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13 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Hoy me consuela en parte el hecho de que esta fecha está dedicada, en el calendario eclesiástico, a Lucía, santa de la luz, una sagrada presencia traída hasta aquí por comerciantes vikingos desde el sur de Italia. ¿Qué podría ofrecer mejor protección contra las fuerzas de las tinieblas (internas, externas, eternas) que la luz y el calor, cuando uno se acerca al día más breve y frío del año? Y aquí sigo todavía, después de otra noche de insomnio. ¿Estarías menos perplejo si te dijera que ahora duermo con una guirnalda de ajos debajo de la almohada, o que siempre llevo un pequeño crucifijo de oro colgado de una cadena alrededor de mi cuello ateo? No es cierto, por supuesto, pero dejaré que imagines esas formas de protección, si quieres. Poseen sus equivalentes intelectuales, psicológicos. A estos últimos, al menos, me aferro día y noche.

Para continuar la narración de mi investigación: sí, cambié mis planes de viaje el pasado verano para incluir Estambul, y los cambié debido a la influencia de un pequeño pergamino. Había examinado toda la documentación que pude encontrar en Oxford y en Londres susceptible de pertenecer al Drakulya de mi misterioso libro en blanco. Había recogido un fajo de notas sobre el tema, que tú, desasosegado futuro lector, encontrarás con estas cartas. Las he ampliado un poco desde entonces, como averiguarás más adelante, y espero que te protejan y te guíen.

Tenía toda la intención de abandonar esta absurda investigación, esta persecución de un indicio fortuito en un libro descubierto de manera fortuita, la víspera de partir a Grecia. Sabía muy bien que me lo había tomado como un desafío lanzado por el destino, en el cual, al fin y al cabo, no creía, y que debía de estar persiguiendo la escurridiza y malvada palabra Drakulya hasta las profundidades de la historia, impelido por una especie de jactancia erudita, para demostrar que era capaz de encontrar las huellas históricas de lo que fuera, cualquier cosa. De hecho, había caído hasta tal punto en un estado de ánimo tan disciplinado, aquella última tarde, mientras guardaba en el equipaje mis camisas limpias y el sombrero para protegerme del sol, que casi estuve a punto de abandonar por completo todo el asunto.

Pero, como de costumbre cuando viajo, me había comportado con excesiva diligencia y aún me quedaba un poco de tiempo antes de mi último sueño y el tren de la mañana. O bien podía llegarme al Golden Wolf para pedir una pinta de cerveza y ver si mi buen amigo Hedges estaba allí, o (bien a mi pesar, efectué un pequeño desvío) podía pasarme una última vez por la sección de libros raros, que estaba abierta hasta las nueve. Había un archivo que quería examinar (si bien dudaba de que fuera esclarecedor), una entrada debajo de «otomano» que debía pertenecer al período exacto de la vida de Vlad Drácula, puesto que los documentos listados eran de mediados/finales del siglo XV.

Claro que, razoné, no podía recorrer Europa y Asia de cabo a rabo en busca de toda la documentación de esa época. Tardaría años (la vida entera), y pensaba que no podría sacar ni un artículo de esa maldita empresa condenada al fracaso. Pero desvié mis pies del alegre pub (una equivocación que ha significado la desgracia para más de un pobre erudito) y me encaminé a Libros Raros.

El archivador, que encontré sin dificultad, contenía cuatro o cinco rollos de pergamino alisados de manufactura otomana, todos parte de un regalo hecho a la universidad en el siglo XVIII. Cada rollo estaba escrito con caligrafía árabe. En la parte delantera del archivador, una descripción en inglés me aseguró que no se trataba de la cueva del tesoro, por lo que a mí concernía (me remití de inmediato al inglés porque mi árabe es deprimentemente rudimentario, y temo que así seguirá. Uno sólo tiene tiempo para aprender un puñado de los grandes idiomas, a menos que lo abandone todo a favor de la lingüística). Tres de los rollos de pergamino eran inventarios de impuestos recaudados en los pueblos de Anatolia por el sultán Mehmet II. El último recogía la lista de los impuestos recaudados en las ciudades de Sarajevo y Skopje, un poco más cerca de casa, si «casa» significaba para mí de momento la residencia de Drácula en Valaquia, pero todavía una parte lejana de su imperio en aquel tiempo. Los recogí con un suspiro y pensé en la breve pero satisfactoria visita que todavía podía hacer al Golden Wolf. Cuando estaba a punto de devolver los pergaminos al clasificador de cartón, unas líneas de escritura en la parte posterior del último atrajeron mi atención.

