La noche que pasé en aquella granja de Boulois, con Barley al otro lado de la habitación, fue una de las más insomnes de mi vida. Nos acostamos alrededor de las nueve, puesto que no había gran cosa que hacer, salvo escuchar a las gallinas y ver la luz desvanecerse sobre los combados techos de los corrales. Ante mi asombro, descubrimos que no había luz eléctrica en la granja («¿No te has dado cuenta de que no hay cables?», preguntó Barley), y la granjera nos prestó un farol y dos velas antes de desearnos buenas noches. Debido a su luz, las sombras de los muebles antiguos aumentaron de altura y se cernieron sobre nosotros. El bordado que colgaba de la pared osciló un poco.
Al cabo de unos cuantos bostezos, Barley se acostó vestido en una cama y no tardó en caer dormido. Yo no me atreví a imitarle, pero también tenía miedo de dejar arder las velas toda la noche. Por fin, las apagué y dejé tan sólo la luz del farol, la cual consiguió intensificar de una forma horripilante las sombras que me rodeaban, así como la oscuridad que revelaba nuestra única ventana. Las enredaderas murmuraban contra el cristal, los árboles parecieron acercarse más y un ruido amortiguado, que habrían podido ser búhos o palomas, llegó hasta mí cuando me aovillé en la cama. Barley se me antojaba muy lejos. Antes me había alegrado de tener camas separadas, porque así no habría problemas a la hora de dormir, pero ahora deseé que nos hubiéramos visto obligados a dormir espalda contra espalda.
Después de permanecer acostada el tiempo suficiente para sentirme petrificada en una sola posición, vi que una luz suave se insinuaba poco a poco sobre las tablas del piso a través de la ventana. La luna estaba saliendo, y con ella sentí que mi terror se despertaba, como si un viejo amigo hubiera venido a hacerme compañía. Intenté no pensar en mi padre. En cualquier otro viaje habría estado con él, acostado en la otra cama con su decoroso pijama, el libro abandonado a su lado. Habría sido el primero en fijarse en esta vieja granja, habría sabido que la parte central se remontaba a los tiempos de Aquitania, habría comprado tres botellas de vino a la agradable granjera y hablado de viñedos con ella.
Me pregunté, bien a mi pesar, qué haría si mi padre no sobrevivía a su viaje a Saint-Matthieu. No podría regresar a Amsterdam, pensé, sola en casa con la señora Clay. Eso sólo serviría para exacerbar el dolor de mi corazón. En el sistema educativo europeo, me faltaban aún dos años para ir a la universidad. Pero ¿quién me acogería antes de eso? Barley volvería a su vida habitual. No podía esperar que siguiera preocupándose por mí. Pasó por mi mente Master James, con su triste sonrisa y las entrañables arrugas alrededor de los ojos. Después pensé en Giulia y Massimo, en su villa de Umbría. Vi a Massimo sirviéndome vino («¿Y tú qué estudias, encantadora hija?»), y Giulia diciendo que debían darme la mejor habitación. No tenían hijos. Querían a mi padre. Si mi mundo se desmoronaba, iría a verles.
Apagué el farol, más valiente, y fui de puntillas a echar un vistazo al exterior. Sólo pude vislumbrar la luna, semioculta en un cielo de nubes desgarradas. Sobre ella se deslizó una sombra que conocía demasiado bien… No, sólo fue un momento, y no era más que una nube, ¿verdad? ¿Las alas extendidas, la cola enroscada? Se desvaneció al instante, pero yo me fui a la cama de Barley, y estuve temblando durante horas contra su espalda dormida.
Las diligencias para transportar al señor Erozan hasta el salón de Turgut, donde quedó tendido en uno de los largos divanes, pálido pero sereno, nos ocuparon casi toda la mañana. Aún seguíamos en el apartamento cuando la señora Bora regresó a mediodía del parvulario. Entró muy animada, cargada con una bolsa en cada mano enguantada. Llevaba un vestido amarillo y un sombrero con una flor, de manera que parecía un narciso en miniatura. Su sonrisa era dulce y radiante, incluso cuando nos vio en la sala de estar alrededor de un hombre postrado. Por lo visto, nada de lo que hacía su marido la sorprendía, pensé. Tal vez era una de las claves del triunfo de su relación.
