Era a principios de diciembre, estábamos de viaje otra vez y la lasitud de nuestros periplos veraniegos por el Mediterráneo parecía muy lejana. El viento del Adriático estaba revolviendo mi pelo una vez más, y me gustaba la sensación, su torpe rudeza. Era como si una bestia de pesadas patas gateara sobre todo cuanto había en el puerto, agitara con brusquedad las banderas izadas en la fachada del moderno hotel y estirara las ramas superiores de los plátanos del paseo.
—¿Qué? —grité. Mi padre dijo algo ininteligible y señaló el último piso del palacio del emperador. Ambos echamos la cabeza hacia atrás para mirar.
La elegante fortaleza de Diocleciano se alzaba sobre nosotros, iluminada por el sol de la mañana, y por poco pierdo el equilibrio al empinarme para ver su parte superior. Habían llenado muchos de los espacios que separaban sus hermosas columnas (a menudo gente que había dividido el edificio para crear apartamentos, me había explicado antes mi padre), de manera que un batiburrillo de piedra, en gran parte mármol cortado por los romanos, saqueado de otros edificios, brillaba sobre toda la extraña fachada. El agua o los terremotos habían abierto algunas grietas en la fachada. Pequeñas plantas tenaces, incluso algunos árboles, sobresalían de las fisuras. El viento agitaba los anchos cuellos de las camisas de los marineros que paseaban por el muelle en grupos de dos y tres, y sus rostros del color del latón contrastaban con los uniformes blancos y el corto pelo oscuro, que brillaba como arbustos de alambre. Seguí a mi padre alrededor del perímetro del edificio, sobre nueces negras caídas y el mantillo de los sicomoros, hasta la plaza bordeada de monumentos que había detrás, que olía a orina. Delante de nosotros se elevaba una fantástica torre, abierta a los vientos y adornada como un trozo de pastel, una tarta de boda alta y delgada. Aquí había menos ruido, y pudimos dejar de gritar.
—Siempre he querido ver esto —dijo mi padre con voz normal—. ¿Te gustaría subir arriba del todo?
Yo fui la primera en subir con entusiasmo los peldaños de acero. En el mercado al aire libre próximo al muelle, que divisaba de vez en cuando a través de un marco de mármol, los árboles se habían teñido de un tono castaño dorado, de manera que los cipreses alineados junto al agua parecían más negros que verdes. A medida que subíamos se podía ver el agua azul marino del puerto, las diminutas formas de los marineros de permiso que paseaban entre las terrazas de los cafés. La lejana tierra curva, que se extendía más allá de nuestro gran hotel apuntaba como una flecha a la región interior del mundo de habla eslava, cuya avalancha de distensión pronto atraería a mi padre.
Nos paramos a recuperar el aliento justo debajo del tejado de la torre. Sólo una plataforma de hierro nos suspendía sobre el abismo. Desde el punto donde estábamos podíamos ver el suelo a través de la telaraña de peldaños de acero trenzados que acabábamos de subir. El mundo que nos rodeaba se extendía más allá de las aberturas enmarcadas en piedra, todas lo bastante bajas para que un turista desprevenido se precipitara al patio de losas desde nueve pisos de altura. Elegimos un banco en el centro, miramos hacia el agua y nos sentamos tan inmóviles que entró un vencejo, con las alas arqueadas para protegerse del fuerte viento marino, y desapareció bajo el alero. Llevaba algo brillante en el pico, algo que captó el resplandor del sol cuando se alejó del agua.
La mañana siguiente de terminar de leer los papeles de Rossi —dijo mi padre— me desperté temprano. Nunca me alegré tanto de ver la luz del sol como aquella mañana. Mi primera y triste ocupación fue enterrar a Rembrandt. Después, no me costó ningún trabajo llegar a la biblioteca justo cuando estaban abriendo las puertas. Quería prepararme durante todo el día para la noche, el siguiente embate de la oscuridad. Durante muchos años la noche había sido cordial conmigo, el capullo de silencio en el que leía y escribía. Ahora era una amenaza, un peligro inevitable del que sólo me separaban unas pocas horas. Era posible que pronto me embarcara en un viaje, con todos los preparativos que conllevaba. Sería un poco más fácil, pensé con tristeza, si supiera adonde ir.
