25

La estación de tren de Amsterdam era un lugar familiar para mí. La había cruzado docenas de veces. Pero nunca había ido sola. Nunca había viajado sola, y cuando me senté en el banco para esperar el expreso de la mañana a París, sentí una aceleración en el pulso que no se debía tan sólo a la angustia que sentía por mi padre, sino a una nueva vitalidad que tenía que ver con el primer momento de libertad total que había conocido. La señora Clay, que estaría lavando los platos del desayuno en casa, pensaba que iba camino del colegio. Barley, despachado al muelle del transbordador, también creía que iba camino del colegio. Sentí mucho tener que engañar a la aburrida y bondadosa señora Clay, y todavía más separarme de Barley, quien me había besado la mano con repentina galantería en la puerta y entregado una de sus tabletas de chocolate, aunque yo le recordé que podía comprar delicias holandesas siempre que me diera la gana. Pensé que le escribiría una carta cuando todos mis problemas se hubieran solucionado, pero me resultaba imposible vislumbrar ese futuro.

De momento, la mañana de Amsterdam centelleaba, relucía, mudaba a mi alrededor. Incluso en esa mañana encontré cierto consuelo en pasear a lo largo de los canales desde nuestra casa hasta la estación, el aroma del pan en el horno y el olor a humedad de los canales, la limpieza ajetreada, no demasiado elegante, de todo. Revisé mi equipaje en el banco de la estación: una muda, las cartas de mi padre, pan, queso y zumos envasados. También había cogido dinero de la generosa caja que estaba en la cocina (si iba a cometer una fechoría, daba igual que fueran veinte) como complemento de lo que llevaba en el bolso. Eso pondría en guardia a la señora Clay enseguida, pero no había otro remedio. No podía esperar hasta que los bancos abrieran para sacar dinero de mi humilde libreta de ahorros. Tenía un jersey grueso, una gabardina, mi pasaporte, un libro para los trayectos largos en tren y mi diccionario de francés de bolsillo.

Había robado algo más. Había cogido de nuestro salón un cuchillo de plata que descansaba en la vitrina de curiosidades, entre los recuerdos de las primeras misiones diplomáticas de mi padre, los viajes que habían constituido sus primeros intentos de establecer su fundación. En aquel tiempo yo era demasiado pequeña para acompañarle, y me había dejado en Estados Unidos con diversos parientes. El cuchillo estaba siniestramente afilado y tenía un mango repujado. Estaba guardado dentro de una funda, también muy adornada. Era la única arma que había visto en nuestro hogar. A mi padre no le gustaban las armas de fuego, y sus gustos de coleccionista no abarcaban espadas ni hachas de guerra. No tenía ni idea de cómo iba a protegerme con el pequeño cuchillo, pero me sentía más segura sabiendo que viajaba en mi bolso.

La estación estaba abarrotada cuando el expreso se detuvo. Sentí entonces, igual que ahora, que no existe alegría comparable a la de la llegada de un tren, por más grave que sea tu situación, en especial un tren europeo, y en especial uno que te lleva al sur. Durante aquel período de mi vida, el último cuarto del siglo XX, oí el silbato de una de las últimas locomotoras a vapor que cruzaban los Alpes con regularidad. Subí aferrando mi bolsa del colegio, casi sonriente. Tenía horas por delante, e iba a necesitarlas, no para leer mi libro sino para examinar de nuevo aquellas preciosas cartas de mi padre. Pensaba que había elegido bien mi punto de destino, pero necesitaba reflexionar sobre por qué había elegido bien.

Encontré un compartimiento tranquilo y corrí las cortinas que daban al pasillo, con la esperanza de que nadie entrara. Al cabo de un momento, una mujer de edad madura con abrigo y sombrero azul entró, pero me sonrió y se acomodó con una pila de revistas holandesas. En mi confortable rincón, mientras veía desfilar la ciudad vieja, y después los verdes suburbios, desdoblé de nuevo la primera carta de mi padre. Me sabía de memoria las primeras líneas, la forma sorprendente de las palabras, el lugar y fecha asombrosos, la caligrafía firme y perentoria.

