38

El avión del viernes de Estambul a Budapest no estaba muy lleno, y cuando estuvimos acomodados entre los ejecutivos turcos vestidos de negro, los burócratas magiares de chaqueta gris que hablaban a la vez, las ancianas con chaqueta azul y pañuelo en la cabeza (¿iban a trabajar de limpiadoras a Budapest, o sus hijas se habían casado con diplomáticos húngaros?), apenas tuve tiempo de lamentar el viaje en tren que no habíamos hecho, porque el vuelo fue breve.

Ese viaje en tren, con las vías talladas a través de murallas montañosas, sus espacios con bosques y precipicios, ríos y ciudades feudales, tendría que esperar a mi carrera posterior, como ya sabes, y lo he hecho dos veces desde entonces. Hay algo muy misterioso para mí en el cambio que se percibe, a lo largo de esa ruta, del mundo islámico al cristiano, del imperio otomano al imperio austrohúngaro, de lo musulmán a lo católico y protestante. Es una gradación de ciudades, de arquitectura, de minaretes que van dejando paso a cúpulas de iglesias, del mismísimo aspecto del bosque y la orilla del río, de manera que poco a poco empiezas a creer que eres capaz de leer en la propia naturaleza la saturación de historia. ¿Tan diferente parece la ladera de una colina turca de la pendiente de un prado magiar? Claro que no, pero la diferencia es imposible de borrar del ojo cuando la historia te informa desde la mente. Más tarde, cuando recorrí esta ruta, la vi también alternativamente apacible y bañada en sangre, otro engaño de la visión del historiador, siempre desgarrado entre el bien y el mal, la paz y la guerra. Tanto si imaginaba una incursión otomana por el Danubio como la primera invasión de los hunos desde el este, siempre me atormentaban imágenes conflictivas: una cabeza cortada que llegaba al campamento entre gritos de triunfo y odio, y luego la anciana (tal vez la abuela de todas las abuelas de cara arrugada que veía en el avión) que vestía a su nieto con ropas de más abrigo, pellizcaba su suave cara turca y extendía su mano experta para impedir que se quemara el guiso de caza.

Estas visiones me aguardaban en el futuro, pero durante nuestro viaje en avión añoraba el panorama sin saber cuál era o qué ideas me induciría más adelante. Helen, una viajera más curtida y menos entusiasta, aprovechó la oportunidad para dormir aovillada en su asiento. Habíamos estado hasta tarde en la mesa del restaurante de Estambul dos noches seguidas, trabajando en la conferencia que yo pronunciaría en el congreso de Budapest. Tuve que reconocerle mayores conocimientos sobre las batallas de Vlad contra los turcos de los que yo había disfrutado (o no) antes, aunque eso no era decir mucho. Confiaba en que nadie haría preguntas a continuación de mi recitado de este material sólo aprendido a medías. No obstante, era notable lo que Helen almacenaba en su cerebro, y me maravillé una vez más de que su autoeducación sobre Drácula hubiera sido estimulada por la escurridiza esperanza de darle lecciones a un padre al que apenas podía reivindicar como suyo. Cuando su cabeza descansó sobre mi hombro, la dejé posada allí y procuré no aspirar el aroma (¿champú húngaro?) de sus rizos. Estaba cansada. Me mantuve meticulosamente inmóvil mientras dormía.

Mi primera impresión de Budapest, a través de las ventanillas del taxi que tomamos en el aeropuerto, fue de inmensa nobleza. Helen me había explicado que nos hospedaríamos en un hotel cercano a la universidad, en la orilla este del Danubio, en Pest, pero por lo visto pidió a nuestro conductor que nos llevara junto al Danubio antes de dejarnos. En un momento dado estábamos recorriendo señoriales calles de los siglos XVIII y XIX, animadas de vez en cuando por estallidos de fantasías art nouveau o un majestuoso árbol viejo, y al siguiente vimos el Danubio. Era enorme (yo no estaba preparado para su grandeza), y tres grandes puentes lo cruzaban. En nuestra orilla del río se alzaban las increíbles agujas y cúpulas neogóticas del Parlamento, y en el lado contrario se elevaban los flancos, alfombrados de árboles, del palacio real y las agujas de iglesias medievales. En mitad de todo se hallaba la extensión del río, verdegrisácea, con la superficie agitada apenas por el viento y reflejando la luz del sol. Un gigantesco cielo azul se arqueaba sobre las cúpulas, monumentos e iglesias, y pintaba el agua con colores cambiantes.

