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En 1972 yo tenía dieciséis años. Mi padre decía que era joven para acompañarle en sus misiones diplomáticas. Prefería saber que estaba sentada atentamente en mi aula de la Escuela Internacional de Amsterdam. En aquel tiempo, su fundación tenía la sede en Amsterdam, y había sido mi hogar durante tanto tiempo que casi había olvidado nuestra vida anterior en Estados Unidos. Se me antoja peculiar ahora que fuera tan obediente en mi adolescencia, mientras el resto del mundo estaba experimentando con drogas y protestando contra la guerra imperialista en Vietnam, pero me habían criado en un mundo tan protegido que, en comparación, mi vida académica adulta parece positivamente aventurera. Para empezar, era huérfana de madre, y un doble sentido de responsabilidad impregnaba el amor que me deparaba mi padre, de manera que me protegía de una forma más abrumadora que en circunstancias normales. Mi madre había muerto cuando yo era pequeña, antes de que mi padre fundara el Centro por la Paz y la Democracia. Mi padre nunca hablaba de ella, y desviaba la cabeza en silencio cuando yo hacía preguntas. Desde muy pequeña comprendí que era un tema demasiado doloroso para él, y que no deseaba hablar de ello. A cambio, se ocupó de mí de manera ejemplar y me proporcionó toda una serie de institutrices y amas de llaves. El dinero no significaba nada para él en lo tocante a mi educación, aunque vivíamos al día con bastante sencillez.

La última de estas amas de llaves fue la señora Clay, que cuidaba de nuestra casa holandesa del siglo XVII situada en el Raamgracht, un canal que atravesaba el corazón de la ciudad vieja. La señora Clay me abría la puerta cada día cuando volvía del colegio, y era como un sustituto de mi padre cuando éste viajaba, lo cual sucedía con frecuencia. Era inglesa, mayor de lo que habría sido mi madre de estar viva, experta con el plumero y torpe con los adolescentes. A veces, en la mesa del comedor, cuando miraba su rostro de dientes largos y demasiado compasivo, yo experimentaba la sensación de que debía estar pensando en mi madre, y la odiaba por ello. Cuando mi padre se hallaba ausente, la hermosa casa se llenaba de ecos como si estuviera vacía. Nadie podía ayudarme con mi álgebra, nadie admiraba mi nuevo abrigo o pedía que me acercara para abrazarme, ni expresaba sorpresa por lo mucho que había crecido. Cuando mi padre regresaba de algún nombre del mapa de Europa colgado en la pared de nuestro comedor, olía a otros tiempos y lugares, especiado y cansado. Para las vacaciones íbamos a París o Roma, estudiaba con diligencia los lugares de interés turístico que mi padre pensaba que debía ver, pero anhelaba esos otros lugares en los que desaparecía, aquellos extraños lugares antiguos en los que yo nunca había estado.

Durante sus ausencias, yo iba y venía de la escuela, dejaba caer mis libros con estrépito sobre la pulida mesa del vestíbulo. Ni la señora Clay ni mi padre me dejaban salir de noche, excepto a la ocasional película seleccionada con sumo cuidado, en compañía de amigas aprobadas con sumo cuidado, y ahora me doy cuenta con estupor de que nunca quebranté esas normas. De todos modos, prefería la soledad. Era el medio en el que me había criado, en el que nadaba con comodidad. Destacaba en mis estudios, pero no en mi vida social. Las chicas de mi edad me aterrorizaban, sobre todo las sofisticadas de nuestro círculo diplomático, que hablaban con apabullante seguridad y no paraban de fumar. Con ellas siempre pensaba que mi vestido era demasiado largo, o demasiado corto, o que tendría que haberme puesto algo muy diferente. Los chicos me desconcertaban, aunque soñaba vagamente con hombres. De hecho, era muy feliz sola en la biblioteca de mi padre, una estancia amplia y elegante situada en la primera planta de nuestra casa.

