Epílogo

Hegel deseaba ser tomado muy en serio y su deseo se hizo realidad. El antídoto filosófico del hegelianismo se extendió por Europa, inmunizando contra el pensar filosófico a departamentos enteros de filosofía en las universidades. El hegelianismo, con su sacralización del statu quo, era justamente lo que se necesitaba en la Alemania guillermina y en la Gran Bretaña victoriana. Un himno tan glorioso y confuso al estado burgués habría seguramente tenido que ser inventado si Hegel no se hubiera tomado el inmenso trabajo de crearlo. La filosofía de Hegel cumplía con todos los requisitos de la época. Disciplina y orden, la fe en el trabajo duro por sí mismo, la naturaleza edificante del sufrimiento, la creencia en un sistema rígido cuyos fundamentos metafísicos estuvieran más allá de toda comprensión, todo esto se pedía de los lectores de Hegel (por no hablar de las clases medias de finales del siglo XIX). El sistema profundo, omnicomprensivo de Hegel, se asemejaba a un colosal juego de abalorios: un juego intelectual atractivo para muchas de las mejores mentes de la época. Y es posible que así hubiera quedado. Pero Europa no se adentraba en la larga estabilidad de otra era medieval, donde la dialéctica habría desempeñado en el pensamiento un papel más grande que el silogismo.

¿O sí? Se hicieron ciertamente intentos —de diferentes formas, pero con resultados horribles similares— para establecer una era semejante. Pero no se puede depositar la culpa en la puerta del despacho del profesor solitario de la bata gris amarillenta. Su crimen contra el lenguaje fue la ofuscación, el de los otros fue la mentira. Su comprensión del mundo fue, en última instancia, un magnífico cuento de hadas intelectual; ellos ni siquiera trataron de comprender el mundo, sino de cambiarlo.

Se ha visto en el hegelianismo un platonismo inmensamente elaborado. Platón creía en la realidad última de las ideas abstractas, y no en el turbio mundo de lo particular, donde parece que habitamos. El mundo que vemos en nuestro derredor es sólo real en cuanto participa de las ideas trascendentales (por ejemplo, una bola roja participa de las ideas abstractas de rojez, redondez, elasticidad, etc.). Pero esta sencilla melodía de las ideas platónicas se transformó en el hegelianismo en un interminable y ampuloso ciclo wagneriano de ópera.

Irónicamente, puede ser que esto no haya sido una total pérdida de tiempo. Tales grandiosos sistemas metafísicos pueden haber servido, sin saberlo, para un propósito histórico. Las intrincadas técnicas de los alquimistas estaban, de manera semejante, imbuidas de fantasías intelectuales, pero ahora se ve que conservaron y desarrollaron las ideas que habían de dar lugar a la química. Un proceso similar puede muy bien haber estado trabajando en la filosofía del siglo XIX, con sus vastos sistemas metafísicos conservando y desarrollando el más ambicioso proyecto intelectual: la explicación sistemática y total del mundo. La alquimia intelectual necesaria para semejante proyecto siguió desarrollándose mientras la ciencia moderna se hallaba en su infancia y era incapaz de tal ambición. Pero, con el tiempo, prevaleció la plausibilidad. Y ahora, hemos puesto nuestra fe en el destartalado y explosivo aparato de la ciencia, en lugar del método dialéctico capaz de transmutar en oro argumentos de baja ley.

La insolencia del hegelianismo consistió en su pretensión al rigor científico. Como hemos visto, el método dialéctico no es ni lógico ni científico. Pero aún peor era la creencia del hegelianismo en un Absoluto «basado en la estructura de la ciencia». La noción de que este Absoluto era la única realidad última condujo al menosprecio del mundo real de quienes lo habitan. El individuo llegó a ser algo «que no existe realmente», sino que es una parte de un proceso que le trasciende. Las plagas del siglo XX fueron políticas, y la creencia en esta noción suicida había de ser el bacilo.