Tengo varias fotografías de mi padre del período inmediatamente anterior a su partida de Estados Unidos en busca de Rossi, aunque cuando vi por primera vez esas imágenes, durante mi infancia, no sabía nada acerca de lo que precedían. Una de ellas, que enmarqué hace años y que ahora cuelga sobre mi escritorio, es una imagen en blanco y negro de una época en que el blanco y negro estaba siendo desplazado por las instantáneas en color. Plasma a mi padre como yo nunca le conocí. Mira directamente a la cámara, la barbilla un poco alzada, como si estuviera a punto de contestar a algo que está diciendo el fotógrafo. Nunca sabré quién fue ese fotógrafo. Me olvidé de preguntar a mi padre si lo recordaba. No pudo haber sido Helen, pero tal vez fue otro amigo, algún compañero de estudios. En 1952 (sólo consta la fecha, con letra de mi padre, en el reverso) estaba en primero de postgrado y ya había empezado su investigación sobre los comerciantes holandeses.
En la fotografía, parece que mi padre está posando al lado de un edificio de la universidad, a juzgar por las obras de sillería gótica del fondo. Tiene un pie apoyado en un banco, con el brazo colgando por encima y la mano cerca de la rodilla. Viste una camisa blanca o de color claro y una corbata a rayas diagonales, pantalones oscuros bien planchados, zapatos relucientes. Tiene la misma complexión que recuerdo de su vida posterior (estatura normal, anchura de espaldas normal, una delgadez agradable, pero no destacable, y que no perdió en la madurez). Sus ojos hundidos se ven grises en la foto, pero eran azul oscuro en la realidad. Con aquellos ojos hundidos y cejas pobladas, los pómulos prominentes, la nariz grande y los labios gruesos entreabiertos en una sonrisa, tiene un aspecto algo simiesco, un aspecto de inteligencia animal. Si la fotografía fuera en color, su pelo lustroso sería del color del bronce bajo la luz del sol. Lo sé porque me lo describió en una ocasión. Cuando le conocí, desde que tengo uso de memoria, tenía el pelo blanco.
Aquella noche, en Estambul, supe lo que era una noche de insomnio. Para empezar, el horror del momento en que vi viva una cara muerta y traté de comprender lo que había visto. Ese solo momento hubiera bastado para mantenerme despierto. Y luego, saber que el bibliotecario muerto me había visto, desapareciendo a continuación, me hizo tomar conciencia de la terrible vulnerabilidad de los papeles guardados en mi maletín. Sabía que Helen y yo poseíamos una copia del mapa. ¿Había aparecido en Estambul porque nos estaba siguiendo o había imaginado que el original del mapa estaba en la ciudad? O bien, si no lo había descubierto sin ayuda, ¿tenía acceso a alguna fuente de información desconocida para mí? Había examinado los documentos del archivo del sultán Mehmet al menos en una ocasión. ¿Había visto los mapas originales y luego los había copiado? Yo no podía responder a estos acertijos y no podía correr el riesgo de dormirme cuando pensaba en lo mucho que codiciaba aquel ser nuestra copia del mapa y en la forma en que había saltado sobre Helen para estrangularla en la biblioteca de nuestra universidad. El hecho de que la había mordido, de que tal vez le había empezado a gustar su sabor, me ponía aún más nervioso.
Si todo eso no hubiera sido suficiente para mantenerme con los ojos bien abiertos aquella noche, mientras las horas transcurrían en un silencio cada vez más abrumador, estaba aquel rostro dormido no muy lejos del mío…, pero tampoco tan cerca. Había insistido en que Helen durmiera en mí cama, mientras yo ocupaba la raída butaca. Si mis párpados se cerraron una o dos veces, una mirada a aquel rostro enérgico y serio me embargaba de angustia, tonificante como agua fría. Helen había querido quedarse en su habitación (¿qué pensaría la casera si nos descubría?), pero yo insistí hasta que ella accedió, aunque irritada, a permanecer bajo mi ojo vigilante. Yo había visto demasiadas películas, o leído demasiadas novelas, incluyendo la de Stoker, para dudar de que una dama abandonada de noche a su soledad, siquiera unas pocas horas, podía ser la siguiente víctima del monstruo. Ella estaba lo bastante cansada para dormir, y yo intuía que también estaba asustada. Ese tufillo a miedo que proyectaba me asustaba más que los sollozos de terror de otra mujer y enviaba una sutil descarga de cafeína a mis venas. Y tal vez era posible que algo de la languidez y suavidad de su forma, por lo general derecha como un huso, su determinación diurna, mantuviera mis ojos abiertos. Estaba tendida de costado, con una mano bajo mi almohada, sus rizos más oscuros que nunca en contraste con aquella blancura.