Mi querida hija:

Si estás leyendo esto, perdóname. He ido a buscar a tu madre. Durante muchos años he creído que estaba muerta, y ahora ya no estoy tan seguro. La incertidumbre es casi peor que el dolor, como tal vez comprendas algún día. Tortura mi corazón día y noche. Nunca te he hablado mucho de ella, y eso ha sido una cobardía por mi parte, lo sé, pero nuestra historia fue demasiado dolorosa para contártela con facilidad. Siempre tuve la intención de revelarte más cosas a medida que te fueras haciendo mayor y pudieras entender mejor sin ser presa del pánico, si bien nuestra historia me ha asustado hasta tal punto, siempre y en todo momento, que ésta ha sido la más débil de mis excusas.

Durante los últimos meses he intentado compensar esta cobardía contándote poco a poco lo que podía de mi pasado, y albergaba la intención de introducir a tu madre en la historia de manera gradual, aunque ella entró en mi vida de una forma bastante repentina. Ahora temo que no haya conseguido contarte todo lo que deberías saber de tu herencia antes de que sea silenciado (literalmente incapacitado para informarte), o caiga presa de mi propio silencio.

Te he descrito parte de mi vida como estudiante de postgrado antes de tu nacimiento, y te he referido algunos detalles de las extrañas circunstancias que rodearon la desaparición del director de mi tesis después de las revelaciones que me hizo. También te he dicho que conocí a una joven llamada Helen, tan interesada como yo en encontrar al profesor Rossi, tal vez más que yo. En todas las oportunidades que la tranquilidad nos ha deparado he intentado anticiparte fragmentos de esta historia, pero ahora creo que debería empezar a escribir el resto, encomendarlo a la seguridad del papel. Si has de leerla ahora, en lugar de escucharme en alguna colina rocosa o en una piazza silenciosa, en algún puerto protegido o en un confortable café, la culpa es mía por no habértelo contado antes.

Mientras escribo estas líneas estoy mirando las luces de un antiguo puerto, mientras tú duermes tranquila e inocente en la habitación de al lado. Estoy cansado después de todo un día de trabajo, y cansado sólo de pensar en empezar este largo relato, una triste tarea, una desventurada precaución. Creo que cuento con semanas, tal vez meses, para continuar el relato en persona, de manera que no repetiré lo que ya te he desvelado durante nuestros paseos por tantos países. Pasado ese período de tiempo, semanas o meses, mi certeza disminuye. Estas cartas son mi seguro contra tu soledad. En el peor de los casos, heredarás mi casa, mi dinero, mis muebles y libros, pero no me cuesta creer que atesorarás estos documentos escritos por mi mano más que cualquier otro objeto, porque contendrán tu relato, tu historia.

¿Por qué no te he contado todos los hechos de esta historia de golpe, para acabar de una vez por todas, para informarte del todo? La respuesta reside una vez más en mi cobardía, pero también en el hecho de que una versión abreviada sería exactamente eso: un golpe. No te deseo tal dolor, aunque sólo fuera una simple fracción del mío. Además, tal vez no acabarías de creerla si te fuera revelada de golpe, del mismo modo que yo no podría creer en la historia del director de mi tesis, Rossi, sin recorrer todo el camino de sus recuerdos. Y por fin, ¿qué historia puede reducirse a sus elementos objetivos? Por consiguiente, relato mi historia paso a paso. También he de conjeturar cuánto te habré contado ya si estas cartas llegan a tus manos.

Las conjeturas de mi padre no habían sido muy acertadas, y había reanudado su historia algo después de lo que yo ya sabía. Tal vez jamás sabría cuál había sido su reacción a la asombrosa determinación de Helen Rossi de acompañarle en su investigación, pensé con tristeza, ni los interesantes detalles de su viaje desde Nueva Inglaterra a Estambul. ¿Cómo habían logrado llevar a cabo todos los trámites burocráticos, saltarse los obstáculos de las desavenencias políticas, los visados, las aduanas?, me pregunté. ¿Habría dicho mi padre alguna mentira a sus progenitores, amables y razonables bostonianos, sobre sus repentinos planes de viaje? ¿Helen y él habían ido a Nueva York de inmediato, tal como habían planeado? ¿Habían dormido en la misma habitación de hotel? Mi mente adolescente era incapaz de descifrar este acertijo, del mismo modo que me era imposible no pensar en él. Tuve que contentarme por fin con la imagen de ambos como dos personajes de una película de cuando eran jóvenes, Helen tendida con recato bajo las sábanas de la cama doble, mi padre dormido de cualquier manera en un butacón tras quitarse los zapatos (pero nada más), y las luces de Times Square enviando con sus destellos una sórdida invitación justo al otro lado de la ventana.

