SARA SE QUITÓ LAS GAFAS Y se frotó los ojos. Llevaba sentada a la mesa que había en la sala de médicos al menos dos horas. Estaba tan cansada que veía borrosamente la lista de pacientes que tenía en la tableta. En los últimos cuatro días había dormido sólo seis horas. Su cansancio le recordaba su época en la residencia, cuando dormía en una camilla en el cuarto de la limpieza que había detrás de la sala de enfermería. La camilla aún estaba allí. El Grady había llevado a cabo una renovación de muchos millones de dólares desde la última vez que había trabajado en el servicio de urgencias, pero ningún hospital había gastado ni un centavo en hacer más cómoda la vida de los residentes.
Nan, la estudiante de Enfermería, estaba de nuevo en el sofá. A un lado tenía una caja de galletas medio vacía, y en el otro una bolsa de patatas fritas. Apenas se le veían los pulgares de lo rápido que escribía en su iPhone. Cada pocos minutos, cuando recibía un nuevo mensaje, soltaba una risita. Sara se preguntó si cabía la posibilidad de que la chica estuviese rejuveneciendo ante sus ojos. Su único consuelo era pensar que en pocos años tendría que dejar de comer esa comida basura que tanto le gustaba.
—¿Qué te pasa? —preguntó Nan soltando el teléfono—. ¿Tienes frío?
—Estoy helada.
Sara se sintió extrañamente aliviada al ver que la chica empezaba a hablarle de nuevo. Nan le había puesto malas caras desde que se dio cuenta de que no estaba dispuesta a contarle los detalles de lo que había pasado en el hospital.
La chica se levantó y se sacudió las migas que tenía en el uniforme.
—¿Quieres comer? Creo que Krakauer iba a pedir comida en el Hut.
—Gracias, pero tengo otros planes.
Sara miró el reloj. Se suponía que Will la llevaría a comer. Sería su primera cita, lo que decía mucho sobre su vida últimamente, teniendo en cuenta que él era la razón de que durmiese tan poco.
—Hasta luego —dijo Nan abriendo la puerta de un empujón.
Se tomó un instante para disfrutar de la paz y tranquilidad que reinaba en la sala. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel doblada. Accidentalmente, se había olvidado las gafas en el coche esa mañana, y tuvo que bajar de nuevo las escaleras para ir al aparcamiento a buscarlas. Fue entonces cuando encontró la nota debajo del parabrisas. Aunque parezca extraño, no era la primera vez que alguien le dejaba una nota en el coche llamándola «perra». Por suerte, esa vez no se la habían pintado en el coche.
Sara no tuvo que consultar a un experto en caligrafía para saber que el mensaje se lo había dejado Angie Trent. Le había dejado otra nota en su coche el día anterior, aunque esa vez la encontró al salir de su apartamento. Angie estaba mejorando. La segunda nota resultaba más ofensiva que la primera, en la cual sólo le había escrito, inocuamente, «puta».
Arrugó el papel y lo arrojó a la papelera. No cayó dentro, por lo que tuvo que levantarse a recogerlo. En lugar de tirarlo a la basura, volvió a desplegarlo y se quedó mirándolo. Era realmente desagradable, pero Sara no podía evitar pensar que, de alguna manera, se lo merecía. Movida por un arrebato, no pensó en el anillo que Will llevaba en su dedo, pero a la luz del día veía las cosas de forma diferente. Él era un hombre casado. Incluso sin esa designación legal, aún seguía habiendo un lazo de unión entre él y Angie. Ambos estaban conectados de una forma que ella no podría comprender nunca.
Además, resultaba obvio que Angie no estaba dispuesta a abandonar fácilmente. La cuestión era cuánto tiempo tardaría en arrastrarla al barro con ella.
Alguien llamó a la puerta.
Sara se aseguró de que la nota estaba en la papelera antes de abrir la puerta. Era Will. Tenía las manos metidas en los bolsillos. Aunque habían intimado de todas las formas posibles, siempre había un poco de timidez entre ellos durante los primeros diez minutos. Era como si él estuviese constantemente esperando que ella hiciese el primer movimiento, como si tuviese que transmitirle una señal para indicarle que aún no se había cansado de él.
