17

Atenas puso nervioso a mi padre, además de cansarlo. Lo vi con toda claridad nada más pasado un día después de nuestra llegada. Por mi parte, me pareció estimulante. Me gustaban las sensaciones combinadas de decadencia y vitalidad, el tráfico asfixiante y maloliente que daba vueltas alrededor de sus parques, plazas y restos de antiguos monumentos, el Jardín Botánico con un león enjaulado en el centro, la Acrópolis en lo alto, con toldos de restaurantes de aspecto frívolo aleteando alrededor de su base. Mi padre prometió que subiríamos a ver el panorama en cuanto tuviéramos tiempo. Era febrero de 1974, la primera vez en casi tres meses que él viajaba, y me había traído a regañadientes, porque no le gustaba la presencia de los militares en las calles. Yo tenía la intención de disfrutar al máximo de cada momento.

En el ínterin, trabajaba con diligencia en la habitación de nuestro hotel, mirando por una ventana las alturas coronadas de templos, como si pudieran ponerse a volar después de dos mil quinientos años y desaparecer sin que yo los hubiera explorado. Veía las calles, callejas y callejuelas que ascendían hasta la base del Partenón. Sería un paseo largo y lento (estábamos otra vez en un país cálido, donde el verano empezaba pronto), entre casas encaladas y tiendas de albañilería donde servían limonadas, un sendero que desembocaba en antiguos mercados y templos de vez en cuando, y después atravesaba barrios con los techos de tejas. Veía parte de ese laberinto desde la mugrienta ventana. Ascendíamos de una panorámica a otra, veíamos lo que los habitantes del barrio de la Acrópolis veían desde su puerta cada día. Imaginaba desde aquí las vistas de ruinas, edificios municipales, parques semitropicales, calles serpenteantes, iglesias coronadas de oro o de tejas rojas que destacaban en la luz nocturna como rocas de colores diseminadas en una playa grisácea.

Más lejos, veíamos las cordilleras lejanas de edificios de apartamentos, hoteles más nuevos que el nuestro, una extensión de suburbios que habíamos atravesado en tren el día anterior. Más allá, la distancia era excesiva para dar rienda suelta a la imaginación. Mi padre se secó la cara con el pañuelo. Y supe, al mirarle de reojo, que cuando llegáramos a la cumbre no sólo me enseñaría las ruinas antiguas, sino también otro destello de su pasado.

El restaurante que había elegido —dijo mi padre— estaba lo bastante lejos del campus para sentirme fuera del alcance del siniestro bibliotecario (quien no debía abandonar su puesto de trabajo, pero probablemente hacía un alto para comer en algún sitio), pero lo bastante cerca para constituir una proposición razonable, no un lugar solitario donde un asesino múltiple se citaría con una mujer a la que apenas conocía. No estoy seguro de si esperaba que llegaría con retraso, vacilante acerca de mis motivos, pero Helen se me adelantó, de manera que cuando abrí la puerta del restaurante, la vi quitándose su pañuelo de seda azul en un rincón alejado, y también sus guantes blancos. Recuerda que aún vivíamos en una época de complementos encantadores pero poco prácticos, incluso para las universitarias menos feministas. Llevaba el pelo apartado de la cara, de manera que cuando se volvió a mirarme, tuve la sensación de que sus ojos eran todavía más enormes de lo que había pensado el día anterior, en la mesa de la biblioteca.

—Buenos días —dijo con voz fría—. Le he pedido un café, pues sonaba muy fatigado por teléfono.

Esto se me antojó presuntuoso (¿cómo podía diferenciar mi voz fatigada de la descansada, y qué pasaría si mi café llegaba frío?), pero esta vez me presenté y estreché su mano, mientras intentaba disimular mi inquietud. Deseaba interrogarla de inmediato sobre su apellido, pero pensé que sería mejor esperar una buena oportunidad. Sentí su mano suave, seca y fría en la mía, como si aún llevara los guantes. Me senté ante ella, y me arrepentí de no haberme puesto una camisa limpia, aunque fuera a cazar vampiros. Su blusa blanca masculina, severa bajo la chaqueta negra, tenía un aspecto inmaculado.

