Capítulo catorce

FAITH COGIÓ UN CARRITO DE LA hilera que había fuera del supermercado. Encontró una lista antigua en el bolso y se la puso en la mano al entrar en el edificio, simulando que era un día normal de mercado. La policía de Atlanta le había cogido su Glock para procesarla en balística, pero no sabían que Zeke tenía una Walther P99 cargada en la guantera de su coche. El peso de la pistola hizo que la correa del bolso se pusiera tirante cuando se la colgó del hombro. Un arma así, fabricada en Alemania, le pegaba a su hermano, que nunca había estado en un enfrentamiento. Era pesada y cara, el tipo de pistola que se lleva para alardear. Sin embargo, era capaz de derribar a un hombre a cien metros de distancia, y eso es lo que ella necesitaba en ese momento.

Empezó por la sección de verduras, tomándose más tiempo de lo normal para comprobar si las naranjas apiladas estaban frescas. Puso unas cuantas en una bolsa de plástico y se dirigió a la panadería.

Debería haber salido de la casa varias horas antes, pero estuvo esperando a que Zeke la llamase para decirle que Jeremy y Emma ya estaban instalados y a salvo en las dependencias para las visitas de los oficiales en la Base Aérea de Dobbins. Meterlos a todos en el Impala de Jeremy le había llevado mucho rato. Zeke protestaba por la sillita de Emma, y Jeremy porque Faith le había confiscado el iPhone. Emma no había derramado ni una lágrima, ya que estaba su hermano mayor allí para calmarla, pero Faith se había echado a llorar como una niña en cuanto vio desaparecer el coche al final de la calle.

Tenía asumido que los hombres que habían secuestrado a su madre sabían lo que hacían y que actuaban sin miedo alguno. Tácticamente, siempre habían llevado la ventaja, cuando secuestraron a Evelyn y cuando entraron en casa de Faith. Sin embargo, con dos policías sentados en la cocina y ese hermano de casi dos metros dando vueltas como un toro deseoso de embestir, no había forma de que intentasen entrar de nuevo en la casa.

Habían ido a por Jeremy, su vínculo más débil después de Emma. Faith sintió una oleada de angustia al pensar en sus hijos. Había estado tan preocupada por su madre que había dejado de lado al resto de la familia, algo que no permitiría nunca más. Iba a conseguir que todos estuviesen a salvo o moriría en el intento.

Faith notaba una presencia a sus espaldas. Alguien la estaba observando. Lo había percibido desde el momento en que salió de su casa. Casualmente, se dio la vuelta y vio a un chico con el uniforme de Frito-Lay colocando las bolsas en los estantes. El chico le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa y empujó el carrito a través del pasillo.

Cuando era una niña, el hombre de la empresa Charles Chip venía todos los lunes a llenar sus recipientes de metal color marrón con patatas fritas. Los martes y los jueves, el camión del lechero se detenía delante de la casa mientras Petro, el conductor, dejaba la leche en la rejilla de metal que había al lado de la puerta del garaje. Dos litros costaban noventa y dos centavos. El zumo de naranja, cincuenta y dos. El suero de leche, el favorito de su padre, cuarenta y siete. Si Faith se portaba bien, su madre dejaba que se quedase con el cambio después de pagar a Petro. Algunas veces, Evelyn compraba leche chocolatada, que costaba cincuenta y seis centavos, para las ocasiones especiales, como los cumpleaños, cuando sacaban buenas notas, habían ganado en algún juego o en los recitales de danza.

Cosméticos, vitaminas, champú, postales, libros, jabón. Faith continuaba echando cosas en el carrito, esperando que quien la estuviese siguiendo se pusiese en contacto. Redujo el paso. El carrito estaba casi lleno. Miró el iPhone de Jeremy, pero no tenía ningún mensaje en su página de Facebook; ningún contacto de GoodKnight92. Volvió a retroceder por donde había pasado y se acercó a donde estaban las vitaminas y el champú, y echó un ojo a las revistas una vez más. Miró la hora. Llevaba allí casi sesenta minutos, y de momento nadie se le había acercado. El Pelirrojo probablemente se estaría preguntando por qué tardaba tanto. El joven detective no puso ningún impedimento cuando le dijo que iba al supermercado, pues aún se sentía molesto porque le hubiese quitado la pistola. No estaba segura de si podría seguir acosándole sin que le devolviese el golpe.

Giró el carrito para esquivar a un anciano que se había detenido en el pasillo de los cereales. Faith sabía que procurarían encontrarse con ella en el aparcamiento, donde estuviese sola. Debería ir y acabar de una vez por todas. Puso la mano en el bolso, disponiéndose a sacarlo del carrito, pero lo pensó más detenidamente. No podían secuestrarla mientras estuviese en el supermercado. Puede que lo intentasen, pero Faith no se dejaría, y se verían obligados a negociar con ella o a dispararle. Ella no estaba dispuesta a salir del supermercado sin hacer un trato que le asegurase la vuelta de su madre.

