WILL AVANZÓ POR EL CAMINO DE entrada de su casa y esperó hasta que la puerta del garaje se abriese. Todas las luces de la casa estaban apagadas. Betty tendría probablemente la vejiga tan llena como un globo en el desfile del día de Acción de Gracias. Al menos eso esperaba, pues no estaba de humor como para ponerse a limpiar.
Se sentía como si hubiese matado a Amanda. No literalmente, y no con sus propias manos como había soñado muchas veces, pero repetirle lo que le había dicho Roger Ling sobre Evelyn Mitchell fue como pegarle un tiro en el pecho. Amanda se había derrumbado delante de él. Toda su fortaleza había desaparecido. Toda su arrogancia, su abyección y su mezquindad se habían desvanecido. Se vino completamente abajo.
Will pensó que debía esperar a que saliesen de la prisión para informarla. Amanda no había llorado, pero, para su horror, cayó de rodillas. Fue entonces cuando la rodeó con el brazo. Era sorprendentemente huesuda. Notó sus delgadas caderas y lo frágiles que eran sus hombros. Cuando se abrochó el cinturón de seguridad y cerró la puerta del coche, parecía diez o veinte años más vieja.
El viaje de regreso fue espantoso. El silencio de Will en el trayecto de ida no se podía comparar. Se ofreció a parar, pero ella le dijo que no se detuviese. Al llegar a las afueras de Atlanta vio que su mano se aferraba a la puerta. Will jamás había estado en su casa. Vivía en una comunidad de propietarios en el centro de Buckhead. Era una urbanización cerrada. Las casas eran majestuosas, con grandes ventanales. Ella le condujo hasta una casa que había en la parte de atrás.
Will detuvo el coche, pero ella no salió. Estaba pensando si debía ayudarla cuando le dijo:
—No se lo digas a Faith.
Will se había quedado mirando la puerta principal. Había una bandera ondeando delante del edificio. Flores primaverales. Un motivo estacional. Jamás habría pensado que a Amanda le gustasen las banderas, y le costaba imaginarla de pie, en el porche, con su traje y sus tacones poniéndose de puntillas para colocar en el poste la bandera más apropiada.
—Tenemos que verificarlo —dijo, aunque lo que le había dicho Roger Ling no era más que una constatación de lo que se temía.
Amanda también debía haberlo presentido. Ésa era la única explicación para su capitulación en la sala de espera. Había admitido que Evelyn estaba manchada, pues reconoció que no había razones para seguir protegiéndola. El plazo de las veinticuatro horas había vencido, y los secuestradores no se habían puesto en contacto. Habían encontrado sangre en el suelo de la cocina, mucha sangre, y probablemente la mayor parte era de ella. Los jóvenes con los que estaban tratando habían demostrado ser unos asesinos despiadados, incluso con los miembros de su propia banda.
Las probabilidades de que Evelyn Mitchell hubiese sobrevivido a esa noche eran prácticamente nulas.
—Faith debería saberlo —dijo Will.
—Yo se lo diré cuando esté segura. —Su voz sonó apagada, sin vida—. Nos reuniremos a las siete de la mañana. Todo el equipo. Si llegas un minuto tarde, no te molestes en venir.
—Allí estaré.
—Vamos a encontrarla. Tengo que verla con mis propios ojos.
—De acuerdo.
—Y si lo que dice Roger es cierto, entonces vamos a ir a por ellos. A por cada uno de ellos. Los perseguiremos hasta la muerte.
—Sí, señora.
Amanda hablaba con una voz tan baja y cansada que apenas podía oírla.
—No descansaré hasta que los vea a todos condenados a muerte. Quiero ver cómo les clavan la aguja, cómo se retuercen sus pies, cómo se les ponen los ojos en blanco y cómo dejan de respirar. Y si el estado no acaba con ellos, lo haré yo misma.