Reinaba un gran silencio en el vestíbulo principal de la biblioteca, salvo por el eco de los pasos de los bibliotecarios que iban a ocuparse de sus asuntos. Algunos estudiantes ya habían llegado para gozar de paz y silencio durante media hora, como mínimo. Entré en el laberinto del fichero, abrí mi libreta y empecé a sacar los cajones que necesitaba. Había varios catálogos de los Cárpatos, uno de folclore transilvano. Un libro sobre vampiros, leyendas de la tradición egipcia. Me pregunté qué tendrían en común los vampiros de todo el mundo. ¿Se parecían los vampiros egipcios a los vampiros de Europa del Este? Era un estudio adecuado para un arqueólogo, no para mí, pero de todos modos copié el número de catálogo del libro sobre la tradición egipcia.
Después busqué «Drácula». Temas y títulos estaban mezclados en el catálogo: entre «Drab-Ali el Grande» y «Dragones, Asia» habría al menos una entrada: la ficha de Drácula de Bram Stoker, el libro que había visto que tenía la joven de cabello oscuro el día anterior. Tal vez la biblioteca poseía dos ejemplares del clásico. Lo necesitaba en ese mismo instante. Rossi había dicho que era la destilación de las investigaciones de Stoker sobre el mito de los vampiros, y tal vez contendría sugerencias de protección que podría utilizar. No había ni una sola entrada bajo «Drácula», ni una. No había esperado que la leyenda fuera un tema capital, pero ese libro debería estar catalogado en algún sitio.
Entonces reparé en lo que había entre «Drab-Ali» y «Dragones». Un pequeño fragmento de papel retorcido en el fondo del cajón demostraba sin la menor duda que habían arrancado al menos una ficha. Corrí al cajón de «St». Tampoco aparecían entradas de «Stoker», solo nuevas señales de un robo apresurado. Me senté en el taburete de madera más cercano. Esto era demasiado extraño. ¿Por qué iba alguien a arrancar esas fichas en particular?
La chica morena era la última que había sacado el libro, eso lo sabía. ¿Había querido borrar las pruebas de lo que había retirado? Pero si quería robar o esconder el ejemplar, ¿por qué lo había leído en público, en mitad de la biblioteca? Otra persona había robado las fichas, tal vez alguien (pero ¿por qué?) interesado en que nadie localizara el libro. Lo había hecho con prisas, sin eliminar las huellas de su fechoría. Reflexioné. El fichero era sacrosanto en la biblioteca. Cualquier estudiante que dejaba un cajón sobre una mesa y era pillado en falta recibía un severo sermón de los empleados o los bibliotecarios. Cualquier violación del catálogo tendría que haberse hecho a toda prisa, sin la menor duda, en uno de los escasos momentos en que no hubiera nadie cerca o en que el bibliotecario mirara en otra dirección. Si la joven no había cometido el delito, tal vez ignoraba que otra persona no quería que el libro fuera solicitado. Era probable que todavía se hallara en su posesión. Casi corrí hacia el escritorio principal.
La biblioteca, construida en estilo neogótico en la época en que Rossi estaba terminando sus estudios en Oxford (donde estaba rodeado de un gótico auténtico, por supuesto), siempre se me había antojado hermosa y cómica a la vez. Para llegar al mostrador de préstamos tenía que recorrer una larga nave de catedral. El mostrador ocupaba el lugar donde estaría emplazado el altar mayor de una auténtica catedral. Bajo un mural de Nuestra Señora (del Conocimiento, supongo) vestida de azul cielo, con los brazos cargados de volúmenes celestiales. Sacar un libro allí estaba impregnado de toda la santidad de tomar la comunión. Ese día se me antojaba la más cínica de las bromas, por lo cual hice caso omiso del rostro soso y poco colaborador de Nuestra Señora cuando hablé a la bibliotecaria, al tiempo que procuraba disimular mi irritación.
—Estoy buscando un libro que no se encuentra en los estantes en este momento —empecé—, y me pregunto si alguien lo tiene o está a punto de devolverlo.
La bibliotecaria, una mujer menuda y hosca de unos sesenta años, alzó la vista de su trabajo.
—El título, por favor —dijo.
—Drácula, de Bram Stoker.
—Un momento, por favor. Voy a ver si está. —Miró en un fichero pequeño, con el rostro inexpresivo—. Lo siento. Está en préstamo.
—Qué pena —dije con vehemencia—. ¿Cuándo lo devolverán?
—Dentro de tres semanas. Lo sacaron ayer.
—Temo que no puedo esperar tanto tiempo. Estoy dando un curso…
Éstas solían ser las palabras mágicas.
—Puede reservarlo, si quiere —repuso con frialdad la bibliotecaria. Desvió su cabeza gris, como si quisiera reanudar su trabajo.
—Tal vez lo ha pedido uno de mis estudiantes, para leerlo antes del curso. Si me da su nombre, me pondré en contacto con él.
La mujer me miró con los ojos entornados.
—No solemos hacer eso —dijo.