Había esperado que Budapest me intrigara y que llegara a admirarla. No esperaba que me sobrecogiera. Había asimilado innumerables invasores y aliados, empezando con los romanos y terminando con los austriacos, o los soviéticos, pensé, al recordar los amargos comentarios de Helen, y no obstante era diferente de todos ellos. No era del todo occidental, ni oriental como Estambul, ni del norte de Europa, pese a toda su arquitectura gótica. Veía por la ventanilla del taxi un esplendor de lo más personal. Helen también estaba mirando, y al cabo de un momento se volvió hacia mí. Parte de la emoción debía reflejarse en mi cara, porque estalló en carcajadas.

—Veo que te gusta nuestra pequeña ciudad —dijo, y percibí bajo su ironía un gran orgullo—. ¿Sabías que Drácula es uno de los nuestros aquí? En 1462 fue encarcelado por el rey Matías Corvino a unos treinta kilómetros de Buda, porque había amenazado los intereses de Hungría en Transilvania. Al parecer, Corvino le trató más como a un invitado que como a un prisionero, e incluso le dio una esposa de una familia real húngara, aunque nadie sabe con exactitud quién fue. Se convirtió en la segunda esposa de Drácula. Éste demostró su gratitud convirtiéndose al catolicismo, y se les permitió vivir en Pest una temporada. En cuanto le liberaron…

—Creo que me lo puedo imaginar —dije—. Volvió de inmediato a Valaquia, se apoderó del trono sin más tardanza y renunció a su conversión.

—Eso es básicamente correcto —admitió ella—. Empiezas a conocer bien a nuestro amigo. Lo que más deseaba era apoderarse del trono de Valaquia.

El taxi se desvió demasiado pronto hacia el barrio antiguo de Pest, lejos del río, pero aquí me esperaban más prodigios, que devoré con la vista sin la menor vergüenza: cafeterías que imitaban las glorias de Egipto o Asiria, calles peatonales abarrotadas de enérgicos compradores y provistas de farolas de hierro, mosaicos y esculturas, ángeles y santos en mármol y bronce, reyes y emperadores, violinistas con blusas blancas que tocaban en la esquina de una calle.

—Ya hemos llegado —dijo de repente Helen—. Éste es el barrio de la universidad, y allí está la biblioteca. —Estiré el cuello para echar un vistazo a un bello edificio clásico de piedra amarilla—. Ya iremos cuando podamos. De hecho, quiero consultar algo en ella. Aquí está nuestro hotel, al lado de la utca Magyar, para ti calle Magyar. He de conseguirte un plano para que no te pierdas.

El taxista depositó nuestras maletas delante de una fachada de piedra gris elegante y aristocrática, y yo le di la mano a Helen para ayudarla a bajar del coche.

—Me lo imaginaba —resopló—. Siempre utilizan este hotel para los congresos.

—A mí me parece bien —aventuré.

—Oh, no está mal. Te gustará en especial porque podrás elegir entre agua fría y agua fría y también por la comida precocinada.

Helen pagó al conductor con una selección de grandes monedas de plata y cobre.

—Pensaba que la comida húngara era maravillosa —dije para consolarla—. Estoy seguro de que lo he leído en algún sitio. Goulash y paprika, y todo eso.

Helen puso los ojos en blanco.