Turgut le explicó la situación en turco, y la expresión risueña de la mujer cambió a otra de evidente escepticismo, hasta desembocar en una de horror incipiente, cuando él le enseñó la herida en la garganta de su huésped. La señora Bora nos dirigió a Helen y a mí una mirada de silenciosa consternación, como si eso representara para ella la oleada inicial de una certeza maléfica. Después tomó la mano del bibliotecario, que no sólo estaba blanca, sino también fría, tal como yo había comprobado un momento antes. La sostuvo unos instantes, se secó los ojos y se fue a la cocina, donde oímos el lejano fragor de ollas y sartenes. Pasara lo que pasara, el enfermo disfrutaría de una buena comida. Turgut nos instó a quedarnos, y Helen, ante mi sorpresa, fue a ayudar a la señora Bora.
Cuando nos aseguramos de que el señor Erozan descansaba a gusto, Turgut me condujo a su imponente estudio. Comprobé con alivio que las cortinas estaban corridas sobre el retrato. Estuvimos unos minutos comentando la situación.
—¿Crees que es seguro para ti y tu mujer alojar a ese hombre en vuestra casa? —no pude por menos que preguntarle.
—Me ocuparé de tomar todas las precauciones posibles. Si mejora dentro de uno o dos días, buscaré un lugar donde pueda hospedarse, con alguien que le vigile. —Turgut había acercado una silla para mí, y se había acomodado detrás de su escritorio. Era casi como estar con Rossi en su despacho de la universidad, pensé, salvo que el despacho de Rossi era muy alegre, con sus espléndidas plantas y café humeante, y éste era excéntricamente tétrico—. No espero más ataques en casa, pero si se produce uno, nuestro amigo norteamericano se encontrará con una formidable defensa.
Cuando contemplé su cuerpo fornido detrás del escritorio, no me costó creerle.
—Lo siento —dije—. Parece que te hemos traído un montón de problemas, profesor, hasta tu propia puerta.
Le resumí nuestros encuentros con el malvado bibliotecario y confesé que le había visto delante de Santa Sofía la noche anterior.
—Extraordinario —dijo Turgut. Un sombrío interés brillaba en sus ojos y tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Yo también he de hacerte una pregunta —admití—. Antes has dicho en el archivo que habías visto una cara parecida en otra ocasión. ¿Cuándo y cómo fue?
—Ah. —Mi erudito amigo enlazó las manos sobre el escritorio—. Sí, te lo voy a contar. Han pasado muchos años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. De hecho, ocurrió unos días después de recibir la carta del profesor Rossi en la que me explicaba que no sabía nada del archivo de aquí. Había estado en la colección por la tarde, después de mis clases. (Entonces la colección estaba en los antiguos edificios de la biblioteca, antes de que la trasladaran a su actual emplazamiento). Recuerdo que yo estaba enfrascado en una investigación para un artículo sobre una obra perdida de Shakespeare, El rey de Tashkani, que algunos creen ambientada en una versión ficticia de Estambul. ¿Has oído hablar de ella?
Negué con la cabeza.
—Se la cita en las obras de varios historiadores ingleses. Gracias a ellos sabemos que, en la obra original, un fantasma maligno llamado Dracole se aparece al monarca de una hermosa ciudad antigua que él, el monarca, ha tomado por la fuerza. El fantasma dice que en otra época fue enemigo del rey, pero que ahora viene a felicitarle por su sed de sangre. Después anima al monarca a beber la sangre de los habitantes de la ciudad, quienes son ahora los súbditos del monarca. Es un pasaje escalofriante. Algunos dicen que no es de Shakespeare, pero yo —dio una palmada decidida sobre el borde del escritorio—, yo creo que el lenguaje, si la cita está hecha con precisión, sólo puede ser de él, y que la ciudad es Estambul, rebautizada con el nombre pseudoturco de «Tashkani». —Se inclinó hacia delante—. También creo que el tirano al que se aparece el fantasma no es otro que el sultán Mehmet II, conquistador de Constantinopla.
El vello de mi nuca se erizó.
—¿Cual crees que puede ser el significado de todo esto? Me refiero en lo concerniente a Drácula.
