Capítulo diecisiete

WILL ESTABA SUSCRITO A MUCHAS REVISTAS de coches, principalmente por las fotografías, pero a veces se sentía obligado a leer los artículos. Por eso sabía que el Chevrolet Corvair 700 de 1960 de color verde aguacate de Roz Levy valía mucho más de los cinco dólares que había calculado Faith.

El coche era una belleza, el típico automóvil clásico por el cual destacaban los fabricantes estadounidenses. El motor de seis cilindros de aluminio, horizontalmente opuesto, refrigerado por aire y montado en la parte trasera, había sido diseñado para competir con los modelos europeos que estaban entrando en el mercado. El diseño era conocido por su suspensión trasera independiente, a la cual dedicaron un capítulo completo en la revista de Ralph Nader, Unsafe at Any Speed. La rueda de repuesto estaba situada debajo del capó delantero, donde otros coches colocaban el motor, justo al lado de un calefactor de gasolina para la zona del pasajero. Aunque el invierno se había acabado, el tanque aún estaba lleno de gasolina, algo de lo que Will se dio cuenta porque tuvo la cara presionada contra el depósito de metal mientras Faith lo llevaba hasta la casa de la señora Levy. El ruido que hacía la gasolina se parecía al que hacen las olas al chocar contra la orilla, aunque en realidad fuese un acelerante extremadamente volátil que se agitaba a menos de un milímetro de su cara.

El coche se había fabricado mucho antes de que la Administración Nacional de Seguridad Vial obligase en 2001 a todos los coches a instalar una correa de emergencia fosforescente para abrir el capó en caso de que alguien se quedase encerrado. Will no sabía si podría coger el asa en caso de que tuviese alguna. El maletero era muy profundo, pero no muy ancho, más o menos como el pico de un pelícano. Will estaba doblado en un espacio destinado a la rueda de repuesto y puede que a un par de maletas; maletas de los años sesenta, no esas modernas con ruedas que utiliza la gente hoy en día, y donde meten la casa entera para una excursión de fin de semana a las montañas.

En pocas palabras, que cabía la posibilidad de que muriese antes de que Roz Levy se acordase de abrirle el capó.

Entraba un delgado hilo de luz a través del cierre de goma que había alrededor de la bisagra. Will abrió el teléfono móvil para mirar la hora. Llevaba en el maletero casi dos horas, y aún le quedaba, por lo menos, media hora más. Tenía el rifle entre las piernas, en una posición que no resultaba nada agradable. La funda de la pistola se había dado la vuelta, por lo que la Glock se le clavaba en el costado como un dedo punzante. La botella de agua que le había dado Faith ahora era una simple botella de plástico. Hacía unos sesenta grados aproximadamente dentro de esa fosa de metal. Ya no sentía ni las manos ni los pies, y empezaba a pensar que había cometido un grave error.

Las palabras «caballo de Troya» no se le iban de la cabeza ni por un instante. Una llamada a Roz Levy les dejó claro que no pensaba ponerles las cosas muy fáciles, pues seguía muy molesta con Faith por haberle cogido el coche, y se había negado a que entrasen en su casa. Aunque resultase inusual, Will fue la persona a quien se le ocurrió tal idea. Faith pondría el Corvair en el garaje. Él se escondería en el maletero hasta que, pocos minutos antes de la hora acordada, la señora Levy lo abriese disimuladamente cuando saliese a tirar la basura. Will saldría a hurtadillas y cubriría a Faith.

El hecho de que Roz Levy aceptase ese plan alternativo tan fácilmente le hizo sospechar que no lo llevaría a cabo, pero, en aquel momento, ya no podían seguir perdiendo más tiempo y no les quedó otra opción.

Había también otros caballos de Troya, la mayoría más inteligentes que el de Will. Lo bueno de las viejas amigas de Amanda es que eran mujeres mayores, por lo que resultaba fácil que pasasen desapercibidas. Las personas que estuviesen vigilando el vecindario probablemente esperarían jóvenes con mucha testosterona, dedos rápidos y pelo corto. Amanda había enviado a seis de sus amigas a diversas casas alrededor de la manzana. Llevaban bizcochos y pasteles en la mano, y el bolso colgando del brazo. Algunas incluso llevaban sus Biblias. Cualquiera que las viese creería que eran meras visitas.