Amanda había empujado la puerta y había salido del coche. Will notó el esfuerzo que le suponía mantener la espalda erguida mientras subía las escaleras. Si de ella dependiera, si hubiese una forma de hacer que su amiga recuperase la vida, no había duda de que la llevaría a cabo.
Pero eso era imposible.
La puerta del garaje se abrió. Will entró y presionó el botón para cerrarla. El garaje no formaba parte de la casa original. Él había añadido la estructura conservando el estilo tradicional del vecindario, cuando los yonquis llamaban a su puerta para preguntar si seguía siendo un punto de venta de crack. La entrada era un tanto incómoda, y llevaba a la habitación de invitados. Betty levantó la cabeza de la almohada cuando le vio. Había un charco en una esquina del cual ninguno de los dos deseaba hablar.
Will encendió las luces mientras recorría la casa. Hacía un poco de fresco. Abrió la puerta de la cocina para que la perra pudiese salir, pero ella dudó.
—No pasa nada —dijo Will, utilizando el tono más delicado posible.
A Betty se le estaban curando las heridas, pero la perrita aún recordaba cómo, hacía sólo una semana, un halcón se coló en su patio y trató de apresarla. Y Will aún recordaba la incontrolable carcajada del veterinario cuando le dijo que el halcón probablemente la habría confundido con una rata.
Betty finalmente decidió salir, pero no sin lanzarle una mirada precavida. Will puso las llaves del coche en el gancho y dejó la cartera y la pistola sobre la mesa de la cocina. La pizza del día anterior aún estaba en la nevera. Sacó la caja, pero lo único que pudo hacer es quedarse mirando las gelatinosas raciones.
Quería llamar a Sara, pero, en esa ocasión, sus motivos eran meramente egoístas. Quería contarle lo que había pasado ese día, preguntarle si hacía bien en esperar para decirle a Faith que su madre estaba muerta. Quería describirle cómo se había sentido al ver a Amanda derrumbarse, y lo mucho que se había asustado al verla caer de su pedestal.
Volvió a meter la pizza en la nevera, se aseguró de que la puerta trasera seguía abierta y fue a darse una ducha. Era casi medianoche. Llevaba despierto desde las cinco de la mañana, y sólo había dormido unas pocas horas la noche anterior. Will se quedó bajo el chorro de agua caliente, tratando de olvidarse de ese día: de la suciedad de la prisión de Valdosta; del almacén donde habían intentado matarle; del Grady, donde se había sentido aturdido por el miedo; de la prisión de Coastal, donde había sudado tanto que aún tenía manchas en las axilas.
Will pensó en Betty mientras se secaba el pelo. Había estado encerrada todo el día. El charco era culpa de los dos. Por muy tarde que fuese, no tenía ningunas ganas de dormir. Le apetecía salir a dar un paseo. A ambos les sentaría bien estirar las piernas.
Cogió unos pantalones vaqueros y una camisa demasiado gastada como para ponérsela en el trabajo. Tenía el cuello descosido, y uno de los botones colgaba de un hilo.
Entró en la cocina para coger la correa de Betty.
Angie estaba sentada en la mesa.
—Bienvenido a casa, muchacho. ¿Cómo te ha ido el día?
Will hubiese preferido regresar a Coastal y enfrentarse de nuevo a Roger Ling que hablar con su esposa en ese momento.
Ella se levantó y le rodeó con sus brazos. Acercó la boca a la suya.
—¿No piensas saludarme?
El tacto de sus manos en su cuello no se parecía en absoluto al de Sara.
—Déjame.
Angie se apartó e hizo un mohín con la cara.
—¿Te parece bonito recibir así a tu esposa?
—¿Dónde has estado?
—¿Y desde cuándo te importa?
Will se quedó pensando. Aquella pregunta era lógica.
—La verdad es que no me importa, pero… —Le salieron las palabras con tanta facilidad como las había pensado—. No quiero que te quedes.
—Hmmm. —Angie bajó el mentón y cruzó los brazos—. Supongo que era inevitable. Después de todo, no puedo dejarte solo.