Es probable que la biblioteca de mi padre fuera en otro tiempo una sala de estar, pero se sentaba en ella sólo para leer, y consideraba que una biblioteca grande era más importante que una sala de estar grande. Desde hacía mucho tiempo me había dado permiso para inspeccionar su colección. Durante sus ausencias, me pasaba horas haciendo los deberes en el escritorio de caoba, o examinando las estanterías que revestían cada pared. Comprendí más adelante que mi padre, o bien había medio olvidado lo que había en una de las estanterías superiores, o bien, lo más probable, daba por sentado que yo nunca podría acceder a ella. Llegó el día en que no sólo bajé una traducción del Kamasutra, sino también un volumen mucho más antiguo y un sobre con papeles amarillentos.

Ni siquiera ahora sé lo que me impulsó a bajarlos, pero la imagen que había en el centro del libro, el olor a vejez que proyectaba y el descubrimiento de que los papeles eran cartas personales, todo ello llamó poderosamente mi atención. Sabía que no debía examinar los papeles privados de mi padre, ni de nadie, y también tenía miedo de que la señora Clay entrara de repente para sacar el polvo al inmaculado escritorio. Tal vez por eso no dejé de mirar hacia la puerta, pero no pude evitar leer el primer párrafo de la carta situada encima de las demás. La sostuve durante un par de minutos, cerca de los estantes.

12 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Con pesar te imagino, seas quien seas, leyendo el informe que debo consignar en estas páginas. En parte lo lamento por mí, porque sin duda me veré metido en dificultades, estaré muerto, o algo peor, si esto llega a tus manos. Pero también lo lamento por ti, mi todavía desconocido amigo, porque sólo alguien que necesite una información tan horripilante leerá esta carta algún día. Si no es mi sucesor en algún otro sentido, pronto será mi heredero, y me apena transmitir a otro ser humano mi experiencia de la maldad, acaso increíble. Ignoro por qué la heredé, pero espero descubrirlo a la larga, tal vez mientras escribo esta carta, o tal vez en el curso de futuros acontecimientos.

En aquel momento, mi sentido de culpa (y también algo más) me empujó a devolver la carta a toda prisa al sobre, pero estuve pensando en ello todo aquel día y el siguiente. Cuando mi padre volvió de su último viaje, busqué una oportunidad de preguntarle por las cartas y el extraño libro. Esperé a que estuviera ocioso, a que estuviéramos solos, pero estaba muy ocupado aquellos días, y algo relativo a lo que yo había encontrado me dificultaba abordarle. Por fin, le pedí que me dejara acompañarle en su siguiente viaje. Era la primera vez que le ocultaba algo, y la primera vez que insistía en algo.

Mi padre accedió a regañadientes. Habló con mis profesores y con la señora Clay, y me recordó que tendría tiempo de sobra para hacer los deberes mientras él estuviera en sus reuniones. No me sorprendió. Los hijos de los diplomáticos siempre tenían que esperar. Hice mi maleta azul marino, metí mis libros del colegio y demasiados pares de limpios calcetines largos hasta la rodilla. Aquella mañana, en lugar de salir de casa para ir al colegio, me fui con mi padre, caminé en silencio y muy contenta a su lado hasta la estación. Un tren nos condujo a Viena. Mi padre odiaba los aviones, pues decía que eliminaban todo placer del acto de viajar. Allí pasamos una breve noche en un hotel. Otro tren nos llevó a través de los Alpes, todas aquellas alturas blancas y azules del mapa de casa. Ante una polvorienta estación amarilla, mi padre puso en marcha nuestro coche alquilado, y yo contuve el aliento hasta entrar por las puertas de una ciudad que él me había descrito muchas veces, y que yo ya podía ver en mis sueños.

El otoño llega pronto al pie de los Alpes eslovenos. Aun antes de septiembre, repentinas y feroces tormentas, que se prolongan durante días y siembran de hojas las calles de los pueblos, siguen a las abundantes cosechas. Ahora, ya adentrada en la cincuentena, me descubro viajando en esa dirección cada tantos años, reviviendo mi primer vislumbre de la campiña eslovena. Es un país antiguo. Cada otoño lo madura un poco más, in aeternum, y cada uno empieza con los mismos tres colores: un paisaje verde, dos o tres hojas amarillas que caen en el curso de una tarde gris. Supongo que los romanos (que dejaron sus murallas aquí y sus gigantescos circos en la costa, a sólo unas horas en coche hacia el oeste) vieron el mismo otoño y experimentaron el mismo escalofrío. Cuando el coche de mi padre atravesó las puertas de la más antigua de las ciudades julianas, me sentí impresionada. Por primera vez, había experimentado la emoción del viajero que mira el sutil rostro de la historia.