—Bien, amigo mío, es muy interesante para mí que la leyenda de Vlad Drácula penetrara incluso en la Inglaterra protestante hacia, digamos, 1590, tal era su poder. Además, si Tashkani era Estambul, eso demostraría la realidad de la presencia de Drácula en los tiempos de Mehmet. El sultán entró en la ciudad en 1453. Sólo habían pasado cinco años desde que el joven Drácula regresara a Valaquia de su encarcelamiento en Asia Menor y no existen pruebas fehacientes de que volviera en vida a nuestra región, aunque algunos estudiosos piensan que rindió tributo en persona al sultán. No creo que eso pueda demostrarse. Sostengo la teoría de que Vlad Drácula dejó un legado de vampirismo aquí, si no durante su vida, sí después de su muerte. Pero —suspiró— la frontera que separa la literatura de la historia es con frecuencia borrosa, y yo no soy historiador.
—Eres un excelente historiador —dije con humildad—. Estoy impresionado por la cantidad de pistas históricas que has seguido, y con tanto éxito.
—Eres muy amable, joven amigo. Bien, un día estaba trabajando en mi artículo sobre esta teoría (que nunca, ay, fue publicado, porque los editores de la revista a quienes lo presenté dijeron que su contenido era demasiado condescendiente con las supersticiones), era ya bastante tarde, y después de tres horas en el archivo fui al restaurante que hay enfrente para tomar un poco de börek [3]. ¿Has probado el börek?
—Aún no —admití.
—Has de probarlo cuanto antes, es una de nuestras especialidades más deliciosas. Bien, fui al restaurante. Ya estaba oscureciendo, porque era invierno. Me senté a una mesa y mientras esperaba saqué la carta del profesor Rossi y la volví a leer. Tal como ya he dicho, la tenía en mi posesión desde hacía muy pocos días, y me había dejado muy perplejo. El camarero trajo mi plato y me fijé en su cara cuando lo dejó sobre la mesa. Miraba hacia abajo, y tuve la impresión de que se fijaba en la carta que yo estaba leyendo, con el nombre de Rossi en el encabezado. La miró atentamente una o dos veces y después pareció borrar toda expresión de su cara, pero noté que se ponía detrás de mí para dejar otro plato en la mesa, y me pareció que leía la carta por encima de mi hombro.
»No me pude explicar su comportamiento, pero como me inquietó, doblé la carta y me dispuse a comer. Se fue sin hablar y le observé mientras se movía por el restaurante. Era un hombre corpulento de hombros anchos, de pelo negro peinado hacia atrás y grandes ojos oscuros. Habría sido apuesto de no ser por su aspecto, ¿cómo se dice?, algo siniestro. Dio la impresión de que no me hacía caso durante una hora, incluso después de que terminé de comer. Saqué un libro para leer unos minutos, y entonces apareció de repente junto a mi mesa y dejó una taza de té humeante delante de mí. Yo no había pedido té, y me quedé sorprendido. Pensé que podía ser una invitación de la casa o una equivocación. “Su té —dijo cuando lo depositó sobre la mesa—. Lo he pedido muy caliente”.
»Entonces me miró a los ojos y soy incapaz de explicar lo mucho que me aterrorizó su cara. Era de tez pálida, casi amarilla, como si estuviera, ¿cómo decirlo?, podrido por dentro. Sus ojos eran oscuros y brillantes, casi como los de un animal, bajo unas grandes cejas. Su boca era como cera roja y tenía los dientes muy blancos y largos. Parecían extrañamente sanos en una cara enfermiza. Sonrió cuando se inclinó sobre el té y percibí su extraño olor, que me provocó náuseas y estuve a punto de desmayarme. Puedes reírte, amigo mío, pero recordaba un poco un olor que siempre he considerado agradable en otras circunstancias: el olor a libros viejos. ¿Sabes ese olor a pergamino, piel y… algo más?
Lo sabía, y no tenía ganas de reírme.
—Se fue un segundo después, y caminó sin darse prisa hacia la cocina del restaurante, y yo me quedé con la sensación de que había querido enseñarme algo… Su cara, quizás. Había querido que le mirara con atención, pero no había nada concreto capaz de justificar mi terror. —Turgut parecía pálido ahora, cuando se reclinó en su butaca medieval—. Para calmar mis nervios, añadí un poco de azúcar al té, cogí la cuchara y lo revolví. Tenía toda la intención de calmarme con la bebida caliente, pero entonces ocurrió algo muy, muy peculiar.
Enmudeció como si lamentara haber empezado a contar la historia. Yo conocía muy bien esa sensación, y asentí para animarle.
—Continúa, por favor.