Angie había cerrado la puerta trasera, y Will la abrió. Betty entró corriendo y emitió un gruñido al ver a Angie.
—Al parecer ninguna de las mujeres de tu vida se alegra de verme.
Will notó que se le erizaba el pelo de la nuca.
—¿A qué te refieres?
—¿No te lo ha dicho Sara? —Angie se detuvo, pero él no pudo responderle—. Se llama así, ¿verdad? —Soltó una carcajada entrecortada—. Creo que es un poco sosa para ti, Will. No está mal, pero tiene un culo que no vale nada, y es casi tan alta como tú. Pensaba que te gustaban las mujeres más femeninas.
Seguía sin poder hablar. Parecía haberse quedado mudo.
—Cuando vine, ayer, ella estaba aquí. Merodeando por la habitación. ¿No te lo ha dicho?
Sara no se lo había dicho. ¿Por qué no?
—Se tiñe el pelo. Imagino que lo sabrás. Esas mechas no son naturales.
—¿Qué le…?
—Sólo te estoy diciendo que no es tan buenecita como parece.
Will consiguió pronunciar algunas palabras.
—¿Qué le dijiste?
—Nada. Sólo le pregunté por qué se estaba tirando a mi marido.
El corazón se le encogió. Por esa razón la había visto llorar el día anterior por la tarde. Eso explicaba su frialdad al principio, cuando se presentó en su casa por la noche. El corazón se le cerró como una mirilla.
—¿Quién te ha dado permiso para hablar con ella?
—¿Estás intentado protegerla? —Se rio—. Por Dios, Will, eso resulta divertidísimo teniendo en cuenta que soy yo quien trato de protegerte a ti.
—No tienes nada de que…
—Le van los polis. Imagino que lo sabes. —Hizo un gesto para indicarle lo estúpido que era—. He investigado a su marido. Era bastante apuesto. Y se follaba a todo lo que se movía.
—Como tú.
—Déjalo, Will. A mí no me ofendes con eso.
—Ni lo pretendo. —Finalmente dijo lo que llevaba pensando durante todo el último año—. Quiero acabar con esto. No quiero seguir contigo.
Angie se rio en su cara.
—¿Y qué vas a hacer sin mí?
Will la miró fijamente. Estaba sonriendo y sus ojos le brillaban. ¿Por qué sólo parecía feliz cuando trataba de herirle?
—No te aguanto más.
—Se llamaba Jeffrey. ¿Lo sabías? —Will no respondió. Por supuesto que sabía el nombre del marido de Sara—. Era inteligente. Fue a la universidad. Me refiero a una de verdad, no a una escuela por correspondencia donde te regalan el diploma. Era el jefe de la policía. Estaban tan jodidamente enamorados que ella tiene los ojos bizcos en las fotografías. —Angie cogió el bolso de la silla—. ¿Quieres verlos? Salían todas las semanas en los periódicos de esa ciudad de mierda. Le hicieron un collage muy bonito cuando murió.
—Por favor, vete.
Angie soltó el bolso.
—¿Sabe que eres retrasado? —Will se mordió la lengua—. Por supuesto que lo sabe. —Lo dijo como si se sintiese casi aliviada—. Eso lo explica todo. Siente lástima por ti. Pobrecito Willy, no sabe leer.
Él movió la cabeza.
—Deja que te diga una cosa, Wilbur. Tú no eres nadie. No eres guapo, ni inteligente, ni siquiera normal. Y no vales un duro en la cama.
Se lo había dicho tantas veces que ya no le importaba.
—¿A qué viene esto?
—Estoy intentando que no te hagan daño. Por eso lo hago.
Will miró al suelo.
—Déjalo ya, Angie. Aunque sólo sea por una vez, déjalo.