Se detuvo fuera de los aseos y dejó el carrito al lado de la puerta. Era la tercera vez que entraba en ellos desde que había llegado al supermercado, pero su intención no era hacerlos esperar. Una de las ventajas de la diabetes es que siempre tenía la vejiga llena. Abrió la puerta de los aseos de mujeres y contuvo la respiración al notar el fétido olor. La suciedad impregnaba las paredes de acero inoxidable y el suelo de terrazo. El aire estaba enrarecido. Si hubiese podido, habría esperado hasta llegar a casa, pero no se podía permitir ese lujo.

Miró los cuatro compartimentos y entró en el reservado para los discapacitados, porque era el menos sucio. Le dolieron los muslos cuando se inclinó encima del asiento. Tuvo que hacer equilibrio. Sostuvo el bolso pegado al estómago, pues no había ningún lugar donde colgarlo, y temía que la piel falsa de la que estaba hecho se quedase pegada en el suelo.

Se abrió la puerta. Faith miró por debajo del compartimento. Vio un par de zapatos de mujer con el tacón bajo, y unos tobillos gruesos enfundados en unas medias de descanso color marrón. Oyó que alguien abría un grifo, y cómo se encendía el dispensador de toallas de mano. Luego se cerró el grifo, y volvió a oír cómo la puerta se abría y se cerraba lentamente.

Faith cerró los ojos y emitió una expresión de alivio. Terminó de hacer sus necesidades, tiró de la cisterna y volvió a colocarse el bolso sobre el hombro. La puerta del compartimento no se había cerrado del todo, pues no tenía pestillo. Metió el dedo meñique en la abertura cuadrada y giró el eje de metal para abrir la puerta.

—Hola.

Faith examinó instantáneamente al hombre que tenía delante. De constitución media, algo más alto que ella y de unos ochenta kilos. Piel oscura, moreno y con los ojos azules. Tenía una tirita en el dedo índice de la mano izquierda, y el tatuaje de una serpiente en el lado derecho de la nuca. Vestía unos vaqueros gastados con agujeros en las rodillas, así como una sudadera oscura con un bulto en la parte delantera que no podía ser otra cosa que una pistola. Tenía la visera de la gorra de béisbol bajada, aunque podía ver su cara, su escaso vello facial y su lunar en la mejilla. Tendría la edad de Jeremy, pero con un aspecto que no se parecía en nada a su dócil hijo. Emanaba odio. Faith conocía a ese tipo de personas, pues había tratado con ellas en muchas ocasiones: eran jóvenes de gatillo rápido y con un deseo insaciable de hacer daño. Demasiado jóvenes para ser listos, y demasiado estúpidos para llegar a viejos.

Faith metió la mano en el bolso, pero el joven presionó el bulto que tenía debajo de la sudadera.

—Yo, en tu lugar, no lo haría.

Faith notaba el acero frío de la Walther. El cañón estaba apuntando en dirección al joven, y tenía el dedo al lado del gatillo. Podría dispararle antes de que le diese tiempo a pensar siquiera en levantarse la sudadera.

—¿Dónde está mi madre?

—¿Mi madre? Hablas como si fuese sólo tuya.

—No metas a mi familia en esto.

—Tú no eres la que mandas.

—Necesito saber que está viva.

El joven levantó el mentón y emitió un chasquido al chocar la lengua contra los dientes. Era un gesto que le resultaba familiar, ya que era la misma respuesta que habían empleado casi todos los chorizos que había arrestado.

—Está a salvo.

—¿Cómo puedo saberlo?

El joven se rio.

—No puedes, zorra. Tú no sabes nada.

—¿Qué quieres?

Hizo un gesto con los dedos y dijo:

—Dinero.

Faith no sabía si podría tirarse otro farol.

—Dime dónde está mi madre y acabemos con esto. Nadie tiene por qué salir herido.

El joven volvió a reírse.

—¿Crees que soy estúpido?

—¿Cuánto quieres?

—Todo.

Un montón de insultos le pasaron por la cabeza.

—Ella nunca cogió ningún dinero.

—Sí, ya, ella también me ha soltado esa historia, zorra de mierda. Dame el puto dinero y te devolveremos lo que queda de ella.

—¿Está viva?

—No por mucho tiempo si no haces lo que te digo.

Faith notó que una gota de sudor le corría por la espalda.

—Puedo tener el dinero mañana al mediodía.

—¿Por qué? ¿Tienes que esperar a que abran los bancos?

—Está en una caja de seguridad. —Se lo estaba inventando en ese momento—. En tres cajas repartidas por la ciudad. Necesito tiempo.

El joven sonrió. Uno de sus dientes tenía una funda de color plata. Era de platino y probablemente le habría costado más dinero de lo que ella tenía en su cuenta corriente.

—Sabía que llegaríamos a un acuerdo. Le dije a tu mami que su pequeña no la dejaría colgada.

—Antes tengo que saber que está viva. No te voy a dar nada hasta que no sepa con certeza que se encuentra bien.