Seis días después de la desaparición de Rossi volamos a Estambul desde el aeropuerto de Idlewild en una noche de niebla, y cambiamos de avión en Frankfurt. Nuestro segundo avión aterrizó a la mañana siguiente, y desembarcamos con el resto del rebaño de turistas. Yo ya había estado en la Europa del Este dos veces, pero aquellas escapadas se me antojaron ahora excursiones a un planeta muy diferente de éste, Turquía, que en 1954 era todavía un mundo más distinto que hoy. En un momento dado estaba hundido en mi incómodo asiento del avión, secándome la cara con una toalla caliente, y al siguiente nos hallábamos en una pista de aterrizaje igualmente caliente, invadida por olores desconocidos, y polvo, y el tremolante pañuelo de un árabe que iba delante de mí en la fila y que no paraba de metérseme en la boca. Helen se reía a mi lado al ver mi asombro. Se había cepillado el pelo y pintado los labios en el avión, de modo que parecía muy descansada después de nuestra incómoda noche. Llevaba al cuello su pañuelo. Aún no había visto qué había debajo, y no me habría importado pedirle que se lo quitara.

—Bienvenido al gran mundo, yanqui —dijo sonriente. Esta vez fue una sonrisa verdadera, no la mueca de costumbre.

Mi interés aumentó durante el traslado a la ciudad en taxi. No sé con exactitud qué me esperaba de Estambul (nada, quizá, pues había tenido muy poco tiempo para pensar en el viaje), pero la belleza de esta ciudad me dejó sin aliento. Poseía una cualidad de las Mil y una noches que ni los bocinazos de los coches ni los ejecutivos vestidos al estilo occidental podían disolver. La primera ciudad, Constantinopla, capital de Bizancio y primera capital de la Roma cristiana, debió de ser espléndida hasta extremos inconcebibles, pensé, el matrimonio de la riqueza romana con el primitivo misticismo cristiano. Cuando encontramos habitaciones en el antiguo barrio de Sultanahmet, había captado un vislumbre vertiginoso de docenas de mezquitas y minaretes, bazares abarrotados de excelentes productos textiles, incluso un destello de Santa Sofía, con sus numerosas cúpulas y los cuatro alminares, que se elevaba sobre la península.

Helen tampoco había estado nunca en la ciudad, y lo estudiaba todo con serena concentración, y sólo se volvió una vez hacia mí durante el viaje en taxi para comentar lo extraño que era ver el manantial (creo que ésa fue la palabra) del imperio otomano, que tantas huellas había dejado en su país natal. Esto iba a convertirse en un tema recurrente durante nuestra estancia, sus breves y cáusticos comentarios sobre todo cuanto ya le resultaba familiar: nombres de lugares en turco, una ensalada de pepino consumida en un restaurante al aire libre, el arco puntiagudo del marco de una ventana. Esto también obró un efecto peculiar en mí, una especie de experiencia doble, de modo que me parecía ver Estambul y Rumanía al mismo tiempo, y a medida que la pregunta se iba suscitando entre nosotros —la pregunta de si tendríamos que ir a Rumanía—, experimenté la sensación de que determinados hechos del pasado me conducían hacia aquel país, tal como los veía a través de los ojos de Helen. Pero estoy divagando. Hablo de un episodio posterior de mi historia.

El vestíbulo de nuestra casera estaba fresco después del resplandor y el polvo de la calle. Me hundí agradecido en una butaca de la entrada, y dejé que Helen reservara dos habitaciones en su excelente francés de acento peculiar. La casera, una mujer armenia a quien caían bien los viajeros y que al parecer había aprendido sus idiomas, tampoco conocía el nombre del hotel de Rossi. Quizás había desaparecido años antes.

A Helen le gustaba llevar la voz cantante, medité, de manera que ¿por qué no concederle esa satisfacción? Se llegó al acuerdo no verbalizado pero firme de que yo pagaría la cuenta más adelante. Había retirado todos mis escasos ahorros del banco en casa. Rossi merecía todos los esfuerzos posibles, aunque fracasara. Lo máximo que podía pasar era que volviera a casa arruinado. Sabía que Helen, una estudiante extranjera, debía tener menos que nada, que estaba sin blanca. Ya había reparado en que, al parecer, sólo tenía dos trajes, que combinaba con una selección de blusas serias.

—Sí, tomaremos dos habitaciones separadas pero contiguas —le dijo a la armenia, una anciana de hermosas facciones—. Mi hermano, mon frère, ronfle terriblement.

