Helen estaba muy cansada, y la dejé a regañadientes para que descabezara un sueñecito en la pensión. No me gustaba que se quedara sola, pero ella señaló que la luz del día debía ser protección suficiente. Aunque el pérfido bibliotecario conociera nuestro paradero, no era probable que pudiera entrar en habitaciones cerradas con llave en pleno día, y además Helen llevaba encima su crucifijo. Faltaban varías horas para que pudiera volver a llamar a su tía, y debíamos esperar sus instrucciones para preparar el viaje. Dejé mi maletín a su cuidado y me obligué a salir a la calle, pues pensaba que me volvería loco si me quedaba y fingía leer o intentaba pensar.
Me pareció una buena oportunidad de ver algo más de Estambul, y me encaminé hacia el complejo del palacio de Topkapi, una especie de laberinto con cúpulas, encargado por el sultán Mehmet como nueva sede de su conquista. Me había atraído desde la primera tarde que habíamos pasado en la ciudad, tanto por el aspecto que presentaba desde lejos como por la descripción de la guía. Topkapi abarca una amplia zona de la punta de Estambul, y el agua lo protege por tres lados: el Bósforo, el Cuerno de Oro y el mar de Mármara. Sospechaba que, si me lo perdía, me perdería la esencia de la historia otomana de Estambul. Quizá me estaba alejando una vez más de Rossi, pero pensé que él habría hecho lo mismo si hubiera tenido a su disposición varias horas libres.
Me decepcionó averiguar, mientras paseaba por los parques, patios y pabellones donde había latido el corazón del imperio durante cientos de años, que se exhibían muy pocas cosas de la época del sultán Mehmet, aparte de unos pocos objetos de su tesoro y algunas espadas que le pertenecieron, melladas y rayadas a causa de su prodigioso uso. Creo que, más que nada, esperaba ver otra faceta del sultán cuyo ejército había luchado contra Vlad Drácula y cuya policía se había preocupado por la seguridad de su supuesta tumba en Snagov. Era más bien, pensé (al recordar la partida que jugaban los ancianos en el bazar), como intentar determinar la posición del shah de tu contrincante en una partida de shahmat, cuando sólo conoces la del tuyo.
No obstante, había muchas cosas en el palacio capaces de ocupar mis pensamientos. Según lo que Helen me había contado el día anterior, se trataba de un mundo en el que más de cinco mil sirvientes, con títulos como «Gran Enrollador de Turbantes», habían obedecido en otro tiempo la voluntad del sultán, donde los eunucos protegían la virtud de su enorme harén en lo que no dejaba de ser una cárcel lujosa. Desde aquí, Solimán el Magnífico, que reinó a mediados del siglo XVI, había consolidado el imperio, codificado sus leyes y convertido Estambul en una metrópolis tan gloriosa como lo había sido bajo el gobierno de los emperadores bizantinos. Al igual que ellos, el sultán había peregrinado una vez a la semana a esta ciudad para rezar en Santa Sofía. Pero los viernes, el día santo de los musulmanes, no los domingos. Era un mundo de rígidos protocolos y banquetes suntuosos, de telas maravillosas y bellas baldosas sensuales, de visires vestidos de verde y chambelanes vestidos de rojo, de botas coloreadas con gran fantasía y altos turbantes.
Me había sorprendido en particular la descripción que me había hecho Helen de los jenízaros, un soberbio cuerpo de guardia formado por niños robados a lo largo y ancho del imperio. Sabía que había leído algo sobre esos muchachos cristianos, nacidos en lugares como Serbia y Valaquia y educados en el Islam, adiestrados para odiar a los pueblos de donde procedían y lanzados contra ellos cuando llegaban a la madurez, como halcones asesinos. Había visto imágenes de los jenízaros en alguna parte, de hecho, tal vez en un libro de pintura. Cuando pensé en sus jóvenes rostros inexpresivos, en formación para defender al sultán, sentí intensificarse el frío de los edificios que me rodeaban.
Mientras pasaba de una habitación a otra, se me ocurrió que el joven Vlad Drácula habría podido ser un excelente jenízaro. El imperio había perdido una gran oportunidad, la oportunidad de añadir un poco más de crueldad a su enorme fuerza. Tendrían que haberle capturado muy joven, pensé, para luego retenerle tal vez en Asia Menor en lugar de devolverlo a su padre. Había sido demasiado independiente después de eso, un renegado, leal sólo a sí mismo, tan veloz a la hora de exterminar a sus propios seguidores como a los enemigos turcos. Como Stalin. Me sorprendí con este salto mental cuando desvié la vista hacia el brillo del Bósforo. Stalin había muerto el año anterior, y nuevos relatos de sus atrocidades se habían filtrado a la prensa occidental. Recordé un informe acerca de un general, en apariencia leal, al que Stalin había acusado, justo antes de la guerra, de querer derrocarle. Habían secuestrado al general en su apartamento en plena noche, para luego colgarlo cabeza abajo de las vigas de una transitada estación de tren, en las afueras de Moscú, durante varios días, hasta que murió. Todos los pasajeros que habían subido y bajado de los trenes le habían visto, pero nadie osó mirar dos veces en su dirección. Mucho después la gente del barrio ni siquiera había sido capaz de ponerse de acuerdo sobre la veracidad del hecho.
