28

Esta vez fui yo quien se durmió, en lugar de Barley. Cuando desperté, me descubrí acurrucada contra él, con la cabeza apoyada en el hombro de su jersey azul marino. Estaba mirando por la ventanilla, con las cartas de mi padre guardadas de nuevo cuidadosamente en los sobres sobre su regazo, las piernas cruzadas, con la cara (encima de mí, pero cerca) vuelta hacia el paisaje, que a esas alturas ya sabía que era la campiña francesa. Abrí los ojos y vi su barbilla huesuda. Cuando bajé la vista, vi las manos de Barley enlazadas flojamente sobre las cartas. Reparé por primera vez en que se mordía las uñas, como yo. Cerré los ojos de nuevo, fingiendo que continuaba dormida, porque el calor de su hombro me resultaba muy confortable. Después tuve miedo de que no le gustara que estuviera apoyada contra él o de que hubiera babeado su jersey sumida en mi sueño profundo, de modo que me senté muy tiesa. Barley se volvió a mirarme, con los ojos invadidos de pensamientos lejanos, o tal vez del país que desfilaba ante las ventanillas, que ya no era liso sino ondulado, modestas tierras de labranza francesas. Al cabo de un momento sonrió.

Cuando la tapa de la caja que contenía los secretos del sultán Mehmet se levantó, surgió un olor que yo conocía. Era el olor a documentos muy antiguos, a pergamino o vitela, a polvo y siglos, a páginas que el tiempo había empezado a mancillar muchos años atrás. También era el olor del pequeño libro con sus hojas en blanco y el dragón en el centro, mi libro. Jamás había osado acercar mi nariz a él, como había hecho en secreto con otros volúmenes que había manejado. Temía, supongo, descubrir algo repulsivo en el perfume o, peor aún, un poder, una droga malvada que no quería inhalar.

Turgut estaba extrayendo documentos de la caja con delicadeza. Todos estaban envueltos en papel de seda amarillento y variaban en tamaño y forma. Los desplegó sobre la mesa con cuidado ante nosotros.

—Yo mismo les enseñaré estos papeles y les explicaré lo que sé de ellos —explicó—. Después tal vez quieran sentarse a meditar sobre su contenido, ¿no creen?

Sí, tal vez lo haríamos. Asentí y él desenvolvió y extendió un rollo, que sometió a nuestro examen. Era pergamino sujeto con finos listones de madera, muy diferente de las anchas páginas lisas y libros mayores encuadernados a los que estaba acostumbrado durante mi investigación del mundo de Rembrandt. Los bordes del pergamino estaban decorados con ribetes coloreados de dibujos geométricos, dorados, azules y escarlata. El texto manuscrito estaba, para mi decepción, escrito en caligrafía árabe. No sé muy bien qué esperaba. Ese documento había llegado desde el corazón de un imperio que hablaba el idioma otomano y escribía en el alfabeto árabe, y sólo recurría al griego para intimidar a los bizantinos, o el latín para tomar al asalto las puertas de Viena.

Turgut vio mi expresión y se apresuró a dar explicaciones.

—Esto, amigos míos, es un libro mayor de gastos de una guerra contra la Orden del Dragón. Fue escrito en una ciudad de la parte sur del Danubio por un burócrata que estaba gastando el dinero del sultán allí. Es un informe comercial, en otras palabras. El padre de Drácula, Vlad Dracul, costó muchísimo dinero al imperio otomano a mediados del siglo quince. Este burócrata encargó armaduras y, ¿cómo se dice?, cimitarras para trescientos hombres, responsables de vigilar la frontera de los Cárpatos occidentales e impedir que los habitantes de la zona se rebelaran, y también les compró caballos. Aquí —señaló con un largo dedo el pie del pergamino—, aquí pone que Vlad Dracul era un gasto y un…, un maldito incordio, y les había costado más dinero del que el bajá quería gastar. El bajá lo lamenta mucho y se siente muy desdichado, y desea larga vida al Incomparable en el nombre de Alá.