Se trataba de una breve lista, un apunte improvisado, un antiguo garabato en el reverso de la documentación oficial de Sarajevo y Skopje destinada al sultán. Lo leí con curiosidad. Daba la impresión de ser una lista de gastos. Los objetos adquiridos habían sido anotados en la parte izquierda, y el coste, en una moneda que no se especificaba, en la derecha. «Cinco leones de montaña jóvenes para su Gloria el sultán, 45 —leí con interés—. Dos cinturones de oro con piedras preciosas para el sultán, 290. Doscientas pieles de oveja para el sultán, 89». Y la partida final, que erizó el vello de mi brazo cuando alcé de nuevo el pergamino: «Mapas y documentos militares de la Orden del Dragón, 12».

¿Cómo logré abarcar todo esto de una sola mirada, cuando mis conocimientos del árabe son tan escasos, como ya he confesado?, te preguntarás. Mi sagaz lector, te estás manteniendo despierto en mi honor, siguiendo mis elucubraciones con atención, y te bendigo por ello. Este garabato, esta minuta medieval, estaba escrita en latín. Debajo, una fecha medio borrada grabó la lista a fuego en mi cerebro: 1490.

Recordé que en 1490 la Orden del Dragón estaba destruida, aplastada por el poder otomano. Hacía catorce años que Vlad Drácula estaba muerto y enterrado, según la leyenda, en el monasterio del lago Snagov. Los mapas, documentos y secretos de la Orden, todo aquello a lo que se refiriera la escurridiza frase, había sido comprado a un precio barato, baratísimo, comparado con los cinturones incrustados de joyas y el cargamento de apestosa lana de oveja. Tal vez el comerciante lo había incluido en el lote en el último momento a modo de curiosidad, una demostración de que la burocracia de los conquistadores sabía halagar y divertir a un sultán erudito, cuyo padre y cuyo abuelo habían expresado a regañadientes su admiración por la bárbara Orden del Dragón, que los había acosado en los límites del imperio. ¿Era mi comerciante un viajero balcánico, que sabía escribir en latín, hablar algún dialecto eslavo o latino? Sin duda era culto, puesto que sabía escribir, tal vez un mercader judío capaz de expresarse en tres o cuatro idiomas. Fuera quien fuera, bendije sus cenizas por anotar aquellos gastos. Si había enviado la caravana de despojos sin incidentes, y si ésta había llegado sana y salva al sultán, y si, aunque se me antojaba improbable, había sobrevivido en la cámara del tesoro del sultán, repleta de joyas, cobre batido, cristal bizantino, reliquias de iglesias bárbaras, obras de poesía persas, libros sobre la Cábala, atlas, cartas astronómicas…

Fui al mostrador de recepción, donde el bibliotecario estaba examinando un cajón.

—Perdone —dije—, ¿tiene una lista de archivos históricos por países? Archivos de… Turquía, por ejemplo.

—Sé lo que está buscando, señor. Existe dicha lista, para universidades y museos, aunque no está ni mucho menos completa. No la tenemos aquí. Se la enseñaría en el mostrador de recepción central. Abren mañana a las nueve.

Mi tren a Londres, recordé, no salía hasta las 10.14. Sólo tardaría unos diez minutos en examinar las posibilidades. Y si el nombre del sultán Mehmet II, o los nombres de sus sucesores inmediatos, aparecían entre cualquiera de las posibilidades…, bien, tampoco tenía tantas ganas de ver Rodas.

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

Experimenté la impresión de que el tiempo se había detenido en la sala de la biblioteca, pese a la actividad que me rodeaba. Sólo había leído una carta entera, pero había al menos cuatro más en la pila que tenía delante. Alcé la vista y observé que una profundidad azul se había abierto tras las ventanas superiores: el crepúsculo. Tendría que volver a casa solo, pensé como un niño asustado. Una vez más, sentí la necesidad de correr al despacho de Rossi y llamar a la puerta. Seguramente le encontraría sentado, pasando páginas de un manuscrito a la luz amarillenta de su lámpara de escritorio. Yo estaba perplejo, como suele suceder tras la muerte de un amigo, por lo irreal de la situación, la imposibilidad que desafiaba a la mente. De hecho, estaba tan perplejo como asustado, y mi perplejidad aumentaba mi miedo porque, en ese estado, no era capaz de reconocer mi forma habitual de ser.