Ronfle? —pregunté desde el salón.

—Roncar —replicó con acritud ella—. Roncas, por si no lo sabías. En Nueva York no pegué sueño.

—No pegué ojo —corregí.

—Bien —dijo ella—. Ten la puerta cerrada, s’il te plaît.

Con o sin ronquidos, tuvimos que echar un sueñecito para descansar del viaje antes de hacer otra cosa. Helen quería ir al archivo cuanto antes, pero yo insistí en descansar y comer, de modo que fue al atardecer cuando iniciamos nuestra primera exploración de aquellas calles laberínticas, con sus vislumbres de jardines y patios coloridos.

Rossi no había dejado constancia del nombre del archivo en sus cartas, y durante nuestras conversaciones sólo había dicho que era un pequeño depósito de materiales fundado por Mehmet II. En sus cartas añadió que estaba contiguo a una mezquita del siglo XVII. Además, sabíamos que había podido ver Santa Sofía desde una ventana, que el archivo tenía más de una planta, y que en el primer piso había una puerta que comunicaba con la calle. Yo había intentado con cautela encontrar información sobre dicho archivo en la biblioteca de la universidad, justo antes de nuestra partida, pero sin éxito. Me pregunté por qué Rossi no había revelado el nombre del archivo en sus cartas. No era propio de él callar ese detalle, pero quizá no había querido recordarlo. Yo llevaba en el maletín todos sus papeles, incluida la lista de documentos que había encontrado en el archivo, con aquella extraña línea incompleta al final: «Bibliografía, Orden del Dragón». Buscar por toda una ciudad, un laberinto de cúpulas y minaretes, el origen de aquella críptica línea de Rossi era una perspectiva como mínimo aterradora.

Lo único que podíamos hacer era desviar nuestros pies hacia un punto de referencia, la Hagia Sophia, en un principio la gran iglesia bizantina de Santa Sofía. En cuanto nos acercamos, nos resultó imposible no entrar. Las puertas estaban abiertas, y el enorme santuario nos atrajo entre los demás turistas como si penetráramos en una caverna cabalgando a lomos de una ola. Durante cuatrocientos años, reflexioné, había atraído a los peregrinos, igual que ahora. Ya en el interior, caminé con parsimonia hacia el centro y eché la cabeza hacia atrás para ver aquel inmenso espacio divino, con sus famosos arcos y cúpulas que parecían girar sin descanso, la luz celestial que entraba, los escudos redondos cubiertos de caligrafía árabe en las esquinas superiores, la mezquita imponiéndose a la iglesia, la iglesia imponiéndose a las ruinas del viejo mundo. Se arqueaba muy por encima de nosotros, y reproducía el cosmos bizantino. Apenas daba crédito a mis ojos. Estaba estupefacto.

Cuando pienso en aquel momento, me doy cuenta de que había vivido tanto tiempo entre libros, en mi cerrado ambiente universitario, que me habían comprimido por dentro. De pronto, en esta resonante casa de Bizancio, una de las maravillas de todos los tiempos, mi espíritu escapó de sus confines. Supe en aquel instante que, pasara lo que pasara, nunca podría volver a mis antiguos límites. Quería seguir la vida hacia el firmamento, expandirme con ella, del mismo modo que ese enorme interior se henchía hacia arriba y hacia fuera. Mi corazón se hinchó con él, como nunca había ocurrido durante mis vagabundeos entre los comerciantes holandeses.

Miré a Helen y vi que ella también estaba conmovida, con la cabeza inclinada hacia atrás como la mía, de modo que sus rizos oscuros caían sobre el cuello de su blusa; su cara, por lo general cautelosa y escéptica, invadida de una trascendencia pálida. Tomé su mano guiado por un impulso. Ella la asió con fuerza, con aquella presa firme y casi huesuda que ya conocía de su apretón de manos. En otra mujer, habría sido un gesto de sumisión o coquetería, un asentimiento romántico. En Helen era un gesto tan sencillo y decidido como su mirada o la altivez de su postura. Al cabo de un momento pareció echarse atrás. Soltó mi mano, pero sin turbación, y paseamos juntos por la iglesia admirando el hermoso púlpito, el centelleante mármol bizantino. Me costó un tremendo esfuerzo olvidar que, durante nuestra estancia en Estambul, podríamos volver a Santa Sofía en cualquier momento, y que nuestro principal objetivo en esa ciudad era localizar el archivo. Por lo visto, Helen pensó lo mismo, pues se desvió hacia la entrada cuando yo lo hice, nos abrimos paso entre las multitudes y salimos a la calle.