—Todo el mundo habla siempre del goulash y la paprika cuando dices Hungría, al igual que todo el mundo habla de Drácula si dices Transilvania. —Rió—. Pero no hagas caso de la comida del hotel. Ya verás cuando comamos en casa de mi tía o de mi madre. Luego hablaremos de cocina húngara.

—Pensaba que tu madre y tu tía eran rumanas —protesté, y lo lamenté al instante. El rostro de Helen se petrificó.

—Puedes pensar lo que te dé la gana, yanqui —me dijo en tono perentorio, y levantó su maleta antes de que yo pudiera cogerla.

El vestíbulo del hotel era silencioso y fresco, revestido de mármol y pan de oro de una época más próspera. Lo encontré agradable, y no vi nada de lo que Helen debiera avergonzarse. Un momento después caí en la cuenta de que había pisado mi primer país comunista. En la pared, detrás del mostrador de recepción, había fotografías de autoridades del Gobierno, y el uniforme azul oscuro de todo el personal del hotel poseía algo tímidamente proletario. Helen nos registró y me dio la llave de mi habitación.

—Mi tía se ha encargado de todo a la perfección —dijo satisfecha—. Ha dejado un mensaje telefónico diciendo que nos encontraremos aquí con ella a las siete de la tarde para ir a cenar. Antes nos inscribiremos en el congreso y asistiremos a una recepción a las cinco.

Me decepcionó la noticia de que la tía no nos llevaría a su casa para probar la comida casera húngara, y para echar un vistazo a la vida de la élite burocrática, pero me recordé a toda prisa que, al fin y al cabo, yo era un norteamericano y no debía esperar que se me abrieran todas las puertas. Yo podía constituir un peligro, un inconveniente o, al menos, un engorro. De hecho, pensé, haría bien en intentar pasar desapercibido y causar los menos problemas posibles a mis anfitriones. Tenía suerte de estar allí, y lo último que deseaba eran problemas para Helen o su familia.

Mi habitación, en la primera planta, era sencilla y limpia, con incongruentes toques de antigua grandeza en los querubines dorados de las esquinas superiores y el lavabo de mármol en forma de gran concha marina. Mientras me lavaba las manos y me peinaba en el espejo, desvié la vista desde los sonrientes putti hasta la estrecha cama, ya hecha, que habría podido ser un catre del ejército, y sonreí. Esta vez mi habitación estaba en un piso diferente del de Helen (¿previsión de la tía de Helen?), pero al menos tendría como compañía a aquellos querubines anticuados y sus guirnaldas austrohúngaras.

Helen me estaba esperando en el vestíbulo, y me condujo en silencio a través de las grandes puertas del hotel hasta la majestuosa calle. Llevaba de nuevo su blusa azul claro (en el curso de nuestros viajes, el aspecto de mi ropa se había deteriorado bastante, mientras que ella había conseguido que tuvieran un aspecto planchado y lavado, cosa que yo consideré un talento propio de la Europa del Este) y se había recogido el pelo en un moño ceñido en la nuca. Estaba absorta en sus pensamientos mientras nos dirigíamos a la universidad. No me atreví a preguntar en qué estaba pensando, pero al cabo de un rato me lo reveló por voluntad propia.

—Me resulta muy raro volver aquí tan de repente —dijo, y me miró.

—¿Y con un norteamericano desconocido?

—Y con un norteamericano desconocido —murmuró, pero no sonó como un cumplido.

La universidad estaba compuesta por edificios impresionantes, algunos de ellos ecos de la hermosa biblioteca que habíamos visto antes, y empecé a sentir cierto nerviosismo cuando Helen indicó con un ademán nuestro destino, una amplia sala de estilo clásico de la segunda planta, rodeada de estatuas. Me detuve para mirarlas y leí algunos de los nombres, escritos en sus versiones magiares: Platón, Descartes, Dante, todos coronados con laureles y vestidos con togas clásicas. Conocía menos las otras figuras: Szent István, Mátyás Corvinus, János Hunyadi. Blandían cetros o se tocaban con pesadas coronas.