Mientras reflexionaba, miré las pulcras montañas de papeles que descansaban sobre mi mesa. Al tener el material esparcido, había ocupado una gran cantidad de superficie de la mesa. Como consecuencia, nadie había intentado sentarse delante de mí ni ocupar ninguna de las otras sillas de la mesa. Me estaba preguntando si debería recogerlo todo y marcharme a casa, para continuar allí más tarde, cuando una joven se acercó y tomó asiento al extremo de la mesa. Paseé la vista a mi alrededor y vi que las mesas estaban todas ocupadas, invadidas de libros, hojas mecanografiadas, ficheros y cuadernos de notas. La chica no podía sentarse en otro sitio, comprendí, pero de pronto sentí la necesidad de proteger los documentos de Rossi. Temía la mirada involuntaria de los ojos de un extraño. ¿Se le antojarían obra de un demente? ¿Pensaría que era yo el loco?

Estaba a punto de recoger los papeles con sumo cuidado, a fin de conservar el orden original y llevármelos, con esos movimientos lentos y educados que pretenden falsamente convencer a la otra persona que acaba de sentarse a la mesa de la cafetería, con aire de disculpa, de que de veras te vas a marchar, cuando me fijé de pronto en el libro que la joven había dejado abierto ante ella. Ya estaba pasando las páginas de la parte central, con una libreta y una pluma al lado. Miré el título del libro y al cabo de unos segundos su rostro, estupefacto, y después me fijé en el otro libro que había dejado cerca. Luego, volví a mirar su cara.

Era un rostro joven, pero que ya estaba empezando a envejecer, de forma muy lenta y hermosa, con las leves arrugas de la piel que yo reconocía cada mañana en el espejo alrededor de mis ojos, una fatiga apenas velada, por lo que debía estar estudiando para la licenciatura. También era un rostro elegante y anguloso, que no habría estado fuera de lugar en el cuadro de un altar medieval, salvado de un aspecto severo por el delicado ensanchamiento de los pómulos. Su tez era pálida, pero podría adquirir un tono aceitunado después de una semana de tomar el sol. Tenía la vista inclinada sobre el libro, la boca firme y las cejas anchas, como en estado de alerta debido a lo que sus ojos leían en la página. Su pelo oscuro, casi como el hollín, se retiraba de su frente con más vigor del conveniente en aquellos tiempos tan peripuestos. El título de su lectura, en ese lugar de incontables investigaciones (lo miré otra vez, estupefacto), era Los Cárpatos. Bajo el codo cubierto con un jersey oscuro descansaba el Drácula de Bram Stoker.

En aquel momento la joven alzó la vista y sus ojos se encontraron con los míos, y caí en la cuenta de que la había estado mirando directamente, lo cual debía ser ofensivo. De hecho, la mirada profunda y oscura que recibí era de lo más hostil. Yo no era lo que la gente llama un «mujeriego». En realidad, era una especie de recluso. No obstante, sabía que debía sentirme avergonzado y me apresuré a dar explicaciones. Más tarde, descubrí que su hostilidad era la defensa que erige una mujer atractiva a la que miran una y otra vez.

—Perdone —dije a toda prisa—. No pude evitar fijarme en sus libros. Me refiero a lo que está leyendo.

Me miró sin pestañear, con el libro abierto delante de ella, y enarcó las curvas oscuras de sus cejas.

—Resulta que estoy estudiando el mismo tema —insistí. Las cejas se elevaron un poco más, pero yo indiqué los papeles que tenía delante—. No, de veras. He estado leyendo acerca de…

Miré las pilas de documentos de Rossi y callé con brusquedad. La desdeñosa inclinación de sus párpados consiguió ruborizarme.

—¿Drácula? —preguntó ella con sarcasmo—. Da la impresión de que ahí tiene documentación de primera mano.

Tenía un marcado acento que no conseguí identificar, y su voz era suave, pero como la que se usa en una biblioteca, lo cual presagiaba que podía adquirir una gran energía si se le daba rienda suelta.

Probé una táctica diferente.

—¿Lo lee para pasar el rato? Como diversión, quiero decir. ¿O está investigando algo?

—¿Diversión?

El libro continuaba abierto, tal vez para desalentarme con todas las armas posibles.