—¿Por qué pensé que volvería a saber de usted?

Su tono era casi insultante.

—Sé que le parecerá extraño. —Me senté muy tieso y traté de mirarla a los ojos, mientras me preguntaba si podría hacerle todas las preguntas que quería antes de que se levantara y me dejara plantado otra vez—. Lo siento. No se trata de ninguna broma pesada, y no es mi intención molestarla o inmiscuirme en su trabajo.

Ella asintió, como si me siguiera la corriente. Al examinar su rostro, me sorprendió que su apariencia general (y su voz, sin la menor duda) era una mezcla de fealdad y elegancia, lo cual me dio ánimos, como si la revelación la hiciera más humana.

—Esta mañana he descubierto algo extraño —empecé con renovada confianza—. Por eso la llamé sin pensarlo dos veces. ¿Aún conserva el ejemplar de Drácula de la biblioteca?

Fue rápida, pero yo más, puesto que estaba esperando el estremecimiento y la pérdida de color de la cara ya de por sí pálida.

—Sí —dijo con cautela—. ¿Por qué le interesa lo que otra persona pide prestado en la biblioteca?

Hice caso omiso de su cebo.

—¿Arrancó todas las fichas del catálogo pertenecientes a ese libro?

Esta vez su reacción fue sincera y sin disimulos.

—¿Cómo dice?

—Esta mañana fui al fichero para buscar información sobre…, sobre el tema que, al parecer, los dos estamos estudiando. Descubrí que todas las fichas sobre Drácula y Stoker habían sido arrancadas del cajón.

Su rostro se había puesto tenso y me estaba mirando, la fealdad muy cerca de la superficie ahora, los ojos demasiado brillantes. Pero en aquel momento, por primera vez desde la desaparición de Rossi, sentí un alivio infinitesimal de mi carga, un desplazamiento del peso de la soledad. Ella no se había reído de mi melodrama, como habría podido llamarlo, ni había fruncido el ceño, perpleja. Lo más importante: no había astucia en su expresión, nada que indicara que estaba hablando con una enemiga. Su rostro sólo registró una emoción, máximo que se permitió: un destello fugaz de miedo.

—Las fichas estaban en su sitio ayer por la mañana —dijo poco a poco, como si dejara un arma sobre la mesa y se preparara para hablar—. Primero busqué Drácula, y había una entrada, sólo un ejemplar. Después me pregunté si tendrían otras obras de Stoker, y también las busqué. Había algunas entradas bajo su nombre, incluyendo una de Drácula.

El indiferente camarero del restaurante dejó los cafés sobre la mesa, y Helen acercó el suyo sin mirarlo. Pensé en Rossi con repentina añoranza, cuando nos servía un café muchísimo mejor que ése, parte de su exquisita hospitalidad. Oh, tenía que hacer más preguntas a esa extraña joven.

—Es evidente que alguien no quiere que usted, yo, o quien sea tome prestado ese libro —indiqué. Lo dije en voz baja, sin dejar de observarla.

—Eso es lo más ridículo que he oído en mi vida —replicó con brusquedad ella, al tiempo que añadía azúcar en el café y lo removía. No obstante, no parecía muy convencida de sus propias palabras, de manera que insistí.

—¿Aún conserva el libro?

—Sí. —Su cuchara cayó con un estruendo iracundo—. Está en mi bolso.

Bajó la vista y observé a su lado el maletín que llevaba el día anterior.

—Señorita Rossi —dije—, le ruego que me disculpe, y temo que voy a parecer un maníaco, pero creo que la posesión de ese libro comporta cierto peligro, pues es evidente que alguien desea que usted no lo tenga.

—¿Por qué cree eso? —contestó sin mirarme a los ojos—. ¿Quién cree que es esa persona?