—Parece raro decirlo ahora, pero es la verdad. El vapor se elevó de la taza… ¿Sabes cómo remolinea el vapor cuando remueves algo caliente? Pues cuando revolví el té, el humo se elevó en la forma de un dragón diminuto, que remolineó sobre mi taza. Flotó unos segundos antes de desvanecerse. Lo vi con mis propios ojos. Ya puedes imaginar cómo me sentí, sin confiar en mis sentidos por un momento, y después recogí a toda prisa mis papeles, pagué y me fui.
Yo tenía la boca seca.
—¿Volviste a ver al camarero?
—Nunca. Estuve unas semanas sin volver al restaurante, pero luego la curiosidad me pudo, y entré otra vez después de anochecer, pero no le vi. Incluso pregunté por él a uno de los camareros, y dijo que aquel hombre había trabajado allí muy poco tiempo, y ni siquiera sabía su apellido. El hombre se llamaba Akmar. Nunca más volví a verle.
—Y crees que su cara demostraba que era…
Me interrumpí.
—Yo estaba aterrorizado. Es lo único que habría sido capaz de decirte en aquel momento. Cuando vi la cara del bibliotecario que os persigue, pensé que ya la conocía. No es sólo la cara de la muerte. Hay algo en la expresión… —Se volvió inquieto y miró hacia el hueco donde estaba alojado el cuadro, cubierto por las cortinas—. Lo que más me intimida de tu historia, de la información que acabas de darme, es que ese bibliotecario estadounidense ha progresado más hacia su condenación espiritual desde la primera vez que le viste.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando atacó a la señorita Rossi en la biblioteca de vuestra universidad, pudiste derribarle. Pero mí amigo del archivo, a quien atacó esta mañana, dice que es muy fuerte, y mi amigo no es mucho más delgado que tú. El monstruo, ay, también extrajo una gran cantidad de sangre a mi amigo. Y no obstante, ese vampiro estaba a plena luz del día cuando le vimos, de manera que no puede estar corrompido por completo. Conjeturo que el ser fue vaciado de vida una segunda vez, bien en tu universidad, o aquí en Estambul, y si tiene contactos en la ciudad recibirá su tercera bendición maligna muy pronto y se convertirá en un No Muerto.
—Sí —dije—. No podemos hacer nada por el bibliotecario estadounidense si no le encontramos, y tú tendrás que vigilar con mucho cuidado a tu amigo.
—Lo haré —dijo Turgut con sombrío énfasis. Guardó silencio un momento y dirigió su atención de nuevo a la estantería. Sacó de su colección sin decir palabra un álbum grande con letras latinas en la portada—. Rumano —me dijo—. Es una colección de imágenes de iglesias de Transilvania y Valaquia, obra de un historiador de arte que murió hace poco. Reprodujo muchas imágenes de iglesias que fueron destruidas durante la guerra, lamento decirlo. Por lo tanto, este libro es de gran valor. —Puso el volumen en mi mano—. ¿Por qué no miras la página veinticinco?
Obedecí. La lámina en color de un mural ocupaba las dos páginas. Había una pequeña fotografía en blanco y negro de la iglesia que lo había alojado, un edificio elegante de campanarios retorcidos. Pero fue la fotografía más grande la que llamó mi atención. A la izquierda asomaba la figura de un feroz dragón en pleno vuelo, con la cola ensortijada no una, sino dos veces, con un ojo dorado de mirada maníaca, y de cuya boca surgían llamas. Parecía a punto de abalanzarse sobre la figura de la derecha, un hombre agachado con cota de malla y turbante a rayas. El hombre lo miraba aterrorizado, con la curva cimitarra en una mano y un escudo redondo en la otra. Al principio creí que se hallaba en un campo sembrado de extrañas plantas, pero cuando miré con detenimiento vi que los objetos dispersos alrededor de sus rodillas eran personas, todo un bosque en miniatura, y que todas se retorcían, empaladas en una estaca. Algunas llevaban turbante, como el gigante que se alzaba en medio, pero otras iban vestidas como campesinos. Unas pocas exhibían brocados ondeantes y altos gorros de piel. Había cabezas rubias y morenas, nobles de largos bigotes castaños, e incluso algunos sacerdotes o monjes con hábitos negros y gorros altos. Había mujeres con trenzas colgantes, jóvenes desnudos, niños. Incluso uno o dos animales. Todos padeciendo una agonía atroz.
Turgut me estaba mirando.
—La iglesia fue fundada por Drácula durante su segundo reinado —dijo en voz baja.
