreó con un humo aromático. La música sacra disonante se elevaba a nuestro alrededor, con su zumbido monótono y cumbres oscilantes. Se me puso la piel de gallina, porque en aquel momento me di cuenta de que estaba más cerca del corazón de Bizancio que cuando había estado en Estambul. La antiquísima música y el rito que la acompañaba debían de haber cambiado muy poco desde que se celebraban para el emperador en Constantinopla.

—El servicio es muy laargo —me susurró Georgescu—. No les importará que nos vayamos.

Sacó una vela del bolsillo, la encendió con una mecha del lampadario cercano a la entrada y la depositó en la arena.

En el restaurante de la orilla, un lugar pequeño y sucio, comimos con voracidad guisados y ensaladas servidos por una tímida muchacha vestida de aldeana. Había un pollo entero y una botella de vino tinto potente, que Georgescu servía con generosidad. Al parecer, mi chófer había hecho amistades en la cocina, de modo que estábamos solos en la sala adornada con paneles, con sus vistas al lago y la isla.

En cuanto hubimos empezado a vencer el hambre, pregunté al arqueólogo por su maravilloso dominio del inglés. Rió con la boca llena.

—Se lo debo a mi madre y mi padre, que descansen en la paz de Dios. Él era un arqueólogo escocés, medievalista, y ella una gitana escocesa. Me crié en Fort William y trabajé con mi padre hasta que murió. Entonces algunos parientes de mi madre le pidieron que viajara con ellos a Rumanía, de donde eran originarios. Ella había nacido y crecido en un pueblo del oeste de Escocia, pero cuando mi padre murió, sólo pensó en marcharse. La familia de mi padre no la había tratado bien. Me trajo aquí cuando yo tenía sólo quince años, y aquí vivo desde entonces. Adopté el apellido de su familia. Para integrarme un poco mejor.

La historia me dejó sin habla un momento, y sonrió.

—Sé que es una historia rara. ¿Cuál es la suya?

Le resumí mi vida y estudios, y hablé del libro misterioso que había llegado a mis manos. Escuchó con el ceño fruncido, y cuando terminé, cabeceó lentamente.

—Una historia extraña, de eso no cabe duda.

Saqué el libro de mi bolsa y se lo di. Lo examinó con detenimiento, y se detuvo a mirar durante largos minutos la xilografía del centro.

—Sí —me dijo con aire pensativo—, se parece mucho a las imágenes relacionadas con la Orden. He visto un dragón similar en piezas de joyería; ese pequeño anillo, por ejemplo. Pero nunca había visto un libro como éste. ¿No tiene idea de dónde salió?

—Ninguna —admití—. Espero que algún día lo examine un especialista, quizás en Londres.

—Es una obra extraordinaria. —Georgescu me lo devolvió con delicadeza—. Y ahora que ha visto Snagov, ¿adónde quiere ir? ¿Volverá a Estambul?

—No. —Me estremecí, pero no quise explicarle por qué—. He de volver a Grecia para colaborar en una excavación, dentro de dos semanas, pero me apetece ir a echar un vistazo a Târgoviste, puesto que era la principal capital de Vlad. ¿Ha estado allí?

—Ah, sí, por supuesto. —Georgescu dejó el plato limpio como una patena—. Un lugar interesante para un perseguidor de Drácula. Pero lo realmente interesante es su castillo.

—¿Su castillo? ¿De veras hay un castillo? Quiero decir, ¿todavía existe?

—Bien, son ruinas, pero bastante bonitas. Una fortaleza en ruinas. Se halla a unos cuantos kilómetros de Târgoviste, río Arges arriba, y hay que subir a pie hasta la cumbre. Drácula escogía sitios que se pudieran defender con facilidad de los turcos, y ése es un amor de sitio. Vamos a hacer una cosa. —Estaba buscando en sus bolsillos, sacó una pequeña pipa y empezó a llenarla con tabaco aromático. Le pasé una vela—. Gracias, muchacho. Vamos a hacer una cosa: le acompañaré. Puedo quedarme sólo un par de días, pero podría ayudarle a localizar la fortaleza. Es mucho más fácil con guía. Hace mucho tiempo que estuve allí, y me gustaría volver a verla.

Le di las gracias con toda sinceridad. La idea de internarme en el corazón de Rumanía sin un intérprete me ponía nervioso, lo admito. Acordamos partir por la mañana, si mi chófer accedía a llevarnos a Târgoviste. Georgescu conoce un pueblo cerca de Arges donde podremos hospedarnos por unos pocos chelines. No es el más cercano a la fortaleza, pero del que está más próximo le echaron a patadas y no tiene ganas de volver. Nos despedimos con un afectuoso buenas noches, y ahora, amigo mío, debo apagar mi luz para dormir en vista de la siguiente aventura, de la que te mantendré informado.

Tuyo afectuosamente,

Bartholomew