Como es en esta ciudad donde comienza mi relato, la llamaré Emona, su nombre romano, para protegerla un poco del tipo de turista que camina a la perdición con una guía. Emona fue construida sobre columnas de la Edad del Bronce, a lo largo de un río flanqueado ahora por arquitectura art nouveau. Durante los dos días siguientes paseamos ante la mansión del alcalde, las casas del siglo XVII adornadas con flores de lis, la sólida parte posterior dorada de un gran mercado, cuyos peldaños descendían hasta la superficie del agua desde viejas puertas provistas de pesados barrotes. Durante siglos, los cargamentos procedentes del río se habían depositado en este lugar para alimentar a la ciudad. En la orilla, donde antes habían proliferado cabañas primitivas, crecían ahora sicomoros (el plátano europeo), los cuales formaban un inmenso dosel sobre las paredes del río y dejaban caer rulos de corteza en la corriente.

Cerca del mercado, la plaza principal de la ciudad se extendía bajo el cielo encapotado. Emona, como sus hermanas del sur, exhibía florituras de un pasado camaleónico: decoración vienesa a lo largo de la línea del horizonte, grandes iglesias rojas del Renacimiento de sus católicos de habla eslovena, capillas medievales de color pardo con rasgos de las islas Británicas (san Patricio había enviado misioneros a esta región, haciendo que el círculo del nuevo credo se cerrara volviendo a sus orígenes mediterráneos, de modo que la ciudad reivindica una de las historias cristianas más antiguas de Europa). De vez en cuando, un elemento otomano se destacaba en portales o en el marco puntiagudo de una ventana. Cerca del mercado sonaron las campanas de una pequeña iglesia austríaca, llamando a la misa vespertina. Hombres y mujeres vestidos con monos de trabajo azul de algodón volvían a casa al final del día laborable socialista, sosteniendo paraguas sobre sus bultos. Cuando mi padre y yo nos internamos en el corazón de Emona, cruzamos el río por un hermoso puente antiguo, custodiado en cada extremo por dragones de bronce de piel verde.

—Allí está el castillo —dijo mi padre. Se detuvo al borde de la plaza y señaló entre la muralla de lluvia—. Sé que te gustará verlo.

Era cierto. Me estiré y alargué el cuello hasta ver el castillo entre las ramas empapadas de los árboles, torres marrones muy antiguas sobre una colina empinada que se elevaba en el centro de la ciudad.

—Siglo catorce —musitó mi padre—. ¿O trece? No soy experto en estas ruinas medievales. Nunca me acuerdo del siglo exacto. Pero lo miraremos en la guía.

—¿Podemos subir a explorarlo?

—Lo averiguaremos después de mis reuniones de mañana. No parece que esas torres sean seguras ni para alojar un pájaro, pero nunca se sabe.

Aparcó el coche cerca del Ayuntamiento y me ayudó a bajar con galantería, su mano huesuda enfundada en un guante de piel.

—Es un poco pronto para presentarnos en el hotel. ¿Te apetece un té bien caliente? Si no, podríamos tomar algo sólido en esa gastronomia. La lluvia ha arreciado —añadió en tono dubitativo, al tiempo que lanzaba una mirada a mi chaqueta y falda de lana.

Saqué al instante la capa impermeable con capucha que mi padre me había traído de Inglaterra el año anterior. El viaje en tren desde Viena había durado casi un día, y yo volvía a estar hambrienta, pese a que habíamos comido en el coche restaurante.

Pero no fue la gastronomia, con sus luces rojas y azules que brillaban a través de una sucia ventana, las camareras con sus sandalias de plataforma azul marino (cómo no), ni el hosco retrato del camarada Tito lo que nos sedujo. Mientras nos abríamos paso entre la multitud empapada, mi padre se lanzó hacia delante de repente.