Me quedé mirando la foto un momento más. Después ya no pude aguantar más y cerré el libro. Turgut lo tomó de mi mano y lo guardó. Cuando se volvió hacia mí, su mirada era feroz.
—Y bien, amigo mío, dime, ¿cómo piensas encontrar al profesor Rossi?
Su pregunta a bocajarro me recordó que este asunto descansaba sobre todo en mis manos, al fin y al cabo, y suspiré en voz alta bien a mi pesar.
—Aún estoy intentando reunir información —admití—, y a pesar de tu generoso trabajo de anoche y el del señor Aksoy, creo que no sabemos gran cosa. Tal vez Vlad Drácula hizo alguna aparición en Estambul después de su muerte, pero ¿cómo podemos averiguar si fue enterrado aquí y si aún sigue enterrado en esta ciudad? Eso continúa siendo un misterio para mí. En cuanto a nuestro próximo paso, sólo puedo decirte que nos vamos a Budapest unos días.
—¿A Budapest?
Casi vi como las conjeturas se reflejaban en su ancha cara.
—Sí. Recordarás que Helen te contó la historia de su madre y el profesor, su padre. Ella está convencida de que su madre puede poseer información que nunca ha revelado, de modo que vamos a hablar con ella en persona. La tía de Helen es alguien importante del Gobierno y arreglará las cosas para que podamos ir, espero.
—Ah. —Casi sonrió—. Hay que dar gracias a los dioses por los amigos importantes. ¿Cuándo os iréis?
—Tal vez mañana o pasado. Nos quedaremos cinco o seis días, me parece, y luego volveremos.
—Muy bien. Has de llevarte esto.
Turgut se levantó sin previo aviso y sacó de un armarito el equipo de cazar vampiros que nos había enseñado el día anterior. Lo dejó delante de mí.
—Pero esto es uno de tus tesoros —protesté—. En cualquier caso, no nos lo dejarán pasar en la aduana.
—Ah, pero no hay que enseñarlo en la aduana. Tenéis que esconderlo con sumo cuidado. Mira en la maleta, a ver sí puedes guardarlo entre la ropa blanca o, mejor aún, que lo lleve la señorita Rossi. No registrarán con demasiado detenimiento el equipaje de una dama. —Cabeceó para darme ánimos—. Pero mi corazón no estará tranquilo a menos que lo aceptes. Mientras estés en Budapest, yo examinaré muchos libros para intentar ayudarte, pero tú irás en pos de un monstruo. De momento, guárdalo en el maletín. Es muy delgado y ligero. —Cogí el estuche de madera sin decir palabra y lo guardé al lado de mi libro del dragón—. Y mientras interrogas a la madre de Helen, yo buscaré por aquí cualquier pista de una tumba. Aún no he renunciado a la idea. —Entornó los ojos—. Eso explicaría las plagas que han maldecido nuestra ciudad desde el período del que estamos hablando. Si además de poderlas explicar pudiéramos ponerles fin…
En aquel momento, la puerta de su estudio se abrió y la señora Bora asomó la cabeza para llamarnos a comer. Fue un banquete tan delicioso como el del día anterior, aunque mucho más sombrío. Helen estaba callada y parecía cansada, la señora Bora pasaba platos con elegancia silenciosa, y el señor Erozan, si bien se levantó un rato para estar con nosotros, no comió gran cosa. Sin embargo, la señora Bora le obligó a beber unas cuantas copas de vino tinto y a comer un poco de carne, lo cual pareció reanimarle un poco. Hasta Turgut estaba retraído, con aspecto melancólico. Helen y yo nos marchamos en cuanto la cortesía nos lo permitió.
Turgut nos despidió en la puerta del edificio y estrechó nuestras manos con su cordialidad habitual. Nos rogó que le llamáramos en cuanto hubiéramos trazado nuestros planes de viaje y prometió su inquebrantable hospitalidad a nuestro regreso. Después me hizo una señal con la cabeza y dio unas palmaditas sobre mi maletín, y me di cuenta de que se estaba refiriendo en silencio al equipo que contenía. Asentí a modo de respuesta e hice un ademán en dirección a Helen para indicarle que se lo explicaría más tarde. Turgut agitó la mano hasta que ya no pudimos verle bajo los tilos y álamos, y cuando le perdimos de vista, Helen me cogió del brazo. El aíre olía a lilas, y por un momento, en aquella señorial calle gris, paseando entre manchas de sol polvorientas, casi creí que estábamos de vacaciones en París.