Me quedé muy quieta en el asiento del tren, mirando el periódico del hombre sentado delante de mí. Pensé que debía moverme un poco, actuar con naturalidad, de lo contrario atraería su atención, pero estaba tan inmóvil que empecé a imaginar que no le había oído respirar, y hasta me costó respirar a mí. Al cabo de un momento, mis peores temores se hicieron realidad: habló sin bajar el diario. Su voz era igual que sus zapatos y sus pantalones a medida. Me habló en inglés con un acento que no pude identificar, aunque poseía cierto toque francés… ¿O acaso yo lo estaba mezclando con los titulares que bailaban en la portada de Le Monde, desordenándose ante mis ojos agonizantes? Estaban sucediendo cosas terribles en Camboya, en Argelia, en lugares de los que nunca había oído hablar, y mi francés había mejorado mucho ese último año. Pero el hombre me habló desde detrás del periódico, sin moverlo ni un milímetro. Se me puso la carne de gallina cuando escuché su voz, porque no di crédito a mis oídos. Su voz era serena, culta. Formuló una sola pregunta:
—¿Dónde está tu padre, querida?
Me arranqué del asiento y salté hacia la puerta. Oí que el periódico caía a mi espalda, pero toda mi concentración estaba dedicada al pestillo. La puerta no estaba cerrada con llave. La abrí en un momento de miedo desmesurado. Salí sin mirar atrás y corrí en la dirección que había tomado Barley para ir al vagón restaurante. Había más personas en los compartimientos, con las cortinas descorridas, sus libros, periódicos y cestas de picnic colocadas a su lado, y volvieron la cara con curiosidad cuando crucé el pasillo como una exhalación. No pude detenerme ni para escuchar si me seguían pasos. Recordé de repente que había dejado nuestras bolsas en el compartimiento, en la rejilla de los equipajes. ¿Se apoderaría de ellos? ¿Las registraría? El bolso colgaba de mi brazo. Me había quedado dormida con él alrededor de la muñeca, como siempre que lo llevaba en público.
Barley estaba al final del vagón restaurante, con el libro abierto sobre una amplia mesa. Había pedido té y varias cosas más y tardó un momento en alzar la vista de su pequeño reino y registrar mi presencia. Mi aspecto debía ser terrible, porque me sentó a su lado enseguida.
—¿Qué pasa?
Apreté la cara contra su cuello e hice un esfuerzo para contener el llanto.
—Desperté y había un hombre en nuestro compartimiento, leyendo el diario, y no podía ver su cara.
Barley apoyó una mano en mi pelo.
—¿Un hombre con un periódico? ¿Por qué estás tan trastornada?
—No me dejó ver su cara —susurré, y me volví a mirar la entrada del vagón restaurante. No había nadie, ninguna figura vestida de oscuro entró—. Pero me habló desde detrás del periódico.
—¿Sí?
Al parecer, Barley había descubierto que le gustaban mis rizos.
—Me preguntó dónde estaba mi padre.
—¿Cómo? —Barley se enderezó—. ¿Estás segura?
—Sí, en inglés. —Yo también me incorporé—. Huí, y creo que no me siguió, pero está en el tren. Tuve que dejar nuestras bolsas en el compartimiento.
Barley se mordió el labio. Casi esperé ver sangre sobre su piel clara. Después hizo una seña al camarero, se puso de pie, habló un momento con él y buscó en sus bolsillos una generosa propina, que dejó al lado de su taza de té.
—Nuestra siguiente parada es Boulois —dijo—, dentro de dieciséis minutos.
—¿Qué haremos con nuestras bolsas?
—Tú tienes tu bolso y yo mi cartera con el dinero. —De pronto, Barley calló y me miró—. Las cartas…
—Están en mi bolso —me apresuré a decir.
—Gracias a Dios. Quizá debamos abandonar el resto de nuestro equipaje, pero da igual.
Barley tomó mi mano y fuimos al final del vagón restaurante, hasta entrar en la cocina, ante mi sorpresa. El camarero corrió detrás de nosotros y nos indicó un pequeño hueco cerca de los frigoríficos. Barley señaló. Había una puerta al lado. Allí permanecimos dieciséis minutos, yo aferrada a mi bolso. Parecía natural que nos abrazáramos en aquel reducido espacio, como dos refugiados. De repente, recordé el regalo de mi padre y subí la mano hacia él: el crucifijo colgaba sobre mi garganta a plena vista. No era de extrañar que no hubiera bajado el periódico en ningún momento.
Por fin, el tren empezó a disminuir la velocidad, los frenos se estremecieron y chirriaron, y nos detuvimos. El camarero empujó una palanca y la puerta que había cerca de nosotros se abrió. Dedicó a Barley una mirada conspiratoria. Debía pensar que eran asuntos del corazón y que mi padre, airado, nos perseguía por el tren, o algo por el estilo.
—Baja del tren, pero quédate pegada al vagón —me aconsejó Barley sin alzar la voz, y descendimos al andén. La rústica estación estaba rodeada de árboles plateados, y el aire era tibio y fragante—. ¿Lo ves?
Miré hasta que vi a alguien entre los pasajeros que desembarcaban, casi al final del tren, una figura alta de hombros anchos vestida de negro, una figura con algo de malignidad en todo su ser, provista de una cualidad tenebrosa que me revolvió el estómago. Ahora se tocaba con un sombrero oscuro, de modo que no pude ver su cara. Sostenía un maletín oscuro y algo blanco enrollado, tal vez el periódico.
—Es él.
Intenté no señalar, y Barley, sin pérdida se tiempo, me obligó a subir enseguida al tren.
—Mantente fuera de su vista. Veré adónde va. Está mirando arriba y abajo. —Barley se asomó, mientras yo reculaba cobardemente, con el corazón martilleando en el pecho. Él sujetaba mi brazo con firmeza—. Bien… Se aleja en dirección contraría. No, ahora vuelve. Mira por las ventanillas. Creo que va a subir al tren otra vez. Dios, qué sangre fría. Consulta su reloj. Va a subir. Vuelve a bajar y viene hacia aquí. Prepárate. Subiremos y recorreremos todo el tren si hace falta. ¿Estás preparada?
En aquel momento, los ventiladores zumbaron, el tren dio una sacudida y Barley maldijo en voz alta.
—¡Vuelve a subir! Creo que se ha dado cuenta de que no hemos bajado.
De pronto, me hizo bajar al andén. A nuestro lado, el tren dio otro tirón y se puso en movimiento. Varios pasajeros habían bajado las ventanillas y estaban asomados para fumar o mirar el paisaje. Entre ellos, a varios vagones de distancia, vi una cabeza oscura vuelta en nuestra dirección, un individuo de hombros cuadrados. Pensé que estaba poseído por una furia fría. Después el tren aceleró y dobló una curva. Me volví hacia Barley y los dos nos miramos. A excepción de unos cuantos aldeanos sentados en la pequeña estación rural, estábamos solos en mitad de Francia.