26

Barley estaba muy enfadado. No podía culparle, pero aquel giro de los acontecimientos era muy inconveniente para mí, y yo también estaba un poco furiosa. Todavía me irritaba más que a mi primera punzada de irritación le siguiera una secreta sensación de alivio. Antes de verle, no me había dado cuenta de lo sola que me sentía en aquel tren, camino de lo desconocido, camino tal vez de la soledad aún mayor de ser incapaz de encontrar a mi padre, o incluso camino de la soledad galáctica de perderle para siempre. Barley era un extraño para mí tan sólo unos días antes, y ahora su rostro era la familiaridad personificada.

En ese momento, sin embargo, aún me miraba con el ceño fruncido.

—¿Adónde demonios crees que vas? Menuda persecución. ¿Me puedes decir qué estás tramando?

Soslayé la pregunta de momento.

—No quería preocuparte, Barley. Pensé que te habías ido en el trasbordador y no te enterarías.

—Sí, esperabas que me presentara ante Master James, que le dijera que estabas sana y salva en Amsterdam, y que luego él se enterara de que habías desaparecido. Estoy seguro de que eso le habría hecho mucha gracia. —Se dejó caer a mi lado, cruzó los brazos y las piernas larguiruchas. Llevaba su pequeña maleta, y la parte delantera de su pelo color paja estaba erizada—. ¿Qué te ha dado?

—¿Por qué me estabas espiando? —contraataqué.

—Retrasaron el trasbordador de la mañana para efectuar unas reparaciones. —Dio la impresión de que no podía contener una sonrisa—. Tenía un hambre de lobo, de modo que retrocedí unas cuantas calles para tomar unos bollos y té, y entonces me pareció verte pasar en dirección contraria, calle arriba, pero no estaba seguro. Pensé que eran imaginaciones mías, de modo que me quedé a desayunar. Después, me entraron remordimientos de conciencia, porque si eras tú, me iba a meter en un buen lío. Así que corrí en aquella dirección y vi la estación, y después subiste al tren y pensé que me iba a dar un ataque. —Me fulminó con la mirada de nuevo—. Tuve que correr a comprar un billete, casi me quedo sin dinero, y encima me vi obligado a perseguirte por todo el tren. Hemos recorrido tantos kilómetros que no podemos bajar ahora mismo. —Sus estrechos ojos brillantes se desviaron hacia la ventanilla, y después hacia la pila de cartas que descansaban sobre mi regazo—. ¿Te importaría explicarme por qué estás en el expreso de París y no en el colegio?

¿Qué podía hacer?

—Lo siento, Barley —contesté con humildad—. No quería implicarte en esto por nada del mundo. De veras pensaba que hacía rato que te habías ido y podías presentarte ante Master James con la conciencia tranquila. No quería causarte problemas.

—¿De veras? —Estaba esperando más explicaciones—. ¿Sólo querías darte una vueltecita por París en lugar de ir a clase de historia?

—Bien —empecé, intentando ganar tiempo—, mi padre me envió un telegrama diciendo que estaba bien y que me reuniera con él en París para pasar unos días.

Barley guardó silencio un momento.

—Lo siento, pero eso no lo explica todo. Si hubieras recibido un telegrama, habría sido anoche, y yo me habría enterado. Además, nadie habló de que tu padre no estuviera bien. Creía que estaba ausente por motivos de trabajo. ¿Qué estás leyendo?

—Es una larga historia —dije poco a poco—, y ya sé que me consideras rara…

—Muy rara —me corrigió Barley—, pero será mejor que me digas en qué andas metida. Tendrás tiempo antes de que bajemos en Bruselas y cojamos el siguiente tren de vuelta a Amsterdam.

—¡No! —No había sido mi intención gritar así. La señora de delante se removió en su tranquilo sueño y yo bajé la voz—. He de ir a París. Estoy bien. Si quieres, puedes bajarte allí, y luego volver a Londres por la noche.

—Bajar allí, ¿eh? ¿Significa eso que tú no bajarás allí? ¿Hasta dónde continúa este tren?

—No continúa, acaba en París…

Se había cruzado de brazos y estaba esperando otra vez. Era peor que mi padre. Tal vez peor que el profesor Rossi. Tuve una breve visión de Barley ante los alumnos de un aula, los brazos cruzados, mientras sus ojos escudriñaban a los desventurados estudiantes, con voz aguda: «¿Qué impulsa a Milton a llegar a su terrible conclusión sobre la caída de Satanás? ¿O es que nadie lo ha leído todavía?».