—¿Quiénes son? —pregunté a Helen.

—Ya te lo diré mañana —contestó—. Vamos, ya son más de las cinco.

Entramos en la sala con varios jóvenes que parecían muy animados, a los cuales tomé por estudiantes, y nos encaminamos a una enorme estancia del segundo piso. Mi estómago se revolvió un poco. La sala estaba llena de profesores con trajes grises, negros o de tweed y corbatas torcidas (tenían que ser profesores, razoné), que comían pimientos rojos y queso blanco y bebían algo que olía a un medicamento muy potente. Todos eran historiadores, pensé acongojado, y si bien en teoría era un colega más, el corazón me dio un vuelco. Un grupo de colegas rodeó de inmediato a Helen, y la vi estrechar la mano con franca camaradería a un hombre cuyo copete me recordó una especie de perro. Casi había decidido fingir que estaba mirando por la ventana la magnífica fachada de la iglesia de enfrente, cuando Helen me agarró por el codo durante una fracción de segundo (¿era un comportamiento juicioso?) y me arrastró hacia el núcleo de la muchedumbre.

—Te presento al profesor Sándor, jefe del Departamento de Historia de la Universidad de Budapest y nuestro medievalista más importante —me dijo, al tiempo que indicaba al perro blanco, y yo me apresuré a presentarme.

Un apretón de hierro estrujó mí mano, y el profesor Sándor manifestó que se sentían muy honrados por que yo me hubiera sumado al congreso. Me pregunté por un momento sí sería el amigo de la misteriosa tía. Para mi sorpresa, habló en un inglés claro, aunque lento.

—Es todo un placer tenerle aquí —dijo cordialmente—. Estamos ansiosos por escuchar su conferencia de mañana.

Expresé a mi vez el honor que sentía por haberme permitido hablar en el congreso, y procuré no mirar a Helen mientras lo decía.

—Excelente —tronó el profesor Sándor—. Sentimos un gran respeto por las universidades de su país. Ojalá nuestras dos naciones vivan en paz y amistad por siempre. —Brindó con su vaso de producto medicinal transparente que yo había estado oliendo, y me apresuré a devolver el brindis, pues un vaso se había materializado como por arte de magia en mi mano—. Y ahora, si podemos hacer algo para que su estancia en Budapest sea más feliz, dígalo.

Sus grandes ojos oscuros, brillantes en un rostro envejecido y que contrastaban con su melena blanca, me recordaron por un momento a los de Helen, y de repente me cayó mejor.

—Gracias, profesor —le dije con sinceridad, y me dio una palmada en la espalda con su gigantesca manota.

—Por favor, vengan. Coman y beban, y luego ya hablaremos.

Enseguida desapareció para atender a sus demás responsabilidades, y yo me encontré asediado por las ansiosas preguntas de otros miembros de la facultad y estudiosos visitantes, algunos de los cuales parecían más jóvenes que yo. Se congregaron alrededor de Helen y de mí, y poco a poco distinguí entre sus voces un parloteo en francés y alemán, y algún otro idioma que tal vez era ruso. Era un grupo muy animado, un grupo encantador, y empecé a olvidar mis nervios. Helen me presentó con una gracia distante que se me antojó la nota apropiada para la ocasión, y explicó con delicadeza la naturaleza de nuestro trabajo conjunto y el artículo que publicaríamos pronto en una revista norteamericana. Las caras ansiosas se arremolinaron en torno a ella, y se ruborizó un poco cuando estrechó las manos, e incluso besó las mejillas, de algunos viejos conocidos. Estaba claro que no la habían olvidado, pero ¿cómo sería eso posible?, pensé. Reparé en que había otras mujeres en la sala, algunas mayores y otras más jóvenes, pero las eclipsaba a todas. Era más alta, más vivaracha, más desenvuelta, con sus hombros anchos, su hermosa cabeza y abundantes rizos, su expresión de ironía vivaz. Me volví hacia uno de los miembros de la facultad húngara con tal de no mirarla. La feroz bebida empezaba a correr por mis venas.