No podía decidirme a leer o escribir. Tampoco albergaba el menor deseo de abrir mi maletín, que en cualquier caso había escondido debajo de la cama donde dormía Helen. Pero las horas pasaban, y no había misteriosos arañazos en el pasillo, ni chasquidos en la cerradura, ni humo que se colara en silencio bajo la puerta, ni batir de alas en la ventana. Por fin, una luz grisácea se insinuó en la habitación y Helen suspiró como si presintiera la llegada del día. Después un haz de luz se filtró a través de los postigos y ella se removió. Cogí mi chaqueta, saqué el maletín de debajo de la cama con el mayor sigilo posible y me fui con prudencia, para esperarla en la entrada de abajo.
Aún no eran las seis, pero un potente olor a café venía de algún sitio de la casa, y ante mi sorpresa encontré a Turgut sentado en una de las butacas adornadas con bordados, con una carpeta negra sobre el regazo. Parecía muy despejado y despierto, y cuando entré se levantó de un brinco para estrechar mi mano.
—Buenos días, amigo mío. Gracias a los dioses que le he encontrado enseguida.
—Yo también le doy las gracias por su presencia —contesté, y me hundí en una butaca a su lado—. ¿Qué demonios le trae por aquí tan temprano?
—No podía esperar más, porque tengo noticias para usted.
—Yo también tengo noticias para usted —dije con semblante sombrío—. Usted primero, doctor Bora.
—Turgut —me corrigió con aire ausente—. Mira esto. —Empezó a desanudar el hilo de la carpeta—. Tal como te prometí, anoche revisé mis papeles. He hecho copias del material de los archivos, tal como has visto, y también he reunido muchos informes diferentes de acontecimientos ocurridos en Estambul durante el período de la vida de Vlad y posteriores a su muerte.
Suspiró.
—Algunos de estos papeles hablan de misteriosos sucesos acaecidos en la ciudad, de muertes, y de rumores de vampirismo. También he reunido toda la información posible procedente de libros sobre la Orden del Dragón de Valaquia. Pero anoche no pude encontrar nada nuevo. Entonces, llamé a mi amigo Selim Aksoy. No está en la universidad, tiene una tienda, pero es un hombre muy instruido. Sabe más sobre libros que nadie en Estambul, y en especial sobre libros acerca de historias y leyendas de nuestra ciudad. Es una persona muy atenta y me permitió buscar en su librería durante casi toda la noche. Le pedí que tratara de encontrar cualquier pista de algún valaco que hubiera sido enterrado en Estambul a finales del siglo quince o de una tumba relacionada con Valaquia, Transilvania o la Orden del Dragón. También le enseñé, no por primera vez, mis copias de los planos y mi libro del dragón, y le expliqué tu teoría de que esas imágenes representan un emplazamiento, el emplazamiento de la tumba del Empalador.
»Juntos examinamos muchas, muchas páginas de la historia de Estambul y miramos grabados antiguos y las libretas en que él copia muchas cosas que descubre en bibliotecas y museos. Es muy trabajador este Selim Aksoy. No tiene mujer, ni familia, ni otros intereses. La historia de Estambul le consume. Trabajamos hasta bien entrada la noche, porque su biblioteca personal es tan amplia que nunca la ha explorado a fondo y no sabía qué podíamos descubrir. Por fin encontramos algo extraño, una carta, reimpresa en un volumen de correspondencia entre los ministros de la corte del sultán y muchos puestos fronterizos del imperio en los siglos quince y dieciséis. Selim Aksoy me dijo que compró este libro a un librero de Ankara. Fue impreso en el siglo diecinueve, compilado por un historiador de Estambul que estaba interesado en todos los documentos de ese período. Selim me dijo que nunca había visto otro ejemplar de ese libro.