Un leve rubor se había extendido sobre sus pómulos una vez más, y miró su taza con aspecto culpable. Era la única forma de describirlo: su aspecto era claramente culpable. Me pregunté horrorizado si no estaría confabulada con el vampiro: la novia de Drácula, pensé espantado, y las sesiones matinales cinematográficas de los domingos me asaltaron con veloces fotogramas. El pelo oscuro encajaría, el fuerte acento inidentificable, los labios como una mancha de moras sobre la piel pálida, la elegante indumentaria blanca y negra. Aparté esa idea de mi mente con firmeza. Era una fantasía, propia de mi estado de ánimo agitado.

—¿Conoce a alguien que querría apartarla de ese libro?

—Pues sí, la verdad, pero no es asunto suyo. —Me fulminó con la mirada y se concentró en su café—. ¿Por qué anda en busca de ese libro? Si quería mi número de teléfono, ¿por qué no se limitó a pedírmelo, sin tantas alharacas?

Esta vez fui yo quien se ruborizó. Hablar con esa mujer era como recibir una serie de bofetadas, asestadas de una manera arrítmica para que no pudieras adivinar cuándo iba a llegar la siguiente.

—No tenía la menor intención de pedirle su número de teléfono hasta que me di cuenta de que habían arrancado esas fichas del archivador, y se me ocurrió que usted sabría algo al respecto —dije tirante—. Necesitaba muchísimo el libro, así que fui a la biblioteca para saber si tenían un segundo ejemplar y poder utilizarlo.

—Y como no lo tenían —dijo ella con vehemencia—, encontró la excusa perfecta para llamarme. Si quería mi libro, ¿por qué no lo reservó?

—Lo necesito ya —repliqué.

Su tono empezaba a exasperarme. Era muy posible que estuviéramos metidos en un lío grave, y ella estaba hablando de nuestro encuentro como si fuera una excusa por mi parte para obtener una cita, cosa que no era cierta. Me recordé que ella no podía saber en qué espantosa situación me hallaba. Después se me ocurrió que, si le contaba toda la historia, tal vez no pensara que estaba loco, aunque podía ponerla en un peligro todavía mayor. Suspiré en voz alta sin querer.

—¿Intenta intimidarme para que le dé el libro? —Su tono era un poco más suave, y capté el humor que hizo temblar su enérgica boca—. Creo que sí.

—No, de ninguna manera, pero me gustaría saber quién cree que se opone a que haya pedido prestado el libro.

Dejé mi taza sobre la mesa y la miré.

Movió los hombros inquieta bajo la lana ligera de su chaqueta. Vi un pelo largo pegado a la solapa, una hebra de su oscuro cabello, pero que lanzaba destellos cobrizos sobre la tela negra. Dio la impresión de que estaba meditando antes de decir algo.

—¿Quién es usted? —preguntó de repente.

Tomé la pregunta en su sentido académico.

—Soy estudiante de posgrado, de la rama de historia.

—¿Historia?

Fue una interrupción veloz, casi airada.

—Estoy escribiendo mi tesis sobre el comercio holandés en el siglo diecisiete.

—Ah. —Permaneció en silencio un momento—. Yo soy antropóloga —dijo por fin—, pero también me interesa mucho la historia. Estudio las costumbres y tradiciones de los Balcanes y la Europa Central, sobre todo de mi nativa… —su voz bajó un poco de volumen, pero con tristeza, no en tono de secretismo—, de mi nativa Rumanía.

Esta vez fui yo quien dio un respingo. Esto era cada vez más peculiar.

—¿Por eso quería leer Drácula? —pregunté.

Su sonrisa me sorprendió (blanca, uniforme, los dientes algo pequeños para una cara de rasgos tan marcados, los ojos brillantes). Después apretó los labios de nuevo.

—Supongo que podría decirse así.

—No está contestando a mi pregunta —señalé.

—¿Debería hacerlo? —Se encogió de hombros—. Es usted un completo desconocido, y encima quiere llevarse mi libro.

—Puede que esté en peligro, señorita Rossi. No intento amenazarla, sino que hablo muy en serio.

Sus ojos se entornaron.

—Usted también está ocultando algo —dijo—. Hablaré si usted habla.

Yo nunca había visto, conocido ni hablado a una mujer así. Era combativa sin flirtear ni un ápice. Tuve la sensación de que sus palabras eran un estanque de agua fría, en el cual me zambullía sin pararme a pensar en las consecuencias.