El perímetro exterior estaba cubierto por un camión del cable, una furgoneta de una peluquería canina y un Toyota Prius amarillo chillón que ningún policía con un poco de dignidad se hubiese atrevido a conducir. Entre los tres vehículos supervisaban el tráfico que entraba y salía de las dos carreteras que llevaban a la sección del vecindario donde estaba la casa de los Mitchell.

Will, sin embargo, no estaba muy satisfecho con el plan. Era la idea menos mala, ya que la peor es que no hubiese ninguna presencia policial. No le gustaba que Faith estuviese en una situación tan vulnerable, a pesar de ir armada y haber demostrado que no dudaría en dispararle a cualquiera. Presentía que Amanda se equivocaba. No se trataba de dinero. Puede que a simple vista lo pareciese, e incluso que algunos de los secuestradores pensasen que sólo era cuestión de eso, pero había algo en su conducta que los delataba. Era algo personal. Alguien se la tenía jurada a Evelyn. Chuck Finn parecía el más sospechoso. Sus vasallos querían el dinero, pero él deseaba venganza. Todos saldrían ganando, salvo Faith. Y, por supuesto, el idiota que estaba atrapado en un Corvair de los años sesenta.

Will hizo un gesto de dolor cuando trató de cambiar de posición. Le dolía la espalda, le picaba la nariz, y tenía el trasero como si hubiese estado sentado en una silla de hierro durante un par de horas. Vista en retrospectiva, la idea de meterse en el maletero parecía más propia de Amanda. Una idea dolorosa y humillante, destinada a perjudicar a Will. Puede que lo hubiese hecho por un deseo oculto de morir, o puede que lo único que desease era asarse lentamente, porque era la única forma de tener tiempo para pensar en qué se había metido. Y no se refería al coche.

Will jamás había fumado un cigarrillo, ni había consumido ninguna droga ilegal. Odiaba el sabor del alcohol. Cuando era pequeño, vio cómo las drogas podían arruinar la vida de una persona, y cuando se hizo policía, cómo terminaban. Jamás había sentido tal tentación, y nunca había comprendido que la gente se sintiese tan desesperada por el siguiente chute como para estar dispuesta a perder su vida y todo lo que le importaba. Robaban, se prostituían, abandonaban o vendían a sus hijos, asesinaban. Hacían cualquier cosa con tal de no pasar el mono: ese punto en que el cuerpo reclamaba con tanta urgencia la droga como para hacerles retorcerse de dolor. Les daban calambres en los músculos, les dolían las entrañas y la cabeza, se les resecaba la boca, tenían taquicardias y les sudaban las palmas de las manos.

La incomodidad física de Will no se debía exclusivamente a la estrechez del maletero del Corvair de la señora Levy, sino también al mono que tenía por ver de nuevo a Sara.

En su defensa, sabía que su respuesta era completamente desproporcionada a lo que cualquier ser normal debería de sentir en ese momento. Se comportaba como un estúpido. Más de lo que ya era. No sabía cómo actuar en su presencia. Al menos cuando no estaban practicando sexo. Y habían tenido mucho sexo, por eso Sara había tardado bastante en tener una visión general de su sorprendente estupidez. Y vaya ridículo que había hecho dándole la mano como un agente en una reunión. Le extrañaba que no le hubiese abofeteado, ya que hasta Amanda y Faith se habían quedado perplejas mientras esperaban el ascensor en el pasillo. Su estupidez las había dejado boquiabiertas.

Will empezaba a preguntarse si tenía algún problema físico. Puede que fuese diabético, como Faith. Ella siempre le estaba regañando por su afición a los dulces, su segundo desayuno, su afición por los nachos de queso de la máquina expendedora que había en la planta de abajo. Examinó sus síntomas: sudaba copiosamente, sus pensamientos corrían a una velocidad vertiginosa, estaba confuso, tenía sed y sentía una necesidad imperiosa de orinar.