Esperé con paciencia, presintiendo la importancia de toda esta introducción, consciente de la minuciosidad de Turgut. Para ser un experto en literatura, era un historiador estupendo.
—No, Selim no conoce otra edición de este libro, pero cree que los documentos reproducidos en él no son…, ¿cómo se dice…?, falsificaciones, porque ha visto una de estas cartas en el original, en la misma colección que visitamos ayer. También siente mucha pasión por ese archivo y me encuentro con él allí a menudo. —Sonrió—. Bien, en este libro, cuando nuestros ojos casi se cerraban de cansancio y la aurora estaba a punto de llegar, descubrimos una carta que quizá sea de importancia para tu investigación. El coleccionista que la imprimió creía que databa de finales del siglo quince. La he traducido para ti.
Turgut sacó una hoja de papel de su carpeta.
—La carta anterior a la que se refiere ésta no viene en el libro, lástima. Bien sabe Dios que tal vez no exista ya, de lo contrario mi amigo Selim la habría encontrado hace mucho tiempo.
Carraspeó y leyó en voz alta.
—«Al muy honorable Rumeli Kadiasker…». —Hizo una pausa—. Era el juez militar supremo de los Balcanes, ya sabes. —Yo no lo sabía, pero Turgut asintió y continuó—. «Honorable, he llevado a cabo las investigaciones que ordenasteis. Algunos monjes han colaborado con entusiasmo por la suma convenida, y yo en persona he examinado la tumba. Lo que me informaron al principio es cierto. No pueden ofrecerme más explicaciones, sólo reiteraciones de su terror. Recomiendo una nueva investigación de este asunto en Estambul. He dejado dos guardias en Snagov para vigilar cualquier actividad sospechosa. Por curioso que parezca, aquí no se han producido casos de esta epidemia. Vuestro en nombre de Alá».
—¿Y la firma? —pregunté. Mi corazón estaba martilleando en el pecho. Incluso después de mi noche de insomnio, estaba muy despierto.
—No hay firma. Selim piensa que tal vez la rasgaron del original, ya fuera por accidente o para proteger la identidad del hombre que escribió la carta.
—O tal vez ya iba sin firmar, para guardar el secreto —sugerí—. ¿No hay más cartas en el libro que se refieran a ese asunto?
—Ninguna. Ni cartas anteriores, ni posteriores. Es un fragmento, pero ese tal Rumeli Kadiasker era muy importante, de modo que el asunto debía ser grave. Hemos mirado a fondo en los demás libros y papeles de mi amigo y no hemos encontrado nada relacionado con ello. Me dijo que nunca había visto la palabra Snagov en ninguna crónica de la historia de Estambul que pueda recordar. Leyó esas cartas hace años. Fue al hablarle del supuesto lugar donde los seguidores de Drácula le enterraron cuando cayó en la cuenta, mientras examinábamos los papeles. Tal vez sí la ha visto en otro sitio y no se acuerda.
—Dios mío —dije, pero no por pensar en las tenues probabilidades de que el señor Aksoy hubiera visto la palabra en otro sitio, sino en la naturaleza tentadora de esa relación entre Estambul y la lejana Rumanía.
—Sí —Turgut sonreía con tanta jovialidad como si estuviéramos hablando del menú del desayuno—. Los inspectores públicos de los Balcanes estaban muy preocupados por algo que estaba sucediendo en Estambul, tan preocupados que enviaron a alguien a la tumba de Drácula en Snagov.
—Pero, maldita sea, ¿qué descubrieron? —Di un puñetazo sobre el brazo de la butaca—. ¿Sobre qué les habían informado los sacerdotes? ¿Por qué estaban aterrorizados?