—Se trata de una situación excepcional —confesé—. Seré sincero con usted. Debo utilizar una parte de ese libro para preparar el examen que les voy a poner y… Bien, presté mi ejemplar a un estudiante que lo ha extraviado. Fue culpa mía, pero ya sabe lo que pasa con los estudiantes. Tendría que haberlo pensado dos veces.
El rostro de la bibliotecaria se suavizó, y casi me miró con compasión.
—Es terrible, ¿verdad? —dijo moviendo la cabeza—. Perdemos un montón de libros cada trimestre, estoy segura. Bien, déjeme ver si puedo conseguirle el nombre, pero no vaya diciendo por ahí que le he hecho este favor, ¿eh?
Buscó en un archivador que había a su espalda, mientras yo meditaba sobre la duplicidad que había descubierto de repente en mi propia naturaleza. ¿Cuándo había aprendido a mentir con tal desenvoltura? Me produjo una inquietante sensación de placer. Reparé en que había otro bibliotecario detrás del gran mostrador. Se había acercado más y me estaba observando. Era un hombre delgado de edad madura al que había visto con frecuencia, sólo un poco más alto que su colega y vestido desastradamente con una chaqueta de tweed y una corbata manchada. Tal vez porque le había visto antes me sorprendió el cambio obrado en su apariencia. Tenía la cara demacrada y chupada, como si estuviera muy enfermo.
—¿Puedo ayudarle? —dijo de pronto, como si sospechara que pudiera robar algo del mostrador si no me atendían al instante.
—Oh, no, gracias. —Indiqué la espalda de la bibliotecaria—. Ya me están atendiendo.
—Entiendo.
Se apartó al tiempo que la mujer volvía con una hoja de papel, que puso delante de mí. Y entonces no supe dónde mirar. El papel bailaba ante mis ojos, pero el segundo bibliotecario, que se había dado media vuelta y se había inclinado para examinar unos libros que habían devuelto al mostrador y estaban esperando el momento de volver a sus estantes, se agachó para posar su vista miope sobre ellos, y entonces su cuello quedó al descubierto un momento por encima del de la camisa y vi dos pequeñas heridas costrosas de aspecto sucio, con un poco de sangre seca que formaba un feo encaje sobre la piel justo debajo. Después se incorporó y se alejó con los libros.
—¿Es esto lo que quería? —me estaba preguntando la bibliotecaria. Miré el papel que me estaba mostrando—. Como ve, es el resguardo de Bram Stoker, Drácula. Sólo tenemos un ejemplar.
El desaliñado bibliotecario dejó caer un libro al suelo, y el ruido resonó en la cavernosa nave. Se incorporó y me miró, y nunca había visto (o hasta aquel momento nunca había visto) una mirada humana tan henchida de odio y cautela.
—Es lo que usted quería, ¿verdad? —insistió la bibliotecaria.
—Oh, no —dije pensando a toda prisa—. Creo que me ha entendido mal. Estoy buscando la Historia de la decadencia y caída del imperio romano de Gibbon. Le dije que voy a dar un curso sobre el libro y necesitamos más ejemplares.
La mujer frunció el ceño.
—Pero yo creí…
Detestaba sacrificar sus sentimientos, incluso en ese desagradable momento, cuando me había tratado tan bien.
—No pasa nada —dije—. Quizá no he buscado bien. Volveré a mirar el catálogo.
En cuanto pronuncié la palabra «catálogo», supe que había perdido mi nueva influencia. Los ojos del alto bibliotecario se entornaron todavía más y movió la cabeza apenas, como un animal que siguiera los movimientos de su presa.
—Muchísimas gracias —murmuré cortésmente, y me alejé, sintiendo aquellos ojos penetrantes clavados en mi nuca mientras recorría el largo pasillo. Fingí examinar el catálogo un momento, y después cerré el maletín y salí decidido por la puerta principal, por la que los fieles ya estaban afluyendo en manadas para estudiar. Encontré un banco iluminado por el sol, y apoyé la espalda contra una pared neogótica, desde donde podía ver a toda la gente que entraba y salía. Necesitaba sentarme cinco minutos para pensar. La reflexión, predicaba siempre Rossi, debía ocupar el tiempo pertinente.
Sin embargo, había demasiadas cosas que asimilar. En aquel momento de confusión no sólo había visto el cuello herido del bibliotecario, sino también el nombre de la usuaria de la biblioteca que ha tomado prestado Drácula antes que yo. Se llamaba Helen Rossi.