Sara no parecía molesta con él cuando se despidió. Le llamó «cariño», algo que sólo le habían llamado una vez en su vida, y también fue ella. Le había besado. No fue un beso apasionado, sino más bien un piquito de esos que se ven en las películas de los años cincuenta justo antes de que el marido se ponga el sombrero para irse a trabajar. Le había dicho que la llamase después, pero ¿deseaba que la llamase o sencillamente le estaba lanzando una indirecta? Will estaba acostumbrado a que las mujeres le lanzasen indirectas. ¿Y qué significaba después? ¿Se refería a esa noche, a mañana o al fin de semana?

Gruñó. Era un hombre de treinta y cuatro años, con un trabajo y un perro al que cuidar. Tenía que recuperar el control. Bajo ningún pretexto llamaría a Sara. Ni esa noche ni el fin de semana. Él era demasiado simple para ella. Demasiado retraído socialmente. Se sentía demasiado ansioso por estar con ella. Will había aprendido por experiencia que lo mejor que podía hacer cuando deseaba algo era quitárselo de la cabeza, ya que jamás lo conseguiría. Ahora tenía que hacer eso mismo con Sara, y debía hacerlo antes de recibir un disparo o dejar que Faith terminase asesinada porque él se estuviera comportando como un adolescente enamorado.

Lo peor fue que sintió que Angie tenía razón en todo lo que le había dicho. Bueno, en todo no: Sara no se teñía el pelo.

El teléfono vibró. Will trató de no castrarse con el rifle mientras se llevaba el Bluetooth a la oreja. El maletero estaba muy bien aislado, pero, aun así, habló en voz baja.

—¿Sí?

—¿Will? —Justo lo que faltaba. La voz de Amanda en su cabeza—. ¿Qué haces?

—Sudar —respondió susurrando y preguntándose cómo podía hacerle esas preguntas tan tontas. Al principio pensó que saldría del maletero como un superhéroe, pero ahora se conformaba con salir de allí vivo.

—Estamos en casa de Ida Johnson. —La vecina del jardín trasero de Evelyn. Le resultaba incomprensible que Amanda hubiese convencido a esa mujer para que dejase entrar a un grupo de policías en su casa. Puede que le hubiese prometido que Faith no asesinaría a más traficantes de drogas en su jardín—. Acabo de oír una llamada en el escáner. Han disparado desde un coche en East Atlanta. Hay dos muertos. Ahbidi Mittal y su equipo acaban de salir de casa de Evelyn para procesar el coche. Alguien importante. Una mujer y su hijo. De raza blanca, rubia, de clase media, guapa.

Ahora sabía cómo los secuestradores planeaban disponer de la casa de Evelyn. Amanda había hecho algunas llamadas discretas y había descubierto que el equipo del CSU necesitaba al menos otros tres días en la casa. Sabían que los secuestradores de Evelyn tenían alguna experiencia en matar desde un coche en movimiento. Resultaba obvio que esos delincuentes no tenían reparos en matar a personas inocentes, y sabían elegir a la víctima adecuada para asegurarse de que todas las cadenas de televisión de Atlanta cambiasen la programación para cubrir en directo lo que estaba sucediendo justo entonces.

Sin embargo, lo más terrible es que eso demostraba que no les importaba asesinar a una mujer y a su hijo.

—Han cavado en el jardín trasero de Evelyn.

Puede que fuese el calor, pero Will imaginó a un perro buscando su hueso.

—Debe haberles dicho que el dinero estaba en el jardín. Hay agujeros por todos lados.

Eso es lo que Will había pensado al principio, pero ahora se dio cuenta de lo estúpido que había sido. La gente ya no ocultaba el dinero de tal forma. Incluso Evelyn tenía una cuenta bancaria. En la actualidad, todo estaba archivado en un ordenador.

—¿La señora Levy los vio cavar? —preguntó en voz baja.

Amanda estaba inusualmente callada.

—¿Amanda?

—No responde al teléfono en este momento. Imagino que se habrá quedado dormida. —Will no pudo tragar. No resultaba nada gracioso—. Habrá puesto el despertador.