Helen y yo intercambiamos una mirada, y creí leer en sus ojos algo del sobrecogimiento que yo también sentía. Esa esquina de la historia era tan real como el suelo embaldosado que pisábamos o el sobre de madera de la mesa que tocaban nuestras manos. La gente de ese período había vivido, respirado, sentido, pensado y muerto, tal como nos pasaría a nosotros. Aparté la vista, incapaz de soportar el destello de emoción que brillaba en su rostro enérgico.

Turgut había vuelto a enrollar el pergamino y estaba abriendo un segundo paquete que contenía dos rollos más.

—Aquí hay una carta del bajá de Valaquia en la que promete enviar al sultán Mehmet todos los documentos que pueda encontrar sobre la Orden del Dragón. Y esto es un informe sobre el comercio a lo largo del Danubio en 1461, no lejos de la zona controlada por la Orden del Dragón. Las fronteras de esta zona no eran fijas, cambiaban continuamente. Aquí hay una lista de sedas, especias y caballos que el bajá solicita para cambiar por lana de los pastores de sus dominios.

Los siguientes dos rollos eran informes similares. Después Turgut desenrolló un paquete más pequeño que contenía un dibujo liso sobre pergamino.

—Un mapa —dijo.

Yo efectué un movimiento involuntario en dirección a mi maletín, que contenía los bocetos y notas de Rossi, pero Helen sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. Comprendí lo que quería decir: no conocíamos lo bastante bien a Turgut para desvelarle todos nuestros secretos. Aún no, me corregí mentalmente. Al fin y al cabo, en apariencia, nos había abierto todas sus fuentes de información.

—Jamás he sido capaz de comprender qué es este mapa, amigos —nos dijo. Había pesar en su voz, y se acarició el bigote con una mano pensativa. Miré con detenimiento el pergamino y vi con emoción una pulcra, desteñida versión del primer mapa que Rossi había copiado, la larga media luna de montañas, el río que se curvaba al norte de la cordillera—. No se parece a ninguna región que yo haya estudiado, y no hay forma de saber…, ¿cómo se dice…?, la escala del mapa. —Lo dejó a un lado—. Aquí hay otro mapa, y parece representar la misma zona, pero a mayor escala que el primero. —Yo sabía lo que era. Ya había visto todo eso y mi entusiasmo aumentó—. Creo que son las montañas que aparecen al oeste del primer mapa, ¿no? —Suspiró—. Pero no hay más información, y no hay muchos rótulos, salvo algunas líneas del Corán y este extraño lema (en una ocasión lo traduje con mucho cuidado), que dice algo así como: «En este lugar él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra».

Extendí temeroso una mano para detenerle, pero Turgut había hablado con demasiada rapidez y me pilló desprevenido.

—¡No! —grité, pero era demasiado tarde, de modo que Turgut me miró estupefacto. Helen me lanzó una mirada y el señor Erozan se volvió al otro lado de la sala y también me miró—. Lo siento —susurré—. Estoy muy emocionado por ver todos estos documentos. Son muy… interesantes.

—Ah, me alegro de que los encuentre interesantes. —Turgut casi sonreía, pese a su expresión seria—. Estas palabras suenan algo raras. Te dan un, no sé, un susto.

En aquel momento se oyeron pasos en la sala. Me volví, nervioso, casi esperando ver al mismísimo Drácula, fuera cual fuera su aspecto, pero sólo era un hombrecillo con un gorro de punto y una barba gris desaliñada. El señor Erozan fue a la puerta a recibirle y nosotros devolvimos la atención a los documentos. Turgut sacó otro pergamino de la caja.

—Este es el último documento —dijo—. Nunca he conseguido desvelar sus secretos. Consta en el catálogo de la biblioteca como una bibliografía de la Orden del Dragón.

Mi corazón dio un vuelco y vi que Helen se animaba.

—¿Una bibliografía?