—¿Dejar el qué? ¿De decirte la verdad? Eres tan bobo que no te das cuenta de nada. —Angie acercó la cara a escasos centímetros de la suya—. ¿No te das cuenta de que cada vez que te besa, te toca, te folla o te abraza está pensando en él? —Se detuvo como si esperase una respuesta—. Eres un sustituto, Will, alguien con quien pasar el rato hasta que encuentre otro mejor. Un médico, un abogado. En fin, alguien que pueda leer un periódico sin que se le canse la boca.
Will notó una presión en la garganta.
—¿Y tú qué sabes? —dijo.
—Conozco a la gente. Conozco a las mujeres. Las conozco mucho mejor que tú.
—De eso estoy seguro.
—Puedes estarlo. Y te conozco a ti mejor que a nadie. —Se detuvo para ver el daño que le había hecho, pero al parecer no era suficiente—. Te olvidas de que estuve allí. Cada día de visita, cada adopción, mientras estabas delante de aquel espejo peinándote, mirándote la ropa, poniéndote guapo para ver si alguna mamá y algún papá te llevaban a casa con ellos. —Dejó de mover la cabeza—. Pero nadie lo hizo, ¿verdad? Nadie te acogió. ¿Y sabes por qué?
Will no podía respirar. Le dolían los pulmones.
—Porque tienes algo que apesta, algo que hace que a uno se le ponga la piel de gallina, algo que hace que la gente te quiera lo más lejos posible de su vida.
—Vale. ¿Ya te has quedado descansada? Ahora déjalo ya.
—¿Que deje el qué? ¿Lo que es obvio? ¿Crees que te vas a casar, tener hijos y llevar una vida normal? —Se rio como si fuese lo más ridículo que hubiese oído en su vida—. ¿Acaso no has pensado nunca que te gusta lo que hay entre nosotros?
Will notó el sabor de la sangre en la punta de la lengua. Imaginó una muralla entre ellos. Una gruesa muralla de cemento.
—¿Por qué, si no, me esperas? ¿Por qué no tienes otras citas, ni vas a los bares o pagas por un chochito como hacen los demás hombres?
La muralla se hizo más alta y sólida.
—Porque te gusta lo que tenemos. Sabes que no puedes estar con nadie más. No puedes abrirte con nadie porque sabes que, más tarde o más temprano, te dejará. Y eso es lo que va a hacer tu preciosa Sara. Es una mujer adulta. Ha estado casada. Ha tenido una vida de verdad con otra persona. Alguien que merecía su amor y que sabía hacerla feliz. No tardará en darse cuenta de que tú no eres capaz de darle eso. Te dejará colgado y se marchará.
El sabor de la sangre se hizo más intenso.
—Estás tan desesperado porque alguien te preste atención. Siempre has sido así: un tío pegajoso, patético y necesitado.
Will no podía soportar que se le acercase tanto. Fue al fregadero y llenó un vaso de agua.
—No sabes nada de mí —dijo.
—¿Le has dicho lo que te pasó? Ella es médica. Tiene que saber qué aspecto tienen las quemaduras de cigarro. Sabrá lo que sucede cuando te ponen dos cables pelados en la piel. —Will se bebió el agua de un sorbo—. Mírame. —Él no levantó la cara, pero la mujer siguió hablando—. Eres un pasatiempo para ella. Siente lástima por ti. Pobrecito huérfano. Tú eres Helen Keller, y ella era la puta esa que le enseñó a leer. —Le cogió el mentón y le obligó a observarla. Will seguía con la mirada apartada—. Lo único que quiere es curarte. Sin embargo, cuando se dé cuenta de que no hay ninguna pastilla mágica que te quite la estupidez, te tirará a la basura.
Algo se rompió en su interior. Su resolución, su fuerza, sus endebles murallas.
—Bueno, ¿y qué? —gritó—. ¿Crees que voy a volver arrastrándome a ti?
—Siempre lo haces.
—Prefiero estar solo. Prefiero pudrirme en un agujero que seguir contigo.