Will se preguntó cómo iba a oír la anciana el despertador si no oía el teléfono. Luego dejó de preocuparse, porque pensó que iba a morir de un golpe de calor mucho antes de que eso ocurriese.

—Hay dos amigas acompañándome —dijo Amanda—, y otra vieja compañera en la calle. Ella vigilará a Faith cuando vaya de camino a la casa. Bev trabaja con el Servicio Secreto, y ha solicitado la presencia de un camión de correo.

A Will le habría gustado que aquello le sorprendiera más, pero, en aquel momento, si Amanda le hubiese dicho que había llamado a una vieja amiga en la Casa Blanca para pedirle ciertos códigos nucleares, él se habría limitado a asentir.

—Todo está preparado —dijo ella, que siempre se mostraba muy conversadora cuando un caso estaba a punto de estallar. Aquel día no iba a ser una excepción—. Faith está esperando en su casa. Esta mañana ha ido a tres bancos diferentes para respaldar su historia de las cajas de seguridad. Conseguimos que uno de los directores le diese hasta el último centavo. Todos los billetes están marcados, y hay un dispositivo de seguimiento en la bolsa. —Guardó silencio durante unos instantes—. Creo que estará bien. Sara consiguió nivelarla por el momento, pero me preocupa que no se esté cuidando lo suficiente.

Will también estaba preocupado por eso. Siempre había considerado a Faith una persona indestructible, capaz de superar cualquier crisis. Tal vez fuese porque había sido madre muy joven. Lo que le dijo la señora Levy sobre el escándalo que supuso su embarazo en el vecindario seguía rondándole por la cabeza. No había duda de que Faith aún seguía sintiéndose un tanto avergonzada. Se había sonrojado cuando le explicó a Sara las palabras que había dicho su madre, aunque Evelyn sólo pretendía mitigar su culpa con lo que podían ser las últimas palabras que le dijera a su hija. La vida de Faith había quedado hecha añicos por el embarazo, pero, de alguna forma, había conseguido recomponerla. Evelyn había estado a su lado, prestándole su apoyo, pero era ella quien había hecho el esfuerzo más duro obteniendo el GED, ingresando en la academia, volviendo a la universidad y criando a su hijo. Era una de las mujeres más fuertes que había conocido. En algunos aspectos, incluso más que Amanda.

Y merecía saber la verdad.

—¿Por qué le has mentido a Faith diciéndole que su padre era jugador?

Amanda no respondió.

—¿Por qué le dijiste…?

—Porque lo era —respondió Amanda—. Pensaba que después de esta mañana ya sabrías que hay otras muchas cosas con las que un hombre puede jugar, aparte del dinero.

Will tragó el último resquicio de saliva que le quedaba en la boca. No estaba de humor para los acertijos de Amanda.

—Evelyn estaba implicada —dijo.

—Ella cometió un error muy grave hace mucho tiempo, y desde entonces está pagando por eso.

Will trató de no perder los estribos.

—Ella cogió el dinero y…

—Te prometo una cosa, Will. Si conseguimos sacar a Evelyn de este embrollo, te dirá toda la verdad. Podrás estar con ella una hora entera, y te responderá a todas las preguntas que le hagas.

Will miró a su alrededor, al rayo de luz que entraba por el cierre de goma.

—¿Y si no la sacamos?

—Entonces no tendrá importancia, ¿no te parece? —Oyó la voz de alguien de fondo—. Tengo que dejarte. Te llamaré cuando tenga noticias.

Will volvió a mover el rifle para poder guardarse el teléfono. Cerró los ojos y trató de aclararse la mente. Una gota de sudor le corrió por la espalda. Sentía una especie de sensación de pinchazo cerca de la base de la espina dorsal, donde Sara le había arañado.

Movió la cabeza, tratando de borrar esa imagen para que el rifle no presentase una denuncia por acoso sexual. Imaginó aquel arma sentada en el banquillo de los testigos, utilizando el gatillo para quitar una lágrima de la mira telescópica.