—Eso es exactamente lo que me tiene perplejo —me tranquilizó Turgut—. Si Vlad Drácula estaba descansando en paz allí, ¿por qué estaban preocupados por él a cientos de kilómetros de distancia, en Estambul? Y si la tumba de Vlad se halla en Snagov desde el primer momento, ¿por qué los mapas no coinciden con esa región?
Me impresionó la precisión de esas preguntas.
—Hay otra cosa —dije—. ¿Crees que existe la posibilidad de que Drácula fuera enterrado en Estambul? ¿Explicaría eso la preocupación de Mehmet por él después de su muerte y la presencia del vampirismo en esta ciudad a partir de esa época?
Turgut enlazó las manos y apoyó la barbilla sobre un grueso dedo.
—Una pregunta importante. Necesitaremos ayuda para desentrañarla, y tal vez mí amigo Selim sea la persona adecuada.
Nos miramos en silencio un instante en el oscuro vestíbulo de la pensión, mientras el aroma del café nos impregnaba, nuevos amigos unidos por una vieja causa. Después, Turgut se animó.
—Es evidente que hemos de seguir investigando. Selim dice que nos acompañará al archivo en cuanto estemos preparados. Conoce informes del Estambul del siglo quince que yo no he examinado en profundidad, porque se alejan de mi interés por el tema de Drácula. Los miraremos juntos. Sin duda el señor Erozan, si le llamo, se alegrará de prestarnos esos materiales antes de que la biblioteca abra al público. Vive cerca del archivo y lo abrirá para nosotros antes de que Selim tenga que ir a trabajar. Pero ¿dónde está la señorita Rossi? ¿Ha salido ya de su habitación?
Esta frase aceleró mis pensamientos, de modo que no supe a qué problema dirigir mi atención en primer lugar. La mención del amigo bibliotecario de Turgut me recordó de pronto a mi bibliotecario enemigo, a quien casi había olvidado a causa de mi entusiasmo por la carta. Ahora me enfrentaba a la peculiar tarea de poner a prueba la credulidad de Turgut cuando le informara de la visita del muerto, aunque era probable que su creencia en vampiros históricos se extendiera a los contemporáneos. No obstante, su pregunta acerca de Helen me recordó que la había dejado sola durante un lapso de tiempo imperdonable. Había querido proporcionarle privacidad cuando despertara, y esperaba que me siguiera hasta la planta baja en cuanto le fuera posible. ¿Por qué no había aparecido todavía? Turgut continuaba hablando.
—Selim, que, como ya te he dicho, nunca duerme, ha ido a tomar su café matutino, porque no quería presentarse en el hotel demasiado pronto… ¡Ah, ahí está!
Sonó el timbre de la pensión y entró un hombre delgado, que cerró la puerta a su espalda. Supongo que yo esperaba una presencia augusta, un hombre de edad avanzada y trajeado, pero Selim Aksoy era joven y delgado, vestido con unos pantalones oscuros holgados y bastante raídos y una camisa blanca. Avanzó hacia nosotros con una expresión intensa y ansiosa en su cara, que no llegaba a ser una sonrisa. No reconocí los ojos verdes y la nariz larga y delgada hasta que estreché su mano huesuda. Había visto su cara, y de cerca. Tardé otro segundo en identificarle, hasta recordar la mano delgada que me había pasado un volumen de Shakespeare. Era el librero de la tienda del bazar.
—¡Pero si ya nos conocemos! —exclamé, y él dijo algo similar en el mismo momento, en lo que se me antojó una amalgama de turco e inglés. Turgut nos miró, muy perplejo, y cuando le expliqué mi reacción se puso a reír, y luego meneó la cabeza como asombrado.
—Coincidencias —se limitó a decir.
—¿Estáis preparados para irnos?
El señor Aksoy rechazó con un ademán la oferta de Turgut de sentarnos en el salón.
—Aún no —contesté—. Si no les importa, iré a ver cómo está la señorita Rossi y le preguntaré cuándo podrá reunirse con nosotros.