Este inquietante pensamiento me siguió de una maravillosa habitación del palacio a otra. En todas partes presentía algo siniestro o peligroso, que bien podía ser la abrumadora evidencia del supremo poder del sultán, un poder no tanto oculto como revelado por los estrechos corredores, los pasillos serpenteantes, las ventanas con barrotes, los jardines con claustros. Por fin, en busca de un poco de alivio de la mezcla de sensualidad y encarcelamiento, de elegancia y opresión, volví al exterior, a los árboles iluminados por el sol del patio exterior.
Una vez allí, no obstante, me topé con el fantasma más alarmante de todos, porque mi guía explicaba que ahí había estado el tajo del verdugo y describía, con todo lujo de detalles, la costumbre del sultán de decapitar a los oficiales, y a quien fuera, con quienes discrepaba. Sus cabezas eran exhibidas en las verjas del palacio, un severo ejemplo para el populacho. El sultán y el renegado de Valaquia formaban una agradable pareja, pensé, y di media vuelta asqueado. Un paseo por el parque circundante calmó mis nervios, y el centelleo rojizo del sol sobre las aguas, que convirtieron un barco que pasaba en una silueta negra, me recordó que la tarde estaba agonizando y debía volver con Helen, y quizá saber noticias de su tía.
Helen estaba esperando en el vestíbulo con un periódico inglés cuando yo llegué.
—¿Qué tal tu paseo? —preguntó al tiempo que alzaba la vista.
—Horripilante —dije—. He ido al palacio de Topkapi.
—Ah. —Cerró el diario—. Lamento habérmelo perdido.
—No lo sientas. ¿Cómo van las cosas en el mundo?
Helen siguió los titulares con el dedo.
—Horripilantes. Pero tengo buenas noticias para ti.
—¿Has hablado con tu tía?
Me dejé caer en una de las hundidas butacas a su lado.
—Sí, y se ha portado de manera extraordinaria, como siempre. Estoy segura de que me reñirá, como de costumbre, pero eso no importa. Lo importante es que ha encontrado un congreso al que podemos asistir.
—¿Un congreso?
—Sí. La verdad es que es algo maravilloso. Hay un congreso internacional de historiadores en Budapest esta semana. Asistiremos como estudiosos, y se ha movido de modo que podremos obtener los visados aquí. —Sonrió—. Por lo visto, mi tía tiene un amigo historiador en la Universidad de Budapest.
—¿Cuál es el tema del congreso? —pregunté con aprensión.
—Problemas laborales europeos hacia 1600.
—Un tema muy amplio. Supongo que asistimos en calidad de especialistas otomanos, ¿verdad?
—Exacto, mi querido Watson.
Suspiré.
—Menos mal que he ido a Topkapi.
Helen me sonrió, pero no sé si con malicia o por la confianza en mi capacidad para el disimulo.
—El congreso empieza el viernes, de manera que sólo podemos estar aquí dos días más. Durante el fin de semana asistiremos a las conferencias y tú pronunciarás una. El domingo está libre en parte para que los estudiosos exploren el Budapest histórico, y nosotros nos escaparemos para explorar a mi madre.
—¿Que haré qué?
No pude evitar mirarla con ira, pero se encajó un rizo detrás de la oreja y me miró con una sonrisa aún más inocente.
—Ah, una conferencia. Pronunciarás una conferencia. Es el truco para entrar en el país.
—¿Una conferencia sobre qué, por favor?
—Sobre la presencia otomana en Transilvania y Valaquia, me parece. Mí tía ha tenido la amabilidad de añadirla al programa. No será una conferencia larga, porque los otomanos nunca lograron conquistar del todo Transilvania. Pensé que era un buen tema para ti porque ya sabemos muchas cosas sobre Vlad, y él fue fundamental para mantener a raya a los otomanos en su tiempo.
—Bueno para ti —resoplé—. Eres tú quien sabe mucho sobre Vlad Drácula. ¿Me estás diciendo que he de aparecer ante un encuentro internacional de estudiosos y hablar de Drácula? Haz el favor de recordar por un momento que el tema de mi tesis son los gremios mercantiles holandeses, y ni siquiera la he terminado. ¿Por qué no das tú la conferencia?