Volvió a mover la cabeza. El calor empezaba a afectarle, estaba claro. Comenzó a repasar los hechos para centrar sus pensamientos. Amanda siempre le hacía repasarlos desde el principio, ya que ésa era la mejor forma de darse cuenta de lo que habían pasado por alto. Con el acaloramiento del momento, resultaba difícil encajar todas las piezas. Will examinó paso por paso todo lo que había pasado en los últimos días, estudiando todos los ángulos, repasando las mentiras y las verdades a medias que les habían dicho aquella panda de delincuentes, así como las mentiras y las medias verdades que le había dicho Amanda.

Al igual que le había sucedido antes, Chuck Finn volvía a aparecer en escena. Siguiendo un proceso de eliminación, Chuck era el único del equipo de Evelyn que no había dado explicaciones. Había estado en Healing Winds con Hironobu Kwon, y conocía a Roger Ling, quien le llamaba Chuckleberry Finn.

Roger también había hablado de cortarle la cabeza a la serpiente. Por lo tanto, tenía que haber una persona al mando. Chuck bien podía ser esa persona. Reunía todos los requisitos: tenía una cuenta personal pendiente con Evelyn Mitchell por haberle implicado. Su vida en prisión no había sido precisamente un camino de rosas, ya que había pasado de ser un agente de policía a tener que cuidar sus espaldas en las duchas.

Probablemente, en prisión, se había convertido en un adicto, pero luego empezó a disfrutar de ello cuando le dieron la condicional. La heroína y el crack eran hábitos muy caros. Aunque ahora estuviese limpio, probablemente se habría gastado el dinero hace mucho tiempo. De todos los detectives que Will había investigado, era el que menos se había arrepentido de sus delitos. Se había gastado el dinero en viajes de lujo, y había visitado muchos lugares como un multimillonario. Sólo el viaje que había hecho a África le había costado cien mil dólares. La única persona a la que había interrogado Will que parecía lamentar los cargos que se presentaban contra Chuck Finn era su agente de viajes.

De todos modos, fuera como fuera, no tardaría mucho en averiguar si realmente estaba implicado o no. Entonces, oyó que se abría la puerta del garaje, y unas zapatillas arrastrándose por el cemento. El capó se abrió. La luz del sol entró como el agua. Vio a la señora Levy pasar con una bolsa de basura blanca en la mano, y oyó el ruido que hacía al tirarla dentro del contenedor.

Will cogió el rifle con una mano y sostuvo el capó con la otra. Sus movimientos no fueron tal como había imaginado: en lugar de hacer su aparición como si fuera Superman, se arrastró como un gusano por el cemento. Roz Levy pasó por su lado, mirando al frente y fría como un témpano. Alargó la mano disimuladamente y, con un pequeño movimiento, cerró el capó. Sin mirar a Will, entró de nuevo en la casa, cerró la puerta y lo dejó pensando que era muy posible que esa anciana fuese capaz no sólo de matar fríamente a su marido, sino de mentirle a Amanda en su propia cara durante toda una década.

Will se quedó tendido en el cemento durante unos segundos, disfrutando del frío que sentía en la piel, respirando el aire fresco mezclado con el olor que procedía de una mancha de aceite que había al otro extremo del Corvair. Se apoyó sobre los codos. Sus recuerdos del garaje, aunque exactos, eran casi inútiles. Había un amplio espacio abierto hasta la parte trasera, como el paso subterráneo de un puente, sólo que más peligroso. La casa de Roz Levy estaba a un lado de la estructura. En el otro estaba el muro de ladrillo de algo más de un metro de altura, con una columna de metal a cada extremo para soportar el tejadillo. Will miró hacia la calle desde debajo del coche, pero no podía saber si le estaban observando.

Miró a uno de sus lados. El contenedor de basura estaba a una distancia equidistante entre el muro y el coche. Will pensó que cualquiera que estuviese observando le vería moverse, pero no tenía otra opción. Se levantó y se puso en cuclillas. Contuvo la respiración, pensando que no había un instante que perder, por lo que de un salto se ocultó detrás del contenedor.

No oyó ningún disparo, ni gritos…, nada, salvo los latidos de su corazón.