Ella le dio la espalda. Will puso el vaso en el fregadero y utilizó el dorso de la mano para limpiarse la boca. Angie no solía llorar, al menos de verdad. Todos los chicos con los que Will se había criado tenían una táctica diferente de supervivencia. Ellos utilizaban los puños. Ellas se volvían bulímicas. Otras, como Angie, utilizaban el sexo. Y cuando eso no funcionaba, recurrían a las lágrimas; y si eso tampoco funcionaba, entonces buscaban algo con lo que romperte el corazón.
Cuando Angie se dio la vuelta, tenía la pistola de Will metida en la boca.
—No…
Apretó el gatillo. Will cerró los ojos y levantó las manos para taparse la cara y que no le diesen los trozos de cerebro y cráneo. Sin embargo, no sucedió nada.
Lentamente, bajó los brazos y abrió los ojos.
Angie seguía con la pistola metida en la boca. Volvió a disparar. El sonido del martillo al chasquear era como una aguja perforándole el tímpano. Vio el cargador sobre la mesa. La bala que guardaba en la recámara estaba a su lado.
—No vuelvas a… —dijo Will con voz temblorosa.
—¿Sabe lo de tu padre, Will? ¿Le has contado lo que sucedió?
Le temblaba el cuerpo entero.
—No se te ocurra volver a hacerlo.
Angie dejó la pistola en la mesa. Se puso las manos en la boca y, ahuecándolas, dijo:
—Tú me quieres, Will. Lo sabes. Si no fuera así, no habrías reaccionado de esa forma cuando apreté el gatillo. Sabes que no puedes vivir sin mí.
A él se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No somos nada si no estamos juntos —dijo Angie acariciándole las mejillas, las cejas—. ¿Acaso no lo sabes? ¿No te acuerdas de lo que hiciste por mí? Estabas dispuesto a quitarte la vida por mí. Nunca harías eso por ella. Nunca te cortarías las venas por nadie, salvo por mí.
Se apartó de ella. La pistola aún estaba sobre la mesa. Notó el frío del cargador en la mano. Lo metió en su sitio. Echó hacia atrás la corredera para poner una bala en la recámara. Le dio la pistola, apuntando a su pecho.
—Vamos, dispárame. —Angie no se movió, y Will intentó cogerle la mano—. Dispara.
—Basta —dijo Angie levantando las manos—. Basta ya.
—Dispárame. Dispárame o déjame.
Ella cogió el arma y la desmontó, tirando las piezas sobre la encimera. Cuando le soltó las manos, empezó a abofetearle en la cara, una y otra vez. Luego con los puños. Will le cogió los brazos, la giró y la puso de espaldas. Angie odiaba que la agarrasen. Él presionó su cuerpo contra el suyo, empujándola contra el fregadero. Ella se defendía con furia, gritando y arañándole con las uñas.
—¡Suéltame! —dijo. Le propinó una patada y le clavó los tacones en el pie—. ¡Basta!
Will apretó aún más. Ella se apoyó en él. Toda la rabia y la frustración de los dos últimos días se concentró en un solo lugar. Él notó que su cuerpo empezaba a responder, anhelando liberarse. Angie consiguió darse la vuelta, le puso la mano detrás del cuello, lo acercó y puso sus labios sobre los de él, con la boca abierta.
Will retrocedió. Ella se acercó para rodearle de nuevo con sus brazos, pero él volvió a retroceder. Will jadeaba demasiado para poder hablar. Ésa era su forma de amarse: rabia, miedo, violencia, pero nunca ternura ni compasión.
Cogió la correa de Betty del gancho. La perrita dio un brinco para ponerse de pie. A Will le temblaban tanto las manos que apenas pudo ponerle la correa en el collar. Cogió las llaves del gancho y se metió la cartera en el bolsillo de atrás.
—No quiero verte cuando vuelva.
—No puedes dejarme. —Will volvió a montar su arma y abrochó la funda en sus pantalones—. Te necesito.
Él se dio la vuelta para mirarla de frente. Tenía el pelo revuelto. Parecía desesperada, dispuesta a hacer algo. Will estaba harto de eso, harto de todo.