—¿Es mal momento? —preguntó Will.
Sara abrió la puerta.
—En absoluto.
Él miró la sala.
—¿Puedo entrar?
—Creo que podemos hacer una excepción.
Will se quedó en el centro de la habitación, con las manos en los bolsillos.
—¿Cómo está Evelyn? —preguntó Sara.
—Bien. Al menos eso creo. —Sacó las manos de los bolsillos, pero sólo para tocarse el anillo—. Faith va a coger la baja durante un tiempo, para cuidar de ella. Creo que les sentará bien pasar un tiempo juntas. O no. Nunca se sabe.
Sara no pudo contenerse y miró la nota que había en la papelera. ¿Por qué seguía llevando ese anillo? Probablemente, por la misma razón que Angie seguía dejándole notas.
—¿Qué sucede? —preguntó Will.
Sara señaló la mesa.
—¿Te importa si nos sentamos?
Will esperó a que ella lo hiciese. Luego cogió una silla y se sentó enfrente.
—Eso no suena muy bien.
—No.
Will dio algunos golpecitos con los dedos sobre la mesa.
—Imagino lo que vas a decir.
—Me gustas, Will. Me gustas mucho, de verdad.
—Pero…
Sara le tocó la mano y le puso el dedo sobre el anillo.
—Sí —dijo. No le dio más explicaciones, ni más excusas, ni tampoco dijo que se lo quitaría y lo tiraría, o al menos que se lo metería en uno de sus puñeteros bolsillos.
Sara continuó:
—Sé que Angie es una parte importante de tu vida. Y lo respeto. Respeto lo que significa para ti.
Sara esperó una respuesta, pero no llegó. Will le cogió la mano y con el pulgar siguió las líneas de su palma. Sara no pudo evitar la reacción de su cuerpo al tocarla. Miró sus manos. Le pasó el dedo por debajo del puño de la camisa, notando la aspereza de su cicatriz. Pensaba en todas las cosas que no sabía de él, en las torturas a las que había sido sometido, el dolor que le habían causado. Todo eso le había sucedido estando Angie a su lado.
—No puedo competir con ella —admitió Sara—. Y no puedo estar contigo sabiendo que quieres estar con ella.
Will se aclaró la garganta.
—Yo no quiero estar con ella.
Sara esperó para ver si decía que no era con Angie con quien quería estar, sino con ella, pero no lo hizo. Lo intentó de nuevo.
—No puedo estar en segundo lugar. No dejo de pensar que no importa lo mucho que te quiera, que ella siempre estará antes.
Una vez más esperó que dijese algo, cualquier cosa que la convenciese de que estaba equivocada. Transcurrieron apenas unos segundos, pero pareció una eternidad.
Cuando finalmente se decidió a hablar, lo hizo con una voz tan baja que apenas pudo oírle.
—Mentía mucho. —Se chupó los labios—. Me refiero a cuando éramos pequeños. —Levantó la mirada para asegurarse de que Sara le escuchaba, pero luego bajó la cabeza y se quedó mirando sus manos—. Hubo una época en que nos pusieron juntos. Era como una casa de crianza, aunque parecía más bien una granja. Lo hacían por dinero. Al menos la esposa. El marido lo hacía porque le gustaban las adolescentes.
A Sara se le hizo un nudo en la garganta. Trató de no sentir lástima por Angie.
—Como te he dicho, ella mentía mucho. Cuando acusó al hombre de abusar de ella, el asistente social no la creyó. Ni siquiera inició una investigación. Tampoco me creyó a mí cuando le dije que esa vez no mentía. —Se encogió de hombros—. Yo la oía por las noches, gritando cuando él le hacía daño. Le pegaba constantemente. A las demás chicas no les preocupaba, imagino que se sentían felices de que no les sucediese a ellas. Pero yo… —Sus palabras se fueron apagando. Miraba su pulgar moviéndose por entre sus dedos—. Sabía que abrirían una investigación si alguno de nosotros resultaba herido. O si nos heríamos nosotros mismos. —Le cogió la mano con fuerza—. Por eso le dije a Angie que yo lo haría. Y lo hice. Cogí una cuchilla de afeitar del botiquín y me corté. Sabía que no debía ser un corte sin importancia. Tú ya lo has visto. —Soltó una risa tensa y añadió—: No es poca cosa.