Aún le quedaba un metro por recorrer hasta llegar al pequeño muro. Hizo ademán de moverse, pero luego se detuvo, porque pensó que, probablemente, habría una forma mejor de hacer eso que apoyándose contra el muro con una luz de neón señalando su cabeza. Empujó lentamente el contenedor de basura, ocultándose detrás de él y reduciendo el espacio entre el coche y la muralla. Al menos, si no tenía protección, disponía de cierta cobertura visual de cualquiera que estuviese en la calle. Al otro lado del jardín ya era otra cosa. El muro le protegería de los disparos que pudieran llegar desde la casa de Evelyn, pero sería un objetivo muy fácil para cualquiera que quisiera sorprenderle desde el jardín trasero.

No podía seguir en esa postura durante mucho rato. Se apoyó sobre una rodilla y miró por encima del muro. No vio a nadie. La casa de Evelyn estaba un poco más baja y podía ver con claridad la ventana del cuarto de baño. Estaba a cierta altura de la pared, probablemente dentro de la ducha. Era lo bastante ancha para que un niño pequeño pudiese entrar, pero, por desgracia, no para un hombre adulto, sobre todo para alguien de su envergadura. La persiana estaba levantada y vio claramente el pasillo. A través de la lente del rifle, observó hasta las vetas de madera de la puerta que conducía hasta el garaje de Evelyn. Estaba cerrada. Había polvos negros sobre la parte blanca donde los técnicos del CSU habían estado buscando huellas.

Ya habían hablado de eso. Cuando Faith llegase a la casa, entraría por esa puerta.

Su teléfono vibró. Presionó el botón de su Bluetooth y dijo:

—Estoy en posición.

—Acaban de ver la furgoneta negra en Beverly. Han entrado por el lado de Peachtree.

Will agarró con fuerza el teléfono.

—¿Dónde está Faith?

—Acaba de salir de su casa. Va a pie.

No dijo nada, pero ambos sabían que eso no formaba parte del plan. Se suponía que Faith iría en coche, no dando un paseo.

Oyó el ruido de un motor en la calle. La furgoneta negra se detuvo en el bordillo. No es que pretendiesen pasar desapercibidos precisamente, pues había agujeros de balas en los paneles laterales. Will deslizó la palanca a un lado del rifle para disparar. Apuntó a la sección del centro de la furgoneta cuando se abrió la puerta. Miró en su interior, sorprendido.

—Sólo hay dos hombres. Tienen a Evelyn —dijo susurrándole a Amanda.

—Tienes autorización para disparar.

No sabía cómo podía hacerlo. Los dos jóvenes que estaban a los lados de Evelyn Mitchell tenían sus armas apuntándole a la cabeza. Resultaba un tanto desconcertante, porque si alguno de ellos apretaba el gatillo no sólo mataría a Evelyn, sino que la bala atravesaría su cráneo e iría a parar a la cabeza de su compañero. Amanda habría denominado eso una obra del Señor, de no ser porque su mejor amiga estaba en medio de ese par de Einsteins.

Bajaron a Evelyn de la furgoneta, asegurándose de que su cuerpo los protegiese un poco. Ella gritó de dolor, y el sonido rompió el silencio reinante. No estaba atada, pero no podía correr para ponerse a salvo, ya que tenía entablillada una de las piernas con dos palos de fregona partidos y sujetos con cinta de embalar. Estaba gravemente herida, pero, a sus secuestradores, eso no parecía preocuparles lo más mínimo.

Los dos jóvenes llevaban sudaderas negras y gorras de béisbol del mismo color. Ambos movieron la cabeza, buscando posibles amenazas. Caminaron en fila, con Evelyn en medio de los dos. El que iba en la parte de detrás tenía una Glock apuntándole a las costillas, empujándola como si fuese un caballo. Ella no podía caminar por sí sola. El que llevaba la Glock la tenía cogida por la cintura. La mujer se inclinaba hacia atrás a cada paso, dibujando un gesto de dolor. El que iba delante doblaba las rodillas al caminar. Evelyn tenía su mano apoyada en el hombro para poder equilibrarse. El hombre no titubeaba ni se ocultaba lo más mínimo. Sostenía una Tec de nueve milímetros mientras avanzaba hacia la casa. Tenía el dedo puesto en ese gatillo sumamente sensible. Will no había visto un arma como ésa desde que la prohibición federal, ya expirada, de armas de asalto había obligado al fabricante a dejarla de hacer. En la masacre de Columbine, habían utilizado esa arma. Era una semiautomática, pero eso carecía de importancia cuando se disponía de cincuenta balas en el cargador.