—De acuerdo. Usted contesta antes a mi pregunta —dije, imitando su tono—. ¿Quién cree que se opone a que el libro se halle en su posesión?

—El profesor Bartholomew Rossi —replicó con voz sarcástica, áspera—. Usted estudia historia. Puede que haya oído hablar de él.

Me quedé patidifuso.

—¿El profesor Rossi? ¿Qué…? ¿Qué quiere decir?

—Yo he contestado a su pregunta —dijo. Se enderezó, ajustó su chaqueta y colocó un guante sobre el otro, una vez más, como si hubiera finalizado una tarea. Me pregunté por un momento si estaba disfrutando del efecto que sus palabras habían obrado en mí al verme tartamudear—. Ahora hábleme de ese melodrama sobre el peligro que supone un libro.

—Señorita Rossi —dije—, se lo diré. Lo que pueda. Pero haga el favor de explicarme cuál es su relación con el profesor Bartholomew Rossi.

La mujer se inclinó, abrió la bolsa donde guardaba el libro y sacó un estuche de piel.

—¿Le importa si fumo? —Por segunda vez, vi aquella desenvoltura masculina que parecía apoderarse de ella cuando dejaba a un lado sus gestos defensivos femeninos—. ¿Le apetece uno?

Negué con la cabeza. Detestaba los cigarrillos, aunque casi habría aceptado uno de aquella suave mano. Inhaló el humo sin florituras, como una experta.

—No sé por qué cuento esto a un desconocido —dijo en tono pensativo—. Supongo que me afecta la soledad de este lugar. Apenas he hablado con nadie desde hace dos meses, salvo sobre trabajo. Usted no me parece un chismoso, aunque bien sabe Dios que mi departamento está lleno de ellos. —Oí que su acento tomaba forma bajo las palabras, que pronunció con suave resentimiento—. Pero si cumple su promesa… —Apareció de nuevo la mirada dura. Se estiró, con el cigarrillo sobresaliendo de manera desafiante de su mano—. Mi relación con el famoso profesor Rossi es muy sencilla. O debería serlo. Es mi padre. Conoció a mi madre mientras estaba en Rumanía buscando información sobre Drácula.

Mi café se derramó sobre la mesa, sobre mi regazo, sobre la pechera de mi camisa (que de todos modos no estaba demasiado limpia), y salpicó su mejilla. Se secó con una mano y me miró.

—Santo Dios, lo siento, lo siento.

Intenté limpiar el desastre, con la ayuda de las dos servilletas.

—Esto sí que le ha sorprendido —dijo sin moverse—. Debe conocerle, pues.

—Sí —admití—. Es el director de mi tesis. Pero nunca me habló de Rumanía, ni de que… tenía una familia.

—No la tiene. —La frialdad de su voz me atravesó como un cuchillo—. Yo no le conozco, aunque supongo que ya sólo es cuestión de tiempo. —Se reclinó en la silla y hundió los hombros, como desafiándome a acercarme—. Le he visto una vez desde lejos, en una conferencia. Imagínese usted, ver a tu padre por primera vez desde lejos, así.

Yo había convertido las servilletas en un montón de tela empapada, y lo aparté todo a un lado, montón, café, taza, cuchara.

—¿Por qué?

—Es una historia muy rara —dijo. Me miró, pero no como abstraída. Daba la impresión de estar estudiando mis reacciones—. De acuerdo. Es una historia de un romance pasajero. —Esto sonó extraño con su acento, aunque no se me ocurrió sonreír—. Quizá no sea tan rara. Conoció a mi madre en el pueblo de ella, disfrutó un tiempo de su compañía y se fue al cabo de unas semanas, dejando una dirección de Inglaterra. Después de marcharse, mi madre descubrió que estaba embarazada, y después, su hermana, que estaba en Hungría, la ayudó a huir antes de que yo naciera.

—Nunca me dijo que había estado en Rumanía —dije con voz ronca.

