En mi siguiente visita a la biblioteca de Amsterdam, descubrí que el señor Binnerts me había buscado algunas cosas durante mi ausencia. Cuando entré en la sala de lectura, directamente desde el colegio, con la bolsa de libros todavía a la espalda, me miró con una sonrisa.
—Aquí estás —dijo en su hermoso inglés—. Mi joven historiadora. Tengo algo para ti, para tu proyecto. —Le seguí hasta su escritorio y sacó un libro—. No es un libro tan antiguo —dijo—, pero contiene algunas historias muy viejas. No constituyen una lectura alegre, querida mía, pero tal vez te ayudarán a redactar tu trabajo.
El señor Binnerts me acomodó en una mesa, y miré agradecida como se alejaba con pasos pausados. Resultaba conmovedor que me confiaran algo terrible.
El libro se titulaba Cuentos de los Cárpatos, un deslustrado tomo del siglo XIX publicado de manera privada por un coleccionista inglés llamado Robert Digby. El prefacio de Digby resumía sus andanzas entre montañas feroces e idiomas todavía más feroces, aunque también había acudido a fuentes rusas y alemanas para ayudarse en su trabajo. Sus cuentos también poseían un sonido feroz, y la prosa era bastante romántica, pero cuando los examiné mucho después descubrí que sus versiones eran mejores al compararlas con las de posteriores coleccionistas y traductores. Había dos cuentos sobre el «príncipe Drácula», y los leí con ansia. El primero narraba cómo se refocilaba Drácula extramuros entre los cadáveres de sus súbditos empalados. Un día, leí, un criado se quejó delante de Drácula del terrible hedor, tras lo cual el príncipe ordenó a sus hombres que empalaran al criado sobre los demás, para que el hedor no ofendiera el delicado olfato del sirviente agonizante. Digby presentaba otra versión, en la cual Drácula pedía a gritos una estaca tres veces más larga que las otras utilizadas.
La segunda historia era igual de horripilante. Explicaba que el sultán Mehmet II envió dos embajadores a Drácula. Cuando los embajadores llegaron ante su presencia, no se quitaron los turbantes, Drácula quiso saber por qué le faltaban al respeto de aquella manera, ellos contestaron que sólo estaban actuando de acuerdo con sus costumbres. «En tal caso, os ayudaré a fortalecer vuestras costumbres», replicó el príncipe, y ordenó que les clavaran los turbantes a la cabeza.
Copié las versiones de Digby de estas dos historias en mi libreta. Cuando el señor Binnerts vino para saber cómo me iba, le pregunté si podíamos buscar información sobre Drácula escrita por sus contemporáneos, en caso de existir.
—Desde luego —dijo, y asintió con gravedad. Tenía que volver a su escritorio, me explicó, pero buscaría algo en cuanto tuviera un poco de tiempo. Tal vez después de eso (meneó la cabeza, sonriente), tal vez después de eso yo me buscaría un tema más agradable, arquitectura medieval, por ejemplo. Le prometí (también sonriente) que me lo pensaría.
No hay lugar de la tierra más exuberante que Venecia en un día ventoso, cálido y sin nubes. Las góndolas se mecen y oscilan en la laguna como si se lanzaran sin tripulación a la aventura. Las fachadas adornadas brillan a la luz del sol. El agua huele bien, por una vez. Toda la ciudad se hincha como una vela, un barco baila sin amarras, preparado para zarpar. Las olas que lamen el borde de la plaza de San Marco se embravecen en la estela de las lanchas motoras, y producen una música festiva pero vulgar, como el entrechocar de unos címbalos. En Amsterdam, la Venecia del Norte, este clima gozoso conseguiría que la ciudad reluciera con renovados bríos. Aquí terminaba exhibiendo grietas en la perfección, una fuente cubierta de malas hierbas en una plaza escondida, por ejemplo, cuyo chorro debería brotar con generosidad, en lugar de ser un oxidado goteo sobre el borde de la pila. Los caballos de San Marcos cabriolaban zarrapastrosos bajo la luz rutilante. Las columnas del palacio de los dux parecían desagradablemente sucias.
Comenté este aire de celebración pobretona y mi padre rió.
—Tienes buen ojo para la atmósfera —dijo—. Venecia es famosa por su teatralidad, y no le importa arruinarse un poco con tal de que el mundo venga a adorarla. —Indicó con un ademán circular el café al aire libre (nuestro local favorito después del Florián), los turistas sudorosos, sus sombreros y camisas color pastel, que aleteaban con la brisa procedente del agua—. Espera a la noche y no te llevarás ninguna decepción. Un escenario necesita una luz más suave que ésta. La transformación te sorprenderá.
De momento, mientras sorbía mi naranjada, estaba demasiado cómoda para moverme, de todos modos. Esperar una agradable sorpresa era justo lo que anhelaba. Era la última ola de calor del verano antes de que llegara el otoño. Con el otoño vendría más colegio, y con suerte, un poco de estudio viajero con mi padre, mientras él trazaba un mapa de negociaciones, compromisos y amargos regateos. Este otoño volvería a ir a la Europa del Este, y yo ya estaba conspirando para que me llevara con él.
Mi padre vació su cerveza y pasó las páginas de una guía.
—Sí. —Dio un pequeño bote de repente—. Aquí está San Marcos. Venecia fue rival del mundo bizantino durante siglos, y también un gran poder marítimo. De hecho, Venecia robó a Bizancio algunas cosas notables, incluyendo esos animales de carrusel que ves allí. —Miré desde debajo de nuestro toldo hacia San Marcos, donde los caballos cobrizos parecían arrastrar el peso de las cúpulas de plomo tras ellos. Toda la basílica parecía fundida bajo esta luz, brillante y ardiente, un infierno de tesoros—. En cualquier caso —continuó mi padre—, San Marcos fue diseñada en parte como una imitación de Santa Sofía de Estambul.
—¿Estambul? —pregunté con astucia, mientras buscaba el hielo de la bebida—. ¿Te refieres a que se parece a Santa Sofía?
—Bien, es evidente que Santa Sofía fue conquistada por el imperio otomano, por eso están esos minaretes que vigilan el exterior, y dentro los enormes escudos con textos sagrados musulmanes. Allí se ve con claridad la colisión entre Oriente y Occidente. Pero encima están las grandes cúpulas, claramente cristianas y bizantinas, como las de San Marcos.
—¿Y se parecen a éstas?
Señalé al otro lado de la plaza.
—Sí, se parecen mucho a éstas, pero son más grandiosas. La escala del lugar es abrumadora. Te deja sin aliento.
—Oh —dije—. ¿Puedo tomar otro refresco, por favor?
Mi padre me miró de repente, pero era demasiado tarde. Ahora sabía que él había estado en Estambul.