Will apartó la mirada de la lente durante un instante y miró hacia la calle. Estaba vacía. No se veía a Chuck Finn ni a ningún otro joven con sudadera negra y gorra de béisbol. Volvió a mirar a través de la mira telescópica. El estómago se le hizo un nudo. Parecía imposible que hubiera sólo dos hombres.

—¿Los tienes a tiro? —dijo Amanda con la voz tensa.

Will tenía su rifle apuntando al pecho del que llevaba la Tec-9, pero esos dos jóvenes no eran unos aficionados. El que llevaba la Tec-9 estaba justamente delante de Evelyn, asegurándose de que cualquier bala que le atravesase iría a parar al cuerpo de ella. Lo mismo sucedía con el que sostenía la Glock, que estaba justo a sus espaldas. Un tiro en la cabeza estaba fuera de toda cuestión. Aunque derribase al que sostenía la Tec-9, el otro tendría tiempo de dispararle a Evelyn antes de que él pudiese apuntar de nuevo con su rifle. Will podía matar a uno de los secuestradores, pero también a la prisionera.

—Imposible —dijo susurrándole a Amanda—. Demasiado arriesgado.

Ella no discutió.

—Deja la línea abierta. Te avisaré cuando Faith llegue a la casa.

Will siguió a las tres figuras hasta que desaparecieron dentro del garaje. Se giró, apuntando con el rifle hacia la puerta de la cocina y conteniendo la respiración mientras esperaba. La puerta se abrió de golpe. Will dejó el dedo apoyado sobre el protector del gatillo mientras Evelyn entraba dando tumbos en la cocina. El que sostenía la Glock seguía detrás de ella. La levantó y la empujó, haciendo un gesto por el esfuerzo. El que sostenía la Tec-9 aún seguía delante, caminando con las rodillas encogidas. La parte de arriba de su gorra estaba a la altura del pecho de Evelyn. Will observó su rostro. Tenía un ojo morado y la mejilla abierta.

Estaban en el vestíbulo. Evelyn hizo un gesto de dolor cuando el que sostenía la Glock le soltó la cintura para dejarla en el suelo. Era una mujer delgada, pero ahora era prácticamente un peso muerto. El joven que estaba detrás de ella resollaba. Presionó la cabeza contra su espalda. Al igual que el otro, tenía más de adolescente que de hombre.

La luz del vestíbulo cambió. El espacio se oscureció. Posiblemente corrieron las cortinas para cubrir las ventanas de delante. Eran de vinilo, hechas para filtrar la luz, pero no para bloquearla por completo. Will aún podía ver claramente a las tres figuras. Llevaron a Evelyn medio a pulso y medio a empujones hasta el salón. Will vio la gorra negra y la Tec-9 agitándose en el aire. Luego desaparecieron y ya sólo vio la cocina.

—Están en el salón —le dijo a Amanda—. Todos.

No le dijo que su plan había fallado. No habían llevado a Evelyn a la habitación trasera. Querían que estuviese delante cuando Faith entrase en la casa.

—Usaron a Evelyn de escudo mientras corrían las cortinas de atrás —dijo Amanda—. No los tengo a tiro. —Soltó una maldición—. No veo nada.

—¿Dónde está Faith?

—No tardará en llegar.

Will trató de relajar el cuerpo para que no le doliese el hombro. No se veía a Chuck Finn, ni habían escondido a Evelyn. Los dos jóvenes no habían buscado por la casa para ver si había algún policía escondido. No habían asegurado la escena ni habían atrincherado la puerta delantera, y tampoco habían tomado las precauciones necesarias para asegurarse de que su huida fuese tan fácil como su entrada.

Todos los errores que habían cometido a la hora de pensar en cómo actuarían los secuestradores eran como un nudo apretando la garganta de Faith.

Lo único que podía hacer Will era esperar.