—Es posible que el archivo esté muy lejos —observó—. Santa Sofía es tan grande que puede verse casi desde cualquier edificio de esta parte de la ciudad, creo, o incluso desde la otra ribera del Bósforo.

—Lo sé. Hemos de encontrar otra pista. Las cartas decían que el archivo estaba contiguo a una pequeña mezquita del siglo diecisiete.

—La ciudad está llena de mezquitas.

—Cierto. —Pasé las páginas de mi guía, comprada a toda prisa—. Empecemos con ésta, la Gran Mezquita de los Sultanes. Cabe la posibilidad de que Mehmet II y su corte fueran a rezar a ella en ocasiones, pues fue construida a finales del siglo quince, y sería lógico que su biblioteca acabara en ese barrio, ¿no te parece?

Helen pensó que valía la pena intentarlo, y nos pusimos en marcha. Durante el camino, consulté la guía de nuevo.

—Escucha esto. Dice que Estambul es una palabra bizantina que significa «la ciudad». Ni siquiera los otomanos pudieron destruir Constantinopla, sólo le cambiaron el nombre… por un nombre bizantino, a propósito. Dice aquí que el imperio bizantino duró desde 333 hasta 1453. Imagínate. Qué larguísimo atardecer de poder.

Helen asintió.

—No es posible pensar en esta parte del mundo sin Bizancio —dijo con seriedad—. En Rumanía se ven destellos de ella por todas partes. En todas las iglesias, en los frescos, en los monasterios, incluso en las caras de la gente. En algunos aspectos, está más cerca de tus ojos que aquí, con todo este sedimento otomano encima. —Su rostro se nubló—. La conquista de Constantinopla en 1453 por Mehmet II fue una de las mayores tragedias de la historia. Derribó estos muros a cañonazos, y después envió a sus ejércitos al pillaje y la masacre durante tres días. Los soldados violaron a jóvenes de uno y otro sexo sobre los altares de las iglesias, incluso en Santa Sofía. Robaron los iconos y todos los demás tesoros sagrados para fundir el oro, y tiraron las reliquias de los santos a las calles para que los perros las devoraran. Antes de eso, ésta fue la ciudad más hermosa de la historia.

Cerró el puño a la altura de la cintura.

Yo guardé silencio. La ciudad aún era hermosa, con sus colores intensos y delicados, sus exquisitas cúpulas y minaretes, pese a las atrocidades cometidas tanto tiempo atrás. Empecé a comprender por qué un momento de maldad sucedido quinientos años antes era tan real para Helen, pero ¿qué tenía que ver con nuestras vidas en el presente? De pronto pensé que tal vez había venido para nada, a ese mágico lugar con esa complicada mujer, en busca de un inglés que podía estar viajando a Nueva York en autocar. Deseché la idea y traté de tomarle el pelo un poco.

—¿Cómo es que sabes tanto de historia? Pensaba que eras antropóloga.

—Y lo soy —respondió con seriedad—, pero no puedes estudiar una cultura sin conocer su historia.

—Entonces, ¿por qué no te hiciste historiadora? También hubieras podido estudiar la cultura de las diversas civilizaciones.

—Tal vez. —Ahora parecía recelosa, y no me miró a los ojos—. Pero quería un campo que mi padre aún no hubiera invadido.

La Gran Mezquita todavía estaba abierta bajo la luz dorada del anochecer, tanto para los turistas como para los fieles. Probé mi mediocre alemán con el guardia de la entrada, un chico de cabello rizado y piel olivácea (¿cuál habría sido el aspecto de aquellos bizantinos?), pero dijo que no había ninguna biblioteca en el interior, ni archivos, nada por el estilo, y que no sabía de ninguna que estuviera cerca. Preguntamos si podía sugerirnos algo.

—Podrían probar en la universidad —murmuró.

En cuanto a mezquitas pequeñas, las había a cientos.

—Es demasiado tarde para ir a la universidad hoy —dijo Helen. Estaba estudiando la guía—. Mañana iremos a verla y pediremos información a alguien sobre los archivos que datan de la época de Mehmet. Creo que eso será lo mejor. Vamos a ver las murallas antiguas de Constantinopla. Hay restos no lejos de aquí.