—¿Es la típica reunión previa a un congreso aquí?

No sabía muy bien a qué me refería, pero era una excusa para apartar mis ojos de Helen.

—Sí —dijo mi interlocutor con orgullo. Era un hombre bajo, de unos sesenta años, con chaqueta gris y corbata gris—. Celebramos muchos congresos internacionales en la universidad, sobre todo ahora.

Iba a preguntar lo que significaba «sobre todo ahora», pero el profesor Sándor se había materializado a mi lado de nuevo y me estaba guiando hacia un hombre apuesto que parecía ansioso por conocerme.

—Le presento al profesor Géza József —me dijo—. Tiene muchas ganas de conocerle.

Helen se volvió al mismo tiempo, y ante mi sorpresa vi una expresión de desagrado (¿o de disgusto?) destellar en su cara. Se precipitó al instante hacia nosotros, como si quisiera intervenir.

—¿Cómo estás, Géza?

Le estrechó las manos con formalidad y cierta frialdad, antes de que yo tuviera tiempo de saludar al hombre.

—Me alegro de verte, Helen —dijo el profesor József al tiempo que hacía una breve reverencia, y percibí algo extraño en su voz, que tanto podía ser un toque burlón como cualquier otra emoción. Me pregunté si estaban hablando inglés en deferencia hacia mí.

—Y yo a ti —replicó ella—. Permíteme presentarte a un colega con el que he estado trabajando en Estados Unidos…

—Es un placer conocerle —dijo, y me dedicó una sonrisa que iluminó sus hermosas facciones. Era más alto que yo, de espeso cabello castaño y con el porte confiado de un hombre enamorado de su virilidad. Habría estado magnífico a lomos de un caballo, cabalgando por las llanuras con rebaños de ovejas, pensé. Su apretón de manos fue cálido, y me dio una palmada de bienvenida con la otra mano en el hombro. No pude fijarme en si Helen le consideraba repulsivo, aunque no pude sacudirme de encima la impresión de que así era—. De modo que nos va a honrar mañana con una conferencia. Esto es espléndido —dijo. Hizo una breve pausa—. Pero mi inglés no es muy bueno. ¿Prefiere que hablemos en francés o alemán?

—Estoy seguro de que su inglés es mucho mejor que mi francés o mi alemán —respondí enseguida.

—Es usted muy amable. —Su sonrisa era un prado henchido de flores—. Tengo entendido que su especialidad es la dominación otomana de los Cárpatos, ¿verdad?

Aquí, las noticias viajaban con celeridad, pensé. Igual que en casa.

—Ah, sí —admití—. Aunque estoy seguro de que su facultad va a enseñarme muchas cosas sobre el tema.

—No creo —murmuró cortésmente—, pero he llevado a cabo una pequeña investigación sobre la materia, que me encantaría comentar con usted.

—Los intereses del profesor József son muy variados —intervino Helen. Su tono habría helado el agua caliente. Todo esto era muy desconcertante, pero me recordé que todo departamento académico padece disturbios civiles, cuando no una guerra declarada, y éste no debía ser la excepción. Antes de que pudiera pensar en una fórmula conciliadora, Helen se volvió hacia mí con brusquedad—. Profesor, hemos de ir a nuestra siguiente reunión.

Por un segundo, no supe a quién estaba hablando, pero apoyó la mano con firmeza debajo de mi brazo.

—Ah, ya veo que está muy ocupado. —El profesor József era todo pesar—. Tal vez podamos hablar de la cuestión otomana en otro momento. Me encantaría enseñarle algunas cosas de nuestra ciudad, profesor, o llevarle a comer…

—El profesor estará muy ocupado mientras dure el congreso —dijo Helen. Estreché la mano del hombre con toda la cordialidad que la mirada gélida de Helen me permitió, y después Géza József se apoderó de la mano libre de ella.