—Sí, amigo mío.

Turgut lo extendió sobre la mesa ante nosotros. Parecía muy antiguo y bastante frágil, escrito en griego con buena caligrafía. La parte superior se curvaba de manera irregular, como si hubiera formado parte de un rollo más largo, y el borde inferior estaba claramente rasgado. No había adornos de ningún tipo en el manuscrito, sólo las palabras cuidadosamente alineadas. Suspiré. Nunca había estudiado griego, aunque dudaba de que algo que no fuera un dominio absoluto del idioma me hubiera ayudado a descifrar aquel documento.

Como si adivinara mi problema, Turgut sacó una libreta de su maletín.

—Pedí a un experto en Bizancio perteneciente a nuestra universidad que me lo tradujera. Posee extensos conocimientos de su idioma y documentos. Esto es una lista de obras literarias, aunque algunas nunca las había oído mencionar en ningún otro ejemplar.

Abrió la libreta y alisó una página. Estaba cubierta de pulcra escritura turca. Esta vez fue Helen quien suspiró. Turgut se dio una palmada en la frente.

—Oh, un millón de perdones —dijo—. Se lo voy a traducir, ¿de acuerdo? «Heródoto: El trato de los prisioneros de guerra; Feseo: Sobre razón y tortura; Orígenes: Tratado sobre los principios fundamentales; Eutimio el Viejo: El hado de los condenados; Gubent de Gante: Tratado sobre la naturaleza; santo Tomás de Aquino: Sísifo». Como ven, una selección muy extraña, y algunos de los libros son muy raros. Mi amigo, el experto en Bizancio, me dijo, por ejemplo, que sería un milagro que una versión hasta ahora desconocida de este tratado del primitivo filósofo cristiano Orígenes hubiera sobrevivido. Casi todas las obras de Orígenes fueron destruidas porque fue acusado de herejía.

—¿Qué herejía? —Helen parecía interesada—. Estoy segura de haber leído algo acerca de él.

—Fue acusado de defender en este tratado que es una cuestión de lógica cristiana que hasta Satanás se salvará y resucitará —explicó Turgut—. ¿Sigo con la lista?

—Si no le importa —dije—, ¿podría apuntarnos los títulos en inglés tal como los va leyendo?

—Con sumo placer.

Turgut se sentó con su libreta y sacó una pluma.

—¿Qué sacas en limpio de esto? —pregunté a Helen. Su rostro era más expresivo que mil palabras. ¿Habíamos ido hasta allí por una lista confusa de libros?—. Sé que aún no tiene sentido —le dije en voz baja—, pero vamos a ver adónde nos conduce.

—Bien, amigos míos, déjenme que les lea los siguientes títulos. —Turgut estaba escribiendo muy animado—. Casi todos están relacionados con la tortura, el asesinato o algo desagradable, como verán. «Erasmo: Peripecias de un asesino; Henricus Curtius: Los caníbales; Giorgio de Padua: Los condenados».

—¿No aparecen fechas? —pregunté al tiempo que me inclinaba sobre los documentos.

Turgut suspiró.

—No, y nunca he podido encontrar más referencias sobre estos títulos, pero ninguno de los que he localizado fue escrito después de 1600.

—Pero eso es posterior a la muerte de Vlad Drácula —comentó Helen. La miré sorprendido. No había pensado en eso. Era una sencilla puntualización, pero verdadera y desconcertante.

—Sí, querida señora —dijo Turgut, y alzó la vista hacia ella—. Las más recientes de esas obras fueron escritas más de cien años después de su muerte, y también después de la muerte del sultán Mehmet. Ay, he sido incapaz de encontrar más información sobre cómo o cuándo esta bibliografía pasó a formar parte de la colección del sultán Mehmet. Alguien debió añadirla más tarde, tal vez mucho después de que la colección llegara a Estambul.

—Pero antes de 1930 —murmuré.

Turgut me dirigió una mirada penetrante.