—Yo no diría que está bien, pero la muy puta aún respiraba la última vez que la vi.

Sacó un iPhone del bolsillo, un modelo aún más moderno del que ella le había comprado a Jeremy. Puso la lengua entre los dientes mientras pasaba la pantalla. Encontró lo que buscaba y se lo mostró a Faith. Vio la imagen de su madre sosteniendo un periódico.

Faith miró la foto. Evelyn tenía el rostro tan hinchado que apenas se la podía reconocer. Tenía la mano envuelta en un trapo ensangrentado. Faith apretó los labios y notó que la bilis le llegaba hasta la garganta. Luchó para que las lágrimas no le brotasen de los ojos.

—¿Qué es lo que tiene en las manos?

El joven amplió la imagen.

—Un periódico.

—Sé que es un periódico —replicó—, pero eso no demuestra que esté viva en este momento. Sólo demuestra que la habéis obligado a sujetarlo después del reparto de esta mañana.

El joven miró la pantalla. Faith se dio cuenta de que estaba preocupado. Se mordió el labio de abajo igual que Jeremy cuando le sorprendían haciendo algo malo.

—Esto prueba que está viva. Tienes que hacer un trato conmigo si quieres que siga así.

Faith observó que había mejorado sus modales. También había elevado la voz una octava. Ese tono le resultaba familiar, pero ¿de qué? Necesitaba que siguiera hablando.

—¿Crees que soy gilipollas? —dijo Faith—. Eso no prueba nada. Mi madre puede estar muerta. No te voy a dar un montón de dinero porque me hayas enseñado una foto de mierda. Puede que la hayas trucado. Ni tan siquiera sé si es ella.

El joven se adelantó, sacando pecho. Tenía los ojos almendrados, de un color azul intenso con manchitas verdes. Una vez más tuvo la sensación de conocerle.

—Yo te he arrestado antes.

—Vete al carajo. Tú no me conoces de nada, perra. No tienes ni puñetera idea de quién soy.

—Necesito pruebas de que mi madre está viva.

—No lo estará por mucho tiempo si sigues con esa mierda.

Faith notó ese chasquido familiar en su interior. Toda la rabia y la frustración de los últimos días brotaron repentinamente.

—¿Has hecho algo así antes? Pareces un aficionado. Eso no sirve de prueba. Llevo dieciséis años siendo una puñetera policía y crees que me la vas a pegar con ese truco de mierda. —Le propinó un empujón lo bastante fuerte como para hacerle entender a qué se refería—. Déjame salir, capullo.

El joven le estampó la cara contra la puerta. Faith se quedó sorprendida por el golpe. Le dio la vuelta y la cogió por la garganta con la mano izquierda. Con la derecha le apretó la cara, presionándole el cráneo con los dedos. Echaba espuma por la boca.

—¿Quieres que te deje otro regalito debajo de la almohada? ¿Puede que sus ojos? —Apretó el globo ocular con el pulgar—. ¿O prefieres las tetas?

La puerta le presionaba la espalda. Alguien intentaba entrar en los aseos.

—¿Disculpe? —dijo una mujer—. ¿Está abierto?

El hombre miraba fijamente a Faith. Era como una hiena acechando a su presa. Le temblaba la mano de tanto apretarle la cara. Los dientes le habían cortado el interior de la mejilla, la nariz le sangraba y, si quería, podía romperle el cráneo.

—Mañana por la mañana te daré instrucciones —dijo. Se acercó tanto que sus rasgos se tornaron borrosos—. No hables con nadie de esto. No se lo digas a tu jefe. Ni a ese gilipollas con el que trabajas. No hables con tu hermano ni con nadie de tu preciosa familia. Con nadie. ¿Me entiendes?

—Sí —susurró Faith.

Aunque parecía imposible, apretó aún más.

—No te mataré a la primera —le advirtió—. Te cortaré los párpados. ¿Me oyes? —Faith asintió—. Haré que presencies cómo despellejo a tu hijo. Poquito a poquito le arrancaré la piel hasta que sólo veas sus músculos y sus huesos, y le oigas chillar como el niño mimado que es. Y luego seguiré con tu hija. Su piel será más fácil de arrancar. ¿Me entiendes? —Faith volvió a asentir—. No me jodas. No tengo nada que perder.

La soltó con tanta rapidez como la había apresado. Faith se cayó al suelo. Tosió, notando el sabor de la sangre en la garganta. De una patada, el joven la apartó para poder abrir la puerta. Ella buscó el bolso. Sus dedos notaron la pistola. Debía levantarse. Tenía que hacerlo.

—¿Señora? —dijo una mujer. Miraba desde detrás de la puerta—. ¿Quiere que llame a un médico?

—No —susurró Faith. Tragó la sangre que tenía en la boca. Tenía abierta la parte interna de la mandíbula. La nariz también le sangraba.

—¿Está segura? Podría llamar a…

—No —repitió Faith. No había nadie a quien llamar.