—No —dijo Sara. Costaba trabajo imaginar cómo había podido soportar el dolor.
—De esa forma nos sacaron de esa casa, y no dejaron que aquella gente se quedase con ningún niño más. —Levantó la mirada y parpadeó varias veces para limpiarse los ojos—. Una de las cosas que me dijo Angie la otra noche es que yo nunca haría una cosa así por ti, que jamás me cortaría de esa forma, y creo que tiene razón. —Dibujó una sonrisa llena de tristeza—. Pero no porque no te quiera, sino porque tú jamás me pondrías en una situación como ésa. Tú jamás me pedirías que lo hiciese.
Sara le miró a los ojos. El sol que entraba por las ventanas hacía que sus pestañas adquiriesen un color blanco. No podía imaginar lo que tenía que haber pasado, lo desesperado que debía de haberse sentido para coger la cuchilla.
—Debo dejarte que sigas con tu vida —dijo inclinándose y besándole la mano, dejando sus labios pegados durante unos segundos. Cuando se levantó, algo dentro de él había cambiado. Su voz era más firme, más decidida—. Quiero que sepas que, si me necesitas, ya sabes dónde estoy. No importa lo que suceda. Puedes contar conmigo.
Había algo final en lo que dijo, como si todo hubiese quedado resuelto. Parecía casi aliviado.
—Will…
—No pasa nada —dijo soltando una de sus sonrisas forzadas—. Imagino que eres inmune a mis irresistibles encantos.
Sara sintió un nudo en la garganta. No podía creer que estuviese decidido a darse por vencido tan fácilmente. Quería que luchase por ella, quería que diese un golpe en la mesa y le dijese que no estaba dispuesto a darlo por terminado, que no iba a renunciar, que de eso nada de nada.
Pero no lo hizo. Se limitó a soltar su mano y a levantarse.
—Aunque suena estúpido, gracias. —Miró a Sara y luego a la puerta—. De verdad, gracias.
Oyó sus pisadas mientras recorría la sala, y el ruido que provenía del pasillo cuando abrió la puerta. Sara se llevó los dedos a los ojos, tratando de contener las lágrimas. No podía olvidar su tono de resignación, su conformidad ante lo que él consideraba inevitable. No sabía qué había pretendido al contarle esa historia sobre Angie. ¿Quería que sintiese lástima por ella? ¿Quería que le pareciese romántico el que él hubiera intentado suicidarse para rescatarla?
Se dio cuenta de que se parecía más a Jeffrey de lo que había querido admitir. Puede que, en el fondo, ella sintiese una atracción especial por los bomberos más que por los policías, pues ambos eran propensos a meterse corriendo en edificios en llamas. Sólo en la última semana, por ejemplo, a Will le habían disparado una banda de gánsteres, le había amenazado un psicópata, le habían intimidado tres mujeres, le habían humillado delante de los demás, le habían metido en el maletero de un coche durante horas, y se había ofrecido voluntario para actuar en una situación en la que cabían muchas posibilidades de que lo matasen. Estaba tan preocupado por rescatar a los demás que no se daba cuenta de que a quien necesitaba rescatar era a sí mismo. Todo el mundo se aprovechaba de él. Todo el mundo explotaba sus buenas intenciones, su decencia y su amabilidad. Nadie se molestaba en preguntarle qué necesitaba.