—Ésa es la fecha en que esta colección fue puesta a buen recaudo —dijo—. ¿Por qué ha dicho eso, profesor?

Sentí que me ruborizaba, tanto porque había hablado demasiado, y tan más de la cuenta que Helen se había dado media vuelta, desesperada por mi estupidez, como porque aún no era profesor. Guardé silencio unos momentos. Siempre he detestado mentir y procuro, querida hija, no hacerlo nunca si puedo evitarlo.

Turgut me estaba estudiando, y me sentí incómodo porque, antes de ese momento, no había reparado en la extrema profundidad de sus ojos oscuros, con sus afables patas de gallo. Respiré hondo. Ya lo hablaría con Helen más tarde. Había confiado en Turgut desde el primer momento, y tal vez nos sería de más ayuda si sabía más cosas. Para ganar un poco de tiempo, no obstante, miré la lista de documentos que nos estaba traduciendo y después eché un vistazo a la traducción turca en la que estaba trabajando. No podía mirarle a los ojos. ¿Debía contarle todo lo que sabíamos? Si le ponía al corriente de lo que sabía hasta el momento sobre las experiencias de Rossi, ¿pondría en duda nuestra seriedad y cordura? Fue precisamente por haber bajado los ojos que de repente vi algo extraño. Mi mano voló hacia el documento griego original, la bibliografía de la Orden del Dragón. No todo estaba en griego. Pude leer con toda claridad el último nombre de la lista: Bartholomew Rossi. Le seguía una frase en latín.

—¡Santo Dios!

Mi exclamación encrespó a todos los silenciosos investigadores de la sala, comprendí demasiado tarde. El señor Erozan, que aún estaba hablando con el hombre del gorro y la barba larga, se volvió hacia nosotros con mirada inquisitiva.

Turgut se alarmó al instante y Helen se removió en su asiento.

—¿Qué pasa?

Turgut extendió una mano hacia el documento. Yo seguía mirando. Fue bastante fácil para él seguir mi mirada. Después se puso en pie de un salto, emitió algo que habría podido ser un eco de mi agitación, tan claro que me produjo un extraño consuelo entre tantas cosas extrañas que estaban sucediendo.

—¡Dios mío! ¡El profesor Rossi!

Los tres nos miramos y por un momento nadie habló. Al fin hice un esfuerzo.

—¿Conoce ese nombre? —pregunté a Turgut en voz baja.

Él paseó su mirada por nosotros dos.

—¿Y usted? —contestó por fin.

La sonrisa de Barley era amable.

—Debías de estar cansada, de lo contrario no habrías dormido tan profundamente. Yo también estoy cansado, sólo de pensar en el lío en que te has metido. ¿Qué diría cualquiera sí le hablaras de esto? Esa señora de ahí, por ejemplo. —Movió la cabeza en dirección a nuestra dormida acompañante, que no había bajado en Bruselas y, al parecer, tenía la intención de dormir durante todo el trayecto hasta París—. O un policía. Todo el mundo pensaría que estás loca. —Suspiró—. ¿Y pretendías viajar sola hasta el sur de Francia? Ojalá me dijeras el sitio exacto, en lugar de obligarme a adivinarlo. Así podría enviar un telegrama a la señora Clay y meterte en un lío aún más complicado.

Esta vez me tocó a mí sonreír. Ya habíamos discutido un par de veces sobre esto.

—Eres espantosamente tozuda —gruñó Barley—. Jamás habría pensado que una niña pudiera provocarme tantos problemas… Sobre todo el tipo de problemas que tendría con Master James si te abandonara en mitad de Francia. —Casi consiguió hacerme llorar, pero sus siguientes palabras secaron mis lágrimas antes de que empezaran a formarse—. Al menos, tendremos tiempo de comer antes de subir al siguiente tren. En la Gare du Nord hacen unos bocadillos deliciosos. Esperemos que nos permitan pagar con moneda extranjera.

Fue la utilización del plural lo que conmovió mi corazón.