—No me sorprende. —La mujer fumó con amargura—. Es lo mismo que me dijo mi madre. Le escribió desde Hungría a la dirección que había dejado, y le habló de mí, su hija. Él contestó diciendo que no tenía ni idea de quién era ella o de cómo había encontrado su nombre, y que nunca había estado en Rumanía. ¿Puede imaginar algo tan cruel?

Clavó en mí sus ojos, enormes y negros como el carbón.

—¿En qué año nació?

No se me ocurrió pedir perdón antes de hacer esta pregunta a una dama. Era tan diferente a todas las que había conocido que no parecía posible aplicarle las reglas habituales.

—En 1931 —anunció—. En una ocasión, mi madre me llevó unos días a Rumanía, antes incluso de que yo supiera algo sobre Drácula, pero ni siquiera entonces ella quiso regresar a Transilvania.

—Dios mío —susurré inclinándome sobre la cubierta de formica—. Dios mío. Pensaba que me lo había contado todo, pero no me habló de esto.

—¿Qué le contó? —preguntó con brusquedad.

—¿Por qué no se ha reunido con él? ¿No sabe que usted está aquí?

Me miró de una forma extraña, pero contestó sin más dilación.

—Supongo que podríamos decir que es una especie de juego. Una fantasía mía. —Hizo una pausa—. No me iba nada mal en la Universidad de Budapest. De hecho, me consideraban un genio.

Lo anunció casi con modestia. Su inglés era fenomenalmente bueno, me di cuenta por primera vez, sobrenaturalmente bueno. Tal vez sí que era un genio.

—Mi madre no terminó la escuela primaria, aunque le parezca increíble, si bien recibió más educación en una época posterior de su vida, pero yo iba a la universidad a los dieciséis años. Mi madre me habló de mi herencia paterna, por supuesto, y conocemos los notables libros del profesor Rossi incluso en las lóbregas profundidades del bloque socialista: la civilización minoica, los cultos religiosos mediterráneos, la era de Rembrandt. Como escribió con simpatía sobre el socialismo británico, nuestro Gobierno permite la distribución de sus obras. Estudié inglés en el instituto. ¿Quiere saber por qué? Para leer la asombrosa obra del doctor Rossi en su lengua original. Tampoco fue muy difícil averiguar dónde estaba. Vi el nombre de la universidad en las solapas de sus libros, y me juré que iría allí algún día. Lo pensé todo concienzudamente. Establecí los contactos políticos pertinentes. Empecé fingiendo que quería estudiar la gloriosa revolución laborista en Inglaterra. Y cuando llegó el momento, pude escoger una beca. Gozamos de cierta libertad en Hungría en los últimos tiempos, aunque, ya que hablamos de empaladores, todo el mundo se pregunta durante cuánto tiempo más seguirán permitiendo los soviéticos esa libertad. En cualquier caso, fui a Londres por primera vez para pasar seis meses, y después me concedieron una beca para venir aquí, hace cuatro meses.

Exhaló una espiral de humo gris, pensativa, sin dejar de mirarme. Se me ocurrió que Helen Rossi corría más peligro de ser perseguida por los gobiernos comunistas, a los que se refería con tanto cinismo, que por Drácula. Tal vez ya había desertado a Occidente. Tomé nota mentalmente de preguntárselo más adelante. ¿Más adelante? ¿Qué había sido de su madre? ¿Se había inventado todo en Hungría, con el objetivo de anclarse a la reputación de un famoso académico occidental?

Helen estaba siguiendo su propia línea de pensamiento.

—¿No le parece bonita la película? La hija perdida resulta ser un genio, encuentra a su padre, feliz reunión. —La amargura de su tono revolvió mi estómago—. Pero no era eso lo que tenía en mente. He venido para que oiga hablar de mí, como por accidente. Mis publicaciones, mis conferencias. Veremos si entonces puede esconderse de su pasado, hacer caso omiso de mí como lo hizo de mi madre. Y sobre lo de Drácula… —Me apuntó con el cigarrillo—. Mi madre, bendita sea su sencilla alma por pensar en eso, me dijo algo al respecto.

—¿Qué? —pregunté con voz débil.