—Bien, es un tema poco habitual, y si también se ha procurado una obra sobre los Cárpatos, significa que ha de estar muy interesada en el tema. —No había hablado tan deprisa desde el examen oral del máster—. Estaba a punto de consultar ese libro. Los dos, de hecho.

—Vaya —dijo ella—. ¿Y por qué?

—Bien —me arriesgué—, tengo unas cartas de… de una fuente histórica insólita…, y hablan de Drácula. Giran en torno a Drácula.

Un tenue interés se insinuó en su mirada, como si la luz ámbar se hubiera encendido y me enfocase a regañadientes. Se arrellanó un poco en la silla, relajada con una especie de desenvoltura masculina, sin apartar las manos del libro. Pensé que había presenciado este gesto un centenar de veces, esta disminución de la tensión que acompañaba al pensamiento, esta introducción a la conversación. ¿Dónde lo había visto?

—¿Qué son exactamente esas cartas? —preguntó con su serena voz extranjera.

Pensé apesadumbrado en que tendría que haberme presentado, a mí mismo y mis credenciales, antes de meterme en este lío. Por algún motivo, creía que no podía empezar de cero en este momento, no podía extender la mano de repente para estrechar la suya y decirle en qué departamento estaba, etcétera. También me vino a la mente de pronto que nunca la había visto, de modo que no podía estar en el Departamento de Historia, a menos que fuera nueva, que hubiera pedido el traslado desde alguna otra universidad. ¿Debía mentir para proteger a Rossi? Opté por no hacerlo. Me limité a callar su nombre.

—Estoy trabajando con alguien que tiene ciertos problemas, y escribió estas cartas hace más de veinte años. Me las confió pensando que podría ayudarle en su actual… situación… Está relacionada con sus estudios, quiero decir, con lo que estaba estudiando…

—Entiendo —dijo ella con fría cortesía. Se levantó y empezó a recoger sus libros, sin prisas, de manera decidida. Levantó su maletín. De pie parecía tan alta como yo me la había imaginado, un poco nervuda, de hombros anchos.

—¿Por qué estudia a Drácula? —pregunté desesperado.

—Bien, debo decirle que eso a usted no le importa —replicó sin más, y dio media vuelta—, pero estoy planeando un viaje futuro, aunque no sé cuándo lo haré.

—¿A los Cárpatos?

De pronto, me sentí desconcertado por toda la conversación.

—No. —Me lanzó las últimas palabras con desdén. Y después, como si no pudiera contenerse, pero con tanto desprecio que no me atreví a seguirla—: A Estambul.

—Santo Dios —exclamó mi padre de repente, y alzó la vista hacia el cielo gorjeante. Las últimas golondrinas estaban volando sobre nuestras cabezas, y la población, con sus luces veladas, se iba hundiendo en el valle—. No deberíamos estar sentados aquí, teniendo en cuenta la excursión que nos espera mañana. Se supone que los peregrinos se retiran pronto, estoy seguro. Con la llegada de la oscuridad, o algo por el estilo.

Moví las piernas. Un pie se me había dormido debajo del cuerpo, y de repente sentí las piedras del cementerio afiladas, imposiblemente incómodas, sobre todo pensando en la cama que me esperaba. Padecería agujetas de vuelta al hotel. También sentía una fuerte irritación, mucho más aguda que las sensaciones de mi pie. Una vez más, mi padre había interrumpido la historia demasiado pronto.

—Mira —dijo, y señaló justo enfrente de nosotros—. Creo que debe ser Saint-Matthieu.

Seguí su gesto hacia la oscura masa de montañas y vi, a mitad de camino de la cumbre, una pequeña luz fija. No brillaba ninguna otra luz cerca de ésta, ni se veían otros lugares habitados. Era como una sola chispa sobre inmensos pliegues de tela negra, a considerable altura aunque lejos de los picos más elevados. Colgaba entre el pueblo y el cielo nocturno.

—Sí, ahí debe estar el monasterio, estoy seguro —repitió mi padre—. Y mañana nos espera una buena subida, aunque vayamos por la carretera.

Mientras recorríamos las calles a oscuras, experimenté esa tristeza que te asalta cuando desciendes de un punto elevado y todo lo demás queda por encima de ti. Antes de doblar la esquina del viejo campanario, miré hacia atrás de nuevo para grabar aquel diminuto punto de luz en mi memoria. Ahí estaba otra vez, brillando sobre la pared de una casa coronada de buganvilla oscura. Me paré un momento y la miré fijamente. Entonces, sólo una vez, la luz parpadeó.