La seguí por las calles mientras me precedía con la guía en su mano enguantada, el bolsito negro colgado del brazo. Las bicicletas nos adelantaban, las vestiduras otomanas se mezclaban con vestidos occidentales, coches extranjeros y carritos tirados por caballos coexistían sin problemas. Adonde miraba veía hombres con chalecos oscuros y pequeños gorros de punto, mujeres con blusas de alegres colores y pantalones abombados debajo, la cabeza cubierta con pañuelos. Cargaban con bolsas de tiendas y cestos, bultos de ropa, pollos dentro de cajas, pan, flores. Las calles rebosaban de vida, tal como habría sido, pensé, durante los últimos mil seiscientos años. A lo largo de esas calles, los emperadores romanos habían sido transportados a hombros por sus séquitos, flanqueados por sacerdotes, trasladados desde palacio a la iglesia para recibir el Santísimo Sacramento. Habían sido firmes gobernantes, grandes protectores de las artes, ingenieros, teólogos. Y muy desagradables, algunos de ellos, proclives a descuartizar a sus cortesanos y a cegar a miembros de su familia, siguiendo la tradición romana. Aquí era donde los antiguos políticos bizantinos habían conspirado. Al fin y al cabo, tal vez no era un lugar demasiado inapropiado para uno o dos vampiros.

Helen se había detenido ante un alto recinto de piedra semiderruido. Había tiendas acurrucadas en su base, y algunas higueras hundían las raíces en su flanco. Un cielo sin nubes se estaba tiñendo de cobre sobre las almenas.

—Mira lo que queda de las murallas de Constantinopla —dijo en voz baja—. Se ve muy bien lo enormes que eran cuando estaban intactas. El libro dice que las bañaba el mar en aquellos tiempos, de modo que el emperador podía subir a bordo de un barco desde el palacio. Y allí, aquella muralla formaba parte del Hipódromo.

Nos quedamos mirando hasta que caí en la cuenta de que me había olvidado de Rossi durante diez minutos seguidos.

—Vamos a buscar un sitio para cenar —dije con brusquedad—. Pasan ya de las siete y esta noche hemos de acostarnos temprano. Estoy decidido a localizar el archivo mañana.

Helen asintió y atravesamos como buenos camaradas el corazón de la ciudad antigua.

Cerca de nuestra pensión descubrimos un restaurante decorado con jarrones de latón y bonitas baldosas, con una mesa en una ventana delantera arqueada, una abertura carente de cristal ante la cual podíamos sentarnos y ver a la gente pasar por la calle. Mientras esperábamos la cena, observé con sorpresa por primera vez un fenómeno de este mundo oriental que había escapado a mi atención hasta entonces: nadie iba apresurado, sino que se limitaba a pasear. Lo que aquí se habría tomado por prisa, en las aceras de Nueva York o Washington habría parecido un paseo relajado. Se lo comenté a Helen y rió con aire burlón.

—Cuando no hay mucho dinero que ganar, nadie corre a buscarlo —dijo.

El camarero nos trajo rebanadas de pan, un plato de yogur con rodajas de pepino y un té fuerte y aromático en jarras de cristal. Comimos con apetito después del cansancio del día, y acabábamos de atacar unas brochetas de pollo asado, cuando un hombre de bigote plateado y una mata de pelo color argenta, vestido con un traje gris, entró en el restaurante y miró a su alrededor. Ocupó una mesa cercana a la nuestra y dejó un libro junto al plato. Pidió la cena en turco, sin alzar la voz, después pareció reparar en el placer con el que cenábamos, y se inclinó hacia nosotros con una sonrisa cordial.

—Veo que les gustan nuestros platos típicos —dijo en un inglés con acento, pero excelente.

—Desde luego —contesté sorprendido—. Son deliciosos.

—Déjeme adivinar —continuó, y volvió hacia mí su rostro apuesto y apacible—. Usted no es de Inglaterra. ¿Norteamericano?

—Sí —dije. Helen guardaba silencio, cortaba su pollo y miraba con cautela a nuestro interlocutor.

—Ah, sí. Estupendo. ¿Están visitando nuestra hermosa ciudad?

—Sí, exacto —admití, y deseé que Helen pusiera una expresión más cordial. La hostilidad podía despertar sospechas.

—Bienvenidos a Estambul —dijo con una sonrisa muy agradable, al tiempo que alzaba su copa de cristal hacia nosotros. Le di las gracias y sonrió—. Perdonen que un desconocido les aborde así, pero ¿qué les ha gustado más de lo que han visto?