—Me habló de la investigación especial de Rossi sobre el tema. No supe nada de eso hasta el verano pasado, antes de venir a Londres. Fue así como se conocieron. Él iba preguntando por el pueblo acerca del mito de los vampiros, y ella sabía algo de los vampiros locales por su padre y sus compinches. En ese ambiente, un hombre solo no aborda en público a una chica joven así como así, pero supongo que no se le ocurrió nada más. Es historiador, ya sabe, no antropólogo. Estaba en Rumanía buscando información sobre Vlad el Empalador, nuestro querido conde Drácula. ¿Y no le parece extraño —se inclinó hacia delante de repente, y acercó su cara a la mía más que nunca, pero con ferocidad, no para seducirme—, no le parece de lo más raro que no haya publicado nada sobre el tema? Nada de nada, como sin duda sabrá. ¿Por qué?, me pregunté. ¿Por qué el famoso explorador de territorios históricos, y de mujeres, al parecer, puesto que quién sabe cuántas otras hijas geniales habrá abandonado por ahí, no ha publicado nada sobre esta investigación tan peculiar?

—¿Por qué? —pregunté sin moverme.

—Yo se lo diré. Porque lo está reservando para una grande finale. Es su secreto, su pasión. ¿Por qué, si no, iba a guardar silencio un erudito? Pero le aguarda una sorpresa. —Su adorable sonrisa era como una mueca esta vez, y no me gustó—. No se creerá cuánto terreno he cubierto en un año, desde que me enteré de su pequeña afición. No me he puesto en contacto con el profesor Rossi, pero me he encargado de que el departamento se haya enterado de mi erudición. Qué vergüenza supondrá para él que otra persona publique antes la obra definitiva sobre el tema, alguien de su mismo apellido. Es hermoso. Hasta adopté su apellido cuando llegué, un nom-de-plume académico, como si dijéramos. Además, en el bloque socialista no nos gusta que otra gente robe nuestra herencia y haga comentarios al respecto. No suelen entenderla bien.

Debí de gruñir en voz alta, porque la joven hizo una pausa y me miró con el ceño fruncido.

—Cuando acabe este verano, sabré más que nadie en el mundo sobre la leyenda de Drácula. Quédese con su libro, por cierto. —Abrió de nuevo la bolsa y lo dejó caer sobre la mesa con un ruido horrible entre ambos—. Sólo estaba comprobando algo ayer, y no tenía tiempo de ir a casa a buscar mi ejemplar. Como ve, ni siquiera lo necesito. Sólo es literatura, en cualquier caso, y me conozco el maldito asunto casi de memoria.

Mi padre miró a su alrededor como lo haría un hombre perdido en un sueño. Llevábamos de pie en la Acrópolis un cuarto de hora sin decir nada, con los pies plantados sobre aquella cumbre de la civilización antigua. Yo estaba admirada por las columnas musculosas que se alzaban sobre nosotros, y sorprendida al descubrir que la vista más lejana era un horizonte montañoso, largas cordilleras resecas que se cernían sobre la ciudad a esa hora del crepúsculo. Pero cuando empezamos a bajar, y salió de su ensueño para preguntar si me gustaba el gran panorama, tardé un minuto en concentrarme y contestar. Había estado pensando sobre la noche anterior.

Había ido a su cuarto un poco más tarde de lo habitual para que repasara mis deberes de álgebra, y le había encontrado escribiendo, reflexionando sobre los documentos del día, como hacía con frecuencia por las noches. Estaba sentado muy inmóvil, con la cabeza inclinada sobre el escritorio, encorvado sobre los papeles, no erguido y pasando las páginas con su habitual eficiencia. Desde la puerta yo podía saber si estaba repasando algo que acababa de escribir, concentrado, casi sin verlo, o si estaba esforzándose por no dormirse. Su forma arrojaba una gran sombra sobre la pared desnuda de la habitación, la figura de un hombre inclinado sobre otro escritorio, más oscuro. De no saber lo cansado que estaba, si no hubiera reconocido la forma familiar de sus hombros encorvados sobre la página, tal vez por un segundo habría pensado, de no conocerle, que estaba muerto.