—¡Aquí!

Le seguí corriendo, con la capucha aleteando, hasta el punto de que casi me cegaba. Había descubierto la entrada de un salón de té art nouveau, un gran ventanal adornado con volutas en el que había dibujadas cigüeñas, puertas de bronce verde en forma de cien tallos de nenúfares. Las puertas se cerraron a nuestra espalda y la lluvia se redujo a una neblina, simple vapor en las ventanas, que a través de aquellas aves plateadas se veía como agua borrosa.

—Es asombroso que haya sobrevivido a estos últimos treinta años. —Mi padre se estaba desprendiendo de su niebla londinense—. El socialismo no siempre es amable con sus tesoros.

En una mesa cercana a la ventana bebimos té con limón, que quemaba a través de las gruesas tazas, y comimos sardinas sobre pan blanco con mantequilla, e incluso unos cuantos pedazos de torta.

—Será mejor que paremos —dijo mi padre. En los últimos tiempos yo había llegado a detestar su costumbre de soplar sobre el té una y otra vez para que se enfriara, y a temer el inevitable momento en que diría que debíamos parar de comer, parar de hacer algo agradable, hacer sitio para la cena. Mientras le miraba, con su chaqueta de tweed y el jersey de cuello alto, pensé que se había negado todas las aventuras de la vida, excepto la diplomacia, que le absorbía. Habría sido más feliz de haber vivido un poco, pensé. Para él, todo era serio.

Pero guardé silencio, porque sabía que detestaba mis críticas, y yo tenía que preguntarle algo. Primero debía dejar que terminara su té, de modo que me recliné en la silla, sólo lo suficiente para que mi padre no me reprendiera. A través de la ventana moteada de plata vi una ciudad mojada, tenebrosa en el atardecer, y la gente atravesaba a toda prisa la lluvia horizontal. El salón de té, que debería estar lleno de señoras con vestidos largos de raso marfileño, o caballeros de barba puntiaguda y abrigos de terciopelo, estaba vacío.

—No me había dado cuenta de que conducir me había agotado tanto. —Mi padre dejó la taza en el platillo—. ¿Te has fijado? —Señaló el castillo, apenas visible entre la lluvia—. Vinimos de esa dirección, del otro lado de la colina. Podremos ver los Alpes desde lo alto.

Recordé las montañas nevadas y pensé que respiraban sobre esta ciudad. Estábamos solos en su extremo más alejado. Vacilé, respiré hondo.

—¿Me cuentas un cuento?

Los cuentos eran uno de los consuelos que mi padre siempre había ofrecido a su hija huérfana de madre. Algunos se inspiraban en su plácida niñez en Boston, y otros en sus viajes exóticos. Algunos los inventaba sin más, pero yo había empezado a cansarme de ésos, pues los consideraba menos asombrosos de lo que había pensado en otro tiempo.

—¿Un cuento sobre los Alpes? —preguntó mi padre.

—No. —Experimenté una inexplicable oleada de miedo—. Encontré algo sobre lo que quería preguntarte.

Se volvió y me miró con placidez, al tiempo que enarcaba sus cejas grises.

—Estaba en tu biblioteca —dije—. Lo siento. Estaba fisgoneando y encontré unos papeles y un libro. No miré los papeles… mucho. Pensé…

—¿Un libro?

Seguía con su expresión plácida, buscando la última gota de té, escuchando a medias.

—Parecían… El libro era muy antiguo, con un dragón impreso en el centro.

Inclinó el cuerpo hacia delante, se quedó inmóvil, y luego se estremeció visiblemente. Este alarmante gesto adusto me puso en guardia al instante. Si me contaba un cuento, sería muy distinto de los que me había contado hasta aquel momento. Me miró, y me sorprendió su aspecto demacrado y triste.

—¿Estás enfadado?

Yo también tenía la vista clavada en la taza.

—No, cariño.

Exhaló un profundo suspiro, un sonido casi henchido de dolor. La menuda camarera rubia volvió a llenar nuestras tazas y nos dejó solos de nuevo, pero a mi padre le costó mucho empezar.