—Bien, sería difícil elegir. —Me gustaba su cara. Era imposible no contestar con sinceridad—. Estoy muy asombrado por la forma en que Oriente y Occidente se funden en una sola ciudad.

—Una sabia observación, amigo mío —dijo con afabilidad, al tiempo que se secaba el bigote con una gran servilleta blanca—. Esa mezcla es nuestro tesoro y nuestra maldición. Tengo colegas que se han pasado la vida estudiando Estambul y dicen que nunca tendrán tiempo de explorarla toda, aunque siempre viven aquí. Es un lugar asombroso.

—¿Cuál es su profesión? —pregunté con curiosidad, aunque a juzgar por el silencio de Helen, supuse que me daría un pisotón en cualquier momento.

—Soy profesor de la Universidad de Estambul —contestó en el mismo tono digno.

—¡Oh, qué suerte! —exclamé—. Estamos… —Entonces Helen me aplastó el pie. Calzaba zapatos de tacón alto, como todas las mujeres de su tiempo, y el tacón era bastante afilado—. Estamos encantados de conocerle —terminé—. ¿De qué da clases?

—Mi especialidad es Shakespeare —dijo nuestro nuevo amigo, mientras se servía con prudencia de su ensalada—. Enseño literatura inglesa a nuestros estudiantes de postgrado más avanzados. Son estudiantes valientes, debo admitirlo.

—Es maravilloso —logré articular—. Yo también soy estudiante de postgrado, pero de historia, en Estados Unidos.

—Una rama estupenda —dijo con seriedad el hombre—. Encontrará muchas cosas interesantes en Estambul. ¿Cómo se llama su universidad?

Se lo dije, mientras Helen consumía con semblante grave su cena.

—Una universidad excelente. He oído hablar de ella —observó el profesor. Bebió de su copa y tamborileó con los dedos sobre su libro—. ¡Caramba! —exclamó por fin—. ¿Por qué no viene a ver nuestra universidad, aprovechando su estancia en Estambul? También es una institución venerable, y me encantaría servirles de guía a usted y a su encantadora esposa.

Capté un leve resoplido de Helen y me apresuré a disimularlo.

—Mi hermana… Mi hermana.

—Oh, perdón. —El especialista en Shakespeare inclinó la cabeza en dirección a Helen—. Soy el doctor Turgut Bora, a su servicio.

Nos presentamos, o más bien me presenté yo, porque Helen seguía empecinada en un obstinado silencio. Me di cuenta de que no aprobaba que utilizara mi verdadero apellido, de modo que me apresuré a decir que el suyo era Smith, una torpeza que la enfurruñó todavía más. Todos nos estrechamos la mano, y ya no tuvimos más remedio que invitarle a compartir nuestra mesa.

El hombre protestó cortésmente, pero sólo un momento, y después se sentó con nosotros, acompañado de su ensalada y su copa, que alzó de inmediato.

—Brindo por ustedes y les doy la bienvenida a nuestra hermosa ciudad —entonó—. ¡Salud! —Incluso Helen sonrió un poco, pero siguió sin decir nada—. Tendrá que perdonar mi falta de discreción —le dijo Turgut en tono de disculpa, como si intuyera su cautela—. Es muy poco frecuente que tenga la oportunidad de practicar mi inglés con hablantes nativos.

Aún no se había dado cuenta de que ella no era una hablante nativa, aunque tal vez no se diera cuenta nunca, pensé, porque Helen todavía no había pronunciado ni una palabra.

—¿Cómo llegó a especializarse en Shakespeare? —le pregunté cuando reanudamos la cena.

—¡Ah! —dijo Turgut en voz baja—. Es una extraña historia. Mi madre era una mujer muy poco corriente, una mujer brillante, una gran amante de los idiomas, así como una ingeniera diminuta. —¿Distinguida?, me pregunté—. Estudió en la Universidad de Roma, donde conoció a mi padre. Él, hombre atractivo, era un estudioso del Renacimiento italiano, con una concupiscencia especial por…

En este momento tan interesante, nos interrumpió la aparición de una joven que se asomó a la ventana desde la calle. Aunque nunca había visto ninguna, salvo en fotos, la tomé por una gitana. Era de piel morena y facciones afiladas, vestida con colores chillones, el pelo negro cortado de cualquier manera alrededor de unos ojos oscuros y penetrantes. Podría tener quince o cuarenta años. Era imposible calcular su edad en la cara delgada. Iba cargada con ramos de flores rojas y amarillas, que al parecer nos quería vender. Tiró algunos sobre la mesa y se puso a cantar algo estridente que no entendí. Helen parecía asqueada y Turgut irritado, pero la mujer era insistente. Había empezado a sacar mi cartera con la idea de obsequiar a Helen (en broma, claro) con un ramo turco, cuando la gitana se volvió de repente hacia ella, la señaló con el dedo y lanzó frases airadas. Turgut se sobresaltó, y Helen, por lo general intrépida, se encogió.