El viento era frío y cada vez más fuerte. Mi padre se detuvo y sacó de bolsa de la cámara dos impermeables, uno para cada uno. Los guardaba muy bien enrollados para que cupieran con el equipo fotográfico, el sombrero de lona y un pequeño botiquín de primeros auxilios. Sin hablar, nos los pusimos encima de nuestras chaquetas cruzadas y continuamos.
Sentado bajo el sol de finales de primavera, mientras veía cómo la universidad despertaba a sus actividades habituales, experimenté una repentina envidia de todos aquellos estudiantes de aspecto corriente que iban de un lado a otro. Pensaban que el examen del día siguiente era un serio desafío, o que la política del departamento constituía un drama increíble, reflexioné con amargura. Ninguno de ellos hubiera podido comprender mi apuro, ni ayudarme a salir de él. De pronto, sentí la soledad de estar fuera de mi institución, de mi universo, una abeja obrera expulsada de la colmena. Y este estado de cosas, comprendí con sorpresa, se había producido en menos de cuarenta y ocho horas.
Tenía que pensar con claridad y rapidez. En primer lugar, había observado lo que el propio Rossi había denunciado. Alguien ajeno a la amenaza inmediata que acechaba a Rossi (en este caso un bibliotecario sucio de aspecto excéntrico) había sido mordido en el cuello. Supongamos, me dije, y casi me reí de la ridiculez de lo que empezaba a creer, supongamos que un vampiro mordió a nuestro bibliotecario, y hace muy poco. Rossi había desaparecido de su despacho (con derramamiento de sangre, me recordé) tan sólo dos noches antes. Daba la impresión de que Drácula, si andaba suelto, tenía predilección no sólo por lo mejor del mundo académico (me acordé del pobre Hedges), sino también por los bibliotecarios, los archivistas. No (me senté muy tieso tras ver la pauta), tenía predilección por aquellos que manipulaban archivos relacionados con su leyenda. Primero teníamos a aquel burócrata que se había apoderado del mapa de Rossi en Estambul. También al investigador del Smithsonian, pensé, al recordar la última carta de Rossi. Y, por supuesto, amenazado desde el primer momento, al propio Rossi, quien poseía un ejemplar de «uno de esos bonitos libros» y había examinado otros documentos, posiblemente importantes. Y después al bibliotecario, aunque yo no tenía pruebas de que hubiera manejado ningún documento relacionado con Drácula. Y por fin… ¿yo?
Recogí mi maletín y corrí a una cabina telefónica cercana al refectorio de los estudiantes.
—Información de la universidad, por favor. —Nadie me había seguido, por lo que yo podía ver, pero cerré la puerta y vigilé a los transeúntes—. ¿Consta inscrita una tal señorita Helen Rossi? Sí, estudiante de posgrado —aventuré.
La operadora de la universidad era lacónica. La oí mover papeles con parsimonia.
—Tenemos a una H. Rossi en el dormitorio femenino de posgrado.
—Esa es. Muchísimas gracias. —Apunté el número y marqué de nuevo. Contestó un ama de llaves, de voz penetrante y protectora.
—¿La señorita Rossi? ¿Quién llama, por favor?
Oh, Dios. No había pensado en eso.
—Su hermano —me apresuré a contestar—. Me dijo que la localizaría en este número.
Oí pasos que se alejaban del teléfono, otros más firmes que se acercaban, el roce de una mano al levantar el auricular.
—Gracias, señorita Lewis —dijo una voz lejana, a modo de despedida. Después habló en mi oído y escuché el tono bajo y enérgico que recordaba de la biblioteca—. No tengo ningún hermano —dijo. Sonó como una advertencia, no como una mera información—. ¿Quién es usted?
Mi padre se frotó las manos para calentarlas, y las mangas de su chaqueta crujieron como papel de seda. Helen, pensé, aunque no osé repetir el nombre en voz alta. Era un nombre que siempre me había gustado. Me evocaba algo hermoso y valiente, como la portada prerrafaelita que plasmaba a Helena de Troya en mi ejemplar de La Ilíada para niños, que tenía en mi casa de Estados Unidos. Por encima de todo, había sido el nombre de mi madre, un tema del que mi padre nunca hablaba.
Le miré fijamente, pero ya estaba volviendo a hablar.
—Un té caliente en uno de esos cafés de ahí abajo —dijo—. Eso es lo que necesito. ¿Qué opinas?
Observé por primera vez en su cara (la cara hermosa y discreta de un diplomático), las espesas ojeras que dotaban a su nariz de una apariencia de haber sido estrujada en la base, como si nunca durmiera bastante. Se levantó y estiró, y después nos asomamos a cada una de las vistas enmarcadas por última vez. Me retuvo un poco, como temeroso de que fuera a caer.