Toda su vida había transcurrido en la sombra, el chico estoico sentado en la parte de atrás de la clase, con miedo a abrir la boca. Angie lo mantenía en la sombra porque así satisfacía sus deseos más egoístas. La primera vez que había estado con él, Sara se había dado cuenta de inmediato de que nunca había estado con una mujer que supiese cómo quererle, por eso no era de extrañar que hubiese capitulado tan fácilmente cuando le dijo que todo había terminado. Will había aceptado que nada bueno ocurriría en su vida. Por eso parecía tan aliviado. Siempre había estado al borde del precipicio. Tenía demasiado miedo a dar el salto porque, en realidad, nunca se había caído.
Sara notó que se había quedado boquiabierta por la sorpresa. Era tan culpable como las demás. Había estado tan deseosa de que luchase por ella que no se le ocurrió pensar que era Will quien esperaba que luchase por él.
Se dirigió hacia la puerta y corrió por el pasillo sin darse cuenta de lo que hacía. Como de costumbre, la sala de urgencias estaba llena. Había enfermeras corriendo con bolsas de suero, camillas que pasaban a toda prisa. Corrió hasta el ascensor. Presionó el botón una docena de veces, rezando en silencio para que se abriese la puerta de una vez. Las escaleras salían a la parte trasera del hospital, y el aparcamiento estaba delante. A Will le habría dado tiempo a llegar a su casa mientras ella conseguía salir de ese edificio… Sara miró el reloj, preguntándose cuánto tiempo había perdido lamentándose. Will estaría a mitad de camino de los aparcamientos. Tres edificios. Seis plantas de coches. Más aún si había utilizado uno de los aparcamientos de la universidad. Debía esperar en la calle. Intentó visualizar las carreteras. Bell, Armstrong. Puede que hubiese aparcado en el Centro de Detención del Grady.
Finalmente, las puertas se abrieron. George, el guardia de seguridad, estaba de pie, con el brazo apoyado sobre su arma. Will estaba a su lado.
—¿Todo bien, doctora? —preguntó George.
Sara se limitó a asentir.
Will salió del ascensor, con cara de avergonzado.
—Me olvidé de que Betty está en tu casa. —Dibujó esa sonrisa suya tan forzada—. Como diría un cantante de country, te dejo que me quites el corazón, pero no mi perra.
Uno de los sanitarios que pasaban detrás de ella empujó a Sara. Se apoyó en Will para no caerse. Él permaneció con las manos en los bolsillos, sonriéndole con una expresión curiosa en el rostro. ¿Quién había cuidado de ese hombre? Su familia desde luego que no, pues lo habían abandonado y lo habían dejado en manos del estado. Sus padres de acogida tampoco, pues habían pensado que era sustituible. Ni tampoco los médicos que habían experimentado con sus labios. Ni los profesores, ni tampoco los asistentes sociales que habían tomado su dislexia por estupidez. Y mucho menos Angie, que había jugado con su vida, con su valiosa vida.
—¿Sara? —Will parecía preocupado—. ¿Te encuentras bien?
Le puso las manos sobre los hombros. Ella sintió sus fuertes músculos bajo la camisa, el calor que desprendía su piel. Le había besado los párpados aquella misma mañana. Tenía unas pestañas suaves, rubias y delicadas. Se había reído con él, besándole las cejas, la nariz, el mentón, dejando que su pelo le cubriese la cara y el pecho. ¿Cuántas horas había pasado el último año preguntándose qué sentiría cuando sus labios se posasen sobre la cicatriz que tenía encima de la boca? ¿Cuántas noches había soñado con estar entre sus brazos?
Muchas horas. Muchas noches.
Sara se puso de puntillas para mirarle a los ojos.
—¿Quieres estar conmigo?
—Sí.
Ella saboreó la seguridad con la que respondió.
—Yo también quiero estar contigo.
Will movió la cabeza. Parecía esperar el golpe de gracia.
—No entiendo.
—Ha funcionado.
—¿Qué ha funcionado?
—Tus irresistibles encantos.
Él entrecerró los ojos.
—¿Qué encantos?
—He cambiado de opinión.
Parecía que aún no la creía.
—Bésame —dijo Sara—. He cambiado de opinión.