Tragué saliva.

—Es una larga historia —repetí aún con más humildad.

—Tenemos tiempo —dijo Barley.

Helen, Turgut y yo intercambiamos miradas, sentados a la mesa de nuestro pequeño restaurante, y yo percibí que una señal de camaradería pasaba entre nosotros. Quizá para retrasar el momento, Helen levantó la piedra azul que Turgut había dejado al lado de su plato y me la entregó.

—Es un símbolo antiguo —explicó—. Un talismán contra el mal de ojo.

Yo la acepté, palpé su superficie suave, caliente por haber estado en la mano de Helen, y la dejé sobre la mesa de nuevo.

Turgut no había perdido el hilo de la conversación.

—¿Es usted rumana, señora? —Helen guardó silencio—. Si eso es cierto, hemos de proceder con cautela. —Bajó la voz un poco—. La policía podría interesarse por usted. Nuestro país no mantiene lazos amistosos con Rumanía.

—Lo sé —repuso ella con frialdad.

—Pero ¿cómo lo supo la gitana? —Turgut frunció el ceño—. Usted no habló con ella.

—No lo sé.

Helen se encogió de hombros.

Turgut meneó la cabeza.

—Algunas personas dicen que los gitanos poseen el talento de la clarividencia. Yo nunca lo he creído, pero… —Calló y se secó el bigote con la servilleta—. Es raro que hablara de vampiros.

—Sí —dijo Helen—. Debía estar loca. Todas las gitanas están locas.

—Quizá, quizá. —Turgut guardó silencio—. Sin embargo, me resultó muy extraña su forma de hablar, porque es mi otra especialidad.

—¿Los gitanos? —pregunté.

—No, buen señor, los vampiros. —Helen y yo le miramos, con cuidado de no cruzar nuestras miradas—. Me gano la vida enseñando Shakespeare, pero la leyenda de los vampiros es mi afición excéntrica. En Turquía hay una tradición de vampiros muy arraigada.

—¿Es una tradición… turca? —pregunté atónito.

—Oh, la leyenda se remonta por lo menos al antiguo Egipto, queridos colegas, pero aquí, en Estambul… Para empezar, se dice que los emperadores bizantinos más sanguinarios eran vampiros, y que algunos de ellos consideraban la comunión cristiana una invitación a solazarse en la sangre de los mortales. Pero yo no lo creo. Creo que el vampirismo apareció con posterioridad.

—Bien… —No quería demostrar excesivo interés, más por temor a que Helen volviera a pisotearme por debajo de la mesa que por creer que Turgut estaba confabulado con los poderes de las tinieblas. Pero ella también le estaba mirando.

—¿Ha oído hablar de la leyenda de Drácula?

—¿Qué si he oído hablar? —resopló Turgut. Sus ojos oscuros relampaguearon y convirtió la servilleta en un nudo—. ¿Sabe que Drácula fue un personaje real, una figura histórica? Un compatriota de usted, señora. —Inclinó la cabeza en dirección a Helen—. Era un señor feudal, un voivoda, de los Cárpatos occidentales, en el siglo quince. No era una persona admirable.

Helen y yo asentimos. No pudimos evitarlo. Yo no, al menos, y ella parecía demasiado concentrada en las palabras de Turgut para reprimirse. Se había inclinado un poco hacia delante, escuchando, y sus ojos brillaban con la misma oscuridad intensa que los del hombre. El color había florecido bajo la palidez habitual de Helen. Era uno de esos numerosos momentos, observé, pese a mi entusiasmo, en que la belleza se imponía a su semblante adusto y la iluminaba desde el interior.

—Bien… —Dio la impresión de que Turgut se aferraba a su tema—. No es mi intención aburrirles, pero sostengo la teoría de que Drácula es una figura muy importante en la historia de Estambul. Pocos saben que, cuando era un muchacho, fue cautivo del sultán Mehmet II en Gallipoli, y después en Anatolia. Su propio padre le entregó al padre de Mehmet, el sultán Murad II, como rehén a cambio de un tratado, desde 1442 a 1448, seis largos años. El padre de Drácula tampoco era un caballero. —Turgut rió—. Los soldados que vigilaban al joven Drácula eran maestros en el arte de la tortura, y debió aprender demasiado observándolos. Pero, mis buenos señores —dijo, olvidando por un momento el sexo de Helen, llevado por su fervor erudito—, yo sostengo la teoría de que también dejó su marca en ellos.