Esto pareció resucitar a Turgut. Se había levantado a medias, y con expresión indignada apostrofó a la gitana. No fue difícil comprender su tono y gestos, los cuales la invitaban sin la menor ambigüedad a largarse. Nos fulminó con la mirada a todos y desapareció de repente tal como se había materializado, entre los demás peatones. Turgut volvió a sentarse, miró a Helen sumamente sorprendido, y al cabo de un momento buscó en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un pequeño objeto, que dejó al lado de su plato. Era una piedra azul plana de unos tres centímetros de largo, rodeada de blanco y de un azul más pálido, como el burdo esbozo de un ojo. Helen palideció cuando la vio, y extendió la mano instintivamente para tocarla con el dedo.

—¿Qué demonios está pasando aquí?

No pude reprimir el desasosiego de considerarme excluido.

—¿Qué ha dicho? —Helen habló a Turgut por primera vez—. ¿Estaba hablando en turco o en el idioma de los gitanos? No la entendí.

Nuestro nuevo amigo vaciló, como si no quisiera repetir las palabras de la mujer.

—En turco —murmuró—. Casi no me atrevo a repetírselo. Dijo algo muy grosero. Y extraño. —Estaba mirando a Helen con interés, pero también con algo similar a un destello de miedo, pensé, en sus ojos cordiales—. Utilizó una palabra que no traduciré —explicó poco a poco—. Y después dijo: «Fuera de aquí, hija de lobos rumana. Tú y tu amigo traeréis la maldición del vampiro a nuestra ciudad».

Helen tenía los labios exangües, y reprimí el impulso de coger su mano.

—Una coincidencia —le dije en tono tranquilizador, a lo cual ella reaccionó con una mirada iracunda. Yo estaba hablando demasiado delante del profesor.

Turgut nos miró.

—Esto es muy extraño, amables compañeros —dijo—. Creo que hemos de abundar en el tema sin más dilación.

Casi me había dormido en el asiento del tren, pese al enorme interés de la historia de mi padre. Leer todo esto por primera vez durante la noche anterior me había mantenido despierta hasta tarde, y estaba cansada. Una sensación de irrealidad se apoderó de mí en el soleado compartimiento, y me volví para mirar por la ventanilla las granjas holandesas que iban desfilando. Cuando nos acercábamos y partíamos de cada ciudad, el tren pasaba ante numerosos huertos, verdes bajo el cielo encapotado, los jardines traseros de miles de personas dedicadas a sus asuntos, la parte posterior de sus casas vuelta hacia la vía. Los campos eran de un verde maravilloso, un verde que, en Holanda, empieza a principios de primavera y dura casi hasta que la nieve vuelve a caer, alimentado por la humedad del aire y la tierra, y por el agua que centellea en todas las direcciones a las que mires. Ya habíamos dejado atrás una dilatada región de canales y puentes, y nos encontrábamos entre vacas congregadas en pastos delineados con extrema pulcritud. Una pareja de ancianos de porte digno pedaleaba en una carretera paralela a la vía, engullida al instante siguiente por más pastos. Pronto llegaríamos a Bélgica, y yo sabía por mi experiencia que bastaba una breve siesta para perdértela por completo en este viaje.

Sujetaba con fuerza las cartas en mi regazo, pero mis párpados estaban empezando a rendirse. La mujer de rostro apacible sentada delante de mí ya estaba dormitando, con la revista en la mano. Mis ojos se habían cerrado apenas un segundo, cuando la puerta de nuestro compartimiento se abrió. Se oyó una voz exasperada, y una figura larguirucha se interpuso entre mí y mi ensueño.

—¡Bien, qué descarada eres! Ya me lo imaginaba. Te he buscado en todos los vagones.

Era Barley, que se estaba secando la frente y me miraba con el ceño fruncido.