—Es un placer volver a verte en tu patria —le dijo, inclinó la cabeza y besó su mano. Helen la retiró al instante, pero una extraña expresión cruzó por su cara. Estaba algo conmovida por el gesto, decidí, y por primera vez me cayó mal el encantador historiador húngaro. Helen me condujo de nuevo hacia el profesor Sándor. Nos disculpamos y expresamos nuestra impaciencia por escuchar las conferencias del día siguiente.

—Y nosotros estamos deseosos de asistir a la suya.

Apretó mi mano entre las suyas. Los húngaros eran un pueblo muy afectuoso, pensé, con una agradable sensación de bienestar que sólo era en parte el efecto de la bebida en mi organismo. Mientras aplazara cualquier pensamiento real sobre la conferencia, me sentiría ahíto de satisfacción. Helen me cogió del brazo, y creí que escudriñaba la habitación con una veloz mirada antes de salir.

—¿Qué ha pasado? —El aire de la noche era de un frescor vivificante, pero yo me sentía mejor que nunca—. Tus compatriotas son las persona más cordiales que he conocido en mi vida, pero tuve la impresión de que estabas a punto de decapitar al profesor József.

—En efecto —replicó—. Es unsufrible.

—Insufrible, diría yo —corregí—. ¿Por qué le tratas así? Te saludó como si fueras una vieja amiga.

—Oh, no tengo ningún problema con él, salvo que es un buitre. Un vampiro, en realidad. —Calló enseguida y me miró, con ojos desorbitados—. No quería decir…

—Pues claro que no —dije—. Me fijé en sus caninos.

—Tú también eres unsufrible —dijo, y se soltó de mi brazo.

La miré con pesar.

—No me importa que me cojas del brazo —dije con desenvoltura—, pero ¿es una buena idea que lo hagas delante de toda tu universidad?

Me miró un momento, y fui incapaz de descifrar la oscuridad de sus ojos.

—No te preocupes. No había nadie de Antropología presente.

—Pero conoces a muchos historiadores, y la gente habla —insistí.

—Oh, aquí no. —Lanzó una carcajada seca—. Aquí todos somos camaradas. Ni habladurías ni conflictos, sólo dialéctica entre camaradas. Ya lo verás mañana. Todo es como una pequeña utopía.

—Helen —gemí—, ¿quieres hacer el favor de hablar en serio al menos por una vez? Sólo estoy preocupado por tu reputación…, tu reputación política. Al fin y al cabo, algún día volverás aquí y te encontrarás con toda esta gente.

—¿De veras?

Cogió mi brazo de nuevo y seguimos andando. Yo no intenté soltarme. Poco habría podido valorar más en aquel instante que el roce de su manga negra contra mi codo.

—De todos modos, valió la pena. He conseguido que los dientes de Géza rechinaran. Los colmillos, quiero decir.

—Bien, gracias —mascullé, pero no dije nada más porque había perdido la confianza en mi cordura. Si su intención había sido dar celos a alguien, conmigo le había salido bien. De pronto, la imaginé en los fuertes brazos de Géza. ¿Habían sido amantes antes de que Helen abandonara Budapest? Debieron formar una pareja impresionante, pensé: los dos eran guapos, altos y elegantes, de pelo oscuro y hombros anchos. De repente, me sentí insignificante y anglosajón, nada comparable a los jinetes de la estepa. Sin embargo, la cara de Helen prohibía más preguntas, y tuve que contentarme con el peso silencioso de su brazo.

Con excesiva prontitud atravesamos las puertas doradas del hotel y entramos en el silencioso vestíbulo. Al instante, una figura solitaria se levantó de entre las butacas tapizadas en negro y palmeras plantadas en macetas y esperó con calma a que nos acercáramos. Helen emitió un gritito y corrió hacia ella con las manos extendidas.

—¡Eva!