Turgut asintió con excesiva candidez, y estuve a punto de arrollar a Helen en la escalera. Se agarró a la barandilla para conservar el equilibrio.
—¡Caramba! —exclamó—. ¿Qué demonios estás haciendo?
Se estaba masajeando el codo, mientras yo intentaba olvidar el contacto de su vestido negro y su firme hombro contra mi brazo.
—Ir a buscarte —contesté—. Lo siento. ¿Te he hecho daño? Estaba un poco preocupado por haberte dejado sola durante tanto rato.
—Estoy bien —dijo más calmada—. Se me han ocurrido algunas ideas. ¿Has visto al profesor Bora?
—Ya ha llegado —le informé—. Ha venido con un amigo.
Helen también reconoció al joven librero, y hablaron de forma bastante vacilante, mientras Turgut llamaba por teléfono al señor Erozan y gritaba en el auricular.
—Ha habido una tormenta —explicó cuando regresó—. Las comunicaciones van mal cuando llueve en esta parte de la ciudad. Mi amigo puede reunirse con nosotros en el archivo enseguida. Parecía enfermo, tal vez resfriado, pero ha dicho que iría enseguida. ¿Le apetece café, madame? Le compraré unos bollos de sésamo por el camino.
Besó la mano de Helen, para mi disgusto, y todos salimos deprisa.
Confiaba en retener a Turgut mientras andábamos para poder contarle en privado la aparición del siniestro bibliotecario de mi universidad. Pensaba que no podía explicarle lo ocurrido delante de un desconocido, sobre todo uno al que Turgut había descrito como poco simpatizante con las cacerías de vampiros. No obstante, Turgut se enfrascó en una profunda conversación con Helen antes de haber recorrido una sola manzana, y yo padecí la doble desdicha de ver que ella le dedicaba su avara sonrisa y de saber que no podía transmitir a nuestro amigo una información fundamental. El señor Aksoy caminaba a mi lado y me miraba de vez en cuando, pero casi siempre parecía tan absorto en sus pensamientos que no tuve ganas de interrumpirle con observaciones sobre la belleza de las calles a aquella hora de la mañana.
Encontramos abierta la puerta exterior de la biblioteca (Turgut dijo sonriente que, como siempre, su amigo había sido puntual) y entramos en silencio. Turgut tuvo la galantería de dejar que Helen nos precediera. El pequeño vestíbulo de entrada, con sus hermosos mosaicos y el libro de registro abierto a la atención de los visitantes, estaba desierto. Turgut abrió la puerta interior a Helen, y ella se había internado lo bastante en el pasillo oscuro y silencioso de la biblioteca, cuando oí su exclamación ahogada y la vi detenerse con tal brusquedad que nuestro amigo casi tropezó con ella. Algo provocó que se me erizara el vello de la nuca antes de saber qué estaba pasando, y después algo muy diferente me impulsó a correr al lado de Helen.
El bibliotecario que nos esperaba se hallaba inmóvil en mitad de la sala, con la cabeza vuelta como ansioso por nuestra llegada. Sin embargo, no era la figura amistosa que esperábamos, ni sostenía la caja que esperábamos volver a examinar, ni una pila de antiguos manuscritos sobre la historia de Estambul. Tenía la cara pálida, como desprovista de vida. Exactamente como desprovista de vida. No era el bibliotecario amigo de Turgut, sino el nuestro, con los ojos brillantes y vivaces, los labios de un rojo anormal, la mirada codiciosa desviada en nuestra dirección. Cuando sus ojos se posaron en mí, sentí una punzada en la mano que él me había retorcido en la biblioteca de la universidad. Estaba ansioso por algo. Aunque hubiera tenido la tranquilidad de espíritu de poder preguntarme por esa ansia (si era de conocimiento o de otra cosa), no habría tenido tiempo de formar el pensamiento. Antes de poder interponerme entre Helen y la figura fantasmal, ella sacó una pistola del bolsillo de la chaqueta y disparó contra él.