—Eso sería ridículo —dijo Helen, y enlazó las manos sobre el periódico—. Yo no valgo ni un penique. Todo el mundo me conoce ya en la universidad, y todo el mundo se ha aburrido varias veces con mi trabajo. Tener a un estadounidense añadirá un poco más de brillo a la escena, y me estarán agradecidos por llevarte, aunque haya sido en el último momento. Tener a un estadounidense hará que se sientan menos avergonzados sobre el miserable hostal de la universidad y los guisantes enlatados que servirán a todo el mundo en la gran cena de clausura. Yo te ayudaré a escribir la conferencia, o te la escribiré, si vas a ponerte tan desagradable, y la pronunciarás el sábado. Creo que mi tía dijo que sería a eso de la una.
Rezongué. Era la persona más imposible que había conocido en mi vida. Se me ocurrió que aparecer con ella en Budapest podía significar una desventaja política más grande de lo que Helen deseaba admitir.
—Bien, ¿qué tienen que ver los otomanos en Valaquia o Transilvania con los problemas laborales europeos?
—Ah, ya encontraremos una manera de introducir algunos problemas laborales. Ésa es la belleza de la sólida educación marxista que tú no tuviste el privilegio de recibir. Créeme, puedes encontrar problemas laborales en cualquier tema si te esfuerzas en buscarlos. Además, el imperio otomano era un gran poder económico, y Vlad entorpeció sus rutas comerciales y el acceso a los recursos naturales en la región del Danubio. No te preocupes. Será una conferencia fascinante.
—¡Dios mío! —dije por fin.
—No. —Helen meneó la cabeza—. Dios no, por favor. Sólo relaciones laborales.
No pude reprimir una carcajada, ni admirar en silencio el brillo de sus ojos oscuros.
—Sólo espero que nadie se entere de esto en la universidad. Ya imagino lo que diría el tribunal de mi tesis. Por otra parte, creo que a Rossi le habría gustado todo este montaje.
Me puse a reír de nuevo, al imaginar el brillo travieso en la mirada azul eléctrico de Rossi, pero paré enseguida. Pensar en él se estaba convirtiendo en algo tan doloroso que apenas podía soportarlo. Aquí estaba yo, al otro lado del mundo del despacho donde le había visto por última vez, y tenía todos los motivos para creer que nunca volvería a verle vivo y que tal vez no sabría nunca qué había sido de él. Nunca se convirtió en una extensión larga y desolada ante mí durante un segundo, y después deseché el pensamiento. Nos íbamos a Hungría para hablar con una mujer que, en teoría, le había conocido (le había conocido íntimamente) mucho antes que yo, cuando estaba a punto de iniciar su búsqueda de Drácula. Era una pista que no podíamos desperdiciar. Si tenía que dar una conferencia de charlatán para ello, lo haría.
Helen me estaba contemplando en silencio y percibí, no por primera vez, su habilidad sobrenatural para leer mis pensamientos. Lo confirmó al cabo de un momento.
—Vale la pena, ¿no?
—Sí.
Aparté la vista.
—Muy bien —dijo en voz baja—. Y me alegro de que vayas a conocer a mi tía, que es maravillosa, y a mi madre, que también es maravillosa, pero de una forma diferente, y de que ellas te conozcan.
La miré enseguida (la ternura de su voz había provocado que mi corazón se encogiera de repente), pero su rostro había recuperado la expresión habitual de ironía cautelosa.
—¿Cuándo nos iremos? —pregunté.
—Recogeremos nuestros visados mañana por la mañana y volaremos al día siguiente, si no hay problemas con los billetes. Mi tía me ha dicho que debemos ir al consulado de Hungría antes de que abra mañana y llamar al timbre de la puerta, a eso de las siete y media. Desde allí iremos a la agencia de viajes y reservaremos los billetes de avión. Si no hay asientos, tendremos que tomar el tren, lo cual implicaría un viaje muy largo.
Meneó la cabeza, pero mi repentina visión de un ruidoso tren de los Balcanes, zigzagueando de una antigua capital a otra, me hizo confiar por un momento en que el avión estaría lleno por completo, pese al tiempo que perderíamos.
—¿Estoy en lo cierto al pensar que esto lo has heredado de tu tía más que de tu madre?
Tal vez fue la aventura mental en tren lo que me impulsó a sonreír a Helen.
Sólo vaciló un segundo.
—Correcto de nuevo, Watson. Soy muy parecida a mi tía, y gracias a Dios. Pero mi madre te gustará más. A casi todo el mundo le pasa. Y ahora, ¿puedo invitarte a cenar en nuestro local favorito para trabajar en tu conferencia mientras comemos?
—Por supuesto —acepté—, mientras no haya gitanas en las cercanías.
Le ofrecí mi brazo con cautelosa ironía y ella abandonó su periódico para tomarlo. Era extraño, reflexioné cuando salimos a la noche dorada de las calles bizantinas, que aún en las circunstancias más siniestras, en los episodios más turbadores de la vida, muy lejos del hogar y la familia, había momentos de dicha innegable.
En una soleada mañana en Boulois, Barley y yo subimos al tren de Perpiñán.