—¿Qué demonios quiere decir?

Una sensación de ahogo empezaba a apoderarse de mí.

—Más o menos desde esa época hay noticia de la existencia de vampiros en Estambul. Creo, y mi teoría aún no ha sido publicada, y no puedo demostrarla, que sus primeras víctimas fueron otomanas, tal vez los guardias, que se hicieron amigos de él. Dejó contaminado nuestro imperio, y la plaga se propagó después a Constantinopla con el conquistador.

Le miramos estupefactos. Pensé que, según la leyenda, sólo los muertos se convertían en vampiros. ¿Significaba eso que Vlad Drácula había muerto en Asia Menor y se había convertido en un No Muerto, cuando era muy joven, o sólo tenía debilidad por las libaciones impías desde su más tierna infancia y la había inspirado en otros? Lo archivé para preguntárselo a Turgut, en el caso de que algún día nos llegáramos a conocer mejor.

—Bien, es una afición un poco excéntrica. —Turgut esbozó de nuevo una sonrisa cordial—. Perdónenme si les parece que hablo demasiado. Mí mujer dice que soy intolerable. —Brindó por nosotros con un gesto sutil y cortés, antes de volver a beber de su copa—. ¡Pero tengo pruebas importantes, por todos los cielos! ¡Pruebas de que los sultanes le temían como si fuera un vampiro!

Indicó el techo.

—¿Pruebas? —repetí.

—¡Sí! Las descubrí hace unos años. El sultán estaba tan interesado en Vlad Drácula que obtuvo algunos de sus documentos y posesiones después de que éste muriera en Valaquia. Drácula mató a muchos soldados turcos en su país y nuestro sultán le odiaba por ello, pero ésa no fue la causa de que fundara este archivo. ¡No! El sultán llegó a escribir una carta al bajá de Valaquia en 1478 para pedirle cualquier obra escrita sobre Vlad Drácula. ¿Por qué? Porque, dijo, estaba creando una biblioteca que combatiría el mal que Drácula había esparcido por su ciudad después de morir. ¿Por qué iba a temer el sultán a Drácula si éste estaba muerto, si no creyera que Drácula podía volver? He encontrado una copia de la carta que el bajá le escribió en respuesta. —Dio un puñetazo sobre la mesa y nos sonrió—. Incluso he encontrado la biblioteca que fundó para luchar contra el mal.

Helen y yo estábamos inmóviles. La coincidencia era de una extrañeza casi inverosímil. Por fin aventuré una pregunta.

—Profesor, ¿esa colección fue creada por el sultán Mehmet II?

Esta vez fue él quien nos miró fijamente.

—Por mis botas, es usted un estupendo historiador. ¿Está interesado en ese período de nuestra historia?

—Ah, ya lo creo —dije—. Y nos… Bueno, me interesaría mucho ver el archivo que usted descubrió.

—Por supuesto —dijo el hombre—. Con sumo placer. Se lo enseñaré. Mi esposa se asombrará de que alguien quiera verlo. —Lanzó una risita—. Pero, ay, el hermoso edificio que una vez lo albergó fue derruido para dejar sitio a una oficina del Ministerio de Obras Públicas, hará unos ocho años. Era un bonito edificio pequeño cercano a la Mezquita Azul. Una pena.

Sentí que me ponía lívido. Por eso nos había costado localizar el archivo de Rossi.

—Pero los documentos…

—No se preocupe, amable señor. Yo mismo me aseguré de que pasaran a engrosar los fondos de la Biblioteca Nacional. Aunque nadie los adore como yo, han de conservarse. —Una sombra cruzó su cara por primera vez desde que había apostrofado a la gitana—. Aún hay que luchar contra el mal en nuestra ciudad, como en todas partes. —Nos miró fijamente—. Si les gustan las curiosidades antiguas, será un placer acompañarles allí mañana. Esta noche está cerrado, por supuesto. Conozco bien al bibliotecario, y les dejará examinar la colección.

—Muchísimas gracias. —No me atrevía a mirar a Helen—. ¿Y cómo…? ¿Cómo llegó a interesarse en este tema tan peculiar?

—Oh, es una larga historia —contestó muy serio Turgut—. No puedo permitirme aburrirles tanto.

—No nos aburre —insistí.

—Es usted muy amable. —Guardó silencio unos minutos, mientras limpiaba su tenedor entre el índice y el pulgar.