—¿No lo entiendes? No quiero que me necesiten. Quiero que me quieran.
Ella no tenía una respuesta para eso, por eso intentó probar con una amenaza.
—Te juro que me mataré si sales por esa puerta.
Will salió de la habitación.
Ella le siguió por el pasillo.
—Me tomaré pastillas. Me cortaré las venas. Eso es lo que quieres, ¿verdad? Me cortaré las venas y, cuando regreses, encontrarás mi cadáver. ¿Cómo te sentirás entonces, Wilbur? ¿Cómo te sentirás cuando regreses a casa después de follarte a tu preciosa doctora y me encuentres muerta en el baño?
Will cogió a Betty del suelo.
—Annie Sullivan.
—¿Cómo dices?
—Ésa fue la mujer que le enseñó a leer a Helen Keller.
Will entró en el garaje y cerró la puerta detrás de él. Lo último que vio fue a Angie de pie, en el pasillo, con los puños apretados. Se subió al coche y esperó a que la puerta del garaje se abriese. Salió y esperó a que se cerrase.
Betty se acomodó en el asiento del pasajero mientras él iniciaba la marcha. Abrió la ventanilla para que pudiese disfrutar de un poco de aire fresco. No sabía adónde iba hasta que entró en el aparcamiento que había delante del edificio de Sara. Cogió a la perra y la llevó hasta la entrada principal. Sara vivía en la planta de arriba. Tocó el telefonillo. No tuvo que decir nada. Se oyó un zumbido y la puerta se abrió.
Betty se agitó al entrar en el ascensor. Will la dejó en el suelo. Cuando llegaron a la planta de arriba, salió corriendo al pasillo. La puerta de Sara estaba abierta, y ella estaba de pie, en medio de la habitación. Tenía el pelo suelto y le caía hasta los hombros. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca muy fina que no ocultaba nada de lo que tenía debajo.
Will cerró la puerta. Tenía muchas cosas que decirle, pero, cuando quiso hablar, no le salió ninguna de ellas.
—¿Por qué no me dijiste que habías visto a Angie?
Ella no respondió. Se limitó a quedarse allí, observándole. Will no pudo evitar mirarla. Llevaba una camiseta ceñida, y vio la forma de sus pechos y sus pezones contra ese tejido tan fino.
—Disculpa —dijo Will con la voz rota. Nunca se perdonaría por meter a Angie en la vida de Sara. Era lo más horrible que le había hecho a nadie—. Lo que te dijo. Yo nunca quise…
Sara se acercó hasta él.
—Lo siento mucho —dijo Will.
Ella le cogió la mano, le dio la vuelta para poner la palma boca arriba, y sus dedos se movieron con agilidad desabrochándole los botones de la manga.
Will deseaba apartarse, necesitaba hacerlo, pero no podía moverse: los músculos no le respondían. No podía detener sus manos, ni sus dedos, ni su boca.
Ella posó los labios en la muñeca de Will y le dio el beso más dulce que había recibido nunca. Le pasó la lengua ligeramente por la piel, siguiendo la cicatriz de su brazo. Will sintió como si un calambre le recorriese todo el cuerpo. Cuando le besó en la boca, estaba ardiendo. Sara acercó su cuerpo al suyo. Le besó aún más fuerte. Ella le puso la mano por detrás de la cabeza y le pasó las uñas entre el pelo. Will se sintió mareado. Estaba desbocado. No podía dejar de tocarla, de tocar sus delgadas caderas, la parte baja de su espalda, sus perfectos pechos.
Se quedó sin aliento cuando ella le metió las manos dentro de la camisa y le acarició con los dedos el pecho y la parte baja de su barriga. Sara no se estremeció ni se tambaleó. Acercó su frente a la suya y, mirándole a los ojos, le dijo:
—Respira.
Will suspiró. Fue un suspiro tan profundo que, por un momento, sintió que lo llevaba reteniendo toda la vida.