En el exterior, los coches esquivaban a las bicicletas en las calles abarrotadas y los transeúntes iban y venían como actores en un escenario: mujeres con faldas estampadas que revoloteaban al viento, pañuelos y pendientes de oro, o vestidos negros y pelo rojizo, hombres con trajes, corbatas y camisas blancas occidentales. Nos llegó a la mesa el aliento de un aire tibio y salado, e imaginé barcos procedentes de toda Eurasia que llevaban su botín al corazón de un imperio (primero cristiano, luego musulmán) y atracaban en una ciudad cuyas murallas se internaban en el mar. La fortaleza arbolada de Vlad Drácula, con sus bárbaros rituales de violencia, parecía muy lejos de ese mundo antiguo y cosmopolita. No era de extrañar que Drácula odiara a los turcos, y viceversa, pensé. Y no obstante, los turcos de Estambul, con sus piezas de artesanía en oro, latón y seda, sus bazares, librerías y numerosos centros religiosos, habrían tenido más cosas en común con los bizantinos cristianos a los que habían conquistado que las que pudiera haber tenido Vlad, que los desafiaba desde su frontera. Visto desde ese centro de cultura, parecía un matón inculto, un ogro provinciano, un patán medieval. Recordé la imagen que había visto de él en la enciclopedia de casa, aquella xilografía de un rostro elegante y bigotudo, enmarcado por un atuendo cortesano. Era una paradoja.

Estaba completamente absorto en esa imagen cuando Turgut volvió a hablar.

—Díganme, amigos míos, ¿por qué están interesados en este tema de Drácula?

Se había vuelto hacia nosotros con una sonrisa caballerosa (¿o tal vez suspicaz?).

Miré a Helen.

—Bien, estoy estudiando el siglo quince en Europa como base de mi tesis —dije, y la sensación de que esa mentira ya podía haberse convertido en realidad castigó mi falta de sinceridad. Sólo Dios sabía cuándo volvería a trabajar en mi tesis, pensé, y lo último que me hacía falta era un tema más amplio—. Y usted —insistí—, ¿cómo saltó de Shakespeare a los vampiros?

Turgut sonrió, con tristeza, pensé, y su serena sinceridad me castigó todavía más.

—Ah, es algo muy extraño. Hace mucho tiempo, estaba trabajando en mi segundo libro sobre Shakespeare: las tragedias. Me ponía a trabajar cada día en un…, ¿cómo se dice?, un cubículo, en nuestra sala inglesa de la universidad. Un día encontré un libro que nunca había visto antes. —Se volvió hacia mí de nuevo con aquella triste sonrisa de antes. Mi sangre ya se había helado en todas las extremidades—. Este libro no se parecía a ningún otro, un libro vacío, muy antiguo, con un dragón en el medio y una palabra: DRAKULYA. Nunca había oído hablar de Drácula. Pero el dibujo era muy potente y extraño. Y luego pensé, he de saber qué es esto. De modo que intenté averiguarlo todo.

Helen se había petrificado a mi lado, pero ahora se removió, como ansiosa.

—¿Todo? —repitió en voz baja.

Barley y yo casi habíamos llegado a Bruselas. Me había costado mucho tiempo, aunque se me antojaron unos pocos minutos, contar a Barley con toda la sencillez y claridad posibles lo que mi padre había relatado acerca de sus experiencias en el curso de postgrado. Él miraba por la ventanilla las pequeñas casas y jardines belgas, que parecían tristes bajo una cortina de nubes. De vez en cuando veíamos un rayo de sol reflejado en la aguja de una iglesia o en la chimenea de una antigua fábrica, a medida que nos acercábamos a Bruselas. La holandesa roncaba sin hacer mucho ruido y la revista había caído a sus pies.

Estaba a punto de embarcarme en una descripción del nerviosismo reciente de mi padre, su palidez malsana y extraño comportamiento, cuando Barley se volvió hacia mí de repente.

—Esto es espantosamente peculiar —dijo—. No sé por qué debería creer esta historia inverosímil, pero la creo. Quiero creerla, al menos. —Me di cuenta, sorprendida, de que nunca le había visto serio, tan sólo risueño o, brevemente, irritado. Sus ojos, azules como astillas de cielo, se entornaron más—. Lo más curioso es que todo eso me recuerda algo.

—¿Qué?

Casi me desmayé de alivio al ver que aceptaba mi historia.

—Bien, eso es lo raro. No se me ocurre qué. Algo relacionado con Master James. Pero ¿qué era?